lunes, 26 de marzo de 2018
POR UNA SEMANA: CAPITULO 12
Estaba demasiado desanimado como para estar solo, se dijo Pedro. Paula sería una buena compañía. Ella dio la vuelta a la celosía y se sentó a su mesa. Llevaba una falda corta y vaporosa con un top ceñido al pecho. Pedro estaba preparado para ver aquel cuerpo excitante, pero no para la amplia sonrisa que esbozaron sus labios y que le produjeron un intenso calor.
Paula se deslizó en el asiento. La compañía era distinta, pero el problema seguía siendo el mismo, se dijo Pedro. ¿Qué iba a hacer con respecto a lo de su esposa?, se preguntó. No podía concentrarse. La fragancia del perfume de Paula y la visión de su escote lo atraían demasiado.
—Paula, tienes que dejar de seguirme —dijo en un tono cansado.
—Te avisé de que me convertiría en tu peor pesadilla.
—Sí, bien, pero ahora que ya sabes a qué he venido a Bedley Hills esto tiene que terminar.
—No, sólo acaba de empezar —contestó ella mientras su sonrisa desaparecía—. Si me permites que te dé un pequeño consejo, Pedro, creo que tus razones para casarte no son muy buenas.
Pedro se reclinó en el asiento y la miró sin sonreír del todo. De modo que Paula creía que quería casarse en serio, pensó.
—Y supongo que tú lo sabes todo sobre el matrimonio.
—En realidad sí —sonrió—. Tengo un título de asistente social, y me especialicé como consejera matrimonial. Estuve trabajando en eso durante tres años. ¿Qué te parece?
—Y entonces, ¿por qué trabajas ahora en una tienda? —preguntó Pedro olvidando por un momento sus problemas.
—Porque tras la muerte de mi marido trabajar como consejera matrimonial me resultaba demasiado deprimente —confesó Paula respirando hondo.
—¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Tres años. Tuvo un accidente de coche.
La sonrisa de Paula se había desvanecido. Pedro hubiera querido alargar una mano y consolarla, pero no se atrevió.
¿Acaso estaba comenzando a sentir algo más por Paula que puro deseo?, se preguntó. ¿Era compasión? No estaba seguro, aquel sentimiento le resultaba demasiado poco familiar.
—Lo siento —dijo en su lugar, desconfiando de sus propias emociones—. ¿Y cómo es que no has vuelto a casarte? No me digas que nadie te lo ha pedido.
Paula contuvo la respiración ante la intensidad de la mirada de Pedro. Si era correcto lo que creía ver en sus ojos, Pedro sentía verdadero interés por conocer la respuesta. Se acercó a él, pero él se retiró.
—Tuve citas durante una temporada, pero al final llegué a la conclusión de que nunca surge el amor dos veces en la vida de una persona. Yo tuve un compañero perfecto, pero se fue y... se acabó —añadió haciendo un gesto con las manos—. Eso es todo. Fue mi última oportunidad.
Pedro pensó que Paula no se estaba lamentando por la pérdida de su marido, sólo se resignaba ante la falta de amor. Era una sensación que él mismo conocía, reflexionó.
Nunca confiaría en el amor.
—Tienes razón, yo diría incluso que hay personas destinadas a no enamorarse nunca.
—En cambio yo prefiero pensar que siempre hay alguien ahí fuera, alguien perfecto —contestó Paula seria—. Y esa es la razón por la que debes de esperar, Pedro. Tú aún no has tenido tu oportunidad. Por favor, no destroces tu vida casándote sólo para demostrarle algo a tu padre.
—Pero si no voy a casarme —respondió Pedro. Tenía que decirle la verdad, pensó. Paula estaba tratando de ayudarlo sin pretender nada a cambio—. Sólo estaba entrevistando a Tisha, quería contratarla para que se hiciera pasar por mi mujer.
