miércoles, 14 de marzo de 2018
EN LA NOCHE: CAPITULO 39
Pedro se disponía a colocar la contraventana que había reparado la noche anterior cuando le pareció ver una sombra reflejaba en el cristal.
De forma instintiva, se armó con el destornillador, dispuesto a defenderse.
Enseguida comprobó que se trataba de Paula.
La tensión le jugaba malas pasadas.
Estaba preciosa. Fresca y radiante tras el baño, su cabello resplandecía como el sol al amanecer. Parecía haber encontrado algunas prendas de Middleton y llevaba puesta una camiseta violeta que le servía de vestido. Se había anudado una corbata a la cintura, e iba descalza. Estaba tan hermosa que no podía apartar la mirada de ella. Sin duda, tenía las piernas más bonitas que había visto nunca. Pero lo que más le atrajo era la expresión de su rostro, tímido y sensual al mismo tiempo.
No sabía cuánta leña tendría que cortar para apartar su pensamiento de ella un solo instante.
Se sentía un canalla por la forma en que se estaba comportando con ella. Sin embargo, lo único que deseaba era rodearla con los brazos y darle un largo y profundo beso. Deseaba que no fuese el caso Fitzpatrick el único motivo que los mantenía allí, juntos.
-Buenos días –saludó Paula-. ¿Te apetece una taza de café recién hecho? –preguntó acercándole una taza humeante.
-Gracias –contestó, aceptándola.
-No había muchas cosas en la cocina, pero he hecho una tarta de melocotón. Espero que al detective Middleton no le importe.
-No creo. Seguramente serán restos de la última vez que ha estado aquí.
-También he tomado prestada una de sus camisetas.
-Estoy seguro que tampoco le importará.
Se sentaron juntos en el porche a saborear el desayuno improvisado. Durante unos momentos se permitió de nuevo abandonarse al deseo que le provocaba Paula al moverse. Recordaba la forma en que sus dedos y sus labios habían recorrido su suave piel.
El sonido de un motor de coche a lo lejos interrumpió sus fantasías. Alertado, se preparó para poner a salvo a Paula en el interior de la casa. Pero enseguida reconoció el sonido del viejo Mercury de Bergstrom.
Cuando Pedro telefoneó a Javier la noche anterior para explicarle la situación, le pidió que Bergstrom lo reemplazase. Aquello era lo que Pedro quería, que alguien ocupara su lugar. No había conseguido pegar ojo en toda la noche sabiendo que Paula dormía a pocos metros de él, separada solo por una puerta cerrada. Y ahora que sabía realmente cómo la echaba de menos, dormirían separados una noche más, y otra y otra más hasta que sus vidas se separasen para siempre.
Ahora que Bergstrom venía para sustituirlo en la protección de Paula, Pedro empezó a sudar, nervioso por el poco tiempo que les quedaba juntos. No quería pensar en el trabajo ni en el caso, ni en qué era lo correcto. Quería a Paula.
Deseaba que Bergstrom no hubiese sido tan puntual.
Paula respiró profundamente y sujetó con fuerza la taza de café para evitar que le temblase la mano. Se preguntaba cómo Pedro podía estar tan atractivo con la ropa arrugada y recién levantado. No era capaz de mantener una conversación educada y fría mientras tomaban el desayuno cuando lo que realmente habría querido hacer era darle un beso de buenos días y decirle que lo amaba. Pero probablemente no sería una buena idea.
La gravilla sonó como un viejo barco de madera al paso del coche. Paula tardó un momento en reconocer al hombre que se apeó del vehículo, pero cuando vio el cabello rubio y la amplia sonrisa de anuncio de dentífrico se dio cuenta de que era Piers Bergstrom, el policía que le había tomado declaración en el hospital. No sabía qué estaría haciendo allí.
Por supuesto, ahora se daba cuenta. Era la persona que reemplazaría a Pedro.
Su mente se aceleró. No debería haber dudado al ver a Pedro por la mañana; debería haberlo besado. Ahora le iba a resultar más difícil encontrar otra oportunidad.
Bergstrom sacó dos maletas el coche.
-Así es como disfrutas de tus vacaciones –dijo a Pedro mientras se dirigía hacia la casa-. Admiro tu dedicación, Paula.
-¿Alguna novedad sobre el sedán negro? –preguntó Pedro, frunciendo el ceño.
