jueves, 10 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 19




—¡Buenos días, jefe! —dijo con la misma voz cantarina y la misma sonrisa de siempre—. Su café, señor —como si la noche anterior…


Se puso de pie.


—Paula, en cuanto a lo de ayer por la noche…


—Lo sé, no es bueno para el trabajo…


—Yo no estaba pensando en trabajo.


—Ninguno de los dos pensaba en el trabajo. Un gran error, quizá, pero por favor… —vaciló, con una mirada de desesperación—. ¿No podríamos simplemente… olvidarnos de todo ello?


—Podríamos.


—Gracias —dijo agradecida, con cara de alivio —. Bueno, he transmitido sus instrucciones y he puesto todo en marcha. Sólo es que…  continuó explicándole el problema y las posibles soluciones.


Hablaba rápidamente, moviendo la cabeza con énfasis. El sol, que entraba por los grandes ventanales hacía que los reflejos de su pelo parecieran de oro. Llevaba un vestido suelto de color marrón que escondía las curvas de su cuerpo. Entonces, ¿por qué se le antojaba tan excitante?


—Los fallos se pueden repetir —dijo él. Paula levantó la cabeza y lo miró directamente a la cara.


—O evitar.


—¿Estás segura de eso?


—Bastante. Me gusta mi trabajo, señor Alfonso —consultó unas notas—. Acerca de la conferencia Regional de la Costa Oeste, se decidió por Prescott, ¿no?


—Sí, Prescott —contestó.


—Todo es culpa mía —le decía a Mary Wells aquella tarde—. Verás, es que he estado leyendo este libro…


—¿Qué libro?


—Oh, uno que trata de cómo complacer al hombre de tu vida.


—Cariño, no necesitas un libro para eso.


—Yo sí. No tengo la suerte de pertenecer a ningún grupo de mujeres que quieran casarse.


Mary se echó a reír.


—Pues organiza uno. Seguro que hay muchas mujeres que desean hacerlo.


—Ninguna que yo conozca.


—Bueno, ya veo —sacudió la cabeza—. Entonces, compraste el libro ese y no vale para nada, ¿no?


—Oh, dice tantas tonterías que no puede una tomárselo en serio, pero… lo que dice funciona.


—No te entiendo. ¿Qué es lo que te ha salido mal entonces?


—Bueno, ayer por la noche estaba trabajando con el señor Alfonso, mi jefe, en mi apartamento —hizo una pausa—. Ése fue el primer error que cometí. Pero yo se lo había sugerido y lo llevé allí porque estaba preocupada por él.


—¿Ah sí?


—Es una de estas personas adictas al trabajo que no saben nunca cómo parar, Mary. Es demasiado ambicioso, pero no para sí mismo sino por dejar preparado todo lo que haya que hacer. Bueno, el caso es que yo me di cuenta de que estaba sobrecargado de trabajo, hambriento y todavía nos quedaba tanto por hacer… Al final, decidí prepararle algo de comer en mi casa, que es un lugar tranquilo.


—Eso fue muy amable por tu parte —dijo Mary mientras cavaba unos hoyos en la tierra.


—Supongo. Le di de cenar lo que el libro decía que era una comida reconstituyente, y así fue. Terminamos el trabajo en poco tiempo.


—Bien, entonces no estabas equivocada.


—Quizá sí que lo estaba. Sabes, es que ocurrió algo más —Paula, que se había puesto un par de pantalones viejos, se sentó al lado de Mary y empezó a arrancar malas hierbas—. Cambié todo mi ropero por consejo de la estilista de Hera. Me compré trajes sastre para la oficina y atuendos más atrevidos para estar en casa.


—¿Y bien?


—Pues como no quería cocinar con la ropa de la oficina me cambié y me puse una de esas batas que incitan a los hombres.


—¡Oh, Dios mío! —Mary exclamó riéndose—. ¿Y lo incitaste?


—Pues sí. De pronto, cuando ya habíamos terminado el trabajo, me miró como si no me hubiera visto en la vida y entonces… Bueno, de repente me estaba besando como un loco. O quizá fuera yo la que lo besaba, porque sentí que no deseaba que dejara de hacerlo. Fue tan… tan…


—¿Maravilloso? ¿Eh?


