miércoles, 6 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 1




Paula Chaves volvió a llegar tarde al trabajo; esa vez fue media hora. Llevaba a la niña pequeña en brazos mientras fichaba en el centro de distribución de los grandes almacenes Danbury's. Para complicar más las cosas, se presentaba con dos niñas y una de ellas bastante irritable porque estaban saliéndole los dientes.


—No te olvides, Macarena, tienes que quedarte con Chloe en la sala de descanso —le recordó a su hija de siete años—. Tenéis que estar ahí hasta que la señora Baker os recoja.


Todo el plan se esfumó cuando Paula dio la vuelta a una esquina y se dio de bruces con el enorme pecho de un hombre. Retrocedió un paso y lo miró con una sonrisa de disculpa. No sabía su nombre, pero la semana anterior lo había visto con uno de los directores adjuntos. 


La punzada de atracción que sintió entonces la había pillado desprevenida. Se había reprendido por ello, pero también le había devuelto la sonrisa que él le había dirigido.


Allí estaba otra vez, pero ya no sonreía.


—Lo siento —dijo ella.


Él aceptó la disculpa con un gesto de la cabeza.


—¿Qué hacen estas niñas aquí?


Macarena se escondió detrás de su madre al oír el tono brusco y Chloe dejó escapar un quejido entre sollozos.


Paula le dio un beso en la mejilla sonrosada y ardiente.


—No pasa nada. No llores —miró al hombre—. ¿Quién es usted exactamente?


Pedro Alfonso.


El nombre le sonaba, pero no sabía bien de qué.


—¡Ah! El nuevo…


Estaba casi segura de que era el nuevo director del centro de distribución, un puesto que ella había solicitado, aunque ni siquiera habían tenido la delicadeza de hacerle una entrevista.


Los rumores decían que ese tipo tenía una relación lejana con el jefe de personal, aunque a Paula le parecía muy distinto del bajo y calvo señor Elliot. Medía casi dos metros, tenía el pelo negro y tupido y unos ojos azules que resplandecían debajo de unas cejas oscuras. Paula, al fijarse en el traje hecho a medida que llevaba, decidió que tenía que estar muy pagado de sí mismo. Unos pantalones de algodón y una camisa eran más que suficientes en el almacén. El traje era una exageración y ahora tenía, encima del impecable pañuelo que asomaba por el bolsillo del pecho, la inconfundible marca de la nariz moqueante de una niña. Paula pensó que se lo tenía merecido.


—El nuevo… Sí, supongo que soy el nuevo —añadió con ironía.



Fuera director o no, fuera guapo o no, no tenía por qué fastidiar a las niñas.


—Señor Alfonso, ¿había alguna necesidad de que gritara?


Paula giró la cabeza hacia Chloe, que seguía sollozando.


Las cejas se arquearon sobre los gélidos ojos azules. 


Evidentemente, no estaba acostumbrado a que lo regañaran y menos a que lo hiciera alguien de un escalafón inferior en la jerarquía de la empresa.


—He hecho una pregunta. ¿Qué hacen estas niñas aquí? —repitió en un tono más suave.


Iba a resultar que era un director de ésos, de los inflexibles y arrogantes que llevaban las reglas hasta sus últimas consecuencias, para los que los empleados no eran personas con familias y problemas sino autómatas que tenían que hacer su trabajo sin quejarse ni hacer preguntas.


Sin poder remediarlo y sin esperarlo, Paula pensó que era una pena que su maravilloso aspecto no se hiciera extensivo a su personalidad. Se quitó esa idea de la cabeza y se recordó que sus hijas eran siempre lo primero.


—Son mis hijas. La niñera tenía cita con el médico. Vendrá enseguida a recogerlas.


—¿Enseguida? Esto es una empresa, no una guardería.


Paula suspiró de desesperación. Como si ella no lo supiera. 


Lo que no sabía era por qué había tenido la esperanza de que él hubiera comprendido que ser madre soltera podía ser una complicación incluso en los mejores días. En días como aquél, bastante hacía con no sentarse al lado de su hija a llorar desconsoladamente.


Chloe la había tenido despierta casi toda la noche. A las muelas que estaban saliéndole, se le añadía la ola de calor que pasaba Chicago. 


Los dos ventiladores eléctricos movían el aire caliente por las diminutas habitaciones, pero no enfriaban el ambiente. La puntilla llegó con la llamada de la niñera. Le quedaban por delante ocho horas de trabajar como una mula y luego otra hora en casa antes de ir a la clase nocturna. 


