jueves, 10 de mayo de 2018
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 18
De vuelta en Wilmington todo volvió a la normalidad, sólo que tenían más trabajo que nunca. Pedro era un trabajador incansable y Paula tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantenerse a su ritmo. Y lo peor era que estaba inquieta por él. Se volvió inmensamente meticuloso con cada detalle de los proyectos que había que revisar, de las decisiones a tomar y de los problemas a resolver. La situación se estaba haciendo insoportable ya que era como si todo el imperio Safetek descansara sobre sus espaldas.
Le irritaba que otras personas le endilgaran los problemas a él, cuando en realidad les correspondía a ellos resolverlos. Ella intentaba protegerlo lo mejor que sabía, pero a veces las cosas se salían de madre, especialmente con Reba.
—Tengo que ver esto con Pedro. ¿Está libre a la hora de la comida? —su aire insinuante y misterioso hacía que Paula sospechara. ¿Qué pasaría después? Paula intentó no prestar atención a aquella ligera irritación; ciertamente no era asunto suyo.
De todas formas, Pedro trataba a Reba de la manera más impersonal, casi como si quisiera mantener las distancias con ella. Pero una tarde apareció Reba de imprevisto y volvió a molestarla. Después de terminar la jornada laboral, Paula se había quedado con Pedro para poner al día un montón de documentos.
—Oh, lo siento, pensé que… —Reba miró a Paula con desaprobación antes de volverse a Alfonso—. Pensé que estabas solo. Necesito hablar contigo.
—¿Sí?
Reba pareció amilanarse bajo su inquisitiva mirada, pero hizo un esfuerzo y sonrió.
—Puedo esperar hasta que termines con esto. Y después… ¿Querrías venir a cenar conmigo? Hay algo que quiero discutir contigo… es acerca de los internos.
Paula se puso un poco tensa. Acababan de empezar a trabajar y entonces aparecía Reba y los interrumpía para ponerse a hablar de unos estudiantes que iban a contratar.
Pedro expresó su irritación.
—Bueno, pues cuéntamelo. ¿Hay algún problema?
—Ninguno, todavía no, pero… —echó una mirada a Paula—. Es un asunto algo delicado.
—¡Santo Dios, Reba! ¿Qué puede ser tan delicado en el tema de contratar a unos cuantos estudiantes?
Lo dijo con un tono tan impaciente que Reba se disculpó, aunque con tono desafiante.
—Pedro, no te molestaría con esto ahora si no fuera porque este tal señor Glover me llamó por teléfono esta tarde y mañana va a traer al chico que le prometiste contratar.
—¿Glover? Ah, sí, lo recuerdo; es el padrino del chico. Me lo contó en Rotary y quise haberte comentado que nos lo traería, pero no me ha dado tiempo.
—¿Sabías que ha abandonado los estudios y que está en libertad condicional?
—Sí.
—Pedro, tenemos más estudiantes de los que habíamos planeado —dijo Reba—. Es difícil encontrar puestos y trabajo para los que ya tenemos.
—Francamente, Reba, yo no espero que estos chicos trabajen mucho. El programa está diseñado para que ellos se beneficien observando y aprendiendo.
—¿Y qué esperas que aprenda un chico que está en libertad condicional?
—Pues que hay otras maneras de ganarse la vida a parte de robar tapacubos.
—Oh, Pedro, por el amor de Dios, no estarás diciendo que lo contratemos, ¿no? Podría decirles que estamos sobrecargados y…
—Contrátalo. Glover dice que al chico lo han mandado de un orfanato a otro y que por eso se ha descarriado, pero que es un chico muy inteligente y con mucha capacidad si se le da un empujoncito en la dirección adecuada. ¡Oh, contrátalo, Reba! Estoy seguro de que uno más ni se notará —se levantó y le abrió la puerta—. Y ahora, te ruego que nos disculpes. En realidad, estoy muy ocupado.
