Pedro, atrapado en una nave por sexta o séptima vez volaba por las atmósferas simuladas de otros planetas. Se preguntó dónde estaría Paula.
Claro, estaba con Daniel. Mucha camaradería… demasiada camaradería. Se preguntó cuánto tiempo llevaban así y se dio cuenta de que no le gustaba nada. Sabía que Daniel era una buena persona, pero que también era descuidado con su encanto y sus millones y que había roto ya muchos corazones.
Paula, a pesar de aquel barniz de sofisticación, era una joven inocente… además de dulce, honesta, cariñosa y vulnerable.
¡No le gustaba un pelo todo aquello!
****
Paula disfrutó del vuelo a Wilmington en el avión de Daniel. Tenía razón, no sólo había una gran cama sino un dormitorio al completo bellamente amueblado.
—Con tanto lujo —dijo—, cualquiera podría volverse consentido.
—Me gusta mimarte —le dijo—. ¿Qué te apetece? ¿Café? ¿Desayunar? ¿Echar un sueñecito?
—No, por Dios. He dormido toda la noche y ya he tomado café y fruta en el hotel. Creo que lo que más me apetece es relajarme y disfrutar de todo este cielo tan maravilloso —dijo mirando por una de las ventanas, por donde se veían las nubes y los acantilados.
—Eres muy bella —le dijo, pasándole un dedo por el cuello de la blusa—. Me gusta la blusa, es suave y femenina. Te queda muy bien.
—Para provocarle mejor, señor.
—¿Estás intentando provocarme?
—¡De eso nada!
—Ven aquí, déjame enseñarte cómo se hace.
Se acercó a él y la besó suave y tiernamente, pero ella no sintió nada. Se acercó más a él, intentado responder, pero nada.
Lo miró a la cara, tenía un rostro apuesto y bronceado y el cabello dorado, aclarado por el sol. ¿Cómo era él en realidad?
—Cuéntame cosas de tu vida —le dijo—. ¿Tus padres viven?
—Sí, pero están divorciados. Mamá está en París y papá en Nueva York —le acarició el pelo—. Creo que me estoy enamorando.
Paula no estaba preparada para aquello.
—Estás cambiando de tema —dijo, sentándose algo más derecha.
—Venga, relájate.
—No, me estás engañando. Se supone que me debes hablar de ti. ¿Tuviste una infancia feliz o fuiste uno de esos pobres niños ricos abandonados? ¿Tuviste niñeras o tutores que te acomplejaron?
—No tengo complejos y nunca me abandonaron. Entre mis padres, abuelos, tíos, tías y varios primos me sentí bien cuidado.
Ella, que sólo había tenido a su tía, suspiró.
—Todos esos parientes valen más que todo el oro del mundo.
—Bueno, depende —dijo con una sonrisa burlona—. Pero ya que eres de esa opinión, ¿te gustaría unirte al grupo?
—¿Cómo?
—Si te gustaría formar parte de la familia.
—¿A qué te refieres?
—Pues que si quieres casarte conmigo, gansa.
—Oh, yo…
Ya estaba ahí, así, sencillamente. Se lo había pedido.
—Deja de bromear —dijo, tratando de escaparse por la tangente.
—Nunca he dicho algo tan en serio en mi vida —le tomó de la mano y le acarició el dedo anular—. He tenido algunas relaciones, Paula, pero nunca le he pedido a nadie que se casara conmigo.
—Oh, Daniel… Me siento tan halagada, es un honor para mí. Eres una persona tan especial… y te tengo mucho cariño. Pero el matrimonio es algo muy serio y yo… ¿Podrías darme tiempo para pensármelo?
—Todo el tiempo que te haga falta. Puedo esperar.
¿Por qué iba a pensárselo? Él era perfecto, precisamente el tipo de hombre que ella deseaba. Entonces, ¿por qué tenía dudas?
Seguramente sería porque le tenía afecto y creía que merecía una mujer que lo amara de verdad.
Paula no estaba segura de ser esa mujer.
Bueno, Jefrey estaba muy guapo, pensaba Paula cuando lo vio la primera mañana de la conferencia. El uniforme de Safetek, pantalones y blazier azul marino, camisa azul pálido y corbata, le daba un aspecto muy correcto.