—¿Ibais a fingir que estabais casados? —repitió Paula boquiabierta. Pedro asintió—. ¡Pero eso es horrible!
—¿Por qué? Sólo era para una semana, y estaba dispuesto a pagarle. Dinero contante y sonante —contestó Pedro a la defensiva.
De pronto tuvo la sensación de que ese mismo argumento ya lo había utilizado. Sí, recordó, cuando el incidente de Frankie. Nunca antes había tenido que defenderse ante nadie, recapacitó. Explicarse sí, pero nunca defenderse.
¿Por qué entonces se molestaba en hacerlo ante una mujer que se había convertido en su sombra?, se preguntó. Paula seguía mirándolo atónita.
—¡El dinero no es la respuesta a todos los problemas! —exclamó—. Esa es la causa de que el mundo vaya mal, nadie se toma en serio el matrimonio. ¡El matrimonio es sagrado!
—¿En serio? Ve y cuéntaselo a mi padre.
Pedro parecía triste y perdido, se dijo Paula. Su aspecto debía de ser muy semejante al del niño pequeño al que su padre había abandonado. Paula tomó su mano y dijo:
—Lo siento, Pedro.
Del contacto y de la forma de Paula de mirarlo nació entre ellos un sentimiento de unión. Ella supo entonces que no sólo sentían deseo el uno por el otro, sino que había algo más que compartir. Pero lo que sentía por Pedro no podía ser amor, recapacitó. En primer lugar porque apenas lo conocía, y en segundo porque conocía el amor. Conocía ese sentimiento, y no era eso exactamente lo que sentía por Pedro. Sencillamente no lo era, pensó. Soltó su mano y añadió:
—Sé que lo que hizo tu padre fue terrible...
—No sabes ni la mitad —la interrumpió Pedro con la mandíbula tensa. Un chorro de palabras salió de su boca sin que se diera cuenta—: A mi hermano y a mí nos separaron cuando yo tenía once años, y nadie quiso decirme a dónde se lo habían llevado. Me pillaron en los archivos del juzgado cuando fui a buscar su dirección, y me etiquetaron de «mala pieza».
—Pedro, lo siento... —susurró Paula volviendo a tomar su mano.
Pedro se agarró a ella como si su vida dependiera de ello.
—Conseguí salir adelante, pero nunca aceptaré el hecho de no volver a ver a mi hermano. No puedo encontrarlo. Nunca me había sentido unido a nada ni a nadie, hasta el año pasado, cuando me escribió mi madre — «y hasta conocerte a ti, Paula», añadió Pedro en silencio.
¿Pero por qué ella?, se preguntó. ¿Por qué se fijaba en una mujer que merecía algo más que un hombre que no sabía qué era el amor?
—¡Oh, Pedro! —exclamó Paula con los ojos llenos de lágrimas.
—Eso fue lo que consiguió mi padre cuando nos abandonó —añadió respirando hondo y recuperando el control.
Pedro alargó un brazo para enjugar las lágrimas del rostro de Paula. Escuchó cómo contenía la respiración mientras él la tocaba, y casi sintió la energía eléctrica que hacía vibrar el aire a su alrededor. No quería mirarla a los ojos, tenía miedo de quedar atrapado para siempre en ellos, de modo que los bajó. Pero fue un grave error. El escote de Paula, que ya antes había contemplado, lo conquistó.
Nunca había sido tan incapaz de controlar sus propias emociones como en ese instante. Al menos desde la adolescencia, pensó. El sentido común le ordenaba alejarse cuanto antes de aquella mujer. ¿Por qué seguía ahí sentado, esperando reunir el coraje suficiente para pedirle que compartieran la cama?, se preguntó.
—No te preocupes, Paula, ya no soy ningún niño.
—Ya me he dado cuenta —contestó ella sonriendo.
—¿Estás tratando de ligar conmigo? —preguntó Pedro.