Sí, Pedro Alfonso era un tipo estupendo, y un hombre que necesitaba cariño y cuidados, pensaba Paula mientras lo observaba ir hacia la ventana y estirarse. Se exigía demasiado a sí mismo. El día anterior había regresado de un duro viaje de negocios a Denver, por la tarde del mismo día había tenido una reunión y se había saltado la comida.
—Necesitamos tomarnos un descanso —dijo Paula—. Vamos a llevarnos todo esto a mi casa, preparo algo de comer y lo terminamos.
—Buena idea —dijo—. Pero podríamos salir a cenar o pedir que nos lleven algo; no quiero que te molestes.
—No es molestia.
En un restaurante habría demasiado ruido y mucha gente y, si se quedaban en la oficina, no pararía de trabajar. En su casa, podría relajarse un rato mientras ella preparaba algo.
Su apartamento no estaba desordenado como la otra vez que estuvo allí. Estaba limpio, ordenado y tenía un aire muy acogedor, pensaba Pedro al tiempo que se fijaba en un jarrón con unas rosas rojas sobre la mesita de centro. ¿Se había comprado ella las flores o se las había enviado alguien?
—No tardaré —dijo Paula—, ¿Por qué no te tumbas en el sofá y descansas mientras me esperas?
Pedro estaba demasiado agotado como para resistirse. Se quitó los zapatos, se tumbó y se quedó dormido casi instantáneamente.
—La cena está lista, ven a comer —lo despertó la cantarina voz de Paula, junto con un delicioso aroma que salía de la cocina.
Siguió su olfato hasta una mesa primorosamente vestida y se sentó delante de una sabrosa comida. El pollo estaba tan tierno que podía cortarlo con el tenedor, y deliciosos los trozos de manzana especiada, las patatas asadas cubiertas de crema, los guisantes y las zanahorias. No era lo que él solía comer pero…
—Muy rico —admitió—, pero me siento un poco culpable por haberme quedado dormido mientras tú trabajabas.
—Yo no acabo de regresar de un viaje a Denver ni tuve una larga reunión ayer por la noche. Te mereces un descanso, además, cualquiera que cargue con el peso que estás cargando tú necesita toda la ayuda del mundo.
—Pues, gracias, señorita. Me alegro de que te des cuenta…
—¡Oh, deja ya esa sonrisita! Me gusta cómo trabajas pero me pone nerviosa que otras personas te carguen con tareas que ellos deberían… —hizo una pausa—. Bueno, reconozco que me ofendí un poco con Reba esta noche, pero para serte sincera, me alegro de que te encargases de ese asuntillo. De otro modo, ese joven podría haber perdido la oportunidad que necesita.
A Pedro lo conmovieron sus palabras y el brillo de admiración en sus ojos.
—Me pregunto dónde lo piensa colocar Reba —dijo pensativo.
—Creo que le pediré que nos lo deje a nosotros —dijo Paula— para que empiece por arriba. Yo, desde luego, aprendí el negocio como recadera del jefe.
—Es la pura verdad —dijo de corazón—. Y, además, sabes cocinar.
—Estoy aprendiendo —dijo sonriendo—. Es parte de la preparación, ¿sabes?
—¿Preparación?
—Para el matrimonio.
Aquello le sacudió.
—¡Santo Dios! ¿Todavía estás con eso?
—¡Pues claro! ¿Acaso te sorprende?
—Bueno… esto… —en primer lugar no se lo había creído del todo y no era algo que recordara cada día—. Mira, las personas no se preparan para casarse a no ser que estén enamoradas de alguien especial.
—Lo sé —dijo metiéndose un trozo de manzana en la boca—. Es triste, ¿verdad?
—¿Triste?
—El basar tu vida en el amor.
—¡Señorita Chaves! —dijo exagerando—. ¿Cómo se atreve a degradar la fuerza más profunda del mundo? Amaos los unos a los otros, decía…
—Sí, claro, es universal, pero estoy hablando de la fuerza entre un hombre y una mujer.
—¿Y es diferente?
—Y muy peligrosa.
—¿Ah sí?
