sábado, 12 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 25




Paula no pudo llamar a Clara hasta que despidió a Pedro. Para entonces, Clara estaba al borde de un ataque de nervios y Paula le prometió que iría a verla tan pronto como pudiera salir de la oficina.


Mientras iba en el coche de camino a casa de Clara, iba pensando si, en realidad, George podía estar liado con otra. Él y Clara llevaban juntos desde… madre mía, desde que entraron en el instituto. George, el gran héroe del fútbol, y Clara, la guapa del instituto. Estaban en plena adolescencia y los besos y las caricias afloraban por doquier; un impulso sexual que podría bien haber sido confundido con el amor.


¿Y después?


La vida podía volverse monótona y rutinaria. 


Sabía que Clara estaba infeliz e insatisfecha y probablemente George también lo estaría.


Sí, la verdad era que podía muy bien estar con otra persona; y Clara también podría, si tuviera tiempo.


Las personas deberían pensárselo muy bien antes de dar el paso del matrimonio, antes de dejarse llevar por aquel deseo… bueno, en resumidas cuentas, aquel deseo sexual.


Pensó en aquellos dos niños adorables. ¿Qué sería de ellos si George y Clara se separaran? 


Al mismo tiempo, pensaba que nada de eso les ocurriría a sus hijos. Daniel era todo lo que quería y se alegraba de haberse preparado para ser el tipo de esposa que necesitaba. Le daría una contestación cuando volviera del partido de golf en Dover.


¿Y por qué estaba pensando en sí misma cuando debería pensar en Clara? Por bien de los niños, ella y George debían permanecer juntos. ¿Tenía esperanzas aquel matrimonio?


—¡Paula! —Bety cruzó el salón y se echó a sus brazos, manchándole el elegante vestido de lino de algo pegajoso.


—¡Hola, chocolate! —dijo sin importarle las manitas pegajosas—. Hace tanto que no te veo. ¿Qué pasa aquí?


—Papá no está aquí y mamá está llorando y Teo no deja de chuparse el dedo —dijo atropelladamente.


—¡Hola, Teo! ¿Cómo está mi chico favorito? —Paula dejó a Bety en el suelo y se inclinó a hacerle una carantoña al niño, que estaba sentado sobre la alfombra.


—¡Lo ves! —interrumpió Clara, señalando el reloj—. Son más de las seis y no está aquí todavía. Oh, Paula, ¿qué voy a hacer?


Limpiar esta guarrería de casa para empezar, fue lo primero que pensó Paula mientras miraba a su alrededor buscando un lugar limpio donde dejar el bolso. 


—¿Por qué te preocupas tanto por la hora? Nunca se sabe con el tráfico, y teniendo en cuenta ese camión tan pesado que lleva…


—Oh, no te lo he dicho, pero ahora es repartidor y tiene una jornada de trabajo regular aquí en la ciudad.


—¡Me alegro por él! —dijo Paula, encantada—. No, no lo sabía. Eso es que le han ascendido, ¿no?


—¡Oh sí! Se va temprano cada mañana, vestido con traje y corbata, pavoneándose como si fuera alguien importante.


—¡Clara! —la cortó Paula—. Hablaremos más tarde —dijo mirando hacia Bety significativamente—, después de bañar a los niños. ¿Han cenado?


—Oh, sí, hace mucho rato. Ya he aprendido a no esperar a George; él nunca…


—¡Clara!


—Bueno, vale. Pero no sabes lo que está pasando.


Clara tenía toda la pinta de que se iba a echar a llorar de nuevo pero se fue al baño y abrió el grifo de la bañera.


—Venga, niños —dijo Paula, tomando a Teo en brazos—. ¡Vamos a nadar!


Después del baño y de leerles un par de cuentos, metieron a los niños en la cama.


—Me estoy volviendo loca —dijo Clara nada más cerrar la puerta del dormitorio de los niños—. Ni siquiera sé quién es.


—Ni siquiera sabes si hay alguien o no —dijo Paula—. Ven a la cocina y nos tomamos algo fresquito. ¿Qué dice George?


—¿Y qué podría decir? No supondrás que me lo va a contar, ¿verdad?


—Bueno, ¿pero qué dice?


—Que está trabajando, por supuesto; que ha llegado un envío inesperado o que hay un camión averiado en Chicago. ¿Qué quieres que me diga?


—A lo mejor es cierto que está trabajando.


—Oh, no, no lo está; lo sé.


—¿Cómo lo sabes?


—Porque incluso cuando está en casa es como si no estuviera —soltó Clara.


—¿A qué te refieres con eso? —preguntó Paula mientras ponía hielo en dos vasos.


—Quiero decir que no… bueno, lo único que hace aquí es dormir.


—Ah —Paula le pasó el vaso—. Salgamos al patio.


—¿Oh, Paula, qué voy a hacer? —Clara volvió a preguntar en cuanto se hubieron sentado.


—Bueno —empezó Paula—. Si de verdad estás convencida de que George te está engañando, me parece que sólo tienes dos alternativas. Puedes dejarlo o bien…


—¿Dejar a George? ¡Jamás! No podría vivir sin él —Clara se echó a llorar de manera incontrolable.


Durante unos instantes, Paula se quedó asombrada. Clars no había dicho nada de que odiara a George ni se planteó qué hacer con los niños, solamente que no podía vivir sin él. Se había equivocado completamente: el único hombre con quien Clara quería estar era con su marido. 


