sábado, 19 de mayo de 2018
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 23
Fiel a su palabra, Paula se despidió de Carolina y se marchó de la casa de los Alfonso a las diez en punto. A las diez y media estaba entrando en la casa de invitados de los Kaiser, y a las once se había metido en la cama como una buena chica.
Mientras miraba al techo, pensó en los tensos minutos que había vivido en el vestíbulo de la casa de Pedro.
No sabía qué la había hecho más infeliz, si el atractivo aspecto de Pedro, que parecía salido de una revista de modelos, o la belleza de su amiga. Pero no podía negar que estaba celosa. Le había costado mantener la compostura, pero lo había hecho, aunque había cometido el error de mirar una última vez antes de entrar en la casa; y cuando vio que Pedro ponía una mano en la espalda de Donna, se sintió desfallecer.
Sin embargo, no podía culparlo por ello. La culpa era enteramente suya. Donna le había pedido que no saliera de la casa, pero ella se había empeñado y ahora era víctima de su obstinación y de su estupidez.
Se apoyó en un codo, colocó la almohada y se volvió a tumbar. Había ido a ver a Carolina porque quería conocer la casa de Pedro, y porque sentía curiosidad por su madre.
Quería conocer el lugar en el que escribía sus guiones, y sobre todo quería tener otra ocasión de verlo.
No obstante, también lo había hecho por su hermana; resultaba evidente que estaba aburrida, y no quería que su rebeldía la empujara a hacer algo estúpido.
La cita de Donna y Pedro la había alterado tanto que decidió pensar en otra cosa. Y no encontró mejor tema que Valeria Alfonso.
Era una mujer insufrible. Había entrado en la cocina poco después de que lo hicieran Carolina y ella, y desde entonces no había dejado de darle órdenes. Se metía con la joven por cualquier cosa, y parecía un sargento en un campamento militar.
Paula había tenido que morderse la lengua varias veces para no interferir, porque no quería avergonzar aún más a Carolina, así que decidió desviar la atención de Valeria haciendo algunos comentarios positivos sobre la cocina.
Cinco minutos más tarde se encontró devorando todo tipo de dulces. Un simple cumplido había bastado para que el gesto de irritación de Valeria se transformara en una mirada dulce y relajada. Y la madre de Carolina empezó a hablar de cocina como si cocinar fuera lo más importante del mundo.
Paula sintió una intensa angustia al pensar en Carolina. Valeria había sido muy amable con ella, pero no había dedicado ni una sola palabra cariñosa a su hija en toda la noche.
En aquel momento, tuvo la impresión de que alguien acababa de cerrar la portezuela de un coche. Pero no sabía si lo había imaginado. Además, era demasiado pronto y no creía que Donna y Pedro ya hubieran regresado. Suponía que estarían bailando en algún local, o tomando una copa, o haciendo algo más placentero en la habitación de un hotel.
Desesperada con el curso de sus pensamientos, pensó que sería mejor que dejara de contemplar el techo. Si seguía haciéndolo, corría el peligro de volverse loca. Así que decidió preparar un té para tranquilizarse un poco.
Se levantó de la cama y abrió la puerta del dormitorio. El salón estaba muy oscuro, y tropezó con la mesa mientras se dirigía a la cocina. Cuando llegó, encendió la luz.
La idea de tomar un té ya no le parecía tan interesante.
Estaba harta de tomar infusiones para relajarse, harta de permanecer encerrada; así que tomó la chaqueta que había dejado sobre una silla y caminó hacia la puerta principal.
Necesitaba un poco de aire fresco, necesitaba pasear un rato para aclarar sus ideas. Así que abrió la puerta y salió al exterior. Todo estaba muy tranquilo. No se oía ningún ruido, nada que pudiera molestar a la anciana señora Kaiser. Pero cabía la posibilidad de que Pedro y Donna se encontraran en el vado, de modo que decidió evitar aquella zona de la propiedad.
