sábado, 12 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 25




Paula no pudo llamar a Clara hasta que despidió a Pedro. Para entonces, Clara estaba al borde de un ataque de nervios y Paula le prometió que iría a verla tan pronto como pudiera salir de la oficina.


Mientras iba en el coche de camino a casa de Clara, iba pensando si, en realidad, George podía estar liado con otra. Él y Clara llevaban juntos desde… madre mía, desde que entraron en el instituto. George, el gran héroe del fútbol, y Clara, la guapa del instituto. Estaban en plena adolescencia y los besos y las caricias afloraban por doquier; un impulso sexual que podría bien haber sido confundido con el amor.


¿Y después?


La vida podía volverse monótona y rutinaria. 


Sabía que Clara estaba infeliz e insatisfecha y probablemente George también lo estaría.


Sí, la verdad era que podía muy bien estar con otra persona; y Clara también podría, si tuviera tiempo.


Las personas deberían pensárselo muy bien antes de dar el paso del matrimonio, antes de dejarse llevar por aquel deseo… bueno, en resumidas cuentas, aquel deseo sexual.


Pensó en aquellos dos niños adorables. ¿Qué sería de ellos si George y Clara se separaran? 


Al mismo tiempo, pensaba que nada de eso les ocurriría a sus hijos. Daniel era todo lo que quería y se alegraba de haberse preparado para ser el tipo de esposa que necesitaba. Le daría una contestación cuando volviera del partido de golf en Dover.


¿Y por qué estaba pensando en sí misma cuando debería pensar en Clara? Por bien de los niños, ella y George debían permanecer juntos. ¿Tenía esperanzas aquel matrimonio?


—¡Paula! —Bety cruzó el salón y se echó a sus brazos, manchándole el elegante vestido de lino de algo pegajoso.


—¡Hola, chocolate! —dijo sin importarle las manitas pegajosas—. Hace tanto que no te veo. ¿Qué pasa aquí?


—Papá no está aquí y mamá está llorando y Teo no deja de chuparse el dedo —dijo atropelladamente.


—¡Hola, Teo! ¿Cómo está mi chico favorito? —Paula dejó a Bety en el suelo y se inclinó a hacerle una carantoña al niño, que estaba sentado sobre la alfombra.


—¡Lo ves! —interrumpió Clara, señalando el reloj—. Son más de las seis y no está aquí todavía. Oh, Paula, ¿qué voy a hacer?


Limpiar esta guarrería de casa para empezar, fue lo primero que pensó Paula mientras miraba a su alrededor buscando un lugar limpio donde dejar el bolso. 


—¿Por qué te preocupas tanto por la hora? Nunca se sabe con el tráfico, y teniendo en cuenta ese camión tan pesado que lleva…


—Oh, no te lo he dicho, pero ahora es repartidor y tiene una jornada de trabajo regular aquí en la ciudad.


—¡Me alegro por él! —dijo Paula, encantada—. No, no lo sabía. Eso es que le han ascendido, ¿no?


—¡Oh sí! Se va temprano cada mañana, vestido con traje y corbata, pavoneándose como si fuera alguien importante.


—¡Clara! —la cortó Paula—. Hablaremos más tarde —dijo mirando hacia Bety significativamente—, después de bañar a los niños. ¿Han cenado?


—Oh, sí, hace mucho rato. Ya he aprendido a no esperar a George; él nunca…


—¡Clara!


—Bueno, vale. Pero no sabes lo que está pasando.


Clara tenía toda la pinta de que se iba a echar a llorar de nuevo pero se fue al baño y abrió el grifo de la bañera.


—Venga, niños —dijo Paula, tomando a Teo en brazos—. ¡Vamos a nadar!


Después del baño y de leerles un par de cuentos, metieron a los niños en la cama.


—Me estoy volviendo loca —dijo Clara nada más cerrar la puerta del dormitorio de los niños—. Ni siquiera sé quién es.


—Ni siquiera sabes si hay alguien o no —dijo Paula—. Ven a la cocina y nos tomamos algo fresquito. ¿Qué dice George?


—¿Y qué podría decir? No supondrás que me lo va a contar, ¿verdad?


—Bueno, ¿pero qué dice?


—Que está trabajando, por supuesto; que ha llegado un envío inesperado o que hay un camión averiado en Chicago. ¿Qué quieres que me diga?


—A lo mejor es cierto que está trabajando.


—Oh, no, no lo está; lo sé.


—¿Cómo lo sabes?