—Uno puede dejarse llevar por la belleza, por el deseo sexual o por cualquier otra cosita —le explicó.
—Igualmente insignificante, me imagino.
—Sí, no hace falta que sonrías de esa forma. Por ejemplo, te fijas en un tío por su cuerpo y, antes de que te des cuenta, estás casada con un musculitos tacaño al que le encanta la música country en vez del generoso amante de Bach con el que preferirías pasar el resto de tus días. O al contrario, él se da cuenta de que ese cuerpo escultural no tiene idea de cocinar. Sí, ríete —le pasó otra servilleta a Pedro, que se había atragantado con el café de la risa—. He exagerado un poco pero me entiendes, ¿verdad?
—Te entiendo muy bien —dijo cuando pudo hablar—, pero no hace falta pasar toda la vida con la misma persona. Las equivocaciones pueden ser remediadas; existe el divorcio, ¿no?
—Sí, pero es complicado, especialmente si hay niños de por medio, y, además, me parece una gran pérdida de tiempo.
—Y caro —añadió, pensando en su hermano—. Entonces, quizá haya un método que aplicar a tus locas ideas —concedió—. ¿Estás preparada para el misterioso hombre perfecto?
—¡Oh, no! Es un proceso en curso; y hablando de esto, creo que será mejor que sigamos.
Sí que parecía preparada, pensaba Pedro mientras la observaba quitar la mesa. Ya no era la recadera que le llevaba el café por la mañana o le regaba las plantas. O quizá fuera que había llegado a conocerla mejor y había visto que sabía cocinar, jugar al golf, además de ser una persona divertida tanto para el trabajo como para el ocio. Y viéndola en ese momento, con esa especie de bata de volantes que se había puesto… en fin, lo mejor sería tener cuidado y no mirar demasiado.
—Muy bien, jefe, de vuelta al yugo.
Miró la carpeta que le había puesto delante y luego de nuevo a ella. Había pasado mucho tiempo desde aquella primera entrevista y todo en ella había cambiado. Lo que había pensado como algo remoto se le antojaba en ese momento como una posibilidad inminente.
Aquella idea lo molestó y aquellas rosas…
—¿Tienes a alguien en mente? —preguntó.
miércoles, 9 de mayo de 2018
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 17
Pedro le pidió a Paula que le cambiara su billete de vuelta. De nuevo en su habitación, deshizo las maletas e hizo algunas gestiones para alquilar una avioneta y un guía. Se lo cargó a su cuenta, pues no le parecía bien hacerlo a la de la empresa sin estar programado.
De nuevo se preguntó qué le habría ocurrido.
Había sido Paula; parecía tan emocionada y le había ayudado tanto a que la conferencia resultara tan sencilla. No sólo por la preparación, sino que en cada momento había tenido lista cualquier información que le fuera pidiendo. Se había ganado la posibilidad de ver un poco más del país que tanto le interesaba. No le prestó atención a ciertas emociones reprimidas que amenazaban con salir a la superficie… como el deseo de compartir su entusiasmo, el no querer hacer el largo viaje de vuelta a casa sin ella a su lado…
Canceló los asuntos que lo esperaban en el despacho, sabiendo que un par de días más no cambiarían nada. Pidió una llamada a Wilmington y pasó mucho rato al teléfono; los asuntos más importantes fueron delegados en otras personas.
Se dijo a sí mismo que todo eso lo estaba haciendo por Paula, no por él. A él las excursiones no le interesaban demasiado y los animales menos. Había pasado casi toda su vida en Nueva York y de niño lo habían llevado al zoológico muchas veces.
No había esperado sentir la emoción que lo embargó cuando, de pie junto a Paula en un camión descapotable, se llevó los prismáticos a los ojos para ver a un antílope cruzar a toda velocidad una llanura que se extendía hasta el horizonte. Lo invadió un sentimiento de serenidad y exaltación y, entonces, le tomó la mano, contento de poder compartir juntos aquella experiencia, embelesado por aquella inmensidad y la inmensa belleza de aquella tierra.