Estaba de pie tras el mostrador de inscripción con un aire muy profesional, aunque un poco nervioso. Paula había intentado tranquilizarlo:
—Será muy sencillo, simplemente debes estar al tanto de todo lo que sea necesario. Se te va a pedir sobre todo que hagas recados, que contestes al teléfono, que entregues material y cosas de ese tipo.
La conferencia duró tres días y fue muy ajetreada. Paula enseguida se hizo con sus tareas propias y se olvidó completamente de Jefrey. El jueves fue un día especialmente agotador y se retiró a su habitación inmediatamente después de la sesión vespertina. Sólo quedaba un día más, pensaba mientras se metía en la cama.
Estaba demasiado cansada como para dormir inmediatamente, por lo que encendió la lamparita de la mesilla y se puso a leer una novela.
Eran casi las doce cuando sonó el teléfono. ¿Quién podría ser?
—Hola, nena. ¿Qué tal la conferencia?
—¡Oh, Daniel! Qué amable por tu parte. Sí, todo va sobre ruedas… y sólo nos queda un día más.
—Bien —contestó—. Te echo de menos.
—Yo también —mintió; no resultaría muy halagador decirle que no había pensado en él ni un solo momento.
—¿A qué hora vuelves el sábado?
—¿El sábado? No, no llego el sábado sino el domingo…
—¿Por qué no? ¿No terminas mañana?
—Sí, pero tenemos programado quedarnos un día más.
—¿A quién te refieres? ¿Tú y Pedro? —dijo Daniel, irritado.
—Sí, y Jefrey.
—¿Quién es Jefrey?
—Es un joven interno que trabaja en nuestra oficina y al que hemos traído a la conferencia de ayudante; un chico muy listo y agradable. Como está trabajando mucho, Pedro… el señor Alfonso pensó que le vendría bien divertirse un poco. Ya que estamos aquí, ya sabes, en Disneylandia…
—Ya entiendo. Bueno… podrías viajar antes que ellos, ¿no? No tienes por qué quedarte.
—Oh, pero… —se calló. ¿Cómo explicarle que deseaba quedarse? ¿Que quería ver a Jefrey divertirse?—. Es difícil cambiar las reservas en un plazo de tiempo tan corto.
—Te aseguro que puede hacerse, cariño. Espera, se me ha ocurrido algo mejor; haré que Conyers te recoja.
—¿Conyers?
—Uno de los pilotos. Hará aterrizar el avión y…
—¡Daniel no digas tonterías! —todavía no se había hecho a la idea de lo que significaba tener un avión privado a su disposición en cualquier momento—. Ya tengo el billete, además, se trata sólo de un día.
—Pero quiero que estés aquí para poder ir a navegar el domingo. Pensé que podríamos…
—¡Por todos los santos, Daniel! Siempre estamos… quiero decir, podremos ir a navegar otro día.
—No, no podremos. Siempre estás trabajando. Y esto me recuerda que ya es hora de que hagamos algo al respecto.
—¿Eh?
—Hablaremos de ello cuando nos veamos, que será dentro de veinticuatro horas. ¿Te parece? Le diré a Conyers…
—No, Daniel, no hagas nada. Es que… bueno, se lo prometí a Jefrey. Se va a disgustar si no voy con él.
—Ah, ¿entonces ese pequeño cretino significa más para ti que yo?
—No seas tonto, sólo es que… una promesa es una promesa.
—Muy bien, intentaré sobrevivir. ¿Pero te das cuenta de todo el tiempo que llevo sin verte?
—Por lo menos cuatro días, qué barbaridad —dijo en tono burlón.
—Entonces, ¿has estado soñando?
—¿Soñando?
—Sí, soñando conmigo…
—Bueno, señor Masón, no debería ahondar en el romanticismo de una mujer.
—Oh, pero debo hacerlo. Tales cosas deben ser compartidas —la amonestó con un susurro en tono seductor—. Aliméntate de esos sueños hasta que estés conmigo para convertirlos en realidad, cariño.
—Eso es lo que estoy haciendo —exageró, en broma.
—Buenas noches, preciosa.
Paula colgó el teléfono con una sonrisa en sus labios. Le gustaba Daniel y le tenía mucho cariño, pensaba mientras volvía a abrir la novela.
