miércoles, 9 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 16




Paula estaba emocionada con el viaje a África. 


Tenía ganas de ver los animales salvajes en libertad en su hábitat natural, y contemplar kilómetros y kilómetros de bellos paisajes. 


Planeó, con el permiso de Pedro, unas pequeñas vacaciones aparte del viaje de negocios. Se quedaría tres días más después de la conferencia para hacer un safari en uno de los parques, aunque todavía no sabía en cuál. 


Durante el vuelo, estudió minuciosamente los folletos de viaje intentando decidirse.


—¿Cuál te parece mejor? —le preguntó a Pedro, que iba sentado a su lado.


—A mí no me preguntes, yo no sé nada de safaris —dijo encogiéndose de hombros—. Échalo a suertes —añadió, volviendo al periódico que estaba leyendo.


Paula apretó los labios, irritada. Ni siquiera había mirado los coloridos folletos; en realidad, casi ni la había mirado a ella durante todo el viaje. Lo pasó enfrascado en la lectura de periódicos y revistas o bien estudiando los datos de la conferencia, datos que ya habían examinado a conciencia antes de marcharse. 


Hacía como si no estuviera allí, o como si deseara que ella no estuviera. Paula sonrió. Quizá hubiera preferido que fuera la bella Gwen la que fuera sentada en el asiento contiguo.


Le extrañaba mucho que no le hubiera pedido que lo acompañara desde la conferencia de San Francisco y que entonces, después de habérselo pedido, mantuviera así las distancias. 


¡Era como si tuviera una enfermedad contagiosa!


¡Oh, Dios mío! ¿Pensaría acaso que después de lo de San Francisco estaba detrás de él?


¿Es que le molestaba que Pedro Alfonso estuviera más pendiente de sus cosas que de ella?


¡Qué ridiculez! Guardó los folletos y se puso a mirar por la ventana, intentando ver el mar que se extendía a muchos kilómetros por debajo de ellos.


Pedro la espió por el rabillo del ojo. Aquella chica se emocionaba tanto por cualquier cosa… Pero cuando lo hacía, se le iluminaban los ojos y aparecía el hoyuelo en una de las mejillas; entonces no podía quitarle ya los ojos de encima.


Se había prometido a sí mismo que no pensaría en ella y que, aunque viajaran juntos, se mantendría atento a los negocios.


Desde el aeropuerto de Nairobi, una limusina los llevó hasta el Hotel Safan de Nairobi. Fatigada por el cambio de horario, Paula se fue directamente a la habitación a dormir. Tenía que estar lista para la primera sesión de la conferencia, a primera hora de la mañana.


A la mañana siguiente, cuando Paula entró en la sala para escuchar el discurso de apertura de Pedro, sintió una cierta aprensión. Muchas empresas competirían por conseguir los contratos que acompañaban a un gran plan de expansión. Los proyectos a discutir serían no sólo extensos sino también complicados, ya que en ellos estarían involucrados los principales países del África del Este. Sería necesario pactar compromisos y conciliar posiciones, pero no resultaría una tarea fácil, ni siquiera para el maestro negociador que sabía que era Pedro Alfonso.


Elegante y correcto, con un traje ligero de excelente corte en marrón tabaco, camisa de seda y corbata a juego, irradiaba un aire de confianza que afianzaba a los presentes en la idea de que estaban allí para negociar y de que él era el hombre con quien hacerlo, el encargado de todo. Sus modales tranquilos y su afable sonrisa hicieron que todo el mundo se sintiera a gusto. Dos minutos después de comenzar el discurso, los delegados empezaron a apoyarle, anticipando una operación empresarial en la que todos participarían y con la que todos alcanzarían el éxito.


Paula escuchó su envolvente discurso hasta el final con el corazón latiéndole con fuerza.


—Nuestras diversas responsabilidades consisten en comprobar que las partes más estratégicas de la expansión en África del Este sean tratadas, resueltas e incluidas dentro del rendimiento del proyecto.


¿Cuántas veces y en cuántos sitios diferentes lo había escuchado expresar el mismo sentimiento? Se trataba de la expansión de un negocio que empleaba mano de obra y que alimentaba y vestía a miles de trabajadores. De nuevo, y no por primera vez, Paula sintió un sentimiento de orgullo. Le gustaba el estilo de Pedro trabajando, la manera en que llevaba a los demás a su terreno, consiguiendo lo necesario.


El señor Mambosa, ministro de economía de Uganda, que estaba sentado a su lado aquella noche durante la cena, se hizo eco de sus sentimientos.