—Es tan hermoso todo esto —susurró Paula—. ¿Tendrán razón los que dicen que la civilización comenzó aquí?
—Podría ser —dijo pensando en lo que había visto en un museo sobre las primeras apariciones del hombre en la tierra.
—Te imaginas el jardín del Edén, donde el hombre y la bestia vivían en paz; el león tumbado junto al cordero, la serpiente…
Él la interrumpió con una carcajada.
—No, la verdad es que no soy capaz de imaginármelo. ¿Qué comería el león?
—Oh, típico de ti, no tienes fe ni imaginación —dijo mientras cruzaban el umbral del Ark, un pequeño hotel bastante lujoso donde pasarían la noche.
Estaba como colgado encima de un enorme abrevadero y de un lago salado, el mayor de todo Kenya. Varios animales se acercaban allí cada noche y ellos tendrían el privilegio de verlos desde la litera del Ark.
Cenaron en el opulento restaurante y, cansados de la larga caminata, se retiraron a habitaciones separadas. Paula se dejó caer en la cama inmediatamente y la despertó un fuerte zumbido, que era la señal que anunciaba que los animales se habían acercado al abrevadero. Se puso una cazadora encima del pijama y se apresuró a bajar para no perderse nada.
Pedro, aún con su ropa de safari, la estaba esperando. En unos minutos se turnaron para acomodarse en la litera, en un cubículo acristalado desde donde unos cuantos huéspedes podían contemplar el espectáculo por turnos.
—Estamos como en una jaula —comentó Paula riendo y pegando la cara al cristal como para ver mejor—. Y están ahí fuera, vagando en libertad, haciendo lo que les viene en gana.
Pedro se echó a reír, más pendiente de Paula que de la escena que se veía por debajo de ellos. Estaba tan llena de vida, tan interesada, que cada momento lo transformaba en algo mágico.
—Los animales viven, hacen lo que les dicen sus instintos, y dejan los problemas para gente como nosotros… como tú.
—¿Como yo? —preguntó confundido, pero adivinando aquella mirada de admiración en los ojos de Paula.
—Me refiero a gente como tú, que se ocupa de la economía del mundo, que nos mantiene ocupados y… bueno, ya sabes —parecía de pronto tímida y añadió a toda prisa—. El señor Mambosa se ha quedado muy impresionado contigo.
—Él es un gran hombre.
Pero le había gustado la manera en que lo miraba y no deseaba que volviera a su habitación y se alejara de él.
—Vamos a tomar algo —le dijo, conduciéndola al bar.
—No creo que esté vestida adecuadamente —dijo mirándose.
—Estás preciosa —dijo—. Estarías guapa con cualquier cosa.
—Ay, gracias —dijo esbozando una picara sonrisa—. Es un piropo muy halagador para una chica que tenía los dientes saltones y era patizamba.
—No te creo.
—Créeme, era horrorosa —dio un paso atrás, juntó las piernas y sacó los dientes de arriba haciendo una mueca.
Pedro se partía de risa al tiempo que entraban en el bar.
—Sí, ya veo, lo que se dice un verdadero patito feo —dijo, retirando una silla junto a una ventana.
—Joey, Bob y George Wells me lo recordaban a diario. Por eso es por lo que estoy tan acomplejada.
—Sí, ya me he dado cuenta. Ahora dime, ¿cómo has logrado convertirte en un cisne tan bello?
—Ha sido gracias a todo ese esfuerzo que hice en el salón de Hera y gracias a tía Ruth; es estupenda.
—Cuéntame.
—¿De tía Ruth?
—Todo. Quiero saberlo todo de ti.
Aquel entorno se prestaba a las confidencias, y allí sentada en pijama en un bar casi desierto, tomando unas copas y contemplando la oscuridad del cielo cuajado de estrellas, le contó su vida. Le habló de tía Ruth, que estaba en Londres por una temporada, que le había pagado el aparato de los dientes y las clases de baile; le habló de lo mucho que los chicos de los Wells se metían con ella y del amor y los cuidados de Mary Wells.