Tendría suerte si se acostaba antes de medianoche y sólo lo conseguiría si pasaba por alto el fregadero lleno de platos sucios y el montón de ropa que tenía para lavar.


—Ya sé que no es una guardería —replicó Paula intentando no resultar impertinente—, pero no he podido hacer otra cosa.


—Sus problemas personales son eso, personales. Sin embargo, podrían convertirse en los problemas de Danbury's si una de sus hijas resultase herida —señaló con la mano las existencias apiladas—. No es el sitio indicado para que unas niñas anden sueltas.


—¿Sueltas? —tragó saliva y contuvo un juramento—. Le prometo que las tendré controladas.


—¿Cómo puede hacerlo y realizar su trabajo? —no esperó la respuesta—. No puede. Vuelva a fichar y váyase a su casa.



—¿Que fiche y…? ¿Estoy despedida?


—No, pero esto constará en su expediente. Ahora me toca a mí preguntar. ¿Cómo se llama?


El muy listo estaba dispuesto a labrarse una reputación gracias a ella.


—Paula Chaves —contestó entre dientes


—Muy bien, Paula Chaves, puede considerar esto como una advertencia. Si vuelve a traer a sus hijas al trabajo, será la última vez que fiche.


Ella seguía mirando sus espaldas con la boca abierta cuando se le acercó alguien.


—Ya veo que haces buenas migas con el señor Alfonso.


Paula se dio la vuelta y se encontró con su compañera Arlene Hughes. Paula tenía veintiocho años y Arlene veinte más, tenía una melena pelirroja como Lucille Ball y unos labios muy arqueados a juego. A pesar de la diferencia de edad, las dos se hicieron muy amigas desde que Paula entró a trabajar allí justo después del nacimiento de Chloe.


—¿Don Comprensivo? Sí, va a ser muy divertido trabajar para él. Hace que el otro director parezca cariñoso y simpático.


—No es el nuevo director del almacén.


—¿Quién es? —volvió a preguntar Paula.


Pedro Alfonso, creo que Tercero. El nuevo vicepresidente de los grandes almacenes Danbury's.


Paula se quedó boquiabierta, aunque cerró los ojos. Si había tenido alguna esperanza de ascender en Danbury's cuando hubiera aprobado el master en Administración de Empresas, aquélla no era la mejor forma de empezar.


—¿Es importante, mamá? —le preguntó Maca.


—Muy importante —confirmó Paula.


—A mí me cae mal —le comunicó su hija—. Grita y ha hecho llorar a Chloe.


—A lo mejor yo también lloro.


Resopló y se levantó el flequillo. Necesitaba un corte de pelo y unos reflejos que animaran su pelo rubio desvaído, pero no tenía ni tiempo ni dinero para esas frivolidades. Ésa parecía ser la historia de su vida últimamente. Daba igual lo arduamente que trabajara, nunca conseguía salir adelante. 


Parecía un hámster que daba vueltas sin parar en la rueda.


Notó que la ira y la impotencia le salían a la superficie. La gente como Pedro Alfonso Tercero, que seguramente habría nacido entre algodones, nunca entendería lo que era sacrificarse, apretarse el cinturón, renunciar a cosas y, aun así, eludir a los acreedores.


—Seguro que bebe agua mineral, usa ropa interior de marca y todas las semanas le hacen la manicura. Seguro que no aguantaría ni una hora haciendo lo que nosotras hacemos todos los días. Podría mancharse las manos o la ropa —dejó escapar una risa perversa—. ¡Ya verás cuando se dé cuenta de que tiene un moco de niña en su traje carísimo!


Arlene también se rió y el logotipo de Danbury's se balanceó sobre su monumental pecho.


—Aunque es impresionante —comentó la mujer mayor—. Me recuerda a Pierce Brosnan por el pelo moreno y los ojos azules. Si tuviera diez años menos, no me importaría darme un revolcón con él.


—Si tuvieras diez años menos y hubieras salido en la página central de Playboy, él tampoco se fijaría en ti. Los que son como él salen con unas sosas que se llaman Muffy o Bab. Ni se molestan en fijarse en trabajadoras como nosotras. Si no necesitara este trabajo, ya le bajaría yo los humos un poco.


—¿Sabes lo que tendrías que hacer? —Arlene no esperó a que Paula respondiera—. Tendrías que ir a ese programa nuevo, Me pongo en su lugar.


Paula no tenía tiempo para ver la televisión.