-Era robado, tal y como sospechabas.
Bergstrom dejó las maletas en el porche.
-Buenos días, señorita Chaves –añadió, dirigiéndose a Paula-. Volvemos a vernos.
-Hola.
Ella echó una ojeada a las maletas y reconoció una de ellas.
-¿Es mía esa maleta?
-Ayer telefoneé a Judith para explicarle la situación –dijo Pedro-. Ella se encargó de preparar una maleta con tus cosas.
-Tiene usted una cuñada encantadora –añadió Bergstrom-. Le manda muchos recuerdos.
-Gracias por recoger mis cosas –dijo Paula.
Él respondió con otra de sus espléndidas sonrisas.
-Ha sido un placer, aunque personalmente, opino que está usted muy guapa con esa camiseta. Esta ropa nunca lució así en Middleton.
Paula se estiró el borde de la camiseta hacia abajo, sintiéndose molesta por el comentario. No le había importado que Pedro pudiera contemplar sus piernas, pero Bergstrom era diferente.
-Gracias.
El policía inhaló profundamente, con exagerado placer.
-¡Qué delicioso aroma! –exclamó.
-Estábamos desayunando. Hay una tarta de melocotón y café recién hecho.
-¿Quiere un trozo de tarta y una taza de café?
-Me encantaría.
-¿Has traído provisiones? –preguntó Pedro. Aquí apenas hay nada.
-Creía que tú te habías hecho cargo de eso.
Paula se acercó con una taza para Bergstrom.
-Sírvase usted mismo. Tiene de todo en la bandeja.
-¿No me va a acompañar? –inquirió sonriente.
-No. Creo que iré a cambiarme.
Bergstrom se adelantó y tomó la maleta de Paula.
-Yo se la subiré, señorita Chaves. ¿Qué dormitorio está utilizando?
-El de la cerradura –dijo Pedro-. Tú te quedarás en el sofá.
-¿Pretendes que duerma en un sofá? Ni lo sueñes.
Pedro se adelantó un escalón y se paró delante de Bergstrom.
-Quiero hablar contigo.
-Más tarde.
-No, Berg.
Paula le quitó la maleta y abrió la puerta del dormitorio.
-Voy a deshacer la maleta.
Tan pronto como la puerta se cerró a su espalda, Paula pudo oír la voz de Bergstrom. A juzgar por su tono, parecía que hablaban de trabajo.
-Te he traído la pistola de repuesto, Alfonso. Está en la otra maleta.
-¿Por qué? ¿Te has metido en mi casa?
-¿Cómo esperabas si no que te hiciera el equipaje?
-¿Qué quieres decir? –preguntó Pedro.
Paula acercó el oído a la puerta, intentando escucharlos.
-Mientras estabas de vacaciones, los demás hemos estado trabajando sin parar para Javier. Ahora nos toca un descanso del caso.
-Me alegro –dijo Pedro tras un breve silencio.
Paula se preguntó a qué se refería Pedro. No sabía si se alegraba porque se iban a tomar un descanso, lo que significaba que el caso estaba prácticamente cerrado, o porque Bergstrom no se iba a quedar. En realidad, no le importaba. La otra maleta era el equipaje de Pedro. Al final, no se iría. Pasarían más tiempo juntos.
Considerando las circunstancias y la amenaza de Fitzpatrick, no debería sentirse tan contenta.
En realidad, nada había cambiado. Pedro continuaba siendo inalcanzable. La relación entre ellos seguía siendo provisional. Sencillamente, el final se había aplazado.
Paula pensó en la maleta encima de la cama y abrió la cremallera. Se quedó sorprendida por lo que vio en su interior. Tenía que haber un error.
Aquélla no era su ropa. Allí estaban el vestido azul que Judith y Geraldine la habían obligado a comprar y la bata de seda que solía ponerse en las noches muy calurosas, pero no reconocía los pantalones cortos ni el top. Los tomó con la mano y los observó. Parecían de su talla, pero ella nunca escogería algo así.
Nerviosa, sacó el resto de las cosas. Había unos vaqueros ceñidos, un par de vestidos de verano, maquillaje y lencería que no podía reconocer.
Todo era de su talla, pero no era suyo.
Evidentemente, su romántica y casamentera cuñada había previsto lo necesario para potenciar la situación.
Su mano topó con una pequeña caja de cartón.