Se abrochó la chaqueta y contempló las estrellas. Hacía frío, y como había salido descalza consideró la posibilidad de volver a entrar en la pequeña casa. Pero entonces oyó que alguien reía, y avanzó hacia el lugar del que procedía el sonido. Segundos después se encontró a escasa distancia del portalón de la propiedad, y decidió esconderse detrás de un arbusto.
No era la primera vez que hacía algo así. No era la primera vez que se escondía, en plena noche, y que veía a dos personas. Pero la vez anterior había contemplado un asesinato, y ahora contemplaba una escena que alimentó aún más sus celos.
Pedro y Donna estaban de pie, junto a un vehículo. Donna se había apoyado en uno de los costados del coche, y Pedro permanecía a un par de metros de distancia. Hablaban en voz baja y Paula no pudo entender lo que decían, pero el tono le pareció bastante íntimo.
Imaginó que estaban en el preámbulo del típico beso de buenas noches, observando el protocolo de una cita con un poco de conversación, unas cuantas sonrisas, y tal vez algún contacto inocente.
Donna rió en determinado instante y tiró de la solapa de la chaqueta de Pedro, en un evidente gesto de seducción. En aquel instante, Paula odió a su preciosa amiga casi tanto como a sí misma. No podía soportar la visión de la escena, pero tampoco podía alejarse.
Justo entonces, tomó una decisión. Si el beso era largo y apasionado, sería buena y se alejaría de ellos. Pero si era corto y delicado, lucharía por Pedro. Le diría que Marcos era cosa del pasado y se dejaría llevar por la atracción que sentía.
Donna y Pedro dejaron de hablar. Su amiga se acercó a Pedro, y el profesor avanzó hacia ella.
Entonces, Donna alzó la cabeza y Pedro la bajó ligeramente, pero no se movió. En aquel instante, Paula pensó que sus sospechas eran ciertas; pensó que Pedro se sentía atraído por ella y que no podía reaccionar con deseo ante ninguna otra mujer.
Pero, de repente, Pedro bajó la cabeza. Paula cerró los ojos para no verlo y se dio la vuelta.
Después, se alejó del lugar con cuidado de hacer ruido, aunque suponía que de todos modos no la habrían oído.
Cuando llegó a la casa, abrió la puerta, entró y cerró con llave. Cinco minutos más tarde estaba en la cama, como una buena chica. Estaba a salvo, pero no se podía decir que fuera, precisamente, feliz.
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 22
Cuatro noches más tarde, Pedro estaba delante del espejo.
Se había puesto una camisa de seda, pantalones de vestir y una chaqueta. Hasta entonces nunca había dado demasiada importancia a la ropa, pero desde que había hablado con Paula las cosas habían cambiado.
Sin embargo, se encontraba ridículo; demasiado elegante, como si intentara imitar a Don Johnson o algo así. Pensó que no debería haber prestado atención a los comentarios de Paula sobre su estética, pero todo lo que hacía o decía aquella mujer era importante para él. Y precisamente por eso, había llamado a Donna para salir a cenar.
Necesitaba distraerse un poco. Además, la cita con Donna era una excusa perfecta para ir a ver la nueva obra de la compañía de teatro Alley, y por si fuera poco, quería demostrarle a Paula que no le importaba que estuviera saliendo con Marcos Granger.
Frunció el ceño, y se guardó las llaves de la casa y la cartera. Pedro había decidido que no diría la verdad sobre Sabrina, para no ponerla en peligro. Donna no había pasado por casa de su abuela en toda la semana, y el funcionario del ministerio de justicia no había vuelto a llamar. La costa parecía desierta.
Le gustara o no, Pedro tendría que ver a Paula todos los días, en el instituto. Y no se podía arriesgar a que alguien notara la atracción que existía entre ellos; si llegaba a ocurrir, sería terrible para su reputación y para su carrera.