—Sí. ¡Oh, no! ¡Fue horrible!


—¿Cómo? Pues parece como si te hubiera gustado.


—Eso es exactamente. ¿Es que no te das cuenta? Es peligroso. Podría verme envuelta en una relación puramente física con el hombre equivocado.


—Ah. ¿Está casado?


—No.


—El típico galán, entonces.


—No. Al menos… No lo creo.


Siguió arrancando malas hierbas y pensando en todo. A veces lo llamaban mujeres y a veces iban a verlo a la oficina, pero no sabía, en realidad, cómo o con quién pasaba el poco tiempo libre que tenía.


—¿Qué siente por ti? —preguntó Mary.


Eso tampoco lo sabía. No se lo había planteado, ni siquiera cuando la estaba besando, concentrada como estaba en sus propios sentimientos.


—Eso no importa, Mary. No es el hombre con el que desearía casarme.


—¿Por qué no? Por lo que me cuentas es un hombre agradable y trabajador.


—Ese es el problema —se calló. ¿Cómo podría explicarle a Mary su teoría de que el trabajo era incompatible con la familia? A Mary, cuyo extremadamente trabajador marido había tenido tan poco tiempo para pasar en familia durante los años que estuvo en activo—. No es mi tipo.


—Entiendo —dijo Mary, aunque visiblemente confundida.


—¡Además, es mi jefe! Eso hace que situaciones como la de ayer por la noche parezcan extrañas. Esta mañana… ¡Oh, Mary, ha sido horrible! Intenté comportarme con naturalidad, pero apenas podía mirarlo a la cara.


—¿Vas a dejar el trabajo entonces?


—¿Dejarlo? ¡No puedo dejarlo! He terminado de pagar lo del salón de belleza, pero tengo que pagarme las manicuras, las limpiezas de cutis, un montón de cosas. Y la ropa no es nada barata —suspiró—. No; tendré que seguir en este empleo tan bien remunerado hasta que ocurra.


—¿Hasta que ocurra?


—Hasta que me case, por supuesto. Por eso es para lo que llevo trabajando toda mi vida: los tratamientos de belleza, el libro, la ropa, todo.


—Sí, lo comprendo. ¿Cuándo crees que… ? Bueno, ¿has encontrado al hombre que quieres?


—¿Sabes? —dijo con tono soñador—. La verdad, creo que sí.


Daniel Masón. Podría ser.



****


Sí, pensaba Pedro, los errores se podían y se debían evitar. Los líos en la oficina eran algo prohibido para él. ¿Tenía que perder a la mejor ayudante que había tenido nunca porque le atraía físicamente? ¡Eso jamás!


Si había logrado pasar unos días de vacaciones en África del Este y había evitado episodios conflictivos, podría también viajar o trabajar con ella donde fuera, ¿no?


Paula había dejado de mostrarse cautelosa y todo había regresado a la normalidad. Según lo que veía ella, Pedro Alfonso la miraba como parte del equipamiento necesario de un despacho y eso, se decía a sí misma, era un gran alivio.


Si a veces sentía de repente un ligero estremecimiento al verlo haciendo algún gesto conocido, se trataba, se decía a sí misma, de un deseo pasajero. Al final la consolaba el pensamiento de que la situación presente no duraría demasiado. Daniel…


Se puso a pensar en Daniel, el marido ideal, casi retirado de la vida laboral, con todo el tiempo del mundo para dedicarlo a la familia. Además, le gustaba. Era afable y un buen compañero en cualquier situación.


A él también le gustaba ella, de eso se había dado cuenta. Tenía muchas atenciones con Paula y cada vez la invitaba con más frecuencia.


—¿Qué te parece que naveguemos hasta Hawai?


Y en otra ocasión:
—¿Y si voláramos en el Concorde y volviéramos navegando en el Queen Elizabeth II?


Pero, por extraño que pudiera parecer, ninguna de estas fantásticas sugerencias se le antojaba a Paula tan emocionante. Siempre le respondía con la misma tranquilidad y franqueza:
—Soy una chica trabajadora. 


Pero él había empezado a decirle:
—No hace falta que sigas siendo una chica trabajadora.


Ella no era tonta y sabía que él no tenía por qué referirse al matrimonio. Por ello decidió esperar.