—No, no es cierto —protestó Paula. Sin embargo sabía que no podía engañar a ninguno de los dos. Sacudió la cabeza dejando que los pendientes se balancearan de un lado a otro y añadió—: Deberías pedir ayuda.
—¿Es que no es suficiente con tu consejo? —bromeó Pedro.
—Por mucho que pienses lo contrario, eres una persona extraña —alegó Paula—. No quiero tener nada que ver contigo, sólo he venido aquí para asegurarme de que no eres un elemento perturbador en el barrio, y ahora que lo sé, no hace falta que volvamos a vernos. Además —añadió sin moverse de la silla—, yo sólo soy consejera matrimonial.
—No necesito que nadie me diga que estoy loco, sólo estoy enfadado —se defendió Pedro—. En cuanto consiga demostrarle algo a mi padre me olvidaré del pasado y lo dejaré atrás, donde debe estar.
Paula sabía que Pedro se estaba engañando, pero no se atrevió a decirlo. Estaba demasiado ocupada pensando en la importancia que Pedro parecía darle a cada una de sus palabras, observando su cabello sedoso y suave... Se aclaró la garganta.
—De modo que no es cierto que estuvieras en prisión —comentó—. Estás en las fuerzas aéreas.
Pedro recordó entonces el incidente de las cicatrices. A las mujeres siempre les gustaba cierta dosis de misterio, recapacitó. Si conseguía hacerle creer algo interesante sobre él quizá siguiera espiándolo, se dijo. Al menos una noche más.
—Sí, las fuerzas aéreas —repitió asintiendo—. Es una buena tapadera, ¿verdad?
—Pedro...
—No creerías que iba a contarle a Tisha toda la verdad, ¿no? Quiero decir, si ella hubiera sabido que me había escapado de la cárcel...
Paula se quedó mirando a Pedro y reflexionando. ¿Estaba tomándole el pelo?, se preguntó. ¿Acaso cambiaba de táctica con ella? Era incapaz de saberlo descifrando su mirada. Aquel hombre era un completo desafío, se dijo.
Quizá lo que le había contado a doña Palo era mentira.
Pero no, recapacitó. Lo de su infancia tenía que ser cierto.
Había demasiado fuego en su mirada mientras lo contaba como para ser falso. Incluso tenía la sensación de que en su interior había enterrado mucho más.
—¿Y cómo vas a seguir fingiendo que estás casado si vives en la misma ciudad que tu padre?
—No voy a quedarme mucho tiempo, sólo quiero demostrarle que soy feliz.
Aquella noticia la desilusionó. Pedro se iba de la ciudad, pero no le importaba, se dijo.
—Bueno, ahora que sé que no eres una amenaza y que nadie puede ayudarte creo que ha llegado la hora de dejarte solo para que continúes con tu propia destrucción —dijo Paula poniéndose en pie.
—Por favor, quédate —rogó Pedro poniéndose en pie también y agarrándola del brazo.
domingo, 25 de marzo de 2018
POR UNA SEMANA: CAPITULO 11
Aquella mujer tenía que funcionar, se dijo Pedro. Era la última a la que entrevistaba, prácticamente su última oportunidad. Al principio, por teléfono, ella se había mostrado dubitativa, pero después, al conocerla, había resultado perfecta, de modo que Pedro la había invitado a cenar.
El restaurante de Bedley Hills que había elegido no estaba demasiado lleno. Había reservado una mesa separada por una celosía cubierta de plantas. Tisha, una rubia con bastante estilo, era la encargada de una empresa de trabajo a domicilio, pero también hacía trabajillos extra para ganarse un pellizco. Hablaba bien, y su edad era aceptable. Pedro la miró largamente, en silencio, depositando en ella todas sus esperanzas.
—Supongo que estarás preguntándote por qué necesito una esposa.