Durante unos momentos, sin embargo, dejó a un lado todas sus justificaciones y pensó en lo que había sentido al tenerla entre sus brazos. Su caracterización de Lolita había sido tan buena que habría aplaudido con mucho gusto. Pero lo peor de todo vino después, cuando Paula le descubrió que había algo más en ella, algo mucho más profundo que el simple deseo: un sentimiento de soledad que no habría imaginado si no hubieran hablado sobre asuntos tan personales como sus sueños.
Pedro miró el reloj. Las cosas habían salido tan bien durante la semana que hasta había conseguido que Carolina se alejara de Bruce. Y todo habría sido perfecto si hubiera logrado convencerse de que Paula no hablaba en serio sobre ese Marcos.
Pero lo había dicho muy en serio, y empezaba a pensar que era la historia de su vida. Miró la fotografía enmarcada de su padre y recordó las últimas palabras de su padre: «Prométeme que cuidarás de tu madre y de tu hermana. Cuento contigo, hijo».
Suspiró y entró en el cuarto de baño. Abrió un frasco de colonia que había comprado el día anterior y se puso un poco. Le había costado cuarenta dólares más que su loción de afeitar habitual, y no le parecía que la diferencia de precio estuviera justificada. A fin de cuentas, le gustaban los olores menos refinados, más naturales.
Acto seguido, salió al pasillo. Donna estaría a punto de llegar. Tenía que trabajar hasta tarde y había sugerido que la esperara en casa. Estaban más cerca del centro de la ciudad, y de ese modo no perderían el tiempo.
Cuando entró en el salón, contempló una escena sorprendentemente relajada. Su madre estaba sentada en un sillón, acariciando al perro; Carolina descansaba en el sofá mientras veía la televisión. Y las dos mujeres levantaron la mirada al mismo tiempo.
—Dios mío... —dijo su madre.
Carolina se quedó boquiabierta y silbó.
Pedro se ruborizó levemente y pensó que el cambio de imagen tal vez había merecido la pena. Después, avanzó hacia la mesa para echar un vistazo al periódico.
—Deja que vaya a buscar la cámara... —dijo Valeria Alfonso, mientras hacía ademán de levantarse.
—No —dijeron Pedro y Carolina al mismo tiempo.
—Bueno, bueno, no hace falta que gritéis. No creo que hacer una fotografía a mi atractivo hijo sea un delito.
—Estás muy bien, hermanito —dijo Carolina—. Creo que empiezo a comprender tu éxito entre las mujeres.
Pedro no se dejaba llevar por los cumplidos, pero era humano, como todo el mundo.
—¿Mi éxito? —preguntó, con cierta altanería.
—Desde luego. Todas dicen que eres demasiado estricto, demasiado duro, demasiado serio... pero si te soltaras un poco en el instituto, tendría que marcharme a otro lugar. No harían otra cosa que hablar bien de ti.
—Tu hermano tiene una reputación excelente, Carolina —intervino Valeria—. Deberías preocuparte más por lo que la gente dice de ti. Deberías preocuparte por ese horrible chico con el que sales, por la ropa que te pones, por las drogas que usas quién sabe para qué...
La alegría de Carolina desapareció de inmediato.
—No sigas, mamá. Ya me he hecho una idea.
Pedro miró a su madre con recriminación.
—La señora Dent me dijo ayer que Carolina ha mejorado mucho —observó el profesor—. Quería comentártelo antes, Carolina.
—Gracias —dijo su hermana, antes de volverse hacia su madre—. ¿Qué te parece si por una noche actúas como si no te avergonzaras de mí?
—Carolina, yo no me avergüenzo...
—Estaremos en mi habitación casi todo el tiempo, así que no te molestaremos con nada.
—¿Estaremos? —preguntó Pedro—. ¿Es que has quedado con alguien?
Su madre lo miró con gesto de sorpresa.
—¿Es que no lo sabías? Carolina me dijo que le habías dado permiso.
Carolina corrió a defenderse.