—No lo conozco.


—Lo emiten todos los martes por la noche. Es una especie de Gran hermano en el lugar del trabajo.


—Lo siento, pero tampoco veo esos programas —dijo Paula.


Arlene sacudió la cabeza con incomprensión.


—Ya sé que vas a clase tres días a la semana, pero, ¿qué haces para relajarte?


—Dormir.


—Es deprimente… Eres joven, estás en la flor de la vida, tienes un buen tipo y eres guapa. Tendrías que salir más, quedar con hombres, vivir la vida un poco.


—Tengo demasiadas responsabilidades y no me interesa quedar con hombres —se acordó de la sonrisa que había dirigido a Pedro Alfonso—. No necesito un hombre en mi vida.


Arlene suspiró. Era una vieja discusión.


—Muy bien, por lo menos podrías ponerte televisión por cable para evadirte un poco.


—No puedo permitírmelo. Además, sólo uso la televisión para ver viejos vídeos. Así, las niñas sólo pueden ver los vídeos educativos que sacamos de la biblioteca.


—Si vas a Me pongo en su lugar, podrías ganar medio millón de dólares. Con eso podrías comprar un montón de vídeos educativos.


—Ya, también podría ganar diez veces más que eso con la lotería y seguramente haya más probabilidades —sacudió la cabeza—. No, gracias. Conseguiré el dinero por el método tradicional. Trabajaré como una mula.



—Lo harías en Me pongo en su lugar —replicó Arlene—. Si Pedro Alfonso aceptara participar, serías la vicepresidenta de los grandes almacenes Danbury's durante un mes.


Paula se paró en seco.


—Lárgate.


—Lo digo en serio, ¿por qué crees que se llama Me pongo en su lugar?


—¿Y él estaría todo un mes haciendo mi trabajo en el centro de distribución?


Arlene asintió con la cabeza y Paula soltó una carcajada.


—Pagaría por verlo —aseguró mientras se miraba las manos callosas.


—No sólo intercambiaríais el trabajo. Él viviría en tu apartamento, iría a clases nocturnas y se apañaría con tu presupuesto.


—¿Que él viviría en mi apartamento sin aire acondicionado, comería hamburguesas con queso y fregaría los platos, a veces con agua fría, mientras yo viviría en el colmo del lujo durante todo un mes? Eso es un sueño.


Chloe se puso a llorar y acabó con el sueño.


—Entonces, ¿quieres hacerlo?


—Claro —contestó Paula con los ojos en blanco—. ¿Dónde hay que apuntarse?


Arlene se aclaró la garganta.


—Me alegro, porque ya lo he hecho.


—¿Qué has hecho…?


—Te he apuntado para Me pongo en su lugar —contestó Arlene—. He apuntado tu nombre en la página web del programa.


—¿Cuándo? ¿Dónde?


—Hace unas semanas. Cuando solicitaste el puesto de directora y no te llamaron para la entrevista.


—Así que tengo que ir a una televisión para demostrar al jefazo de Danbury's lo que soy capaz de hacer…


—Más o menos —Arlene se encogió de hombros—, pero si no estás interesada, cuando te llamen del programa, si te llaman, puedes decirles que no quieres ir.


—Puedes estar segura de que es lo que haré.



THE GAME SHOW: SINOPSIS






Un importante ejecutivo y una madre soltera intercambian sus vidas…


Paula Chaves trabajaba en el escalafón más bajo de su empresa, pero quería tener la oportunidad de conocer una vida mejor, aunque para ello tuviera que participar en un programa de televisión. Así fue como llegó a intercambiar su vida y su trabajo con un ejecutivo, el vicepresidente Pedro Alfonso. Eso implicaba sentarse en su enorme despacho y decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer, mientras que él debía arreglárselas como madre soltera y un trabajo sin porvenir. Pero cuando Paula conoció al sexy Pedro, con sus sonrisas arrebatadoras, se dio cuenta de que para lograr lo que deseaba no tenía por qué ganar el concurso, sino conseguir el verdadero premio: él.




martes, 5 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: EPILOGO




La hija de Pedro y Paula nació dos semanas después y Pedro anunció, con una sinceridad que hizo reír a Paula, que había vuelto a enamorarse de ella otra vez.


Helena , que había llegado al mundo sin ningún problema, era una niña gordita con el pelo rojo de su madre y los preciosos ojos oscuros de su padre.


Sus abuelos, y su bisabuelo, estaban locos con ella y los planes de la boda fueron discutidos en detalle mientras ellos contribuían cuando los dejaban, que no era siempre.