En la mesa contigua, escondida tras la celosía, Paula estuvo a punto de atragantarse. Estaba espiando a Pedro cuando Tisha apareció por su casa. Era una rubia tan escuálida que enseguida la había apodado «doña Palo». Ella y Pedro estuvieron hablando en el jardín, y después se subieron cada uno a su coche. Paula los había seguido. Le había pedido al camarero que la sentara en la mesa de al lado para que Pedro, que estaba de espaldas, no pudiera verla. Así, además, podría escuchar, se dijo.
De modo que Pedro necesitaba una esposa, repitió para sus adentros. Bueno, entonces no podía estar tramando nada malo. ¿Pero era ésa la razón por la que la había besado?, se preguntó. ¿Acaso había estado probándola a ella en secreto? ¿Habría fallado? Pero Pedro había entrevistado a otras mujeres y, no obstante, no las había besado. Aquello no tenía sentido, pensó.
Pedro seguía hablando, de modo que Paula se concentró en escucharlo.
—Mi padre nos abandonó a mi madre, a mi hermano y a mí, cuando yo tenía diez años. No supimos nada de él hasta el año pasado, cuando escribió a mi madre. Yo entonces estaba en Alemania, destinado por las fuerzas aéreas, pero acabo de volver y de ponerme en contacto con él.
Paula se derritió al oír aquella historia, pero sólo en parte.
También se enfadó. De modo que estaba en las fuerzas aéreas, repitió en silencio. Y le había dejado creer que era un preso fugado. Seguro que lo había hecho para que lo dejara en paz, se dijo. Dio un sorbo de soda y trató de calmarse, pero cuanto más escuchaba más se enfurecía.
Doña Palo había conseguido sacarle más información en cinco minutos que ella en semana y media, pensó. Pedro se había mostrado firme y decido ante sus encantos mientras que ella, por el contrario, había sucumbido a sus besos.
Entonces apareció el camarero con el pastel de chocolate que Paula había pedido. Con dieta o sin ella tenía que comérselo, pensó. En la mesa de al lado se hizo el silencio.
—Bueno, ¿por dónde iba? —Preguntó Pedro en cuanto el camarero desapareció—. ¡Ah, sí! Quería demostrarle a mi padre que su abandono no tuvo efecto alguno sobre mí, pero se me fue la mano un poco y le dije que estaba casado. Pretendía hacerle creer que mi vida era maravillosa, pero lo cierto es que no tengo esposa. Y ahora resulta que tengo que presentarle a mi mujer. He conseguido darle largas durante una semana, pero el tiempo corre.
Pedro miró a Tisha y pensó que su semblante reflejaba confusión, como si tratara de recordar algo.
—¿Sois de Kentucky? ¿Y dices que tu hermano y tú acabasteis en un centro de acogida para menores?
Pedro sabía que no le había contado a Tisha aquellos detalles. Ni siquiera Tuttle, el casero, los conocía. Nadie lo sabía excepto... ¿Acaso conocía Tisha a su hermano?, se preguntó. Su corazón se paró. Alargó una mano y tomó la de ella.
—¿Cómo sabes eso?
Tisha trató de explicarse y de disculparse al mismo tiempo.
—Si tu padre asiste a las sesiones de Alcohólicos Anónimos de Bedley Hills, entonces es posible que lo conozca.
Pedro le soltó la mano. Era cierto que su padre afirmaba ser un ex-alcohólico, y que decía que se estaba recuperando, recordó.
—Puede ser.
—¿Se llama Lucas? —Preguntó Tisha esperando confirmación—. Sí, ahora estoy segura. Lucas nos contó su historia en la reunión de Alcohólicos Anónimos hace algunas semanas. Dijo exactamente lo mismo que tú, que abandonó a su familia, que perdió a sus dos hijos y que hacía muy poco tiempo que acababa de descubrir que os habíais criado en un orfanato en lugar de con tu madre. Pedro, lo sentía tanto... estaba tan arrepentido... —de pronto Tisha dejó de hablar al ver el rostro de Pedro—. Pero me imagino que eso no quieres oírlo.