La conferencia terminó el viernes por la tarde.
Alfonso mantuvo una reunión resumen con Prescott y algunos otros directivos algo más tarde. Paula estaba contenta de que hubiera sugerido hacer aquella excursión a Disneylandia, pues no había parado de trabajar ni un minuto. Necesitaba relajarse mucho más que Jefrey, quien, junto con otros ayudantes y botones estaba distribuyendo y empaquetando material para transportar a diferentes oficinas.
A primera hora de la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, se pusieron a mirar varios folletos informativos con evidente emoción.
—¡Aja! Ya sabía que os encontraría aquí. ¿Estáis recuperando fuerzas para la gran aventura?
Paula se quedó mirando a Daniel, alto y delgado, muy apuesto con unos vaqueros de diseño y una camisa polo, y con cara de niño travieso, como si acabara de gastarle una broma muy pesada a alguien.
De pronto, Paula se sintió tremendamente irritada.
—¡Daniel! —exclamó Alfonso, tan sorprendido como ella—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Pero al responder se dirigió a Paula.
—Si la montaña no viene a Mahoma… —dijo y se inclinó para plantarle un beso en los labios.
No fue el beso, sino la cara que puso Pedro lo que le produjo escalofríos. Su expresión era intensa, exigente, como pidiéndole que recordara su beso; un beso que le había estremecido hasta los cimientos. ¿Estaría él pensando lo mismo?
Hizo un enorme esfuerzo para apartar la mirada, y se sintió rara al volverse a mirar a Daniel.
—¡Qué… qué agradable sorpresa! —dijo sonriendo y preguntándose por qué se sentía como una intrusa—. ¿Cuándo has llegado?
—Demasiado tarde ayer por la noche como para molestarte —dijo sentándose a su lado y tomando una de las fresas de su plato, un gesto tan posesivo como su beso e igualmente embarazoso—. Ya que no podías venir a navegar conmigo, decidí ir a Disneylandia contigo.
—Me sorprende que hayas podido desembarazarte de las presiones del… campo de golf —comentó Pedro, con expresión severa.
—Sí, ha sido difícil —respondió Daniel con buen humor—; pero al pensar en Paula en compañía de… —vaciló y algo tardíamente miró a Jefrey— dos caballeros tan encantadores durante tantas horas…
—Un acontecimiento que se produce a diario —dijo Pedro—. ¿Acaso te molesta?
—Oh, en absoluto, claro que no. El trabajo puede también resultar aburrido, pero cuando se trata de pasar el rato…
—Daniel —lo interrumpió Paula—, éste es Jefrey, el joven del que te hablé. Jefrey, éste es el señor Masón. Va a… venir con nosotros, espero —añadió sonriendo a Daniel con expresión dubitativa.
—Para eso es para lo que he venido. Entonces, Jefrey, he oído que has entrado en Safetek hace poco. ¿Qué te parece?
Paula respiró aliviada al ver que se ponía a charlar con Jefrey y que él y Pedro dejaban de tirarse indirectas. Sabía que eran buenos amigos y que aquel día en el campo de golf, cuando conoció a Daniel, parecían estar a partir un piñón. Pero en ese momento parecía haber cambiado el ambiente sin saber cómo.
O quizá fuera ella. ¿Por qué se sentía como deprimida… desde que había llegado Daniel?
Era como si Pedro y ella hubieran planeado juntos aquel día en honor de Jefrey y Daniel no tuviera derecho a…
¡Pero qué ridiculez! Además, era el hombre con el que iba a casarse; es decir, si él se lo pedía.
¿Pero podría prometerle amor?
Un matrimonio podía ser la conclusión de un plan, pero, ¿y el amor? El amor no era algo que pudiera imponerse, sino que tenía que venir por sí solo, como algo natural.
O quizá fuera un sentimiento que pudiera surgir con el tiempo. A ella le gustaba Daniel, y él había viajado muchos kilómetros nada más que para estar con ella, ¿no? Paula le tocó la mano.
—Estoy tan contenta de que hayas venido.
La tensión, si es que se había producido en algún momento, se había desvaneció para cuando llegaron a Disneylandia.