Mientras tanto, ella pensó en sus propias condiciones: no estaba dispuesta a acompañarlo en plan pareja hasta que no tuviera una alianza matrimonial en su poder.


—Aquí tiene lo que quería del Departamento de Tesorería, señorita Chaves.


—Gracias Jefrey —sonrió a Jefrey Fisher, el joven en prácticas que Reba le había asignado con prontitud. No tenía pinta de ser un delincuente juvenil, sino más bien era como cualquier muchacho normal de dieciséis años, delgado, con pecas y pelirrojo. Además, ponía muchísimo entusiasmo en el trabajo.


La verdad era que daba gusto tener a un joven ayudante tan listo y con tantas ganas de colaborar como él. Paula estaba muy contenta de haber solicitado sus servicios.


No se había dado cuenta de que Alfonso, de pie junto a la puerta de su despacho, también lo observaba.


—¿Has hecho ya las reservas para la conferencia Regional?


—Aún no. Ya he hablado con el Departamento de Viajes pero…


—Bien. Reserva también un billete y una habitación para Jefrey.


—Pero… —lo miró extrañada.


—Quiero que sea nuestro ayudante en la conferencia.


—Buena idea; no se me había ocurrido.


—Me parece un chico muy inteligente, así le daré la oportunidad de mirar y aprender mientras trabaja.


Ella asintió con una sonrisa.


—Me parece muy bien, además, a él le conviene —dijo Pedro—. Es un muchacho muy listo y, cuanto más vea del mundo laboral, mejor. 
Hablaré con Glover y con el oficial que lleva lo de su libertad condicional —Alfonso se volvió para meterse en su despacho—. Organízalo todo para que nos quedemos un día más; quizá vayamos a Disneylandia. El chico necesita saber que el trabajo también tiene el beneficio de la diversión.


Volvió al despacho y Paula se quedó mucho rato pensativa. ¿Cuántos hombres, con la responsabilidad de una gran empresa sobre sus espaldas, se hubieran siquiera tomado la molestia de pensar en… ?


Pensó en Jefrey. Debía enseñarle a ser responsable, a comportarse y a vestirse adecuadamente. En cuanto a su atuendo, se encargaría de que le dieran un uniforme de la empresa inmediatamente. Sólo faltaban diez días para la conferencia y a lo mejor necesitaría otras cosas.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 18




De vuelta en Wilmington todo volvió a la normalidad, sólo que tenían más trabajo que nunca. Pedro era un trabajador incansable y Paula tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantenerse a su ritmo. Y lo peor era que estaba inquieta por él. Se volvió inmensamente meticuloso con cada detalle de los proyectos que había que revisar, de las decisiones a tomar y de los problemas a resolver. La situación se estaba haciendo insoportable ya que era como si todo el imperio Safetek descansara sobre sus espaldas.


Le irritaba que otras personas le endilgaran los problemas a él, cuando en realidad les correspondía a ellos resolverlos. Ella intentaba protegerlo lo mejor que sabía, pero a veces las cosas se salían de madre, especialmente con Reba.


—Tengo que ver esto con Pedro. ¿Está libre a la hora de la comida? —su aire insinuante y misterioso hacía que Paula sospechara. ¿Qué pasaría después? Paula intentó no prestar atención a aquella ligera irritación; ciertamente no era asunto suyo.


De todas formas, Pedro trataba a Reba de la manera más impersonal, casi como si quisiera mantener las distancias con ella. Pero una tarde apareció Reba de imprevisto y volvió a molestarla. Después de terminar la jornada laboral, Paula se había quedado con Pedro para poner al día un montón de documentos.


—Oh, lo siento, pensé que… —Reba miró a Paula con desaprobación antes de volverse a Alfonso—. Pensé que estabas solo. Necesito hablar contigo.



—¿Sí?


Reba pareció amilanarse bajo su inquisitiva mirada, pero hizo un esfuerzo y sonrió.


—Puedo esperar hasta que termines con esto. Y después… ¿Querrías venir a cenar conmigo? Hay algo que quiero discutir contigo… es acerca de los internos.


Paula se puso un poco tensa. Acababan de empezar a trabajar y entonces aparecía Reba y los interrumpía para ponerse a hablar de unos estudiantes que iban a contratar.