Pedro sacudió la cabeza. No confiaba en sí mismo cuando se trataba de hablar de su padre, prefería guardar silencio. Al menos Lucas no había mentido, recapacitó. Era cierto que estaba tratando de enderezar su vida.
—¿Y es cierto que va a esas reuniones con regularidad?
—Sí, vino por primera vez en octubre. Está allí cada jueves, siempre me lo encuentro. Al final acabas conociendo a los de siempre.
Pedro asintió. De modo que Tisha también era alcohólica, pensó. Él nunca había tenido problemas con la bebida, nunca le había seducido la idea de perder el sentido. Había escapado de su pasado sin ella, reflexionó.
—Tengo muchos clientes en mi ciudad, de modo que prefiero venir a las reuniones de Bedley —explicó Tisha—. Así mantengo el anonimato. Tu padre me reconocería, Pedro.
—Tú eras mi mejor opción —suspiró Pedro lleno de frustración.
—Lo siento —contestó Tisha poniéndose en pie—. Escucha, haz lo que quieras, te prometo que no le diré nada a tu padre, pero tienes aspecto de ser buena persona, y Lucas también. Quizá haya alguna otra forma de que los dos volváis a estar juntos... —se interrumpió y sacudió la cabeza al ver la expresión de Pedro—. No, supongo que no.
—Muchas gracias por haber venido —se despidió Pedro.
—De nada.
Tisha pareció querer decir algo más, pero en lugar de ello se encogió de hombros y se marchó. ¿Cómo era posible que tuviera tan mala suerte?, se preguntó Pedro.
—Con esa mujer no podría irte bien.
Aquella voz tenía que ser la de Paula, pensó Pedro atónito. No era posible que lo hubiera seguido hasta allí. Se dio la vuelta sin levantarse del asiento y vio el rostro de su vecina por entre las plantas y la celosía.
—Se ve que te gustan las plantas —comentó sin sonreír—, deberías dedicarte a ellas.
—No, me gusta mucho más la gente —sonrió Paula alegre—. Aunque debo admitir que soy buena en el jardín...
—Está visto que hoy no es mi día —comentó Pedro sacudiendo la cabeza—. No puedo creerlo.
—Pues te lo digo en serio, ella no te iba nada...
—Me refiero a que no puedo creer que me hayas seguido hasta aquí —contestó Pedro con un gesto de enfado—. Debiste de ser un infierno para tus hermanos.
—Soy hija única.
—Claro, por eso siempre quieres salirte con la tuya. Puedes sentarte aquí —añadió con un gesto de la mano.
POR UNA SEMANA: CAPITULO 10
Marcia le echó una extraña mirada y se apresuró a subir al coche. Cerró la puerta echando el seguro y puso la radio.
Mientras arrancaba, Pedro dio un paso atrás y se apartó del camino. Luego se quedó mirando el agujero de los arbustos que lo separaban de la casa de Paula y atisbo por fin su rostro. Se estaba riendo. Un segundo más tarde, ella había desaparecido.
Irritado, Pedro caminó a grandes pasos hasta el final de su propiedad para entrar en la de ella. Seguro que estaba sentada en el patio leyendo el periódico, se dijo. Y en efecto así era. Llevaba pantalones cortos y camiseta sin mangas.
Pedro no pudo pensar en otra cosa más que en la suavidad de la piel de sus hombros. Eran los hombros más bonitos que jamás hubiera visto, y sobre uno de ellos había una hoja de un árbol.
Alargó la mano para retirar la hoja y trató de ignorar la electricidad que lo invadió con aquel contacto. Debía de tratarse de electricidad estática, se dijo. Nada más.
—¿Es que no tienes nada mejor que hacer? —preguntó enseñándole la hoja.
Paula dejó el periódico y se quedó mirándolo por encima de las gafas de sol. Su boca de rosa se curvó en una sonrisa que excitó a Pedro.
