miércoles, 9 de mayo de 2018
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 17
Pedro le pidió a Paula que le cambiara su billete de vuelta. De nuevo en su habitación, deshizo las maletas e hizo algunas gestiones para alquilar una avioneta y un guía. Se lo cargó a su cuenta, pues no le parecía bien hacerlo a la de la empresa sin estar programado.
De nuevo se preguntó qué le habría ocurrido.
Había sido Paula; parecía tan emocionada y le había ayudado tanto a que la conferencia resultara tan sencilla. No sólo por la preparación, sino que en cada momento había tenido lista cualquier información que le fuera pidiendo. Se había ganado la posibilidad de ver un poco más del país que tanto le interesaba. No le prestó atención a ciertas emociones reprimidas que amenazaban con salir a la superficie… como el deseo de compartir su entusiasmo, el no querer hacer el largo viaje de vuelta a casa sin ella a su lado…
Canceló los asuntos que lo esperaban en el despacho, sabiendo que un par de días más no cambiarían nada. Pidió una llamada a Wilmington y pasó mucho rato al teléfono; los asuntos más importantes fueron delegados en otras personas.
Se dijo a sí mismo que todo eso lo estaba haciendo por Paula, no por él. A él las excursiones no le interesaban demasiado y los animales menos. Había pasado casi toda su vida en Nueva York y de niño lo habían llevado al zoológico muchas veces.
No había esperado sentir la emoción que lo embargó cuando, de pie junto a Paula en un camión descapotable, se llevó los prismáticos a los ojos para ver a un antílope cruzar a toda velocidad una llanura que se extendía hasta el horizonte. Lo invadió un sentimiento de serenidad y exaltación y, entonces, le tomó la mano, contento de poder compartir juntos aquella experiencia, embelesado por aquella inmensidad y la inmensa belleza de aquella tierra.
—Es tan hermoso todo esto —susurró Paula—. ¿Tendrán razón los que dicen que la civilización comenzó aquí?
—Podría ser —dijo pensando en lo que había visto en un museo sobre las primeras apariciones del hombre en la tierra.
—Te imaginas el jardín del Edén, donde el hombre y la bestia vivían en paz; el león tumbado junto al cordero, la serpiente…
Él la interrumpió con una carcajada.
—No, la verdad es que no soy capaz de imaginármelo. ¿Qué comería el león?
—Oh, típico de ti, no tienes fe ni imaginación —dijo mientras cruzaban el umbral del Ark, un pequeño hotel bastante lujoso donde pasarían la noche.
Estaba como colgado encima de un enorme abrevadero y de un lago salado, el mayor de todo Kenya. Varios animales se acercaban allí cada noche y ellos tendrían el privilegio de verlos desde la litera del Ark.
Cenaron en el opulento restaurante y, cansados de la larga caminata, se retiraron a habitaciones separadas. Paula se dejó caer en la cama inmediatamente y la despertó un fuerte zumbido, que era la señal que anunciaba que los animales se habían acercado al abrevadero. Se puso una cazadora encima del pijama y se apresuró a bajar para no perderse nada.
Pedro, aún con su ropa de safari, la estaba esperando. En unos minutos se turnaron para acomodarse en la litera, en un cubículo acristalado desde donde unos cuantos huéspedes podían contemplar el espectáculo por turnos.
—Estamos como en una jaula —comentó Paula riendo y pegando la cara al cristal como para ver mejor—. Y están ahí fuera, vagando en libertad, haciendo lo que les viene en gana.
Pedro se echó a reír, más pendiente de Paula que de la escena que se veía por debajo de ellos. Estaba tan llena de vida, tan interesada, que cada momento lo transformaba en algo mágico.
—Los animales viven, hacen lo que les dicen sus instintos, y dejan los problemas para gente como nosotros… como tú.
—¿Como yo? —preguntó confundido, pero adivinando aquella mirada de admiración en los ojos de Paula.
—Me refiero a gente como tú, que se ocupa de la economía del mundo, que nos mantiene ocupados y… bueno, ya sabes —parecía de pronto tímida y añadió a toda prisa—. El señor Mambosa se ha quedado muy impresionado contigo.
—Él es un gran hombre.
Pero le había gustado la manera en que lo miraba y no deseaba que volviera a su habitación y se alejara de él.
—Vamos a tomar algo —le dijo, conduciéndola al bar.