La sacó y leyó la etiqueta: Dos docenas. Extra grande. Lubricados. Calidad garantizada.
Paula se dejó caer en la cama y, por primera vez en varias semanas, soltó una carcajada.
EN LA NOCHE: CAPITULO 38
Paula apoyó la cabeza contra el borde de la bañera y escuchó el perezoso goteo del grifo. La lluvia golpeaba suavemente la ventana. Eran los últimos resquicios de la tormenta de la tarde. El agua la relajaba. Pero iba a necesitar algo más que un baño caliente para deshacerse del frío que se había apoderado de su corazón.
Se dijo que ella se lo había buscado. Había insistido en saber el motivo por el que Pedro la rechazaba y ahora ya lo sabía. Su infancia parecía salida de una novela de Dickens. Dura, cruel y sin amor. Ahora comprendía el dolor de Pedro por haber estado siempre solo.
En comparación con la dura infancia de Pedro, sus quejas respecto a su propia familia le parecían insignificantes. Ella había conocido la felicidad de crecer con la seguridad y el amor incondicional de todos los que la rodeaban. Era cierto que su familia tenía defectos, pero siempre hubo amor entre ellos. Siempre encontró una mano que la ayudara a levantarse cuando caía. Pedro nunca había tenido nada parecido. Era un milagro que hubiese sobrevivido a su infancia.
Se volvió hacia la oscura ventana. Podía oír el sonido del hacha en la leñera. No necesitaban más leña. El tiempo era húmedo, pero no hacía frío. Pedro estaría haciendo ejercicio para evadirse de sus pensamientos.
El hecho de haber revelado su pasado no había sido nada fácil para él. Sólo le había mostrado una pequeña parte de sus recuerdos, pero el dolor que había detrás de aquellas palabras era evidente. Podía imaginárselo allí, solo bajo la luz de la bombilla, alzando el hacha una y otra vez, empleando la fuerza de sus músculos para sentirse más seguro e intentar superar los momentos de flaqueza procedentes de una infancia desprotegida.
Era cierto que él no había tenido la posibilidad de cambiar las circunstancias de su nacimiento.
Para un hombre fuerte y determinado como Pedro, aquello resultaba algo difícil de aceptar. Pero también era cierto que había conseguido por sí mismo superar aquellas circunstancias. No comprendía por qué no podía ver que ahora era una buena persona.
Paula sacó el brazo del agua para alcanzar el jabón y se puso a frotarlo con las manos para hacer espuma. No le importaba lo que Pedro acababa de contarle. Estaba convencida de que era un hombre sincero y honrado. De no ser así, no le habría afectado tanto lo que había sucedido por la tarde. Si fuera tan terrible como creía, no se habría entregado a ella de la forma en que lo había hecho.
Cerró los ojos, pensando en lo que había sucedido unas horas atrás, mientras se extendía la espuma por el cuello y el pecho. Había tenido su primera experiencia sexual. Había descubierto sensaciones y placeres hasta ahora desconocidos para ella.
Sus manos se detuvieron al llegar a los senos.
Aún estaban sensibles por el recuerdo de las caricias recientes. Habían transcurrido varias horas, pero las sensaciones seguían vivas en su piel.
Pedro le había dicho que aquélla había sido la mejor experiencia sexual de su vida. Ella no podía compararla con ninguna otra, pero no había estado nada mal. Se había abandonado al placer. No podía encontrar ninguna sensación que pudiese aproximarse a lo que había sentido en brazos de Pedro. Pero los momentos que siguieron fueron un desastre.
Suspirando, se enjabonó la cara y continuó disfrutando del baño. Estaba convencida de que no había sido únicamente el asunto de su virginidad lo que había hecho retroceder a Pedro. Había sido el temor a intimar con alguien. Ahora que conocía las circunstancias en las que había crecido, no le sorprendía. El haber sido rechazado por su propia madre debía haberle dejado una huella indeleble. Se había visto obligado a hacerse incrédulo y escéptico y construirse una coraza de autosuficiencia para poder sobrevivir a su infancia. Es decir, a su carencia de infancia.
Recordó lo que había sufrido cuando Pedro la rechazó. Intentaba sobrevivir negando sus propios sentimientos y, cuando vio que no funcionaba, intentando alejarlo de ella. Sin embargo, no había considerado que Pedro estaba actuando de la misma forma.