—Dijiste que no podía salir con mis amigos. Pero no dijiste que mis amigos no pudieran venir a verme.
Carolina y su madre miraron a Pedro, expectantes. Pero Pedro no tuvo tiempo de decir nada, porque el timbre de la puerta sonó en aquel instante y Carolina se apresuró a abrir. Era una ocasión excelente para escapar de allí, y su hermano decidió olvidar el asunto. No tenía ni tiempo ni ganas.
—Ten cuidado al conducir —dijo su madre. Era la forma que tenía Valeria de decir que no tenía intención de saludar a Donna. Las dos mujeres habían charlado un par de veces sobre el comportamiento de Carolina, y no se llevaban bien.
—Tendré cuidado. Buenas noches, mamá —dijo Pedro.
Carolina acababa de abrir la puerta.
—Buenas noches, Donna. Mi hermano te estaba esperando.
Carolina se apartó para que Donna pudiera entrar en el pequeño vestíbulo, y entonces vio a la persona que iba con ella.
—Vaya, hola...
La sonrisa de Pedro desapareció. Acababa de reconocer a la segunda mujer. Era Paula, y llevaba unos vaqueros ajustados que remarcaban su esbelta figura.
No sabía lo que estaba haciendo allí. Pero fuera como fuera, enseguida descubrió que no era el único que se había quedado sin habla. Paula y Donna lo observaban como si fuera la primera vez que lo veían.
—Te lo dije, hermanito —se burló Carolina—. Creo que se han tragado la lengua.
Donna sonrió.
—Tienes muy buen aspecto, Pedro.
—Gracias. Tú estás tan atractiva como siempre —declaró Pedro, pensando que tenía que ser amable con Donna—. ¿No has tenido problemas para encontrar la casa?
—No. Tus instrucciones fueron bastante exactas, y además, Sabrina tiene un gran sentido de la orientación.
—¿De verdad? —preguntó Pedro, mirando a Paula—. Hola, Sabrina. No sabía que fueras a acompañarnos.
—He venido a ver a tu hermana —dijo Paula, siguiéndole el juego—. No quería que todo el mundo supiera que Donna es mi prima, pero cuando Carolina llamó esta mañana ella respondió a la llamada y tu hermana la reconoció de inmediato.
—Dijiste que podía llamar cuando quisiera —dijo Carolina.
—Y lo dije en serio, de verdad. Me alegra que me llamaras.
Donna siguió con la explicación.
—He pasado por casa para cambiarme de ropa. Además, pensé que Sabrina podía llevarse mi coche a casa, si es que no te importa llevarme a casa de mi abuela cuando termine la obra de teatro.
—No, claro que no. Pero, ¿crees que es buena idea que Sabrina conduzca sola de noche?
—No lo sé, pero estaba deseando salir de casa y no fui capaz de impedírselo.
—Eh, un momento. Os recuerdo que no sois mis padres —intervino Paula, en su papel de jovencita—. Me marcharé a las diez y estaré en la cama a las once.
Carolina rió.
—¿Quieres tomar algo, Paula? —preguntó la hermana de Pedro—. Creo que tenemos refrescos sin calorías en el frigorífico.
—¿Sin calorías? Perfecto.
—En tal caso, sígueme. La cocina está a la derecha. Buenas noches, Donna. Hasta luego, Pedro. Ah, y no hagáis nada que yo no hiciera...
Paula hizo ademán de seguirla, pero se detuvo un momento y miró a su amiga.
—Tendré cuidado, no os preocupéis. Y divertíos.
Donna sonrió.
—Lo haremos. En fin, creo que será mejor que nos marchemos.
—De acuerdo —dijo Pedro—. Pero, ¿estás segura de que no quieres tomar algo antes?
—No, gracias. Puede que tome una copa de vino en el restaurante, o después de la obra, si te apetece.