Pedro expresó su irritación.


—Bueno, pues cuéntamelo. ¿Hay algún problema?


—Ninguno, todavía no, pero… —echó una mirada a Paula—. Es un asunto algo delicado.


—¡Santo Dios, Reba! ¿Qué puede ser tan delicado en el tema de contratar a unos cuantos estudiantes?


Lo dijo con un tono tan impaciente que Reba se disculpó, aunque con tono desafiante.


Pedro, no te molestaría con esto ahora si no fuera porque este tal señor Glover me llamó por teléfono esta tarde y mañana va a traer al chico que le prometiste contratar.


—¿Glover? Ah, sí, lo recuerdo; es el padrino del chico. Me lo contó en Rotary y quise haberte comentado que nos lo traería, pero no me ha dado tiempo.


—¿Sabías que ha abandonado los estudios y que está en libertad condicional?


—Sí.


Pedro, tenemos más estudiantes de los que habíamos planeado —dijo Reba—. Es difícil encontrar puestos y trabajo para los que ya tenemos.


—Francamente, Reba, yo no espero que estos chicos trabajen mucho. El programa está diseñado para que ellos se beneficien observando y aprendiendo.


—¿Y qué esperas que aprenda un chico que está en libertad condicional?


—Pues que hay otras maneras de ganarse la vida a parte de robar tapacubos.


—Oh, Pedro, por el amor de Dios, no estarás diciendo que lo contratemos, ¿no? Podría decirles que estamos sobrecargados y…


—Contrátalo. Glover dice que al chico lo han mandado de un orfanato a otro y que por eso se ha descarriado, pero que es un chico muy inteligente y con mucha capacidad si se le da un empujoncito en la dirección adecuada. ¡Oh, contrátalo, Reba! Estoy seguro de que uno más ni se notará —se levantó y le abrió la puerta—. Y ahora, te ruego que nos disculpes. En realidad, estoy muy ocupado.


Sí, Pedro Alfonso era un tipo estupendo, y un hombre que necesitaba cariño y cuidados, pensaba Paula mientras lo observaba ir hacia la ventana y estirarse. Se exigía demasiado a sí mismo. El día anterior había regresado de un duro viaje de negocios a Denver, por la tarde del mismo día había tenido una reunión y se había saltado la comida.


—Necesitamos tomarnos un descanso —dijo Paula—. Vamos a llevarnos todo esto a mi casa, preparo algo de comer y lo terminamos.


—Buena idea —dijo—. Pero podríamos salir a cenar o pedir que nos lleven algo; no quiero que te molestes.


—No es molestia.


En un restaurante habría demasiado ruido y mucha gente y, si se quedaban en la oficina, no pararía de trabajar. En su casa, podría relajarse un rato mientras ella preparaba algo.


Su apartamento no estaba desordenado como la otra vez que estuvo allí. Estaba limpio, ordenado y tenía un aire muy acogedor, pensaba Pedro al tiempo que se fijaba en un jarrón con unas rosas rojas sobre la mesita de centro. ¿Se había comprado ella las flores o se las había enviado alguien?


—No tardaré —dijo Paula—, ¿Por qué no te tumbas en el sofá y descansas mientras me esperas?


Pedro estaba demasiado agotado como para resistirse. Se quitó los zapatos, se tumbó y se quedó dormido casi instantáneamente.


—La cena está lista, ven a comer —lo despertó la cantarina voz de Paula, junto con un delicioso aroma que salía de la cocina.


Siguió su olfato hasta una mesa primorosamente vestida y se sentó delante de una sabrosa comida. El pollo estaba tan tierno que podía cortarlo con el tenedor, y deliciosos los trozos de manzana especiada, las patatas asadas cubiertas de crema, los guisantes y las zanahorias. No era lo que él solía comer pero…


—Muy rico —admitió—, pero me siento un poco culpable por haberme quedado dormido mientras tú trabajabas.


—Yo no acabo de regresar de un viaje a Denver ni tuve una larga reunión ayer por la noche. Te mereces un descanso, además, cualquiera que cargue con el peso que estás cargando tú necesita toda la ayuda del mundo.