Él siempre rechazaba a los demás, porque no había nada que pudiera derribar las defensas que había construido durante su infancia.
Incluso ahora que había hablado con ella de su pasado, resultaba evidente que no buscaba con ello su compasión.
Pero ella lo compadecía. Lo amaba.
La pastilla de jabón resbaló de sus manos y se deslizó por el suelo.
Estaba confusa. No sabía muy bien si estaba enamorada de Pedro Alfonso. No, ya había quedado claro que no. Se trataba únicamente de un capricho. Proximidad. Gratitud. Hormonas.
No consiguió engañarse. Estaba enamorada de él. Hacía ya tiempo que lo sentía, pero había estado tan ocupada en intentar racionalizarlo que no se había dado cuenta. El orgullo y la inexperiencia la habían llevado a hacer exactamente lo que Judith decía. Tenía miedo de intentarlo de nuevo. Había enterrado su corazón.
El frío que atenazaba sus músculos fue desapareciendo poco a poco. Lo amaba. Lo sabía con certeza y no existía ningún tipo de duda. Había pasado varias semanas con aquel pensamiento revoloteando por su cabeza, pero ahora, por fin, se habían asentado y lo tenía más o menos claro.
Aquello era amor. Desde luego, no era tan fácil ni tan cómodo como el que podía haber en su familia, ni como el idílico amor que había sentido por Ruben. Era otra cosa, algo muy fuerte que había nacido entre un hombre y una mujer. Si no, no tenía ningún sentido que hubiera seguido preocupándose por él después de todo lo que había pasado, ni que lo hubiera elegido para que fuese el primero y el único con el que hacer el amor.
El agua cayó por los lados de la bañera cuando se puso de pie. Su primer impulso fue el de salir corriendo hacia Pedro, estrecharlo en sus brazos y decirle lo que sentía. Después le quitaría de encima el enorme cascarón tras el que se escondía.
Enrollándose en una toalla, se acercó a la ventana. Una luz brillaba desde la leñera. El sonido del hacha había sido reemplazado por el de una sierra eléctrica. Se secó las manos y las apoyó contra el cristal.
Pedro nunca había sido amado. Todos los niños deberían ser amados. Pero él había sobrevivido sin amor. Se preguntaba a qué profundidad se encontraban sus heridas. Por otro lado, si nunca lo había amado nadie, era posible que fuera incapaz de dar o recibir amor.
A veces tenía la sensación de que correspondía a sus sentimientos. Incluso había propuesto ir al dormitorio para seguir, hasta que surgió el tema de su virginidad y se alejó de ella.
Lo peor del caso era que ni siquiera sabía qué quería ella misma.
No tenía ni idea. Sabía que no quería aceptar la distancia que Pedro había interpuesto entre ellos. Tampoco quería complicarse la vida con preocupaciones sobre el futuro o las cosas que ninguno de los dos podía cambiar. Pero aquello no le impedía seguir amando a Pedro.
Sí, lo amaba.
Y ahí estaba. Sola, atormentada por la reacción de Pedro, el hombre que amaba. El hombre que prefería cortar leña a hacer el amor con ella. No sabía qué hacer.
martes, 13 de marzo de 2018
EN LA NOCHE: CAPITULO 37
Resultaba difícil creerlo. Su hermoso cabello, sus labios carnosos y su mirada sensual no parecían pertenecer a una virgen.
Pedro estaba feliz por la generosidad que Paula había demostrado al haberlo elegido a él para compartir su primera experiencia. Pero sabía que no podían seguir juntos.
En medio del largo silencio, la sonrisa de Paula empezó a desvanecerse. Podía ver en la mirada de Pedro una profunda expresión de negación, culpabilidad y arrepentimiento. En aquel momento, Pedro giró en redondo. Sin decir una palabra, se retiró el preservativo y empezó a vestirse. Después se dirigió a la entrada para recoger la blusa.
Paula, intentando contener las lágrimas, se preguntaba qué otra cosa esperaba. Tal vez una declaración de amor no era lo que ella quería.
Seguramente ninguno de los dos lo deseaba.
Pedro recogió el resto de las prendas y se las entregó a Paula.
-No tenía intención de hacerte daño –dijo con un hilo de voz-. No lo sabía. Pensaba que habrías tenido relaciones sexuales con Ruben, por lo menos. Discúlpame de nuevo por haberte hecho daño.