—Porque incluso cuando está en casa es como si no estuviera —soltó Clara.


—¿A qué te refieres con eso? —preguntó Paula mientras ponía hielo en dos vasos.


—Quiero decir que no… bueno, lo único que hace aquí es dormir.


—Ah —Paula le pasó el vaso—. Salgamos al patio.


—¿Oh, Paula, qué voy a hacer? —Clara volvió a preguntar en cuanto se hubieron sentado.


—Bueno —empezó Paula—. Si de verdad estás convencida de que George te está engañando, me parece que sólo tienes dos alternativas. Puedes dejarlo o bien…


—¿Dejar a George? ¡Jamás! No podría vivir sin él —Clara se echó a llorar de manera incontrolable.


Durante unos instantes, Paula se quedó asombrada. Clars no había dicho nada de que odiara a George ni se planteó qué hacer con los niños, solamente que no podía vivir sin él. Se había equivocado completamente: el único hombre con quien Clara quería estar era con su marido. 


—Si no puedes vivir sin él —dijo—, entonces debes luchar por él.


Clara la miró con el rostro lloroso.


—Oh, no sería capaz de hacer eso; no podría enfrentarme a él y decirle…


—¿Quién ha dicho que tengas que enfrentarte? Te he dicho que luches por él.


—¿Y cómo voy a hacer eso?


—Tengo entendido que la única forma de competir con otra mujer es hacer que el rato que pase contigo sea más feliz que cuando esté con ella. Haz que vuestra casa sea un lugar agradable y cuídate de manera que te encuentre atractiva y apetecible.


Clara meneó la cabeza.


—Eso es fácil para ti. Tú tienes tiempo de arreglarte y ponerte guapa.


—¡Clara! Ni con todo el tiempo del mundo podría llegar a ser tan guapa como tú.


Clara se sintió halagada con sus palabras.


—Pero supongo que soy muy aburrida —dijo suspirando—. No tengo un trabajo emocionante, ni nada de eso. Lo único que hago es darle de comer a los niños y cambiarles los pañales.


—¡Ése es tu trabajo! —dijo Paula, de repente enfadada—. Es el trabajo más importante del mundo, mucho más interesante que ser una reina de la belleza. Pero no lo es si te pasas todo el día tirada en el sillón comiendo chocolatinas. ¡Tienes que poner en ello los cinco sentidos, como si fuera cualquier otro trabajo! —Paula siguió hablando y al final pareció convencerla de todo ello cuando añadió—: si no quieres vivir sin George.


Aun así, sabía que Clara necesitaba ayuda. Se pasó dos días con ella, fregando, limpiando, llevando flores a la casa, todo para mejorar el ambiente.


—Huele muy bien —anunció Bety—. Y no voy a dejar que Teo lo ensucie todo.


Paula invitó a Clara a que pasara un día entero en el salón de belleza y la acompañó a comprar ropa interior y de estar en casa muy sexy.


—Esto es algo que quien quiera que sea la otra, no podría usarlo nunca en la oficina —le dijo a Clara guiñándole un ojo.


A última hora del domingo, Paula decidió que había hecho todo lo que estaba en su mano. El resto era ya cosa de Clara, que estaba muy bonita, emocionada y dispuesta a hacer las cosas bien.


—Compórtate con él con toda la dulzura posible, y ya verás como todo sale bien —le aseguró Paula, que así lo creía.


Dos manzanas más allá vio a George en su Ford azul, de camino a casa. Le tocó la bocina para llamar su atención. Él también estaba subido a aquel barco, y quizá no vendría mal charlar un poco con él.


Aparcó y esperó a George, que había hecho lo propio al otro lado de la calle.


—Bueno, bueno, pero si es la mano derecha de su jefe en persona —dijo sonriéndole con cariño—. Ha llovido mucho desde que llevabas el aparato, ¿eh?


—No hace falta que me lo recuerdes, George Wells.


—Te lo digo con cariño —dijo riéndose—. No te vemos mucho por aquí últimamente, pero Clara me habla de ti. ¿Es que sólo vienes a visitarnos cuando no estoy yo?


—Claro que voy cuando no estás, y me parece que últimamente no estás nunca.


—Oh. ¿Clara se ha estado quejando?


—¿Y no harías tú lo mismo en su lugar? ¿Qué está pasando, George?


—Es el trabajo. He estado trabajando como un burro últimamente.


—¿Y abandonando a tu familia mientras tanto?


—Me imagino que un poco sí… Estoy agotado, Paula. Todo lo que hago es meterme en la cama cuando por fin llego a casa.


