jueves, 7 de junio de 2018
THE GAME SHOW: CAPITULO 4
—¿Por qué estamos limpiando la casa el jueves? El día de limpieza es el domingo —se quejó Macarena mientras quitaba el polvo de la mesa.
—Ya te he dicho que el señor Alfonso vendrá dentro de una hora con la gente de la televisión.
En la reunión iban a participar el presentador del programa y el equipo de rodaje que seguiría a Pedro. El sábado, Paula tendría la misma reunión en casa de Pedro. Podía imaginarse todos los lujos de la casa del vicepresidente de los grandes almacenes Danbury's.
Paula echó otra ojeada a su apartamento e intentó imaginarse cómo lo vería su jefe. El sofá azul con cojines de colores y la butaca con tapicería de flores eran demasiado grandes para una sala tan diminuta. Estaban pensados para la preciosa casa donde había vivido con Kevin, pero no podía pagar la hipoteca cuando él se fue. En realidad, descubrió que tampoco podían pagarla los dos juntos. Su ex marido había estado pagándola con tarjetas de crédito. Ella tuvo que venderla con casi todos los muebles.
El apartamento no tenía mal aspecto. Ella siempre había tenido cierta gracia para la decoración. Había hecho unos estores blancos que ocultaban la vista de la escalera de incendios y había comprado un par de acuarelas de paisajes en una feria de arte. En la pared de enfrente había puesto unas estanterías blancas que había encontrado en un mercadillo benéfico.
En una de las estanterías había fotos de sus hijas con marcos azules o blancos y en otra estaba su colección de tazas de té. La única extravagancia, si podía llamarse así, era la rosa roja que había puesto en un florero en medio de la mesa que había delante del sofá. Había empezado a comprar rosas cuando Kevin se fue.
Representaban la esperanza y le recordaban que podía encontrar la belleza hasta en los sitios más insospechados.
Faltaban quince minutos para que llegaran los visitantes y ella seguía intentando que Chloe se terminara su plato de macarrones con tomate. Si tenía suerte, durante la reunión podría mantener distraída a Chloe con algún vídeo de dibujos animados. Maca podía entretenerse sola y ocupare un poco de su hermana pequeña. A veces le abrumaba que Maca tuviera tantas responsabilidades. Limpiar la casa y ocuparse de una niña pequeña no eran las tareas habituales de una niña de siete años. Sin embargo, Maca casi nunca se quejaba. Como su madre, parecía saber que era inútil quejarse.
Llamaron al timbre en el preciso momento en que Chloe había tirado al suelo el plato de macarrones.
—¡Terminado! —exclamó mientras la pasta caía sobre el suelo recién fregado.
—¡Chloe! No se tira la comida.
La niña sonrió.
—No, no, no —corroboró Chloe mientras agitaba un dedo.
—Mamá, han llamado —le gritó Maca desde la puerta.
Sintió que los nervios le atenazaban el estómago.
—Será el señor Alfonso y la gente del programa. Abre la puerta. Voy a limpiar esto.
Pedro no había esperado que una niña abriera la puerta. Era la niña que lo había mirado fijamente en el almacén. Era una versión reducida de su madre y tenía la misma barbilla firme y desafiante. Efectivamente, iba a ser un mes muy largo.
—Hola, soy el señor Alfonso, creo que tu madre está esperándome.
—Sí. Yo soy Macarena. Mamá me ha dicho que pase. Tengo que ser amable con usted, aunque ella piensa que es un idiota —Maca abrió los ojos como platos y Pedro esperó que se disculpara—. No le diga que he dicho eso, no me deja decir idiota.
Pedro carraspeó. Aquella niña era, evidentemente, hija de su madre.
—Entonces, será un secreto de los dos.
Macarena se apartó para que él entrara. El apartamento era pequeño pero ordenado y se parecía mucho a un horno. No tenía aire acondicionado. Era mediados de agosto y faltaba más de un mes hasta que refrescara un poco.
Paula Chaves entró en la habitación y Pedro habría jurado que la temperatura había subido otros doce grados. Pedro creía que había olvidado aquella atracción absurda e improcedente, pero estaba claro que no era así.
¿Qué tenía ella de especial?
Tenía el pelo recogido en una cola de caballo y la piel brillante por la humedad. Llevaba una camiseta sin mangas amarilla y una falda marrón de algodón que le llegaba hasta unos ocho centímetros de las rodillas. No era una vestimenta especialmente sexy y sí bastante adecuada para la temperatura, pero Pedro habría preferido que llevara pantalones. Tenía unas piernas preciosas, esbeltas como las de una modelo y armoniosas como las de una atleta. Él se aflojó la corbata y se soltó el primer botón de la camisa.
—A lo mejor quiere quitarse la chaqueta antes de que se achicharre —le propuso ella con ironía—. Hace un poco de calor.
Él apartó la mirada de sus piernas.
—¿Un poco? Un mucho, diría yo…
—No hay aire acondicionado, lo siento.
Paula se apartó un mechón de pelo de la pegajosa frente sin que pareciera que lo sintiese lo más mínimo.
—¿Puedo ofrecerle algo? Tengo té helado.
—Cualquier cosa fría, gracias.
Mientras lo decía, Pedro notó un tirón en la pierna del pantalón. Bajó la mirada y se encontró con la cara manchada de rojo de una niña pequeña y sonriente.
—Ya me acuerdo de ti —susurró Pedro.
Había tenido que mandar la chaqueta a la tintorería y si aquella mocosa tenía las manos como la cara, ya podía ir pensando en hacer lo mismo con los pantalones.
Paula también la miró.