Muchos hombres se habrían alegrado ante la invitación implícita de Donna, pero Pedro se limitó a sonreír de mala gana. Estaba saliendo de casa con una mujer preciosa y sin embargo deseaba volver a entrar para tomar un refresco en la cocina.
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 21
Pedro no reaccionó ante la declaración de Paula. Se limitó a mirarla como si no hubiera dicho nada.
—Eso es ridículo —declaró al cabo de unos segundos—. Lo hizo Lester Jacobs. Tú misma lo viste.
—Exacto. Lo vi, pero no hice nada. No intenté ayudarlo, y ni siquiera grité como esas estúpidas mujeres de las películas que tanto me disgustan. No sé, si hubiera gritado tal vez lo habría confundido.
—Tal vez, pero habría sabido que estabas allí. Hiciste lo correcto, Sabrina. Perdón, Paula —corrigió—. Gracias a eso, estás viva y puedes declarar en el juicio. Además, no habrías podido enfrentarte a él con éxito. Te habría matado con el cuchillo que usó para asesinar a Merrit, y no creo que el regalo que llevabas te hubiera servido como defensa, ni siquiera como arma arrojadiza.
Paula le había contado que aquel día había ido a ver a Merrit para regalarle una corbata. Había estado trabajando todo el día y no había podido hacerlo antes, pero nadie abrió la puerta cuando llamó. De hecho, se dirigió al jardín trasero porque oyó voces y pensó que Merrit estaría allí.
—Fallé a Juan cuando más me necesitaba, y le debo tanto... fue el responsable de que me ascendieran en el trabajo. Se fijó en los resultados que había obtenido con algunos clientes y pidió personalmente que trabajara con él hasta el día de las elecciones. Podría habérselo pedido a alguno de los directivos de la empresa, o a una persona con más experiencia, pero no lo hizo. Creyó en mí.
—Lo haría porque eres buena en tu trabajo —dijo Pedro—. No te hizo ningún favor. Sólo quería a la mejor.
Paula rió con amargura.
—Sí, no puedo negar que era buena. Mejoré su imagen e incrementé el efecto de su carisma. Le ayudé mucho con la opinión pública. Y no dejo de pensar que si no lo hubiera ayudado tanto, Lester Jacobs no habría tenido ningún motivo para asesinarlo.
—Paula, ¿piensas realmente lo que dices? Los motivos de Jacobs no guardan ninguna relación con tu trabajo como relaciones públicas. Ese Jacobs creó su propio infierno, y una noche prendió fuego a todo lo que le rodeaba. Deja de culparte por ello.
—Soy una cobarde, Pedro, y no me siento orgullosa de ello. Pero por fin puedo confesarlo en voz alta.
Paula lo miró y pensó que su mejor amiga tenía razón. Los ojos de Pedro cambiaban de color dependiendo de su humor. Pero Donna no le había contado un par de detalles que acababa de descubrir. Cuando Pedro estaba irritado, las motas marrones de sus ojos se notaban mucho más.
—Vamos a ver si lo he entendido —dijo Pedro—. Eres una cobarde porque puedes testificar contra el asesino en lugar de haber asistido a tu propio entierro. Eres una cobarde por haber puesto tu vida en peligro y por tener que alejarte varios miles de kilómetros de tu casa. Supongo que verte obligada a cambiar de identidad también es una cobardía. Venga, Paula... hasta los profesores están impresionados por el valor que demostrarte al enfrentarte a Wendy y a los suyos. Hay muchas cosas que podría decir cuando pienso en ti. Pero la palabra «cobarde» no se encuentra entre ellas. Y en cuanto a lo que le dijiste a Bruce... bueno, me habría gustado ver su cara.
Paula lo miró, sorprendida.
—¿Cómo sabes eso?
—Piénsalo un poco. Hablaste con él delante de Tony, y esos dos han estado compitiendo desde que llegaron al instituto. Tim Williams escuchó la conversación que mantenían ciertos alumnos, y luego me lo contó en la sala de profesores. Me dijo que Carolina estaba con Bruce en el corredor.