La alegre muchedumbre, el ambiente festivo y todo lo que se podía ver y hacer allí parecieron influir sobre el ánimo de todos. Bromearon y rieron, como cuatro chiquillos de vacaciones, y montaron en todas las atracciones habidas y por haber. Bajaron tres veces en la Montaña Mágica y un par de ellas por las cataratas gigantes.
Visitaron el Buque Fantasma y la Isla de Tom Sawyer. Se montaron en una canoa a través de un río en medio de una jungla, infestado de cocodrilos e hipopótamos que parecían de verdad y se tomaron montones de perritos calientes, hamburguesas y refrescos en varios restaurantes, sentados a la sombra de árboles y sombrillas.
—Parece como si de verdad estuviera uno volando por el espacio, ¿no? —le dijo a Daniel mientras esperaba con él a que bajaran Jefrey y Pedro—. No sé por qué me siento tan mareada, pero siento haber tenido que dejarlos.
—Yo no —dijo Daniel, tomándole de la mano—. Ya es hora de que estuviéramos solos un rato.
—Daniel, llevamos todo el día juntos.
—Quiero que estemos solos —dijo con énfasis—. Escucha, quiero que vuelvas en el avión conmigo. ¿Te gustaría?
—Yo… esto… no estoy segura —murmuró, un tanto avergonzada por no haber estado prestándole atención.
—Llegaríamos a Wilmington sobre las cuatro… pero no tendríamos que movernos hasta la hora del desayuno. Luego podríamos embarcarnos directamente.
—Oh, Daniel, vas demasiado deprisa para mi gusto —dijo, intentando poner en orden sus pensamientos.
¿Salir aquella misma noche y dormir en su avión? Conociendo a Daniel, imaginaba que dispondría de una cómoda cama de matrimonio.
No sería una buena idea.
—No sabemos cuándo saldremos de aquí; yo estoy verdaderamente cansada y ni siquiera he hecho la maleta. Será mejor que hagamos planes para salir por la mañana.
Consultó su reloj de pulsera y levantó la vista hacia la Montaña Espacial. ¿Cuánto tiempo llevaban allí arriba?
—¡Buenos días, jefe! —dijo con la misma voz cantarina y la misma sonrisa de siempre—. Su café, señor —como si la noche anterior…
Se puso de pie.
—Paula, en cuanto a lo de ayer por la noche…
—Lo sé, no es bueno para el trabajo…
—Yo no estaba pensando en trabajo.
—Ninguno de los dos pensaba en el trabajo. Un gran error, quizá, pero por favor… —vaciló, con una mirada de desesperación—. ¿No podríamos simplemente… olvidarnos de todo ello?
—Podríamos.
—Gracias —dijo agradecida, con cara de alivio —. Bueno, he transmitido sus instrucciones y he puesto todo en marcha. Sólo es que… continuó explicándole el problema y las posibles soluciones.
Hablaba rápidamente, moviendo la cabeza con énfasis. El sol, que entraba por los grandes ventanales hacía que los reflejos de su pelo parecieran de oro. Llevaba un vestido suelto de color marrón que escondía las curvas de su cuerpo. Entonces, ¿por qué se le antojaba tan excitante?
—Los fallos se pueden repetir —dijo él. Paula levantó la cabeza y lo miró directamente a la cara.
—O evitar.
—¿Estás segura de eso?
—Bastante. Me gusta mi trabajo, señor Alfonso —consultó unas notas—. Acerca de la conferencia Regional de la Costa Oeste, se decidió por Prescott, ¿no?
—Sí, Prescott —contestó.
—Todo es culpa mía —le decía a Mary Wells aquella tarde—. Verás, es que he estado leyendo este libro…
—¿Qué libro?
—Oh, uno que trata de cómo complacer al hombre de tu vida.
—Cariño, no necesitas un libro para eso.
—Yo sí. No tengo la suerte de pertenecer a ningún grupo de mujeres que quieran casarse.
Mary se echó a reír.
—Pues organiza uno. Seguro que hay muchas mujeres que desean hacerlo.
—Ninguna que yo conozca.
—Bueno, ya veo —sacudió la cabeza—. Entonces, compraste el libro ese y no vale para nada, ¿no?
—Oh, dice tantas tonterías que no puede una tomárselo en serio, pero… lo que dice funciona.
—No te entiendo. ¿Qué es lo que te ha salido mal entonces?