—¡Chloe! Lo siento, señor Alfonso. Estaba tan ocupada recogiendo lo que había tirado que no he tenido tiempo de limpiarle las manos y la cara. Además, consigue escaparse por mucho que la ate a la silla.
—Lo tendré presente.
Pedro sacó un pañuelo del bolsillo y se frotó la rodilla derecha, pero sólo consiguió extender más la mancha.
Paula acababa de limpiar a su hija cuando volvieron a llamar a la puerta. Metió a todos los invitados en la rebosante sala y, después de encerrar a sus hijas en su dormitorio con el vídeo puesto, volvió con una bandeja con vasos y una jarra de té helado.
El único sitio libre estaba en el sofá, junto a Pedro. Se chocaron las rodillas cuando se sentó.
—Perdón —dijeron los dos al unísono.
Paula cruzó las piernas para intentar ocupar lo menos posible, pero sólo consiguió que la falda se le subiera hasta la mitad de los muslos. Intentó bajársela discretamente cuando Pedro se hizo con un vaso de té helado y lo vació de un solo trago.
—¿Quiere algo más?
—No —contestó él con una concisión extraña.
Durante media hora, Joel Whaley, el cámara principal que habían asignado a Pedro, explicó lo que iban a grabar y lo que no. Después de un rápido recorrido por el apartamento de Paula y de una breve presentación de sus hijas, decidió dónde iba a colocar las cámaras por control remoto.
Era un hombre alto y corpulento con cejas muy oscuras y un dragón tatuado en un bíceps. Aun así, había puesto una rodilla en el suelo para saludar a Macarena y había arrancado una carcajada de Chloe con su imitación del Pato Donald.
—¿Qué te parece, Nicky? —le preguntó a su joven ayudante—. ¿Cuántas cámaras crees que vamos a necesitar?
—Cuatro… No, cinco, papá.
Le dio un cariñoso tirón de la cola de caballo y guiñó un ojo a Paula y a Pedro.
—Es una buena astilla de un viejo palo —dijo con un orgullo evidente.
A Paula se le disiparon todas las preocupaciones de dejar a sus hijas con Pedro. Joel era padre y su instinto le decía que, con tatuajes o no, era un buen padre.
—Fuera del apartamento, cuando vaya a trabajar, le seguirán un par de cámaras, pero yo soy el que manda —le explicó Joel a Pedro.
—Me alegro —farfulló Pedro.
Raul, el presentador, apareció en ese momento.
—Sylvia le ha pedido a la señorita Chaves que escriba una especie de horario con las tareas. Naturalmente, no tiene que seguirlo al pie de la letra. También se trata de mejorar la rating del otro. Eso puede significar que se utiliza el dinero o el tiempo mejor que la otra persona.
—La eficiencia es una de mis especialidades —Pedro miró a Paula con aire de superioridad.
Ella tuvo el placer de ver que la sonrisa se le borraba de los labios cuando le dio una docena de hojas mecanografiadas con instrucciones, casi todas relacionadas con sus hijas.
—Las tres primeras páginas tratan de cosas generales; menús, horarios, libros… Sabe cambiar unos pañales, ¿no?
—Creo que puedo adivinarlo.
—Hago la compra el lunes por la noche, después de la clase, porque hay menos colas y el carnicero tiene carne más barata que está a punto de llegar a la fecha de caducidad —Pedro levantó una ceja—. Mi cuenta es más exigua que la suya y es lo que va a tener durante el próximo mes…
—Perfecto. Compra los lunes porque la carne está más barata y a punto de pudrirse…
—Efectivamente —replicó Paula con orgullo—. Esa noche también intento cocinar para toda la semana. Si se esmera, puede sacar hasta tres comidas de un pollo. Naturalmente, usted come más que nosotras y no le quedará mucha carne para la sopa.
—La hay enlatada, por si no lo sabía.
—Me gusta hecha en casa. Además, es más barata y nutritiva.
—¿Algo más? —preguntó Pedro.
—Macarena es alérgica a los cacahuetes. Es una alergia grave y tiene que leer cuidadosamente los ingredientes de las comidas. Algunas las hacen con aceite de cacahuete. Si van a comer fuera, cosa que dudo con mi presupuesto, insístale a la camarera sobre este punto.
—¿Qué pasa si lo toma? ¿Le da urticaria?
—Podría morir, señor Alfonso. Se le contraería la garganta e impediría que pasara el aire. Tengo una jeringuilla y medicina en el botiquín de casa y siempre llevo otra en el bolso.
Pedro se puso tenso.
—¿Tendría que ponerle una inyección?
—Sí. Enseguida. No puede llamar a urgencias y esperar a que le hagan una traqueotomía. Yo le enseñaré y usted puede practicar con una naranja —Paula hizo una pausa y se puso muy seria—. ¿Podrá hacerlo?
Pedro se sentía abrumado por lo que estaba pidiéndole que hiciera. Paula estaba confiándole la vida de su hija.
No tenía que ser médico para hacer la comida o leerle cuentos en la cama, pero una alergia tan grave era un asunto muy distinto.
Durante los últimos seis años, Pedro había evitado pensar qué tal padre sería. Su propio padre había sido firme y algo distante. Su madre, una niñera y los profesores del internado se ocupaban de los detalles. Sin embargo, cuando se pusiera en la piel de Paula Chaves, no podría dejar los detalles en manos de otros.
—¿Sí o no? —insistió Paula.
Estaba sentado junto a ella en el sofá y no se dio cuenta de que la había tomado de la mano hasta que notó que ella se la apretaba.
—Sí —él también le apretó la mano y dijo las palabras que no había dicho a ninguna mujer desde hacía seis años—. Lo prometo.
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