—Sí, es cierto.
—¿Te pareció que estaban saliendo juntos?
Paula se puso tensa. No quería hablar de Carolina, pero Bruce era un gran problema.
—Bruce actuaba de forma posesiva, pero tengo la impresión de que Carolina no se encontraba cómoda. Por eso me acerqué a hablar con ellos. Ah, lo olvidaba... Bruce le metió algo en el bolsillo. Probablemente sólo era una nota, pero he pensado que deberías saberlo.
—Ya lo sabía, y no era una nota. Mi madre encontró unas anfetaminas en la habitación de Carolina. Sospeché de Bruce inmediatamente, pero mi hermana no quiso decir nada. Pensé que Carolina estaría a salvo de ciertas cosas en el instituto Roosevelt, pero me equivoqué; esos chicos tienen demasiado dinero y están demasiado mimados.
—¿Cómo reaccionó tu madre cuando lo supo?
Pedro suspiró, frustrado.
—Le he prohibido a Carolina que se relacione con Bruce, pero no puedo vigilarla las veinticuatro horas del día.
—Está resentida contigo, ¿lo sabes? —preguntó Paula—. Pero es natural a su edad. Lo malo del asunto es que sólo eres su hermano mayor. Tal vez sería mejor que interviniera vuestra madre.
—A mi madre no le importa. Ni siquiera le importó que yo tuviera que olvidar todos mis sueños con tal de...
Pedro no terminó la frase, pero ya había despertado la curiosidad de Paula.
—¿A qué te refieres?
—Olvídalo. No tiene importancia.
—¿Es que no te gusta enseñar? Eres tan buen profesor que...
—Me encanta enseñar. No tiene nada que ver con eso.
Paula pensó en lo que acababa de decir. Por alguna razón, Pedro se había visto obligado a renunciar a sus sueños, siquiera temporalmente. Y Paula sabía mucho acerca de lo que eso significaba. No en vano, había tenido una adolescencia muy problemática, una adolescencia llena de temores, sin nadie en quien confiar, sin contar con nadie que la escuchara.
—Vamos, Pedro, cuéntamelo —declaró—. No nos vendrá mal una brisa fresca. Además, necesito olvidar el asunto de Juan. Sé que se trata de algo demasiado personal y entenderé que no quieras contármelo, pero me interesa de verdad. Me encanta conocer los sueños de los demás.
—¿Me estás presionando?
—En cierto modo, sí. Ten en cuenta que me dedico a trabajar con la imagen de los demás, ayudándolos a obtener lo que desean. Ese es mi sueño. Quería labrarme un futuro profesional, sin contentarme con un trabajo cualquiera y con la posibilidad de tener hijos en el futuro.
—Es decir, no quieres ser un ama de casa normal y corriente.
—Desde luego que no. Además, mi horario de trabajo no deja mucho tiempo para tener hijos. Pero volviendo al tema... ya te he contado mi sueño, y sería justo que tú me contaras el tuyo.
Pedro la miró con ironía.
—Supongo que no tienes intención de permitir que cambie de tema...
—Has acertado —sonrió.
—Muy bien, como desees. Quiero ser guionista de cine.
—Vaya... ¿por eso llevas siempre esa libreta? ¿Para escribir guiones?
Pedro asintió.
—No esta nada mal —sonrió ella—. ¿Has terminado alguno, o estás en ello?
—He terminado varios guiones, pero sólo he conseguido que me acepten uno.
Pedro lo dijo con un entusiasmo poco habitual en él. Paula estaba encantada con el cambio que se había producido en el serio profesor. Había empezado a gesticular más, a actuar con más libertad. Veinte minutos más tarde, cuando ya había escuchado toda la historia, estaba sinceramente impresionada.
—¿Y qué ocurrirá si Free Fall es un éxito? ¿Dejarás la enseñanza?
El entusiasmo de Pedro disminuyó un poco.