—¿Ah, sí?


—No quería contárselo a Clara —dijo frunciendo el ceño—. Quería darle una sorpresa. La casa y los niños la están matando, pobre chica, y nunca vamos de vacaciones. Estoy haciendo todas las horas extras que puedo para poder llevármela a Nueva York o Atlantic City a pasar unos días. Hay bastantes posibilidades de que me vuelvan a ascender a gerente de envíos. Así podremos contratar a una mujer de la limpieza.


—Oh, George, eso es estupendo —dijo Paula, sintiéndose muy aliviada—. Quiero decir, es una alegría que te asciendan. Y creo que tienes razón; a Clara le hacen falta unas vacaciones.


—Sí, pero quizá debería decirle por qué estoy echando horas extras.


—No, no lo hagas. Se va a llevar una sorpresa de las grandes.


Si el hecho de estar un poco preocupada la motiva para cuidar de la casa y de sí misma, tanto mejor, pensaba Paula. George necesitaba cariño y ternura. Sonrió al despedirse de él pensando en la sorpresa que le esperaba en casa.


De camino a su casa, Paula se dio cuenta de lo equivocada que había estado. George estaba todavía tan enamorado de su esposa que ni siquiera veía sus defectos más gordos, ni que tenía la casa abandonada. Todo lo que pensaba era que su mujer estaba deprimida y cargada de trabajo y que necesitaba un descanso. Clara, por mucho que se quejara, reconocía que no podía vivir sin su marido.


Debía de tratarse de algo muy profundo, algo que hacía que las personas se olvidaran de las imperfecciones y los fallos de la otra persona.


Pero había algo más, y era aquel sentimiento tan fuerte que te decía que ése era el único hombre en el mundo sin el que no podía una vivir.


¿Se sentía ella así con Daniel?


No.


Casarse con él sería engañarlo.


CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 24




Cuando Clara llamó aquel miércoles por la mañana, Paula estaba en el despacho de Pedro pasando unos documentos de su cartera a la de su jefe. El plan había sido que lo acompañara a la reunión en Hawai, pero él había cambiado de opinión en el último momento.


—Es una reunión rutinaria, nada importante. Creo que preferiría que te quedaras aquí.


No había nada tan urgente por lo que necesitara quedarse y lo cierto era que se había ilusionado con el viaje. Nunca había estado en Hawai y todo el mundo decía que era precioso.


—Claro, jefe, lo que digas —había sido su jovial respuesta.


De repente sonó el interfono sobre la mesa del despacho y Paula contestó.


—¿Sí?


—Es para ti, Paula, una tal señora Wells. Dice que es urgente.


—¡Mary! Ahora la atiendo, gracias.


Descolgó el teléfono.


—¡Paula! —era Clara—. Tengo que hablar contigo.


—Muy bien, pero ¿puedo llamarte dentro de un rato? Estoy bastante…


—Se trata de George —dijo Clara; Paula se dio cuenta de que estaba llorando—. Él… creo que… tiene a otra.


¡Oh, no!


—Lo dudo. Bueno, escúchame, te llamo ahora mismo. Me pillas haciendo algo —colgó el teléfono antes de que Clara pudiera protestar—. Lo siento, era mi cuñada, quiero decir, Clara —corrigió.


No sabía por qué le había dicho nada pues de nuevo parecía estar ajeno a todo. La estaba mirando, pero era como si mirase a través de ella y en su rostro se marcaba aquella expresión alicaída que había tenido toda aquella semana. 


Aquello le recordó lo que le había estado diciendo antes de llamar Clara.


—Como te iba diciendo, serán sólo un par de reuniones. Creo que podrías aprovechar y relajarte un poco durante este viaje, ya sabes, ir a la playa…


—Oh, lo siento. ¿Qué estabas diciendo?


—Que te hace falta relajarte y divertirte un poco. Llevas una temporada que no paras y por eso te estaba sugiriendo que te quedaras unos días más en la playa tomando el sol, nadando…


—Me parece una buena idea.


—¿Te quedarás entonces?


Se encogió de hombros.


—¿Por qué no?


—Bien, voy a cambiar la reserva inmediatamente; el vuelo de regreso para el martes, ¿vale?


Asintió sin entusiasmo.


—¡Y no te atrevas a volver antes del martes!


Le dedicó una picara sonrisa y volvió a su despacho. Sí, y lo dejó llevándose consigo la luz del sol, pensaba Pedro.