—Habría ido a tu casa a preguntarte qué tal la visita —contestó ella amable—, pero tú has dejado bien claro que no quieres que nadie te moleste. ¿O es que lo habías olvidado?
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que mis visitas no son asunto tuyo? —volvió a preguntar Pedro sin pensar en otra cosa más que en besarla.
—Tus visitas sí son asunto mío cuando ponen la música a todo volumen —contestó Paula desafiante levantando el mentón—. Iba a pedirte que la bajaras, pero como vi que tu amiguita se iba decidí que no — añadió quitándose las gafas y dejándolas sobre la mesa—. En serio, Pedro, esa chica no es tu tipo.
—Gracias.
—Entonces, ¿es tu hermana? —preguntó Paula con el ceño fruncido.
—No.
Una expresión de dolor, rápida como un rayo, recorrió el semblante de Pedro. Paula se puso en pie sobresaltada, incapaz de comprender cómo una pregunta tan sencilla podía herirlo.
—No te sientas tan violento, Pedro, no era tan horrorosa.
—Sólo tengo un hermano —contestó Pedro pensativo—. Y deja de meterte en mis asuntos, Paula, ¿quieres?
—Estás enfadado porque ahora resulta que no sólo eres raro, sino que encima eres mayor —sonrió Paula burlona.
—Te equivocas.
De pronto, con una celeridad que les extrañó a ambos, Pedro la tomó en sus brazos y la besó. Pretendía besarla sólo brevemente, hacerla comprender que no era cierto que fuese tan mayor, pero aquel beso se convirtió en algo más, en algo cálido y poderoso que él hubiera deseado que durase para siempre. Besar a Paula le hacía sentirse como si estuviera en la cima del mundo, como si pudiera enfrentarse a cualquier cosa, incluso a su vida vacía y a su dolor, reflexionó.
La apretó contra sí y continuó besándola. Ella se estrechó contra él, y Pedro sintió que se excitaba instantáneamente mientras sus dedos vagabundeaban por la camiseta de Paula. La intimidad que suponía tocar aquella carne desnuda, aquella piel, hizo renacer en él un anhelo desesperado. Necesitaba saciarlo, comprendió. O parar de inmediato. Él estaba vacío, era un hombre frío y duro, no era lo que Paula necesitaba, recapacitó.
Pedro dio un paso atrás y se quedó mirándola. Trataba de recuperar el control, pero era difícil viendo su pecho subir y bajar al ritmo de la respiración.
—Entonces, ¿sigues creyendo que soy demasiado mayor?
—Bueno... —Paula hizo una pausa—, creo que tu amiga era demasiado joven como para opinar. Tengo que admitir que quizá no estuviera del todo desarrollada.
—No me había dado cuenta.
—Te estás haciendo mayor —rió Paula.
—No lo creo. Pero en cambio sí que me di cuenta de que tú estabas muy desarrollada cuando te conocí.
Paula se sintió perdida ante la mirada de Pedro. Fuera un preso fugado o no, era endiabladamente seductor, pensó. No sólo era moreno y atractivo, sino que además sabía besar. Y sabía cómo abrazar a una mujer, excitándola y haciéndola desear más. Se sentía halagada, pero tenía que reconsiderar si deseaba o no mantener relaciones con un hombre tan... lejano, tan remoto, recapacitó.
—Si te digo que estoy entrevistando a mujeres para que hagan un trabajo para mí, ¿dejarás de espiarme? —preguntó Pedro.
—¿Qué clase de trabajo?
—Nada ilegal.
—Bueno, tú debes de conocer la diferencia —musitó Paula ruborizándose ligeramente.
—¿Qué?
—Vamos, Pedro, esa chica no podía ser ni jardinera ni doncella.
—No quiero discutir sobre ese tema.