—Pues, gracias, señorita. Me alegro de que te des cuenta…


—¡Oh, deja ya esa sonrisita! Me gusta cómo trabajas pero me pone nerviosa que otras personas te carguen con tareas que ellos deberían… —hizo una pausa—. Bueno, reconozco que me ofendí un poco con Reba esta noche, pero para serte sincera, me alegro de que te encargases de ese asuntillo. De otro modo, ese joven podría haber perdido la oportunidad que necesita.


Pedro lo conmovieron sus palabras y el brillo de admiración en sus ojos.


—Me pregunto dónde lo piensa colocar Reba —dijo pensativo.


—Creo que le pediré que nos lo deje a nosotros —dijo Paula— para que empiece por arriba. Yo, desde luego, aprendí el negocio como recadera del jefe.


—Es la pura verdad —dijo de corazón—. Y, además, sabes cocinar.


—Estoy aprendiendo —dijo sonriendo—. Es parte de la preparación, ¿sabes?


—¿Preparación?


—Para el matrimonio.


Aquello le sacudió.


—¡Santo Dios! ¿Todavía estás con eso?



—¡Pues claro! ¿Acaso te sorprende?


—Bueno… esto… —en primer lugar no se lo había creído del todo y no era algo que recordara cada día—. Mira, las personas no se preparan para casarse a no ser que estén enamoradas de alguien especial.


—Lo sé —dijo metiéndose un trozo de manzana en la boca—. Es triste, ¿verdad?


—¿Triste?


—El basar tu vida en el amor.


—¡Señorita Chaves! —dijo exagerando—. ¿Cómo se atreve a degradar la fuerza más profunda del mundo? Amaos los unos a los otros, decía…


—Sí, claro, es universal, pero estoy hablando de la fuerza entre un hombre y una mujer.


—¿Y es diferente?


—Y muy peligrosa.


—¿Ah sí?


—Uno puede dejarse llevar por la belleza, por el deseo sexual o por cualquier otra cosita —le explicó.


—Igualmente insignificante, me imagino.


—Sí, no hace falta que sonrías de esa forma. Por ejemplo, te fijas en un tío por su cuerpo y, antes de que te des cuenta, estás casada con un musculitos tacaño al que le encanta la música country en vez del generoso amante de Bach con el que preferirías pasar el resto de tus días. O al contrario, él se da cuenta de que ese cuerpo escultural no tiene idea de cocinar. Sí, ríete —le pasó otra servilleta a Pedro, que se había atragantado con el café de la risa—. He exagerado un poco pero me entiendes, ¿verdad?


—Te entiendo muy bien —dijo cuando pudo hablar—, pero no hace falta pasar toda la vida con la misma persona. Las equivocaciones pueden ser remediadas; existe el divorcio, ¿no?


—Sí, pero es complicado, especialmente si hay niños de por medio, y, además, me parece una gran pérdida de tiempo.


—Y caro —añadió, pensando en su hermano—. Entonces, quizá haya un método que aplicar a tus locas ideas —concedió—. ¿Estás preparada para el misterioso hombre perfecto?


—¡Oh, no! Es un proceso en curso; y hablando de esto, creo que será mejor que sigamos.


Sí que parecía preparada, pensaba Pedro mientras la observaba quitar la mesa. Ya no era la recadera que le llevaba el café por la mañana o le regaba las plantas. O quizá fuera que había llegado a conocerla mejor y había visto que sabía cocinar, jugar al golf, además de ser una persona divertida tanto para el trabajo como para el ocio. Y viéndola en ese momento, con esa especie de bata de volantes que se había puesto… en fin, lo mejor sería tener cuidado y no mirar demasiado.


—Muy bien, jefe, de vuelta al yugo.


Miró la carpeta que le había puesto delante y luego de nuevo a ella. Había pasado mucho tiempo desde aquella primera entrevista y todo en ella había cambiado. Lo que había pensado como algo remoto se le antojaba en ese momento como una posibilidad inminente. 


Aquella idea lo molestó y aquellas rosas…


—¿Tienes a alguien en mente? —preguntó.



miércoles, 9 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 17





Pedro le pidió a Paula que le cambiara su billete de vuelta. De nuevo en su habitación, deshizo las maletas e hizo algunas gestiones para alquilar una avioneta y un guía. Se lo cargó a su cuenta, pues no le parecía bien hacerlo a la de la empresa sin estar programado.