-Estoy bien.
-Siento haber sido tan rudo.
-¿Rudo?
Había sido apasionado y no la había obligado a hacer nada que ella no quisiese, pero tanta insistencia empezaba a ponerla nerviosa.
-Basta ya de disculpas. Te he dicho que estoy bien.
-El depósito del agua caliente debe estar lleno. Puedes darte un baño si quieres –dijo Pedro, retrocediendo.
Paula estaba furiosa. Se preguntaba cómo Pedro podía dar tanta importancia al hecho de que fuese virgen. Probablemente le parecía algo incómodo y vergonzoso. Sin embargo, para ella no lo era. Aparte de haber sentido un pequeño dolor, había disfrutado cada segundo la manera en que la había hecho sentir, la forma en que la había besado y tocado, la manera en que se había movido, con los hombros iluminados por la luz del fuego.
-Tenías razón.
-¿Qué?
-Esto no va a funcionar.
Pedro recogió la manta, la dobló con cuidado y la colocó de nuevo en el sofá.
-Intentaré conseguir otra persona que me sustituya.
Ella se quedó inmóvil, observándolo mientras daba vueltas por la habitación. Lo estaba haciendo de nuevo. Frío y calor. Adelante y atrás. Hacía cinco minutos estaban haciendo el amor y ahora intentaba otra vez apartarla de su lado y que todo volviese a ser como al principio.
-¿Qué es lo que ha ido mal?
-Nada –respondió él, vacilante.
-Porque sé que probablemente he cometido algunos errores.
-Paula –dijo firmemente, manteniendo su mirada-. Ésta ha sido la mejor experiencia que he tenido en mi vida.
Su franqueza no debería haberla emocionado, teniendo en cuenta lo que acababa de hacer.
-Entonces, ¿por qué te comportas como si desearas que nada de esto hubiese sucedido?
-Porque así es –dijo acercándose a ella-. Porque eras virgen.
-No veo cuál es la diferencia.
-Sabía que no te convenía. Varias veces he estado a punto de creer lo contrario y ahora te he tomado.
-¿Qué quieres decir con que me has tomado? He sido yo la que ha empezado.
-No deberías haberlo hecho. No conmigo.
-¿Por qué no? Si no era contigo, ¿con quién iba a ser?
-No deberías preguntarme eso –dijo Pedro.
-¿Acaso debería haber guardado la virginidad para mi marido? –dijo aproximándose-. Sabes que nunca voy a casarme, así es que no encuentro ninguna razón por la que sea un error que nos hayamos acostado juntos.
-No lo entiendes.
-Entonces, ayúdame a entenderlo. ¿No crees que es lo mínimo que puedes hacer?
Una mueca apareció en la cara de Pedro y se quedó mirándola. Entonces, redujo la distancia que había interpuesto entre ellos y la sujetó por los hombros.
-Tus hermanos tenían razón cuando te alejaron de mí. Debieron darse cuenta enseguida de que yo no era el hombre adecuado para ti. Somos muy distintos.
Pedro ya había dicho aquello antes. Muchas veces. Pero algo en su tono le decía que en aquella ocasión era algo más que una simple excusa. Durante unos instantes, Paula pensó en exigirle una explicación, pero ahora ya no estaba tan segura.
Pedro permaneció largo rato de pie, en silencio.
Al final, dejó escapar el aire de los pulmones y empezó a hablar.
-¿Recuerdas aquella historia que te conté sobre mi pasado?
-¿Te refieres a eso de que tus padres murieron en un accidente de coche? Pero me dijiste que no era cierta.
-Nada de eso era cierto. Crecí en Chicago. No sé quién es mi padre y mi madre tampoco lo sabía. Era prostituta. Nunca quiso tenerme, pero no tenía dinero para pagar el aborto. Si no me cedió en adopción fue por la ayuda económica que recibía por mantenerme. Y no le molestaba, mientras no me metiera en su vida.
Aquellas palabras estremecieron a Paula. No podía imaginar cómo una mujer podía llegar a ser tan cruel con su hijo.
-La última vez que la vi tenía dieciocho años.
Estaba esnifando cocaína con su último chulo, en la habitación. Por lo visto, murió un año después.
-Oh Pedro, es horrible –dijo Paula con voz entrecortada.