Pero lo que realmente querían era que llegase la noche para meterse en la cama.


Con la niña a menudo entre los dos antes de ponerla en la cuna, los puñitos cerrados mientras dormía, Pedro y Paula hablaban sobre buscar una casa en las afueras.


—Nunca pensé que algún día querría escapar del ritmo frenético de la ciudad —le había dicho él más de una vez—. Todo esto es culpa tuya, brujita mía...


Y Paula estaba encantada de ser la responsable de ese cambio.


Fin





HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 31





En cuanto salió de la habitación, los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. ¿Se habría equivocado? Ella sólo quería respuestas. Nadie podría decir que Pedro hubiera sido poco razonable, pero se había negado a contestar y ella sentía como si el mundo se hundiera bajo sus pies.


Había tenido que hacer un esfuerzo para no ir al estudio a exigirle una explicación, pero sabía que no serviría de nada. 


Además, su orgullo se lo impedía.


Pedro era una persona independiente y dirigía su vida según sus leyes y, en general, esas leyes eran justas. Tenía que concederle eso. La había acusado de no confiar en él y sabía que era cierto. No confiaba en él y no podría hacerlo porque Pedro no la quería, pero tampoco podía imaginarlo engañándola con otra mujer.


Su silencio, sin embargo, la llevaba a las mismas preguntas y a los mismos miedos.


Pedro no le había mentido nunca. De hecho, había sido ella quien le mintió cuando se conocieron. Y, sin embargo, lo había acusado de mentir o, al menos, de esconderle algo.


Paula por fin se quedó dormida, inquieta por el hecho de, no sabía cómo, era ella quien se sentía culpable.


Cuando despertó a la mañana siguiente, a las siete y media, comprobó que Pedro no había dormido a su lado.


Asustada, se levantó de la cama. ¿Dónde estaba?, se preguntó. A pesar de la discusión había dormido profundamente y no lo había oído entrar en la habitación. 


¿Habría dormido en el cuarto de invitados como amenazó?


Pero cuando miró allí no había ni rastro de Pedro. Tal vez se habría ido temprano a trabajar...


Nerviosa, lo llamó al móvil y estuvo a punto de desmayarse de alivio cuando por fin contestó.


—¿Dónde estás?


Pedro notó la angustia en su voz y sintió cierta satisfacción. 


El interrogatorio lo había enfadado, pero no estaba orgulloso de haberse negado a dar explicaciones. De hecho, se había pasado la noche entera sintiendo como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


A las tres de la mañana había entrado en el dormitorio para mirarla. Quería meterse en la cama con ella, pero no quería despertarla porque sabía que volverían a discutir.


—¿Ya te has levantado?


—¿Dónde estás? No me has contestado.


—Espera un momento.


La comunicación se cortó y Paula cerró el móvil, con el corazón encogido.


Pero cuando levantó la mirada vio a Pedro en la puerta de la cocina. No lo había oído, pero el alivio que sintió al verlo estuvo a punto de hacerla llorar.


Quería correr para echarse en sus brazos, decirle cuánto lo quería...


—¿Has dormido bien? —le preguntó en cambio.


Era absolutamente guapísimo, pensó, preguntándose si algún día se acostumbraría al impacto que sentía cada vez que lo miraba. Pero no estaba sonriendo y eso la puso más nerviosa que la discusión de la noche anterior.


—No —respondió Pedro—. He estado trabajando casi toda la noche en el estudio.


Había tenido horas para pensar en la discusión. 


Horas para analizar su respuesta y minutos para concluir que, en lugar de sentirse acorralado, en realidad le había gustado ver a Paula celosa. 


Porque de los celos se derivaba la necesidad de estar con alguien y eso era lo que quería de Paula.


La costumbre había hecho que respondiera como lo hizo, pero era hora de decirle adiós a las antiguas costumbres.


—Ven, siéntate —dijo entonces, tomándola del brazo—. Voy a hacerte el desayuno.


‐¿Por qué?


‐¿No tienes hambre?


‐No, quiero decir... ¿por qué no estás enfadado conmigo? Anoche discutimos...


—Tenías todo el derecho del mundo a preguntarme qué hacía en compañía de una mujer —la interrumpió Pedro.


‐Yo confío en ti —empezó a decir ella—. Pero es que estaba... —mientras buscaba un adjetivo que no revelase su amor por él, Pedro se adelantó.


—¿Celosa?