—Bueno, ayer por la noche estaba trabajando con el señor Alfonso, mi jefe, en mi apartamento —hizo una pausa—. Ése fue el primer error que cometí. Pero yo se lo había sugerido y lo llevé allí porque estaba preocupada por él.
—¿Ah sí?
—Es una de estas personas adictas al trabajo que no saben nunca cómo parar, Mary. Es demasiado ambicioso, pero no para sí mismo sino por dejar preparado todo lo que haya que hacer. Bueno, el caso es que yo me di cuenta de que estaba sobrecargado de trabajo, hambriento y todavía nos quedaba tanto por hacer… Al final, decidí prepararle algo de comer en mi casa, que es un lugar tranquilo.
—Eso fue muy amable por tu parte —dijo Mary mientras cavaba unos hoyos en la tierra.
—Supongo. Le di de cenar lo que el libro decía que era una comida reconstituyente, y así fue. Terminamos el trabajo en poco tiempo.
—Bien, entonces no estabas equivocada.
—Quizá sí que lo estaba. Sabes, es que ocurrió algo más —Paula, que se había puesto un par de pantalones viejos, se sentó al lado de Mary y empezó a arrancar malas hierbas—. Cambié todo mi ropero por consejo de la estilista de Hera. Me compré trajes sastre para la oficina y atuendos más atrevidos para estar en casa.
—¿Y bien?
—Pues como no quería cocinar con la ropa de la oficina me cambié y me puse una de esas batas que incitan a los hombres.
—¡Oh, Dios mío! —Mary exclamó riéndose—. ¿Y lo incitaste?
—Pues sí. De pronto, cuando ya habíamos terminado el trabajo, me miró como si no me hubiera visto en la vida y entonces… Bueno, de repente me estaba besando como un loco. O quizá fuera yo la que lo besaba, porque sentí que no deseaba que dejara de hacerlo. Fue tan… tan…
—¿Maravilloso? ¿Eh?
—Sí. ¡Oh, no! ¡Fue horrible!
—¿Cómo? Pues parece como si te hubiera gustado.
—Eso es exactamente. ¿Es que no te das cuenta? Es peligroso. Podría verme envuelta en una relación puramente física con el hombre equivocado.
—Ah. ¿Está casado?
—No.
—El típico galán, entonces.
—No. Al menos… No lo creo.
Siguió arrancando malas hierbas y pensando en todo. A veces lo llamaban mujeres y a veces iban a verlo a la oficina, pero no sabía, en realidad, cómo o con quién pasaba el poco tiempo libre que tenía.
—¿Qué siente por ti? —preguntó Mary.
Eso tampoco lo sabía. No se lo había planteado, ni siquiera cuando la estaba besando, concentrada como estaba en sus propios sentimientos.
—Eso no importa, Mary. No es el hombre con el que desearía casarme.
—¿Por qué no? Por lo que me cuentas es un hombre agradable y trabajador.
—Ese es el problema —se calló. ¿Cómo podría explicarle a Mary su teoría de que el trabajo era incompatible con la familia? A Mary, cuyo extremadamente trabajador marido había tenido tan poco tiempo para pasar en familia durante los años que estuvo en activo—. No es mi tipo.
—Entiendo —dijo Mary, aunque visiblemente confundida.
—¡Además, es mi jefe! Eso hace que situaciones como la de ayer por la noche parezcan extrañas. Esta mañana… ¡Oh, Mary, ha sido horrible! Intenté comportarme con naturalidad, pero apenas podía mirarlo a la cara.
—¿Vas a dejar el trabajo entonces?
—¿Dejarlo? ¡No puedo dejarlo! He terminado de pagar lo del salón de belleza, pero tengo que pagarme las manicuras, las limpiezas de cutis, un montón de cosas. Y la ropa no es nada barata —suspiró—. No; tendré que seguir en este empleo tan bien remunerado hasta que ocurra.
—¿Hasta que ocurra?
—Hasta que me case, por supuesto. Por eso es para lo que llevo trabajando toda mi vida: los tratamientos de belleza, el libro, la ropa, todo.
—Sí, lo comprendo. ¿Cuándo crees que… ? Bueno, ¿has encontrado al hombre que quieres?
—¿Sabes? —dijo con tono soñador—. La verdad, creo que sí.