-Ésa es mi vida, Paula. Eso es lo que soy. En los suburbios donde viví no había hermosas casas ni fiestas familiares con globos, ni barbacoas en el jardín. Se puede decir que no tuve niñez.Desde los trece años estuve entrando y saliendo de los reformatorios continuamente. A los diecisiete años estaba viviendo en la calle, y vi e hice cosas terribles.
-Pero has sobrevivido. No hay nada vergonzoso de lo que haya que esconderse o arrepentirse. Debes de estar orgulloso de lo lejos que has conseguido llegar.
-¿Orgulloso de haber nacido por accidente? Tu familia no me dejaría cruzar la puerta de vuestra casa si supiese la verdad.
Por mucho que deseara que no fuera así, no podía negar que quizás Pedro estuviera en lo cierto.
-Tú no tienes la culpa de haber nacido en esas circunstancias.
-Quizás no, pero forman parte de lo que soy.
-Deberías decir de lo que fuiste –insistió Paula-. Lo que hayas hecho o la forma en que hayas vivido en el pasado no tiene importancia. Ahora eres un buen hombre. Eres decente y amable. Además, tienes un buen trabajo.
-¿Decente? –repitió, levantando la prenda manchada de sangre-. Te he arrebatado la virginidad ahí, en medio del suelo. Si hubiese tenido un mínimo de decencia habría desaparecido de tu vida hace unas semanas como me pediste.
-Pero…
-Te he hecho daño. Y cuanto más tiempo estemos juntos, será peor. Esto es lo que intento explicarte. Tú eres toda inocencia y bondad, y no tengo derecho a cambiarte. Mis orígenes y mi pasado no se pueden borrar
EN LA NOCHE: CAPITULO 36
La tensión mantenida durante las semanas anteriores estalló de forma inevitable. Sus bocas se encontraron con avidez. Pedro separó los labios de Paula con la lengua, recordando el sabor que llenaba sus sueños. Paula lo deseaba con la misma pasión. Le hundía las uñas en la piel a Pedro por debajo de cuello de la camisa. Pedro deslizó las manos por la espalda de Paula, hasta la cintura. A continuación la levantó del suelo y la estrechó contra sí.
Los dos deseaban un abrazo más profundo.
Habían esperado mucho tiempo a que llegase aquel momento y querían dejarse llevar por el deseo sin limitaciones. Pedro giró y la apoyó contra la puerta. Con las manos liberadas, empezó a jugar con los botones de la blusa de Paula mientras las gotas de sudor resbalaban por su rostro. Un botón saltó al suelo. Pedro podía sentir la sonrisa de Paula contra su boca.
El deseo lo hizo estremecerse.
Atropelladamente, deslizó la blusa por los hombros de Paula. Ella lo ayudó, sacando los brazos por las mangas y desabrochándose el sujetador. Pedro quedó maravillado por la belleza de sus senos. Suavemente, deslizó los dedos por ellos mientras un gemido de placer escapaba de su garganta.
Paula le rodeó los hombros con sus brazos, estrechándose aún más contra él. Pedro se preguntaba cuánto tiempo más podría resistirlo.
No entendía cómo había podido pensar que sería capaz de resistirse a sus sentimientos.
Habían llegado a estar muy unidos en numerosas ocasiones y, sin embargo, el temor les había impedido llegar hasta el final.
Acariciaba el cuerpo de Paula de forma cariñosa, recorriendo todas sus curvas.
Interrumpió el beso y miró más abajo. Tenía la piel enrojecida y sus senos subían y bajaban al ritmo de su acelerada respiración. Pero bajo el pulgar, en el costado de la mujer, pudo notar una cicatriz reciente, resultado de una herida de bala.
Se quedó paralizado, con el dedo en la cicatriz.
No sabría cómo definir el sentimiento que experimentó, porque nunca había sentido nada parecido.
-Está bien, Pedro. Ya está curada.
Paula le quitó la mano de la herida y la llevó de nuevo sobre su pecho.
Él alzó la vista y la miró. Sabía que no merecía su perdón ni su consideración por la forma en que se había comportado con ella, pero aquello no cambiaba lo que sentía en aquel momento.
La impaciencia que sentía por entregarse por completo pudo con cualquier otra razón.
Levantándola en brazos, la llevó hasta el salón.
Apartó la manta que había en el sofá y la extendió frente a la chimenea.