—Sí. Me prometí a mí mismo que lo dejaría cuando Carolina termine los estudios. A partir de entonces, será mi madre la que tenga que ocuparse de ella. Pero el asunto de las anfetaminas me preocupa. No he tenido ocasión de hablar con Carolina sobre los peligros de experimentar con ciertas cosas.
—¿Quieres hablar con ella, o recriminarle su actitud?
—Recriminársela, desde luego —respondió él, con ironía—. Y luego la encerraré durante varios meses en su habitación.
—¿A pan y agua?
Pedro se relajó un poco.
—No, sin agua. Cuando llueva, podrá sacar una taza por la ventana y llenarla.
Por primera vez en mucho tiempo, Paula rió de buena gana. Se sentía mucho más tranquila después de haber compartido sus temores con Pedro, y el profesor la encontró más atractiva que nunca.
—Deberías reír más a menudo —dijo él, en voz baja.
—Sí bueno... te recordaré eso en clase.
Pedro no sonrió, pero ella tampoco lo hizo. Estaban demasiado cerca el uno del otro, y la tensión era evidente.
Podía sentir el calor del cuerpo de Pedro, y le costaba respirar.
—Menos mal que tienes veintisiete años —dijo él, súbitamente—. Empezaba a pensar que soy un bicho raro. Te comportabas de un modo tan maduro, con tanta inteligencia..., sabía que había algo raro en ti, algo poco común en una jovencita, y no podía dejar de pensar en ti. Pero puede que no me hubiera fijado si no te hubieras enfrentado a mí por el asunto de Steinbeck. Por cierto, ¿de qué color es tu pelo realmente?
—¿Cómo? —preguntó, llevándose una mano a la cabeza—. Ah, mi pelo... Es rojo. Bueno, rojo anaranjado. Pensé que sería adecuado para la caracterización de Sabrina. Sé que es bastante atrevido, pero Donna está de acuerdo conmigo en...
—Paula...
Paula dejó de hablar y lo miró.
—Me refería a tu color natural —continuó él.
—Ah, claro. Es oscuro, como mis cejas. No me las he teñido.
—Entonces tienes el pelo de color negro, como Elizabeth Taylor. Aunque supongo que te habrán comparado con ella muchas veces, ¿no?
—Bueno... Marcos solía decir eso cuando me vestía de forma particularmente elegante, o cuando necesitaba un favor.
—¿Marcos? —preguntó él, con evidente interés.
—Marcos Granger. Es concejal en Dallas. Nosotros... estábamos saliendo.
—¿Era algo serio, o superficial?
Paula deseaba decir que no era serio, que no significaba nada para ella, pero se decidió por la verdad.
—Era algo serio. De hecho, es posible que nos casemos.
—Comprendo —dijo Pedro, con expresión de tristeza—. Bueno, te aseguro que me acordaré de ti cuando consiga vender mi primer guión.
Las palabras de Pedro fueron muy dolorosas para Paula. Pero no supo qué decir, de modo que tomó su taza de té, ya vacía, y se dirigió a la cocina. Acababa de levantarse cuando sonó el teléfono y tuvo que contestar.
—¿Dígame?
—Menos mal que estás bien —dijo Donna, muy aliviada—. He llamado a la abuela, pero ha saltado el contestador. Supongo que se habrá dormido, pero me he preocupado de todas formas.
—No se sentía muy bien, así que se ha ido temprano a la cama —explicó—. Pero pareces bastante preocupada... ¿ha ocurrido algo?
—Paula... ¿mi abuela te ha dicho algo sobre alguna persona que haya pasado por casa preguntando por ti?
Paula miró a Pedro.
—No —se apresuró a responder—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque he pasado veinte minutos hablando con un tipo del ministerio de justicia. Creo que he conseguido convencerlo de que no sabía nada del asunto, pero si consigue seguir tu pista...
Paula no necesitó que terminara la frase.
—Si da conmigo, también podría hacerlo el asesino —declaró.
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