Paula se miró las manos, que parecían el único punto seguro.


—Yo también estaría celoso —le confesó él entonces.


—¿Ah, sí?


—Claro que sí.


—Porque tú eres el tipo de hombre que ve a las mujeres como una posesión —el comentario era una excusa para no empezar a jugar con la seductora fantasía de que Pedro quisiera algo más que un matrimonio de conveniencia.


—No, en realidad no es así —dijo él mientras sacaba unos huevos de la nevera—. No voy a decir que no he tenido relaciones con una gran cantidad de mujeres porque no sería verdad, pero nunca he dejado que ninguna me pusiera condiciones.


—Yo no estaba...


—Espera un momento, déjame terminar —la interrumpió Pedro—. Siempre he vivido mi vida según mis términos. Mis reglas eran muy sencillas: el trabajo era lo primero y siempre dejaba bien claro que no tenía intención de casarme. Siempre he sido sincero y no me gustan las escenas, ni las exigencias, nada que yo no estuviera dispuesto a dar.


Después de hacer un cálculo aproximado de la cantidad de reglas que se había saltado desde que estaba con ella, Paula lo miró con nuevos ojos.


—Bueno, tal vez te has saltado unas cuantas conmigo...


—No me interrumpas, Paula. Estoy intentando imaginar cómo voy a decirte lo que quiero decirte...


—¿Qué tienes que decirme?


Pedro levantó los ojos al cielo. Sabía que aquél era el momento de su vida y experimentaba una sensación extraña que lo asustaba y lo emocionaba al mismo tiempo. Pero estaba absolutamente convencido de que aquello era lo que debía hacer, que estaba destinado a ello.


—Que tú puedes saltarte todas esas reglas. En realidad ya lo has hecho, pero he descubierto que no me importa.


—No tienes que decir esas cosas...


—No te entiendo.


‐Sé que no quieres disgustarme porque estoy embarazada, pero eso no significa que...


Pedro le regaló entonces una sonrisa tan tierna que Paula se quedó sin aliento.


—Eres preciosa, ¿te lo he dicho alguna vez? Me enganchaste desde el momento que te vi. Incluso cuando fui a Irlanda a echarte una bronca me tenías enganchado.


Paula no dijo nada. En realidad, no se atrevía ni a respirar por miedo a turbar esa confesión. No quería que aquel momento terminase nunca.


—Debería haberme llevado un disgusto cuando me dijiste que estabas embarazada porque yo no había anticipado un cambio de vida de tal magnitud. En las pocas ocasiones en las que había pensado en casarme y tener hijos siempre creía que mi vida seguiría siendo más o menos la misma, con una esposa dulce que hiciera lo que tuviese que hacer en casa mientras yo seguía haciendo lo mismo de siempre.


Paula estaba fascinada por la vulnerabilidad que veía en su rostro, pero no se atrevía a moverse.


‐Pero cuando dijiste que no querías casarte conmigo, que cada uno debería seguir por su lado descubrí que no era eso lo que yo quería. Te quería a ti —dijo Pedro entonces—. No quería ser padre a tiempo parcial y tampoco quería ser tu amigo. En fin, esto no es fácil para mí y no le he dicho nunca, pero te quiero. Creo que me enamoré de ti durante esas dos semanas en Barbados... ¿pero cómo iba a saberlo? Nunca había sentido algo así y la verdad es que no esperaba que el amor pudiera ser algo tan impredecible. Pensé que te deseaba, que era algo pasajero. Y luego pensé que te había pedido que te casaras conmigo porque era mi deber. Le di todos los nombres que pude encontrar, pero ninguno era el adecuado.


—¿Me quieres? —murmuró Paula.


—No pongas esa cara de sorpresa, todo lo que he hecho durante los últimos meses demuestra que te quiero.


Paula le echó los brazos al cuello y le habría dicho mil veces que lo quería si él no la hubiera interrumpido.


‐Siento no haberte explicado lo de Anita.


—No, soy yo quien lo siente. No quería ponerme tan pesada, pero es que...


—Tienes todo el derecho del mundo a ponerte pesada. Prefiero eso a pensar que no te importaría verme con otra mujer, Paula. Porque si yo te viera con otro hombre lo haría papilla.


Aún en el séptimo cielo, Paula descubrió que Anita, la chica de las botas militares, era coordinadora de una ONG que trabajaba en África.


‐Quería darte una sorpresa.


—¿Una sorpresa?