—Una vida muy completa. Así no me extraña que estés tan guapa, te sale de dentro.
No fueron las palabras sino cómo la miraba, con ternura y cariño, haciéndole sentirse especial. Le envolvió un calor placentero y, de pronto, sintió timidez.
—Pero no está bien lo que estoy haciendo. Debería estar escuchándote a ti, según dice el libro.
—¿Qué libro?
—Da igual. Háblame de Pedro Alfonso antes de llegar a Safetek.
—Me temo que nada especial: el colegio, los campamentos, el baloncesto, el golf…
Lo miró a los ojos.
—Eso suena todo muy institucional. ¿Tuviste un hogar?
Sonrió con ironía y tomó un trago de vodka.
—Oh, claro; una casa grande, con muchas tierras, caballos y criados.
—Pero… seguro que tendrías una familia.
—Eso también: un hermano y mi padre. De mi madre no recuerdo mucho. Murió cuando yo tenía cinco años.
—Oh, lo siento —ella también había perdido a sus padres siendo muy niña, pero al menos había tenido a Mary.
—Pero no pongas esa cara. Me lo pasaba fenomenal y mi hermano y yo nos llevábamos muy bien. Con mi padre también, cuando estaba en casa; nos divertíamos mucho, la verdad, jugábamos al tenis, al golf…
—¿Y nunca echabas de menos la mano de una mujer? —preguntó.
—Quizá Chuck lo haga, y por eso se ha casado ya tres veces, aunque sigue buscando.
—¿Es por eso por lo que a ti te da miedo buscar? Oh, Dios mío, qué tarde es… —se puso de pie, horrorizada por las preguntas que le estaba haciendo—. Será mejor que me vaya si quiero hacer esa llamada mañana —y se fue volando.
Él se levantó y la observó marcharse, odiando aquel instante. ¿Qué significaba todo aquello de que Chuck seguía buscando y que él tenía miedo de buscar?
¡Estupideces! Tenía todo lo que deseaba de las mujeres y, cuando se le hacía pesado, siempre podía echarse atrás.
Incluso con Paula. En realidad, ella era doblemente prohibida. No sólo se trataba de una compañera de trabajo valiosa sino de una mujer que iba a la caza de un marido. El, desde luego, no estaba en el mercado de los hombres casaderos.
Paula era preciosa, viva y excitante, ya fuera montada en una polvorienta camioneta bajo un sol abrasador, o compartiendo confidencias en un bar tenuemente iluminado…
Era una compañera maravillosa y parecía como si entre ellos se hubiera establecido una hermandad casi espiritual. Sin embargo, en esa ocasión no había intentado besarla, por mucho que lo hubiera deseado.
Eso quería decir algo, ¿no? Ya no necesitaba preocuparse porque trabajaran o viajaran juntos.
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 16
Paula estaba emocionada con el viaje a África.
Tenía ganas de ver los animales salvajes en libertad en su hábitat natural, y contemplar kilómetros y kilómetros de bellos paisajes.
Planeó, con el permiso de Pedro, unas pequeñas vacaciones aparte del viaje de negocios. Se quedaría tres días más después de la conferencia para hacer un safari en uno de los parques, aunque todavía no sabía en cuál.
Durante el vuelo, estudió minuciosamente los folletos de viaje intentando decidirse.
—¿Cuál te parece mejor? —le preguntó a Pedro, que iba sentado a su lado.
—A mí no me preguntes, yo no sé nada de safaris —dijo encogiéndose de hombros—. Échalo a suertes —añadió, volviendo al periódico que estaba leyendo.
Paula apretó los labios, irritada. Ni siquiera había mirado los coloridos folletos; en realidad, casi ni la había mirado a ella durante todo el viaje. Lo pasó enfrascado en la lectura de periódicos y revistas o bien estudiando los datos de la conferencia, datos que ya habían examinado a conciencia antes de marcharse.