¡Dios mío, se estaba poniendo demasiado sentimental! Él no era un hombre dado a los sentimentalismos y tampoco de los que se arrepienten por los fallos cometidos. A veces uno pierde, a veces gana, pensaba, pero hay que seguir adelante.


Pero en esa ocasión… ¿Cómo podía dolerle tanto perder un juego en el que ni siquiera había participado?


Eso era: nunca había entrado en el juego. ¿Y por qué no? ¿Por qué no se había dado cuenta de que ella era la única mujer a la que podría amar? Había estado tan cerca de ella durante todo un año, durante tres años si contaba los dos que hizo de chica de los recados, pero no se había dado cuenta hasta entonces. Como buen hombre de negocios, lo único que sabía desde un principio era que sería un estupendo auxiliar.


Pero sus besos… ¡Dios, jamás se había excitado tanto con los besos de otra mujer!


¡Y él que se había reído de aquello del anzuelo para pillar marido! Había caído en la trampa igual que Daniel.


Echó la silla hacia atrás, se puso de pie y fue hasta la ventana.


En realidad, el matrimonio no le convencía; lo cierto era que había jurado no cometer nunca el error de casarse. Pero sabía que sí ella lo deseaba y le daba la oportunidad, le pondría un anillo al dedo. Si ella lo deseara se jubilaría incluso; no tenía tanto dinero como Daniel, pero… Pero el juego había terminado y su mejor amigo había resultado vencedor. ¡Qué asco! 


Tendría que empezar a buscar una nueva auxiliar. Resultaba bastante peligroso estar cerca de ella en la oficina, ni que decir tenía que de viajar juntos nada.


¿Paula y él juntos en Hawai? No podía arriesgarse a hacer eso; Daniel era un buen amigo.



viernes, 11 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 23




—¿Adivina qué, señorita Chaves? Me han trasladado a un sitio nuevo.


—¡Qué bien! —Paula levantó la vista de la mesa y sonrió a Jefrey.


—Sí, es el mejor sitio donde he estado nunca. Estamos solamente cuatro en una casa grande y cada uno tiene su propia habitación.


Paula frunció el ceño.


—¿No hay ningún adulto con vosotros? ¿Estáis solos los cuatro?


—Oh, no; estamos en casa del señor y la señora Johnson. Él da clases de matemáticas y ella es ama de casa. Están apuntados a una especie de plan de reinserción y motivación para jóvenes. El señor Glover me metió allí con la condición de que trabajara aquí, y el señor Alfonso dice que puedo trabajar media jornada incluso cuando empiecen las clases. Es un programa en el que te enseñan una profesión, ¿entiende?


—Entiendo; tú aprendes y los demás te enseñan o te entrenan.


—Sí, eso es lo que se hace. El señor Alfonso me dio un ordenador que…


—Te dio un ordenador.


—Sí, y voy a aprender cómo hacer cálculos igual que hacen en el Departamento de Finanzas. El señor Alfonso dice que es allí donde me va a poner si voy bien en matemáticas. Me gusta estar aquí con usted, pero él dice que no querré ser un recadero toda la vida.


—Claro. Oh, buenos días, jefe —sonrió a Alfonso que entraba en ese momento a grandes zancadas en el despacho.


Se limitó a asentir con la cabeza brevemente y se fue directamente a su despacho.


—Llévale este paquete a Alexander —Paula le dijo a Jefrey—. Y yo creo que le voy a llevar al señor Alfonso su café.


Le gustaba cuidar de él; siempre estaba tan ocupado, tan acelerado, siempre alerta para que todo saliera bien. Él se había dado cuenta, antes que ella, que valía para lo que hacía. Además, a decir verdad, le gustaba el trabajo.


¡Aunque la verdad, no pensaba dejarse atrapar por aquel empleo! Desde luego que no. Tan pronto como se casara, y probablemente sería en unas pocas semanas, lo dejaría. Quizá debiera decírselo cuanto antes para que pudiera ir buscando un sustituto. Enseguida le llevó el café, muy caliente como a él le gustaba.


—¡Aquí tienes el café, jefe! —sonrió y sacó su cuaderno de notas—. Veamos, tienes una reunión con Finanzas a las diez. ¿Quieres que vaya yo? Luego tienes una cita con Davis en Perry's y… —hizo una pausa.


No la estaba escuchando sino que la miraba fijamente, como si estuviera pensando en otra cosa.


—Felicidades, señorita Chaves.


—¿Felicidades? ¿Por qué?


—Lo conseguiste, ¿eh?