—No creo que esté vestida adecuadamente —dijo mirándose.
—Estás preciosa —dijo—. Estarías guapa con cualquier cosa.
—Ay, gracias —dijo esbozando una picara sonrisa—. Es un piropo muy halagador para una chica que tenía los dientes saltones y era patizamba.
—No te creo.
—Créeme, era horrorosa —dio un paso atrás, juntó las piernas y sacó los dientes de arriba haciendo una mueca.
Pedro se partía de risa al tiempo que entraban en el bar.
—Sí, ya veo, lo que se dice un verdadero patito feo —dijo, retirando una silla junto a una ventana.
—Joey, Bob y George Wells me lo recordaban a diario. Por eso es por lo que estoy tan acomplejada.
—Sí, ya me he dado cuenta. Ahora dime, ¿cómo has logrado convertirte en un cisne tan bello?
—Ha sido gracias a todo ese esfuerzo que hice en el salón de Hera y gracias a tía Ruth; es estupenda.
—Cuéntame.
—¿De tía Ruth?
—Todo. Quiero saberlo todo de ti.
Aquel entorno se prestaba a las confidencias, y allí sentada en pijama en un bar casi desierto, tomando unas copas y contemplando la oscuridad del cielo cuajado de estrellas, le contó su vida. Le habló de tía Ruth, que estaba en Londres por una temporada, que le había pagado el aparato de los dientes y las clases de baile; le habló de lo mucho que los chicos de los Wells se metían con ella y del amor y los cuidados de Mary Wells.
—Una vida muy completa. Así no me extraña que estés tan guapa, te sale de dentro.
No fueron las palabras sino cómo la miraba, con ternura y cariño, haciéndole sentirse especial. Le envolvió un calor placentero y, de pronto, sintió timidez.
—Pero no está bien lo que estoy haciendo. Debería estar escuchándote a ti, según dice el libro.
—¿Qué libro?
—Da igual. Háblame de Pedro Alfonso antes de llegar a Safetek.
—Me temo que nada especial: el colegio, los campamentos, el baloncesto, el golf…
Lo miró a los ojos.
—Eso suena todo muy institucional. ¿Tuviste un hogar?
Sonrió con ironía y tomó un trago de vodka.
—Oh, claro; una casa grande, con muchas tierras, caballos y criados.
—Pero… seguro que tendrías una familia.
—Eso también: un hermano y mi padre. De mi madre no recuerdo mucho. Murió cuando yo tenía cinco años.
—Oh, lo siento —ella también había perdido a sus padres siendo muy niña, pero al menos había tenido a Mary.
—Pero no pongas esa cara. Me lo pasaba fenomenal y mi hermano y yo nos llevábamos muy bien. Con mi padre también, cuando estaba en casa; nos divertíamos mucho, la verdad, jugábamos al tenis, al golf…
—¿Y nunca echabas de menos la mano de una mujer? —preguntó.
—Quizá Chuck lo haga, y por eso se ha casado ya tres veces, aunque sigue buscando.
—¿Es por eso por lo que a ti te da miedo buscar? Oh, Dios mío, qué tarde es… —se puso de pie, horrorizada por las preguntas que le estaba haciendo—. Será mejor que me vaya si quiero hacer esa llamada mañana —y se fue volando.
Él se levantó y la observó marcharse, odiando aquel instante. ¿Qué significaba todo aquello de que Chuck seguía buscando y que él tenía miedo de buscar?
¡Estupideces! Tenía todo lo que deseaba de las mujeres y, cuando se le hacía pesado, siempre podía echarse atrás.
Incluso con Paula. En realidad, ella era doblemente prohibida. No sólo se trataba de una compañera de trabajo valiosa sino de una mujer que iba a la caza de un marido. El, desde luego, no estaba en el mercado de los hombres casaderos.
Paula era preciosa, viva y excitante, ya fuera montada en una polvorienta camioneta bajo un sol abrasador, o compartiendo confidencias en un bar tenuemente iluminado…
Era una compañera maravillosa y parecía como si entre ellos se hubiera establecido una hermandad casi espiritual. Sin embargo, en esa ocasión no había intentado besarla, por mucho que lo hubiera deseado.
Eso quería decir algo, ¿no? Ya no necesitaba preocuparse porque trabajaran o viajaran juntos.
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