Hacía como si no estuviera allí, o como si deseara que ella no estuviera. Paula sonrió. Quizá hubiera preferido que fuera la bella Gwen la que fuera sentada en el asiento contiguo.
Le extrañaba mucho que no le hubiera pedido que lo acompañara desde la conferencia de San Francisco y que entonces, después de habérselo pedido, mantuviera así las distancias.
¡Era como si tuviera una enfermedad contagiosa!
¡Oh, Dios mío! ¿Pensaría acaso que después de lo de San Francisco estaba detrás de él?
¿Es que le molestaba que Pedro Alfonso estuviera más pendiente de sus cosas que de ella?
¡Qué ridiculez! Guardó los folletos y se puso a mirar por la ventana, intentando ver el mar que se extendía a muchos kilómetros por debajo de ellos.
Pedro la espió por el rabillo del ojo. Aquella chica se emocionaba tanto por cualquier cosa… Pero cuando lo hacía, se le iluminaban los ojos y aparecía el hoyuelo en una de las mejillas; entonces no podía quitarle ya los ojos de encima.
Se había prometido a sí mismo que no pensaría en ella y que, aunque viajaran juntos, se mantendría atento a los negocios.
Desde el aeropuerto de Nairobi, una limusina los llevó hasta el Hotel Safan de Nairobi. Fatigada por el cambio de horario, Paula se fue directamente a la habitación a dormir. Tenía que estar lista para la primera sesión de la conferencia, a primera hora de la mañana.
A la mañana siguiente, cuando Paula entró en la sala para escuchar el discurso de apertura de Pedro, sintió una cierta aprensión. Muchas empresas competirían por conseguir los contratos que acompañaban a un gran plan de expansión. Los proyectos a discutir serían no sólo extensos sino también complicados, ya que en ellos estarían involucrados los principales países del África del Este. Sería necesario pactar compromisos y conciliar posiciones, pero no resultaría una tarea fácil, ni siquiera para el maestro negociador que sabía que era Pedro Alfonso.
Elegante y correcto, con un traje ligero de excelente corte en marrón tabaco, camisa de seda y corbata a juego, irradiaba un aire de confianza que afianzaba a los presentes en la idea de que estaban allí para negociar y de que él era el hombre con quien hacerlo, el encargado de todo. Sus modales tranquilos y su afable sonrisa hicieron que todo el mundo se sintiera a gusto. Dos minutos después de comenzar el discurso, los delegados empezaron a apoyarle, anticipando una operación empresarial en la que todos participarían y con la que todos alcanzarían el éxito.
Paula escuchó su envolvente discurso hasta el final con el corazón latiéndole con fuerza.
—Nuestras diversas responsabilidades consisten en comprobar que las partes más estratégicas de la expansión en África del Este sean tratadas, resueltas e incluidas dentro del rendimiento del proyecto.
¿Cuántas veces y en cuántos sitios diferentes lo había escuchado expresar el mismo sentimiento? Se trataba de la expansión de un negocio que empleaba mano de obra y que alimentaba y vestía a miles de trabajadores. De nuevo, y no por primera vez, Paula sintió un sentimiento de orgullo. Le gustaba el estilo de Pedro trabajando, la manera en que llevaba a los demás a su terreno, consiguiendo lo necesario.
El señor Mambosa, ministro de economía de Uganda, que estaba sentado a su lado aquella noche durante la cena, se hizo eco de sus sentimientos.
—Me gusta su señor Alfonso —le dijo.
—¿Mi señor… ? —Paula hizo un esfuerzo por no enrojecer más; querría decir el señor Alfonso de la compañía, no el suyo.
—Me gustaría ofrecerle la cartera de turismo.
—¡Oh!
—El turismo es nuestra mayor fuente de ingresos y también uno de nuestros mayores problemas. Estamos luchando por la conservación de nuestras especies salvajes, pero los animales, al igual que las personas, necesitan espacio. Conseguir las dos cosas no es tan fácil como parece.