Se puso tensa; no le gustaba en absoluto cómo la miraba.


—No sé de lo que estás hablando.


—Estoy hablando de manipulación, señorita Chaves.


—¿Manipulación?


—Me refiero a lo bien que ha hecho su papel de cebo.


—¿De cebo?


—Sí. Creo que la ayudé a que consiguiera un préstamo para llevar a cabo ese infame plan.


Entonces cayó.


—No fue un plan infame.


—¿No? ¿Va a negar que planeó conscientemente atraer a un hombre? Espere un momento, dijo que quería uno que fuera rico y que no trabajara demasiado para que pudiera pasar tiempo con la familia.


—No, no lo niego —dijo muy enfadada; pero, ¿por qué lo sacaba a relucir en ese momento?—. Ése es el tipo de hombre con el que me gustaría casarme.


—Y lo ha encontrado, ¿no?


Debía de estar hablando de Daniel, pensaba Paula.


—Quizá —dijo con los labios apretados.


—Muy rico. Además, no es un vejete achacoso tampoco; es lo suficientemente joven como para hacer hijos, ¿verdad?


Se mordió los labios, intentando controlarse.


—Muy bien, he tenido suerte, pero, ¿por qué estás tan enfadado?


—Porque la suerte no ha tenido nada que ver con todo ello. Ha sido algo manipulado.


—¡Quieres dejar de utilizar esa palabra! Yo no he manipulado a nadie para que haga nada.


—Sí, sí que lo hiciste. Te colocaste de cebo y cazaste a un pez muy gordo. ¿Y qué hay del amor?


—¡No te preocupes por eso! Amaré a mi esposo; tengo planeado quererlo todo lo posible.


—¡Ja! El amor no es algo que se planee; es algo que se mete en tu ser antes de que puedas darte cuenta, una sensación que te atrapa con fuerza, algo apasionado, que te consume… algo doloroso —hizo una pausa y la miró.


¡Maldita sea! Estaba enamorado de ella. Era por eso por lo que estaba actuando como un idiota y la razón por la que le estaba haciendo daño. 


Estaba loco de celos.


—Perdóname —susurró—. Yo… no sé lo que me pasa —intentó sonreír.


Ella no contestó.


—Supongo que me ha entrado miedo —dijo— al pensar que iba a perder a mi mejor ayudante.


—Quizá deberíamos ir pensando en encontrar un sustituto.


—¡No! —dijo con tanta fuerza que ella lo miró atónita—. Yo… bueno, quiero decir, no me apetece encargarme de eso ahora. He pasado un fin de semana horroroso.


—Lo siento. ¿Quieres que vaya a la reunión de Finanzas?


—Por favor, y cancela la cita con Davis, ¿vale? He tenido un día horrible.


—Pero… —se calló; no quiso decirle que el día acababa de empezar—. ¿Por qué no te juntas con Davis? Así no tendrás un día demasiado agobiante.


Al salir del despacho, Pedro se dio la vuelta.


—Olvida lo que te he dicho del cebo, ¿vale?


—Claro.


—Y… sé feliz. Daniel es un tipo estupendo.


—Gracias.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 22





Una vez más en la soledad de su apartamento, Paula se puso a pensar. El problema era que ella no había tenido la experiencia de ninguna relación íntima con nadie, aunque tal cosa jamás la había acomplejado. En su adolescencia, a pesar de llevar aparato en los dientes, se lo había pasado bien. No había sido una de esas chicas bonitas que tienen detrás a todos los chicos, pero se había sentido protegida por los chicos de los Wells.


Hasta entonces lo cierto era que no había tenido demasiadas citas… hasta que conoció a Daniel.


A decir verdad, sentía por él lo que podría sentir hacia un hermano, y quizá, después de vivir tantos años con los hermanos Wells, tendiera un poco a tratar a todos los hombres como si fueran sus hermanos.


¿A todos los hombres?


Tragó saliva pensando de pronto en Pedro. Con él no se sentía en absoluto como con un hermano. A veces, y con sólo mirarlo, sentía como una sensación de mareo, casi tan fuerte como cuando la había besado.


Consultó sus manuales sobre el sexo, no sin cierto rubor, pero todos ellos ahondaban simplemente en el acto sexual en sí, no en los preámbulos que llevaban a ello. No decían nada de aquella sensación tan mágica, de aquella sacudida eléctrica de apasionado anhelo que inducía a la heroína romántica a desnudarse y a echarse a los brazos de su amante para consumir el fuego de su pasión; precisamente de la manera en que una esposa se debe sentir hacia su marido.