—Estoy involucrado en la construcción de un hospital en Africa y puede que sólo sea el primero de muchos —Pedro tuvo que sonreír al ver su cara de sorpresa—. No me mires así —dijo luego, buscando sus labios—. ¿No le contaste a tus padres que me dedicaba a construir hospitales por todo el mundo? Considerando que tú eres la instigadora, puedes ayudarme a decidir cuál será el próximo proyecto. 






HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 30




Pedro se quedó inmóvil. Estaba haciendo todo lo posible por controlar su enfado porque no quería estresarla, pero nadie había cuestionado nunca sus movimientos. O, más bien, él no había permitido que se cuestionasen.


‐No tengo que negar nada —respondió.


No iba a ser interrogado por nadie. Había alterado muchas cosas en su vida por aquella mujer, pero ya era más que suficiente y había que poner límites.


Sus palabras destrozaron cualquier posible esperanza que Paula hubiera tenido de una explicación razonable y sintió como si la hubieran golpeado.


—Lo siento, pero esto es demasiado. Demasiado para mí.


—¿Qué significa eso?


‐Significa que no puedo casarme contigo.


—Eso es ridículo —Pedro intentaba no levantar la voz, pero tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse—. Además, no deberías excitarte en este momento.


—¡Haré lo que me parezca bien, deja de darme órdenes!


No quería que se excitase por el niño. Sólo se preocupaba por el niño. Lágrimas de amargura y decepción temblaban en sus pestañas, pero Paula apretó los labios para no llorar porque eso la pondría en desventaja.


—¿Esto es lo que va a pasar a partir de ahora? —le espetó Pedro entonces—. ¿Vas a cambiar de opinión cada vez que estés deprimida?


‐No estoy deprimida, sólo te estoy pidiendo que me expliques qué hacías con una mujer a la hora de comer cuando me has dicho que has estado todo el día reunido. ¿Eso es pedir demasiado?


—Eso es decir que no confías en mí —contestó él—. Me estás acusando de tener una aventura y yo te digo que no es así. No veo por qué tendríamos que seguir hablando del asunto.


Si no tenía ninguna importancia, ¿por qué no le decía qué hacía con esa mujer?, se preguntó Paula. Si era tan inocente, si no tenía nada que ocultar, ¿por qué tanto secreto? Tal vez era cierto, tal vez no había nada entre ellos, pero se negaba a darle una explicación y eso era intolerable. 


Tal vez a él flirtear con una mujer no le parecía mal, pero a ella sí. No quería que mirase a otra siquiera. No iba a cambiar de opinión sobre casarse con él, pero la realidad era que Pedro no la amaba. ¿Cómo iba a confiar en él?


‐Muy bien —asintió, suspirando.


Pedro la conocía bien y sabía que había dejado el tema por el momento, sólo por el momento. Porque conocía su determinación para encontrar respuestas.


En realidad, se parecía mucho a él en ese aspecto, pero no iba a perder la batalla. Por mucho que quisiera cumplir con su obligación y hacer lo que debía hacer un hombre decente, no iba a dejar que Paula le pidiera una explicación detallada de lo que hacía cada día para satisfacer su calenturienta imaginación.


No había hecho nada malo, fin de la historia. 


Pensar eso debería haberlo calmado, pero la discusión lo había dejado inquieto y molesto.


—Es tarde —dijo abruptamente—. Y discutir hasta altas horas de la madrugada ni va a servir de nada ni es bueno para ti. Será mejor que duermas.


—Deja de decirme lo que tengo que hacer, ya soy mayorcita.


—¿Por qué? Tú sabes que tengo razón.


—No, lo único que sé es que eres un arrogante —replicó Paula.


Había aceptado casarse con él y lo haría, pero no podía dejar de pensar en esa mujer. Como un disco rayado, su cerebro no dejaba de repetir la escena hasta que estuvo a punto de llorar.


Pedro la observaba, en silencio. Pero no entendía por qué estaba tan enfadada por algo que no tenía la menor importancia sintiéndose acorralado, se negaba a rendirse y, en lugar de hacerlo, dijo con tono conciliador:
—Voy a mi estudio a trabajar un rato. Así podrás calmarte...


‐¡No quiero calmarme! Quiero que hablemos.


‐O confías en mí o no, Paula. Sí, he visto a una mujer a la hora de comer, pero no me acuesto con ella. Y ahora, si no te importa, me voy al estudio porque quiero dejarte dormir. No te preocupes si te despiertas y no me encuentras a tu lado. Es posible que duerma en el cuarto de invitados.