—Sí, me imagino, pero parece que lo están haciendo muy bien —Paula lo miró sonriendo amigablemente.
Él podría aconsejarla, y entusiasmada se enfrascó en una conversación acerca de los diversos safaris.
Pedro no se apuntó a la excursión programada para la mañana del último día. Estuvo con el ministro de economía, pues le pareció una compañía productiva. Los impuestos de las empresas exigían que los inversores extranjeros fueran justos, pero él tenía que asegurarse de que serían a su vez equitativos.
Estaba pensando en los proyectos que tenía que examinar al llegar a la oficina. Antes de meterlos en la maleta los estudió y mientras bajaba a comer, empezó a pensar en las posibles decisiones que tendría que tomar. Se marchaba al día siguiente y debía estar de vuelta en el despacho el martes. ¿Le daría tiempo a…?
—Oh, Pedro, deberías haber venido con nosotros —Paula, con una Polaroid al hombro, acababa de volver de la excursión—. Nos han dado un paseo en coche por todo el parque y he hecho unas fotos maravillosas —parecía una niña pequeña toda emocionada, con aquellos pantalones cortos amarillos, el pelo revuelto y los ojos brillantes—. Ahora tengo mucho hambre; me voy a sentar contigo y te enseño las fotos, ¿vale?
—Muy bien —asintió Pedro.
—¡Mira! —dijo extendiéndolas sobre la mesa—. Esa es una leona con sus cachorros; ¿no te parecen preciosos?
—Sí —contestó, pero la miraba a ella.
Él había viajado por todo el mundo y nunca se había molestado en llevarse una cámara.
—Estuve a punto de no pillar al antílope; se acercaron mucho pero iban tan rápidos. Había tanto que ver y tan poco tiempo que… —hizo una pausa mientras el camarero les tomaba nota—. Ya he decidido dónde voy a ir; ayer por la noche estuve hablando con Mambosa.
—Sí, ya me di cuenta.
Él había estado en otra mesa junto a un ministro tanzano, intentando prestar atención a varias quejas, pero de vez en cuando le echaba miradas a Paula, que estaba charlando como si nada le interesara aparte de lo que le contaba Mambosa. ¿Y qué le habría estado diciendo?
—Parece un hombre interesante, ¿no?
—¡Oh, sí! Me ha contado muchas cosas sobre este país.
—Ya veo.
Ella tenía esa habilidad de atraer a las personas.
—Me ha hablado de tantos lugares bellos, como las cataratas Victoria, las más grandes del mundo. ¡Oh, hay tanto que me gustaría ver!
Pedro se preguntó si Mambosa había sentido la misma alegría contagiosa que sentía él al estar con Paula.
—Y todavía no he visto casi ningún animal. Hay rinocerontes, elefantes, tigres, hienas, macacos… —pero cuando el camarero les llevo la comida y Paula empezó con la ensalada, su entusiasmo pareció disminuir—. Claro que, no podré ver las cataratas.
—No sé por qué no —dijo él.
—Están en Zambia y yo me he decantado por el safari de Nairobi Treetop —se quedó pensativa un instante—. No tendría ni tiempo ni dinero para más.
—Podríamos alquilar una avioneta —dijo en un impulso.
—¿Nosotros? ¿Una avioneta? —lo miró fijamente.
—Y cubrir muchos kilómetros en poco tiempo —se aclaró la garganta—. Podría resultar un buen negocio.
—¿Negocio?
—Nuestra empresa lleva el seguro de la mayoría de los parques naturales. No estaría de más pasar a ver cómo va todo… ya que estamos aquí —añadió, preguntándose qué demonios le pasaba.
—Claro, ya que estamos aquí —repitió con la boca abierta por la sorpresa.
—Entonces, ¿qué zonas te interesan más? —le preguntó, mientras empezaba a comer con inusitado apetito —dijo Pedro.
—Bueno…
¡Una avioneta podría conducirlos con rapidez de un mágico lugar a otro! Estaba algo atemorizada pero… a caballo regalado no hay que mirarle el diente.
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