—Lo siento, pero sigues comportándote de un modo muy extraño. Eres un misterio, y éste sigue siendo mi vecindario. Tengo que mantenerlo a salvo. Hasta que no sepa quién eres y a qué te dedicas voy a seguir vigilándote. Por el bien de mis vecinos y de mis amigos.
Pedro se enojó. Se sentía tan atraído físicamente por Paula que era incapaz de pensar con claridad en su presencia. Y necesitaba pensar, se dijo. Si Paula se empeñaba en espiarlo iba a complicarle la vida, pero no estaba dispuesto a ceder.
—No te debo ninguna explicación —dijo Pedro serio.
—Entonces yo no te haré ninguna concesión — contestó ella escueta—. Y no vuelvas a besarme.
—No lo haría ni aunque me lo rogaras —añadió Pedro volviéndose y caminando a grandes pasos hacia su casa.
Paula volvió a sentarse tratando de ignorar el ardor de su deseo. Cada vez era peor, se dijo. Pedro había derribado todas sus defensas, era un anzuelo que no podía dejar de picar. Necesitaba que él la tomara, que la abrazara y se la llevara. Si la estrechara entre sus brazos y se la llevara a la cama, fantaseó, se sentiría como puro fuego, como puro sexo a punto de estallar.
Nunca, nunca en la vida se había excitado así. Ni siquiera con Ramiro. Y eso la asustaba, se confesó. No quería sentir ese tipo de atracción por un hombre que, en el peor de los casos, era un criminal, y en el mejor era sólo un extraño incapaz de comunicarse. Era el tipo de hombre al que jamás podría amar, recapacitó.
Dejó caer los brazos y se puso en pie. Pedro había llevado sus asuntos demasiado en secreto, se dijo. Tenía que averiguar qué ocultaba, y cuando dejara de ser un misterio, su poder sexual sobre ella desaparecería, pensó. Al menos eso esperaba, porque con un hombre como Pedro no había futuro.
POR UNA SEMANA: CAPITULO 9
Mientras conducía se le ocurrió pedirle ayuda a Paula, pero enseguida rechazó la idea. Eso no le causaría más que problemas, no merecía la pena. Bastante tenía ya con haberla besado, recapacitó. Si le pedía un favor, ella pensaría que le interesaba. Además no necesitaba su ayuda, no sería tan difícil encontrar a una buena actriz. ¿O sí?, se preguntó.
Sin embargo, las cosas resultaron más complicadas de lo que Pedro había supuesto en un principio. Aquel día, mientras escribía el anuncio, Pedro estuvo pensando en que debía de publicarlo lejos de Bedley Hills. Por si acaso su padre conocía a la candidata a esposa, se dijo. Y luego quedaba aún pendiente el tema de cuánto pagar y de por cuánto tiempo contratarla. Por fin decidió el texto del anuncio, que fue bastante sencillo:
Se necesita a una mujer de unos veinte años o más para hacerse pasar por esposa durante una semana. Se trata de un trabajo legal. Pagaré quince mil pesetas al día. Mínimo un día.
Lo firmó con su nombre de pila y anotó el teléfono.
Necesitaba un día entero, había pensado, para ponerse de acuerdo en la historia a contar y convencer a su padre de que era feliz. Sin embargo, si lo planteaba por un tiempo indefinido, dejaba abiertas otras posibilidades, se dijo. No esperaba tardar más de una semana, pero todo podía ocurrir.
El anuncio salió en el periódico a la mañana siguiente.
Durante esos dos días recibió cinco llamadas telefónicas.
Una de las mujeres rechazó el trabajo al saber que se trataba de un contrato privado en el que no mediaba ninguna compañía de teatro.
Después de aquello, Pedro omitió esa información en las siguientes conversaciones con las otras candidatas. Otras dos de las mujeres eran mayores de cuarenta y cinco años, y Pedro tuvo que rechazarlas. Una diferencia de edad tan grande no hubiera servido sino para levantar sospechas en su padre, se dijo.