Daniel Masón. Podría ser.
****
Sí, pensaba Pedro, los errores se podían y se debían evitar. Los líos en la oficina eran algo prohibido para él. ¿Tenía que perder a la mejor ayudante que había tenido nunca porque le atraía físicamente? ¡Eso jamás!
Si había logrado pasar unos días de vacaciones en África del Este y había evitado episodios conflictivos, podría también viajar o trabajar con ella donde fuera, ¿no?
Paula había dejado de mostrarse cautelosa y todo había regresado a la normalidad. Según lo que veía ella, Pedro Alfonso la miraba como parte del equipamiento necesario de un despacho y eso, se decía a sí misma, era un gran alivio.
Si a veces sentía de repente un ligero estremecimiento al verlo haciendo algún gesto conocido, se trataba, se decía a sí misma, de un deseo pasajero. Al final la consolaba el pensamiento de que la situación presente no duraría demasiado. Daniel…
Se puso a pensar en Daniel, el marido ideal, casi retirado de la vida laboral, con todo el tiempo del mundo para dedicarlo a la familia. Además, le gustaba. Era afable y un buen compañero en cualquier situación.
A él también le gustaba ella, de eso se había dado cuenta. Tenía muchas atenciones con Paula y cada vez la invitaba con más frecuencia.
—¿Qué te parece que naveguemos hasta Hawai?
Y en otra ocasión:
—¿Y si voláramos en el Concorde y volviéramos navegando en el Queen Elizabeth II?
Pero, por extraño que pudiera parecer, ninguna de estas fantásticas sugerencias se le antojaba a Paula tan emocionante. Siempre le respondía con la misma tranquilidad y franqueza:
—Soy una chica trabajadora.
Pero él había empezado a decirle:
—No hace falta que sigas siendo una chica trabajadora.
Ella no era tonta y sabía que él no tenía por qué referirse al matrimonio. Por ello decidió esperar.
Mientras tanto, ella pensó en sus propias condiciones: no estaba dispuesta a acompañarlo en plan pareja hasta que no tuviera una alianza matrimonial en su poder.
—Aquí tiene lo que quería del Departamento de Tesorería, señorita Chaves.
—Gracias Jefrey —sonrió a Jefrey Fisher, el joven en prácticas que Reba le había asignado con prontitud. No tenía pinta de ser un delincuente juvenil, sino más bien era como cualquier muchacho normal de dieciséis años, delgado, con pecas y pelirrojo. Además, ponía muchísimo entusiasmo en el trabajo.
La verdad era que daba gusto tener a un joven ayudante tan listo y con tantas ganas de colaborar como él. Paula estaba muy contenta de haber solicitado sus servicios.
No se había dado cuenta de que Alfonso, de pie junto a la puerta de su despacho, también lo observaba.
—¿Has hecho ya las reservas para la conferencia Regional?
—Aún no. Ya he hablado con el Departamento de Viajes pero…
—Bien. Reserva también un billete y una habitación para Jefrey.
—Pero… —lo miró extrañada.
—Quiero que sea nuestro ayudante en la conferencia.
—Buena idea; no se me había ocurrido.
—Me parece un chico muy inteligente, así le daré la oportunidad de mirar y aprender mientras trabaja.
Ella asintió con una sonrisa.
—Me parece muy bien, además, a él le conviene —dijo Pedro—. Es un muchacho muy listo y, cuanto más vea del mundo laboral, mejor.
Hablaré con Glover y con el oficial que lleva lo de su libertad condicional —Alfonso se volvió para meterse en su despacho—. Organízalo todo para que nos quedemos un día más; quizá vayamos a Disneylandia. El chico necesita saber que el trabajo también tiene el beneficio de la diversión.
Volvió al despacho y Paula se quedó mucho rato pensativa. ¿Cuántos hombres, con la responsabilidad de una gran empresa sobre sus espaldas, se hubieran siquiera tomado la molestia de pensar en… ?
Pensó en Jefrey. Debía enseñarle a ser responsable, a comportarse y a vestirse adecuadamente. En cuanto a su atuendo, se encargaría de que le dieran un uniforme de la empresa inmediatamente. Sólo faltaban diez días para la conferencia y a lo mejor necesitaría otras cosas.