De nuevo se preguntó qué le habría ocurrido.


Había sido Paula; parecía tan emocionada y le había ayudado tanto a que la conferencia resultara tan sencilla. No sólo por la preparación, sino que en cada momento había tenido lista cualquier información que le fuera pidiendo. Se había ganado la posibilidad de ver un poco más del país que tanto le interesaba. No le prestó atención a ciertas emociones reprimidas que amenazaban con salir a la superficie… como el deseo de compartir su entusiasmo, el no querer hacer el largo viaje de vuelta a casa sin ella a su lado…


Canceló los asuntos que lo esperaban en el despacho, sabiendo que un par de días más no cambiarían nada. Pidió una llamada a Wilmington y pasó mucho rato al teléfono; los asuntos más importantes fueron delegados en otras personas.


Se dijo a sí mismo que todo eso lo estaba haciendo por Paula, no por él. A él las excursiones no le interesaban demasiado y los animales menos. Había pasado casi toda su vida en Nueva York y de niño lo habían llevado al zoológico muchas veces.


No había esperado sentir la emoción que lo embargó cuando, de pie junto a Paula en un camión descapotable, se llevó los prismáticos a los ojos para ver a un antílope cruzar a toda velocidad una llanura que se extendía hasta el horizonte. Lo invadió un sentimiento de serenidad y exaltación y, entonces, le tomó la mano, contento de poder compartir juntos aquella experiencia, embelesado por aquella inmensidad y la inmensa belleza de aquella tierra.


—Es tan hermoso todo esto —susurró Paula—. ¿Tendrán razón los que dicen que la civilización comenzó aquí?


—Podría ser —dijo pensando en lo que había visto en un museo sobre las primeras apariciones del hombre en la tierra.


—Te imaginas el jardín del Edén, donde el hombre y la bestia vivían en paz; el león tumbado junto al cordero, la serpiente…


Él la interrumpió con una carcajada.


—No, la verdad es que no soy capaz de imaginármelo. ¿Qué comería el león?


—Oh, típico de ti, no tienes fe ni imaginación —dijo mientras cruzaban el umbral del Ark, un pequeño hotel bastante lujoso donde pasarían la noche.


Estaba como colgado encima de un enorme abrevadero y de un lago salado, el mayor de todo Kenya. Varios animales se acercaban allí cada noche y ellos tendrían el privilegio de verlos desde la litera del Ark.


Cenaron en el opulento restaurante y, cansados de la larga caminata, se retiraron a habitaciones separadas. Paula se dejó caer en la cama inmediatamente y la despertó un fuerte zumbido, que era la señal que anunciaba que los animales se habían acercado al abrevadero. Se puso una cazadora encima del pijama y se apresuró a bajar para no perderse nada.


Pedro, aún con su ropa de safari, la estaba esperando. En unos minutos se turnaron para acomodarse en la litera, en un cubículo acristalado desde donde unos cuantos huéspedes podían contemplar el espectáculo por turnos.


—Estamos como en una jaula —comentó Paula riendo y pegando la cara al cristal como para ver mejor—. Y están ahí fuera, vagando en libertad, haciendo lo que les viene en gana.


Pedro se echó a reír, más pendiente de Paula que de la escena que se veía por debajo de ellos. Estaba tan llena de vida, tan interesada, que cada momento lo transformaba en algo mágico.


—Los animales viven, hacen lo que les dicen sus instintos, y dejan los problemas para gente como nosotros… como tú.


—¿Como yo? —preguntó confundido, pero adivinando aquella mirada de admiración en los ojos de Paula.


—Me refiero a gente como tú, que se ocupa de la economía del mundo, que nos mantiene ocupados y… bueno, ya sabes —parecía de pronto tímida y añadió a toda prisa—. El señor Mambosa se ha quedado muy impresionado contigo.


—Él es un gran hombre.


Pero le había gustado la manera en que lo miraba y no deseaba que volviera a su habitación y se alejara de él.


—Vamos a tomar algo —le dijo, conduciéndola al bar.


—No creo que esté vestida adecuadamente —dijo mirándose.