Quedaban, por tanto, dos candidatas. La primera entrevista debía celebrarse en cuestión de minutos. Marcia Peterman tenía que estar al llegar. Si todo iba bien, Pedro cancelaría la otra cita y pasaría la tarde repasando la historia con su supuesta mujer. Luego, al día siguiente, iría con ella a visitar a su padre.
Y después de eso estaría libre y podría volar a cualquier parte, a cualquier lugar exótico para relajarse, pensó.
Pronto abandonaría Bedley Hills, y sin embargo no estaba contento. No podía dejar de pensar en Paula, se confesó.
Desde su último encuentro, ella no había dado señales de vida, y no dejaba de preguntarse por qué. Cada vez que salía al jardín esperaba verla, pero Paula no aparecía. Y a pesar de todo, Pedro tuvo la sensación aquella tarde de que alguien lo observaba.
Por fin un coche entró en su propiedad con la música a todo volumen. Pedro hizo una mueca de disgusto. Si había algo que valorara tanto como la intimidad, era el silencio. La música cesó de repente. Pedro dio un paso adelante y una chica salió del coche con zapatos de tacón. Casi sin pensarlo, se acercó a ayudarla.
—Hola, soy Marcia.
Marcia, pelirroja, era quizá excesivamente joven. Llevaba una minifalda de piel negra y el pelo abultado y peinado con laca. Pedro pensó que nunca se atrevería a tocar ese pelo, y menos aún un hombro o un brazo.
Y si no tocaba a su mujer, se dijo, no engañaría a su padre.
—¿Eres tú quien ha puesto el anuncio? ¿Eres Pedro?
—¿Cuántos años tienes?
—Ayer cumplí veinte.
Pedro frunció el ceño y miró a la joven. Era demasiado poco, se dijo. Demasiado joven. No quería que ella, ni nadie que pudiera verlos, llegasen a una conclusión equivocada.
Pedro lo miraba, pero de pronto frunció el ceño suspicaz:
—¿Por qué no dices nada? ¿No serás un prevertido, verdad?
—Se dice pervertido, y por supuesto que no lo soy.
—¿Entonces dónde está el teatro?
—No hay teatro, simplemente necesito a alguien que se haga pasar por mi mujer una tarde —explicó sin dar más detalles.
Había decidido que Marcia no le servía, de modo que era inútil explicarle nada. Marcia le echó una mirada asesina e hizo un gesto con la cabeza para echarse el pelo hacia atrás.
—¿Y por qué has puesto un anuncio? Un tío como tú seguro que tiene una cola de mujeres dispuestas y aguardando.
—Es que soy nuevo en el vecindario —contestó Pedro. Marcia soltó una estruendosa carcajada y Pedro sacudió la cabeza—. No quisiera ofenderte, pero me temo que no voy a contratarte.
—¡Hombres! —musitó Marcia entre dientes volviendo al coche. Pedro se apresuró a ayudarla—. Gracias, normalmente llevo zapatillas de deportes, esto lo llevo para darme glamour —añadió tirando de la minifalda.
—Siento mucho que no haya funcionado.
—Está bien —sonrió—, de todos modos eres muy mayor para mí.
«¿Mayor?», se preguntó Pedro. Sólo tenía treinta años. Antes de que pudiera decir nada escuchó un ruido de ramas procedente de los arbustos. Miró en esa dirección, pero no vio nada. Sin embargo, eso no significaba que los árboles no tuvieran oídos, se dijo.
—Bueno, al menos no ha pasado nada —continuó Marcia—, mi madre estaba preocupada.
Paula iba a tener motivos para reírse, pensó Pedro.
Sin embargo, no podía hacer nada.
—Dile a tu madre que no tiene nada que temer de este vecindario —añadió en voz alta—. Créeme, yo no salgo sin que mis vecinos lo sepan.
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