—Me gusta su señor Alfonso —le dijo.


—¿Mi señor… ? —Paula hizo un esfuerzo por no enrojecer más; querría decir el señor Alfonso de la compañía, no el suyo.


—Me gustaría ofrecerle la cartera de turismo.


—¡Oh!


—El turismo es nuestra mayor fuente de ingresos y también uno de nuestros mayores problemas. Estamos luchando por la conservación de nuestras especies salvajes, pero los animales, al igual que las personas, necesitan espacio. Conseguir las dos cosas no es tan fácil como parece.


—Sí, me imagino, pero parece que lo están haciendo muy bien —Paula lo miró sonriendo amigablemente.


Él podría aconsejarla, y entusiasmada se enfrascó en una conversación acerca de los diversos safaris.


Pedro no se apuntó a la excursión programada para la mañana del último día. Estuvo con el ministro de economía, pues le pareció una compañía productiva. Los impuestos de las empresas exigían que los inversores extranjeros fueran justos, pero él tenía que asegurarse de que serían a su vez equitativos.


Estaba pensando en los proyectos que tenía que examinar al llegar a la oficina. Antes de meterlos en la maleta los estudió y mientras bajaba a comer, empezó a pensar en las posibles decisiones que tendría que tomar. Se marchaba al día siguiente y debía estar de vuelta en el despacho el martes. ¿Le daría tiempo a…?


—Oh, Pedro, deberías haber venido con nosotros —Paula, con una Polaroid al hombro, acababa de volver de la excursión—. Nos han dado un paseo en coche por todo el parque y he hecho unas fotos maravillosas —parecía una niña pequeña toda emocionada, con aquellos pantalones cortos amarillos, el pelo revuelto y los ojos brillantes—. Ahora tengo mucho hambre; me voy a sentar contigo y te enseño las fotos, ¿vale?


—Muy bien —asintió Pedro.


—¡Mira! —dijo extendiéndolas sobre la mesa—. Esa es una leona con sus cachorros; ¿no te parecen preciosos?


—Sí —contestó, pero la miraba a ella.


Él había viajado por todo el mundo y nunca se había molestado en llevarse una cámara.


—Estuve a punto de no pillar al antílope; se acercaron mucho pero iban tan rápidos. Había tanto que ver y tan poco tiempo que… —hizo una pausa mientras el camarero les tomaba nota—. Ya he decidido dónde voy a ir; ayer por la noche estuve hablando con Mambosa.


—Sí, ya me di cuenta.


Él había estado en otra mesa junto a un ministro tanzano, intentando prestar atención a varias quejas, pero de vez en cuando le echaba miradas a Paula, que estaba charlando como si nada le interesara aparte de lo que le contaba Mambosa. ¿Y qué le habría estado diciendo?


—Parece un hombre interesante, ¿no?


—¡Oh, sí! Me ha contado muchas cosas sobre este país.


—Ya veo.


Ella tenía esa habilidad de atraer a las personas.


—Me ha hablado de tantos lugares bellos, como las cataratas Victoria, las más grandes del mundo. ¡Oh, hay tanto que me gustaría ver!


Pedro se preguntó si Mambosa había sentido la misma alegría contagiosa que sentía él al estar con Paula.


—Y todavía no he visto casi ningún animal. Hay rinocerontes, elefantes, tigres, hienas, macacos… —pero cuando el camarero les llevo la comida y Paula empezó con la ensalada, su entusiasmo pareció disminuir—. Claro que, no podré ver las cataratas.


—No sé por qué no —dijo él.


—Están en Zambia y yo me he decantado por el safari de Nairobi Treetop —se quedó pensativa un instante—. No tendría ni tiempo ni dinero para más.


—Podríamos alquilar una avioneta —dijo en un impulso.


—¿Nosotros? ¿Una avioneta? —lo miró fijamente.


—Y cubrir muchos kilómetros en poco tiempo —se aclaró la garganta—. Podría resultar un buen negocio.


—¿Negocio?


—Nuestra empresa lleva el seguro de la mayoría de los parques naturales. No estaría de más pasar a ver cómo va todo… ya que estamos aquí —añadió, preguntándose qué demonios le pasaba.


—Claro, ya que estamos aquí —repitió con la boca abierta por la sorpresa.


—Entonces, ¿qué zonas te interesan más? —le preguntó, mientras empezaba a comer con inusitado apetito —dijo Pedro.


—Bueno…


¡Una avioneta podría conducirlos con rapidez de un mágico lugar a otro! Estaba algo atemorizada pero… a caballo regalado no hay que mirarle el diente.



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