miércoles, 14 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 38





Paula apoyó la cabeza contra el borde de la bañera y escuchó el perezoso goteo del grifo. La lluvia golpeaba suavemente la ventana. Eran los últimos resquicios de la tormenta de la tarde. El agua la relajaba. Pero iba a necesitar algo más que un baño caliente para deshacerse del frío que se había apoderado de su corazón.


Se dijo que ella se lo había buscado. Había insistido en saber el motivo por el que Pedro la rechazaba y ahora ya lo sabía. Su infancia parecía salida de una novela de Dickens. Dura, cruel y sin amor. Ahora comprendía el dolor de Pedro por haber estado siempre solo.


En comparación con la dura infancia de Pedro, sus quejas respecto a su propia familia le parecían insignificantes. Ella había conocido la felicidad de crecer con la seguridad y el amor incondicional de todos los que la rodeaban. Era cierto que su familia tenía defectos, pero siempre hubo amor entre ellos. Siempre encontró una mano que la ayudara a levantarse cuando caía. Pedro nunca había tenido nada parecido. Era un milagro que hubiese sobrevivido a su infancia.


Se volvió hacia la oscura ventana. Podía oír el sonido del hacha en la leñera. No necesitaban más leña. El tiempo era húmedo, pero no hacía frío. Pedro estaría haciendo ejercicio para evadirse de sus pensamientos.


El hecho de haber revelado su pasado no había sido nada fácil para él. Sólo le había mostrado una pequeña parte de sus recuerdos, pero el dolor que había detrás de aquellas palabras era evidente. Podía imaginárselo allí, solo bajo la luz de la bombilla, alzando el hacha una y otra vez, empleando la fuerza de sus músculos para sentirse más seguro e intentar superar los momentos de flaqueza procedentes de una infancia desprotegida.


Era cierto que él no había tenido la posibilidad de cambiar las circunstancias de su nacimiento. 


Para un hombre fuerte y determinado como Pedro, aquello resultaba algo difícil de aceptar. Pero también era cierto que había conseguido por sí mismo superar aquellas circunstancias. No comprendía por qué no podía ver que ahora era una buena persona.


Paula sacó el brazo del agua para alcanzar el jabón y se puso a frotarlo con las manos para hacer espuma. No le importaba lo que Pedro acababa de contarle. Estaba convencida de que era un hombre sincero y honrado. De no ser así, no le habría afectado tanto lo que había sucedido por la tarde. Si fuera tan terrible como creía, no se habría entregado a ella de la forma en que lo había hecho.


Cerró los ojos, pensando en lo que había sucedido unas horas atrás, mientras se extendía la espuma por el cuello y el pecho. Había tenido su primera experiencia sexual. Había descubierto sensaciones y placeres hasta ahora desconocidos para ella.


Sus manos se detuvieron al llegar a los senos. 


Aún estaban sensibles por el recuerdo de las caricias recientes. Habían transcurrido varias horas, pero las sensaciones seguían vivas en su piel.


Pedro le había dicho que aquélla había sido la mejor experiencia sexual de su vida. Ella no podía compararla con ninguna otra, pero no había estado nada mal. Se había abandonado al placer. No podía encontrar ninguna sensación que pudiese aproximarse a lo que había sentido en brazos de Pedro. Pero los momentos que siguieron fueron un desastre.


Suspirando, se enjabonó la cara y continuó disfrutando del baño. Estaba convencida de que no había sido únicamente el asunto de su virginidad lo que había hecho retroceder a Pedro. Había sido el temor a intimar con alguien. Ahora que conocía las circunstancias en las que había crecido, no le sorprendía. El haber sido rechazado por su propia madre debía haberle dejado una huella indeleble. Se había visto obligado a hacerse incrédulo y escéptico y construirse una coraza de autosuficiencia para poder sobrevivir a su infancia. Es decir, a su carencia de infancia.


Recordó lo que había sufrido cuando Pedro la rechazó. Intentaba sobrevivir negando sus propios sentimientos y, cuando vio que no funcionaba, intentando alejarlo de ella. Sin embargo, no había considerado que Pedro estaba actuando de la misma forma. 


Él siempre rechazaba a los demás, porque no había nada que pudiera derribar las defensas que había construido durante su infancia. 


Incluso ahora que había hablado con ella de su pasado, resultaba evidente que no buscaba con ello su compasión.


Pero ella lo compadecía. Lo amaba.


La pastilla de jabón resbaló de sus manos y se deslizó por el suelo.


Estaba confusa. No sabía muy bien si estaba enamorada de Pedro Alfonso. No, ya había quedado claro que no. Se trataba únicamente de un capricho. Proximidad. Gratitud. Hormonas.


No consiguió engañarse. Estaba enamorada de él. Hacía ya tiempo que lo sentía, pero había estado tan ocupada en intentar racionalizarlo que no se había dado cuenta. El orgullo y la inexperiencia la habían llevado a hacer exactamente lo que Judith decía. Tenía miedo de intentarlo de nuevo. Había enterrado su corazón.


El frío que atenazaba sus músculos fue desapareciendo poco a poco. Lo amaba. Lo sabía con certeza y no existía ningún tipo de duda. Había pasado varias semanas con aquel pensamiento revoloteando por su cabeza, pero ahora, por fin, se habían asentado y lo tenía más o menos claro.


Aquello era amor. Desde luego, no era tan fácil ni tan cómodo como el que podía haber en su familia, ni como el idílico amor que había sentido por Ruben. Era otra cosa, algo muy fuerte que había nacido entre un hombre y una mujer. Si no, no tenía ningún sentido que hubiera seguido preocupándose por él después de todo lo que había pasado, ni que lo hubiera elegido para que fuese el primero y el único con el que hacer el amor.


El agua cayó por los lados de la bañera cuando se puso de pie. Su primer impulso fue el de salir corriendo hacia Pedro, estrecharlo en sus brazos y decirle lo que sentía. Después le quitaría de encima el enorme cascarón tras el que se escondía.


Enrollándose en una toalla, se acercó a la ventana. Una luz brillaba desde la leñera. El sonido del hacha había sido reemplazado por el de una sierra eléctrica. Se secó las manos y las apoyó contra el cristal.


Pedro nunca había sido amado. Todos los niños deberían ser amados. Pero él había sobrevivido sin amor. Se preguntaba a qué profundidad se encontraban sus heridas. Por otro lado, si nunca lo había amado nadie, era posible que fuera incapaz de dar o recibir amor.



A veces tenía la sensación de que correspondía a sus sentimientos. Incluso había propuesto ir al dormitorio para seguir, hasta que surgió el tema de su virginidad y se alejó de ella.


Lo peor del caso era que ni siquiera sabía qué quería ella misma.


No tenía ni idea. Sabía que no quería aceptar la distancia que Pedro había interpuesto entre ellos. Tampoco quería complicarse la vida con preocupaciones sobre el futuro o las cosas que ninguno de los dos podía cambiar. Pero aquello no le impedía seguir amando a Pedro.


Sí, lo amaba.


Y ahí estaba. Sola, atormentada por la reacción de Pedro, el hombre que amaba. El hombre que prefería cortar leña a hacer el amor con ella. No sabía qué hacer.



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