Y así era como ella se sentía cuando Pedro la besaba… pero no era el momento de pensar en eso.



****


Habitualmente, Pedro jugaba un partido de golf con dos o tres personas más los domingos por la mañana, pero aquel domingo estaban solos él y Daniel Masón. Se alegró de ello, pues quería hablar con Daniel. Fue directo al grano:
—Me sorprendió mucho que aparecieras en Los Angeles la semana pasada.


—Oh, bueno, ya me conoces —Daniel se encogió de hombros.


—No sabía que Paula y tú salíais juntos. ¿Cuánto tiempo lleváis?


—¿Con Paula? Pues, no sé… Bueno, tú nos presentaste, ¿no? Fue aquel día con el senador Dobbs…


—Sí, lo recuerdo.


¡Tremenda equivocación!


—Qué buenos palos —dijo Daniel mirando los nuevos palos de golf de Pedro—. Déjame que les eche un vistazo.


Pedro le pasó uno de ellos mientras en su mente se libraba una batalla. Daniel podía tratarse de su mejor amigo, pero ¿por qué narices tenía que perseguir algo que no era asunto suyo?


—Son muy buenos, eh. Pero no te van a servir de nada, hoy estoy buscando con quién desquitarme.


—Probablemente lo conseguirás, como siempre, claro que si yo tuviera tanto tiempo como tú para practicar… —eso le hizo recordar algo—. Por cierto, ¿qué pasó con Gloria?


—¿Con quién? —Daniel parecía tan confundido que Pedro meneó la cabeza.


—Gloria no sé qué más —dijo con énfasis—. No puedes haberte olvidado de aquella pelirroja tan fantástica que te acompañaba a todas partes el año pasado.


—¡Ah, Gloria! Era guapísima, ¿verdad? Creo que está en Hollywood, al menos yo le conseguí un contrato con una de las cadenas. Pero la verdad es que no sé dónde está. Salió de mi vida.


—¿O a lo mejor saliste tú de la suya?


Estaban llegando al punto de salida. Daniel se detuvo y miró a Pedro extrañado.


—¿Adonde quieres llegar exactamente?


—No te molestes, pero lo cierto es que tienes fama de utilizar a las mujeres.


—¿Y bien?


—Paula Chaves es diferente.


—Lo sé.


—No es tu tipo.


—Paula no es el tipo de nadie —dijo.


—Exacto. Ella es una mujer de carne y hueso.


Daniel lo miró sin pestañear. 


—¿Y qué me quieres decir?


—Que no se la puede comprar con un apartamento, una pulsera de diamantes o un contrato de trabajo. Ella no es así.


—Lo sé, además, lo he intentado.


Pedro experimentó un sentimiento de júbilo; su confianza en Paula estaba fundamentada en la realidad. Ella no caería en las redes de Daniel Masón ni la moverían su encanto o sus millones.


—¿Y a qué viene este interrogatorio?


—Me gusta y no quiero que la hagan daño.


—Ya veo. ¿Me estás pidiendo que te cuente mis intenciones?


Aquello le dejó de una pieza; jamás se había imaginado que Daniel tuviera otra intención que pasar el rato con las mujeres.


—Bueno… supongo que sí.


—Mis intenciones son estrictamente honradas, amigo mío.


Aquello también le sorprendió.


—¿Qué quieres decir?


—Que pretendo casarme con ella. ¿Satisfecho?


—¡No, claro que no lo estoy! Serías un marido terrible.


—No te estoy pidiendo permiso, hombre.


—¿Cómo?


—Tú eres su jefe, ¿recuerdas?, no su padre.


—Sí, pero…


—Además, cualquier padre me vería como uno de los mejores partidos.


Pedro lo miró fijamente. Sí, la mayoría de los padres pensarían eso y supuso que Paula también. «Soy un tonto, un imbécil, un cretino integral… por preocuparme por la inocente y vulnerable de Paula que sabe perfectamente lo que está haciendo.»


En realidad a quien debía proteger era al pobre Daniel, al que claramente había echado el anzuelo. ¡Sí, Paula se había puesto de cebo y había logrado pescar el pez más gordo!


—Venga, hombre, ya nos toca.


—¡Allá voy!


Pedro dio un paso, colocó la pelota y sacó su palo de golf. El golpe envió la pelota lejos, al final de la calle.


—¡Maldita sea! —dijo Daniel—. ¡Tú eres el que parece que vas pidiendo guerra!