—Si no puedes vivir sin él —dijo—, entonces debes luchar por él.


Clara la miró con el rostro lloroso.


—Oh, no sería capaz de hacer eso; no podría enfrentarme a él y decirle…


—¿Quién ha dicho que tengas que enfrentarte? Te he dicho que luches por él.


—¿Y cómo voy a hacer eso?


—Tengo entendido que la única forma de competir con otra mujer es hacer que el rato que pase contigo sea más feliz que cuando esté con ella. Haz que vuestra casa sea un lugar agradable y cuídate de manera que te encuentre atractiva y apetecible.


Clara meneó la cabeza.


—Eso es fácil para ti. Tú tienes tiempo de arreglarte y ponerte guapa.


—¡Clara! Ni con todo el tiempo del mundo podría llegar a ser tan guapa como tú.


Clara se sintió halagada con sus palabras.


—Pero supongo que soy muy aburrida —dijo suspirando—. No tengo un trabajo emocionante, ni nada de eso. Lo único que hago es darle de comer a los niños y cambiarles los pañales.


—¡Ése es tu trabajo! —dijo Paula, de repente enfadada—. Es el trabajo más importante del mundo, mucho más interesante que ser una reina de la belleza. Pero no lo es si te pasas todo el día tirada en el sillón comiendo chocolatinas. ¡Tienes que poner en ello los cinco sentidos, como si fuera cualquier otro trabajo! —Paula siguió hablando y al final pareció convencerla de todo ello cuando añadió—: si no quieres vivir sin George.


Aun así, sabía que Clara necesitaba ayuda. Se pasó dos días con ella, fregando, limpiando, llevando flores a la casa, todo para mejorar el ambiente.


—Huele muy bien —anunció Bety—. Y no voy a dejar que Teo lo ensucie todo.


Paula invitó a Clara a que pasara un día entero en el salón de belleza y la acompañó a comprar ropa interior y de estar en casa muy sexy.


—Esto es algo que quien quiera que sea la otra, no podría usarlo nunca en la oficina —le dijo a Clara guiñándole un ojo.


A última hora del domingo, Paula decidió que había hecho todo lo que estaba en su mano. El resto era ya cosa de Clara, que estaba muy bonita, emocionada y dispuesta a hacer las cosas bien.


—Compórtate con él con toda la dulzura posible, y ya verás como todo sale bien —le aseguró Paula, que así lo creía.


Dos manzanas más allá vio a George en su Ford azul, de camino a casa. Le tocó la bocina para llamar su atención. Él también estaba subido a aquel barco, y quizá no vendría mal charlar un poco con él.


Aparcó y esperó a George, que había hecho lo propio al otro lado de la calle.


—Bueno, bueno, pero si es la mano derecha de su jefe en persona —dijo sonriéndole con cariño—. Ha llovido mucho desde que llevabas el aparato, ¿eh?


—No hace falta que me lo recuerdes, George Wells.


—Te lo digo con cariño —dijo riéndose—. No te vemos mucho por aquí últimamente, pero Clara me habla de ti. ¿Es que sólo vienes a visitarnos cuando no estoy yo?


—Claro que voy cuando no estás, y me parece que últimamente no estás nunca.


—Oh. ¿Clara se ha estado quejando?


—¿Y no harías tú lo mismo en su lugar? ¿Qué está pasando, George?


—Es el trabajo. He estado trabajando como un burro últimamente.


—¿Y abandonando a tu familia mientras tanto?


—Me imagino que un poco sí… Estoy agotado, Paula. Todo lo que hago es meterme en la cama cuando por fin llego a casa.


—¿Ah, sí?


—No quería contárselo a Clara —dijo frunciendo el ceño—. Quería darle una sorpresa. La casa y los niños la están matando, pobre chica, y nunca vamos de vacaciones. Estoy haciendo todas las horas extras que puedo para poder llevármela a Nueva York o Atlantic City a pasar unos días. Hay bastantes posibilidades de que me vuelvan a ascender a gerente de envíos. Así podremos contratar a una mujer de la limpieza.


—Oh, George, eso es estupendo —dijo Paula, sintiéndose muy aliviada—. Quiero decir, es una alegría que te asciendan. Y creo que tienes razón; a Clara le hacen falta unas vacaciones.


—Sí, pero quizá debería decirle por qué estoy echando horas extras.


—No, no lo hagas. Se va a llevar una sorpresa de las grandes.


Si el hecho de estar un poco preocupada la motiva para cuidar de la casa y de sí misma, tanto mejor, pensaba Paula. George necesitaba cariño y ternura. Sonrió al despedirse de él pensando en la sorpresa que le esperaba en casa.


De camino a su casa, Paula se dio cuenta de lo equivocada que había estado. George estaba todavía tan enamorado de su esposa que ni siquiera veía sus defectos más gordos, ni que tenía la casa abandonada. Todo lo que pensaba era que su mujer estaba deprimida y cargada de trabajo y que necesitaba un descanso. Clara, por mucho que se quejara, reconocía que no podía vivir sin su marido.


Debía de tratarse de algo muy profundo, algo que hacía que las personas se olvidaran de las imperfecciones y los fallos de la otra persona.


Pero había algo más, y era aquel sentimiento tan fuerte que te decía que ése era el único hombre en el mundo sin el que no podía una vivir.


¿Se sentía ella así con Daniel?


No.


Casarse con él sería engañarlo.


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