Arrodillado a su lado, comenzó a quitarle el resto de la ropa. Después, él también se desnudó. A la luz del fuego, podía ver arder la piel de Paula.
Su tímida sonrisa, sus caricias sensuales, el movimiento de su brazo mientras dibujaba el contorno de su pecho, extendiendo los dedos con delicadas caricias. Su mirada acompañaba a sus manos y sus ojos brillaban con intensidad.
Un suave gemido escapó de los labios de Paula.
Con la mirada parecía preguntarle si por fin continuarían hasta el final o se interrumpirían de nuevo. Aquella mirada produjo en Pedro un sentimiento más fuerte de lo que nunca hubiera llegado a pensar. Le hervía la sangre, y las manos le temblaban como si fuese la primera vez. Los juegos de seducción ya no tenían lugar; únicamente podía sentir la ciega y primaria necesidad de hacerla suya.
Sus cuerpos se estrechaban entre caricias y besos hambrientos. Ella respondió tímidamente al principio, pero pronto se dejó llevar por la pasión. De sus labios escapaban gemidos de placer más elocuentes que ninguna palabra. Sus caderas estaban preparadas para recibir el momento final. Un grito de placer escapó de su garganta. Sus miradas se encontraron y sus ojos brillaban como nunca.
-Oh, Pedro…
Él sonrió. Proporcionar placer a Paula era lo que más satisfacción le podía causar. Era casi suficiente. Se incorporó y, buscando entre su ropa desperdigada, se sacó la cartera del bolsillo de los vaqueros. Extrajo de la billetera un preservativo y, rodando sobre la espalda, se colocó encima a Paula.
-Ahora te toca a ti. Guíame.
Puedo ver la conmoción en los ojos de Paula.
-Pero yo nunca… Oh, Pedro, esto es maravilloso.
Él la sujetó por la cintura y la atrajo hacia sí.
-Pedro, yo…
Mordiéndose el labio inferior, Paula arqueó la espalda y se apretó contra él. Pedro la sujetó por las caderas y se introdujo en su cuerpo.
Podía sentir sus jadeos, sus uñas clavándose en los hombros. El camino era estrecho, demasiado estrecho, pero al final cedió. A partir de aquel momento, sus movimientos se hicieron acompasados, rítmicos y tensos.
La rodeó con los brazos y juntos alcanzaron la cumbre. A pesar de que los temblores de sus cuerpos iban cediendo, ambos se negaban a separarse y rodaron juntos por el suelo.
Una chispa saltó en la chimenea, iluminando entre las sombras el rostro resplandeciente de Paula. Se volvió hacia Pedro, mirándolo fijamente.
-Nunca había sentido nada semejante. No sabía que podría llegar a ser así.
-Tampoco para mí había sido nunca así –respondió Pedro.
Era cierto. Su relación sexual con Paula no se parecía a ninguna de la que había mantenido hasta entonces. Tal vez había sido por su sincera entrega, tan distinta de su imagen. O tal vez fuera porque habían esperado mucho tiempo a que llegara aquel momento, o porque el deseo nunca había llegado a ser tan fuerte.
Por el motivo que fuese, se sentí demasiado bien para analizar la situación en aquel momento.
La besó en la boca, en las mejillas, en la nariz, en cada rincón de su cuerpo. Levantó la mirada hacia ella y sonrió.
-¿Qué te parece si subimos y lo hacemos en condiciones?
-¿He hecho algo mal?
Pedro sonrió y volvió a besarla. Después salió lentamente de su cuerpo.
-No quiero que te hagas daño. El suelo está demasiado duro.
La ayudó a incorporarse, colocándole la manta sobre los hombros. De repente, se quedó paralizado al observar el brillo de la sangre que se deslizaba por los muslos de Paula.
-Oh, te he hecho daño.
-No. Sólo durante un instante. Estoy bien –contestó, abrigándose con la manta.
-Pero estás sangrando. Debería haber sido más cuidadoso. Creo que te he abierto la herida.
-No es la herida.
-Déjame ver.
-No pasa nada. Tengo entendido que es normal que esto ocurra.
Él la tomó por la barbilla para mirarla.
-¿Qué quieres decir?
-Pensaba que lo sabías.
-¿Qué debería saber?
-El hecho de que aparezca sangre es normal la primera vez.
-¿Ha sido la primera vez?
-Sí.
-¿Eres virgen?
-Ya no –contestó sonriendo.
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