—Estás preciosa —dijo—. Estarías guapa con cualquier cosa.


—Ay, gracias —dijo esbozando una picara sonrisa—. Es un piropo muy halagador para una chica que tenía los dientes saltones y era patizamba.


—No te creo.


—Créeme, era horrorosa —dio un paso atrás, juntó las piernas y sacó los dientes de arriba haciendo una mueca.


Pedro se partía de risa al tiempo que entraban en el bar.


—Sí, ya veo, lo que se dice un verdadero patito feo —dijo, retirando una silla junto a una ventana.


—Joey, Bob y George Wells me lo recordaban a diario. Por eso es por lo que estoy tan acomplejada.


—Sí, ya me he dado cuenta. Ahora dime, ¿cómo has logrado convertirte en un cisne tan bello?


—Ha sido gracias a todo ese esfuerzo que hice en el salón de Hera y gracias a tía Ruth; es estupenda.


—Cuéntame.


—¿De tía Ruth?


—Todo. Quiero saberlo todo de ti.


Aquel entorno se prestaba a las confidencias, y allí sentada en pijama en un bar casi desierto, tomando unas copas y contemplando la oscuridad del cielo cuajado de estrellas, le contó su vida. Le habló de tía Ruth, que estaba en Londres por una temporada, que le había pagado el aparato de los dientes y las clases de baile; le habló de lo mucho que los chicos de los Wells se metían con ella y del amor y los cuidados de Mary Wells.


—Una vida muy completa. Así no me extraña que estés tan guapa, te sale de dentro.


No fueron las palabras sino cómo la miraba, con ternura y cariño, haciéndole sentirse especial. Le envolvió un calor placentero y, de pronto, sintió timidez.


—Pero no está bien lo que estoy haciendo. Debería estar escuchándote a ti, según dice el libro.


—¿Qué libro?


—Da igual. Háblame de Pedro Alfonso antes de llegar a Safetek.


—Me temo que nada especial: el colegio, los campamentos, el baloncesto, el golf…


Lo miró a los ojos.


—Eso suena todo muy institucional. ¿Tuviste un hogar?


Sonrió con ironía y tomó un trago de vodka.


—Oh, claro; una casa grande, con muchas tierras, caballos y criados.


—Pero… seguro que tendrías una familia.


—Eso también: un hermano y mi padre. De mi madre no recuerdo mucho. Murió cuando yo tenía cinco años.


—Oh, lo siento —ella también había perdido a sus padres siendo muy niña, pero al menos había tenido a Mary.


—Pero no pongas esa cara. Me lo pasaba fenomenal y mi hermano y yo nos llevábamos muy bien. Con mi padre también, cuando estaba en casa; nos divertíamos mucho, la verdad, jugábamos al tenis, al golf…


—¿Y nunca echabas de menos la mano de una mujer? —preguntó.


—Quizá Chuck lo haga, y por eso se ha casado ya tres veces, aunque sigue buscando.


—¿Es por eso por lo que a ti te da miedo buscar? Oh, Dios mío, qué tarde es… —se puso de pie, horrorizada por las preguntas que le estaba haciendo—. Será mejor que me vaya si quiero hacer esa llamada mañana —y se fue volando.


Él se levantó y la observó marcharse, odiando aquel instante. ¿Qué significaba todo aquello de que Chuck seguía buscando y que él tenía miedo de buscar?


¡Estupideces! Tenía todo lo que deseaba de las mujeres y, cuando se le hacía pesado, siempre podía echarse atrás.


Incluso con Paula. En realidad, ella era doblemente prohibida. No sólo se trataba de una compañera de trabajo valiosa sino de una mujer que iba a la caza de un marido. El, desde luego, no estaba en el mercado de los hombres casaderos.


Paula era preciosa, viva y excitante, ya fuera montada en una polvorienta camioneta bajo un sol abrasador, o compartiendo confidencias en un bar tenuemente iluminado…


Era una compañera maravillosa y parecía como si entre ellos se hubiera establecido una hermandad casi espiritual. Sin embargo, en esa ocasión no había intentado besarla, por mucho que lo hubiera deseado.


Eso quería decir algo, ¿no? Ya no necesitaba preocuparse porque trabajaran o viajaran juntos.