sábado, 3 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 3




Pedro se levantó de la cama y se dirigió hacia la ventana concentrado en los ruidos que llegaban del piso contiguo. A juzgar por el sonido, parecía que estaban registrando todo el piso, probablemente en busca de la prueba. Entonces se agachó sobre el suelo, tanteando en la oscuridad. Extendió la palma de la mano a lo largo del rodapié y sonrió aliviado cuando sus dedos tocaron la esquina dura y plana del disquete que se le había caído al saltar por la ventana de Paula.


A pesar de que habían descubierto su tapadera y de que tendría que pensar en otra forma de conseguir las pruebas contra Fitzpatrick, a menos se las había arreglado para copiar los datos en un disquete. Nombres, fechas, cifras y más detalles que esperaba pudiesen constituir una prueba suficiente para poder cerrar aquella sucursal por blanqueo de dinero.


Había tardado varios meses en crear al personaje de Tindale e infiltrarse en el almacén, un asunto de poca importancia el caso Fitzpatrick. Lo que necesitaban era encontrar la manera de llegar hasta el jefe a través de las sucursales del almacén.


-Pedro… -susurró Paula.


-¿Qué?


-Tengo muchas preguntas que hacerte –dudó-. No sé por dónde empezar. ¿De verdad eres policía?


-Sí, pero ahora no llevo la placa encima –dijo levantando un poco la cortina para ver si había signos de movimiento en la calle.


-¿Así que no eres contable?


-No. Ésa era la tapadera que estaba utilizando para el caso en el que estoy trabajando ahora.


-Y te llamas Pedro Alfonso, y no Pedro Tindale, ¿verdad?


-Efectivamente. Tindale es sólo mi tapadera.


-Pero esto es increíble. Nunca habría pensado que no fueses quien decías ser.


-Pues otros se han dado cuenta.


-Dime una cosa. ¿Cómo has llegado hasta aquí?


-Por el alféizar.


-¿El alféizar? Pero si no tiene más de seis u ocho centímetros de ancho.


-Mide más, unos quince.


Pero no quería recordar los momentos de nervios que había pasado mientras caminaba por el saliente de ladrillos de la fachada, a unos doce metros de la acera de cemento.


-Afortunadamente estaba descalzo –continuó- y he podido utilizar los dedos de los pies para sujetarme mejor.


El silencio se hizo entre ellos durante unos instantes, hasta que Paula se aclaró la garganta con una suave tos.


-Sí, ya me he dado cuenta de que vas descalzo.



Pedro bajó la vista e hizo una mueca. En fin; los refuerzos estaban en camino y Paula parecía más calmada. No quedaba por tanto nada más por hacer que esperar. Tal vez pudiera dedicar aquellos momentos a ocuparse de un pequeño detalle. Aunque quizás no fuese tan pequeño.


Tenía la costumbre de dormir desnudo. Pero en aquel momento tenía demasiado calor para poder dormir. Había ido a la cocina a buscar una cerveza fría cuando oyó que alguien subía las escaleras hasta su puerta. Una ojeada por la mirilla le bastó para advertir el peligro en que estaba. No tuvo tiempo para vestirse. Había sido una suerte, porque no habría conseguido andar por el alféizar vestido y calzado.


Pero el caso era que ahora estaba desnudo en casa de su vecina. Si se enteraban, los chicos de la comisaría se lo iban a recordar toda la vida.


-Paula, ¿te importaría prestarme una toalla o algo así para taparme un poco? –preguntó.


-¿Una toalla? Por supuesto. Vuelvo enseguida.


Pedro se volvió a tiempo para observar la ágil figura de Paula que se dirigía hacia la entrada. Si aquel piso era igual que el suyo, debería haber un armario justo enfrente de la puerta. Cruzó la habitación, pero la entrada estaba vacía. De repente, oyó unos ruidos que procedían del salón. Era como si alguien estuviese arrastrando algo por el suelo. Intentó tranquilizarse, pensando que se trataba de su imaginación.


-Paula –llamó suavemente.


De repente, pudo oír un golpe, seguido de una exclamación ahogada y el sonido de un interruptor eléctrico. El salón estaba iluminado por la luz del interior de un armario. Pudo ver que Paula estaba subida sobre un taburete, esforzándose por alcanzar una caja de cartón situada en el estante superior del armario. Pedro parpadeó varias veces. 


No era debido al repentino brillo de la luz en medio de la oscuridad. Hasta aquel momento no había podido observar el atuendo de su vecina. Sabía que llevaba algo encima porque había visto unos tirantes sobre los hombros cuando la tuvo que sujetar entre las sábanas para evitar que hiciese ruido.


Si no la hubiera vuelto a mirar, habría seguido pensando que su ropa de dormir era tan voluminosa como la que utilizaba durante el día. Su camisón era claro y brillante como la luz de la luna que entraba por la ventana. Cuando Paula se puso de puntillas, estirando los brazos por encima de la cabeza, la transparencia del camisón le permitió ver las escasas partes de su cuerpo que cubría la prenda. Intentó no mirarla y lo consiguió durante unos breves segundos. 


Pero la visión de la hermosa mujer penetró en su cerebro. 


Era tan atractiva como siempre había presentido.


Todo aquello era increíble, una locura. No comprendía qué le estaba sucediendo. Reflexionó durante un momento y se preguntó cómo podía desaprovechar un segundo en observar el cuerpo de Paula en un momento como aquél. 


Pedro atravesó la habitación hasta llegar junto a ella.



Paula se esforzaba por sacar una caja de cartón del estante superior del armario. Cuando vio a Pedro contuvo la respiración y evitó mirarlo a los ojos.


-¿Qué haces? –preguntó Pedro, dejando el disquete y extendiendo los brazos para ayudarla a bajar la caja.


-Mi sobrino se dejó unas cosas cuando vino a ayudarme a pintar. Jimmy tiene sólo quince años, pero es muy largo para su edad. Bueno, no tanto como tú, pero… -su mirada se detuvo al fin sobre la de Pedro-. Puede haber algo mejor que una toalla que te puedas poner encima.


Antes de que tuviese tiempo de pensar en una respuesta, Pedro pudo oír el sonido de las alarmas de los coches de policía en la calle, junto al edificio. Parecía que la pesadilla tocaba a su fin. Sin perder un solo instante, Pedro depositó la caja en el suelo y la abrió con impaciencia. En su interior encontró un par de zapatillas de tenis que parecían al menos cuatro números más pequeñas, una gorra de béisbol morada y una camiseta con dibujos hawaianos. Sacó de la caja unos vaqueros, pero, en cuanto los estiró pudo ver que eran demasiado pequeños y que nunca conseguiría meterse dentro de ellos.


Creo que aquí hay algo que te puede servir –dijo Paula sacando unos viejos pantalones cortos con flecos.


Sin dudarlo, Pedro los aceptó, dándole las gracias y sujetándose sobre un pie mientras introducía el otro en el pantalón.


-Es la segunda vez que me salvas la vida esta noche.


Se oyeron pasos en la escalera. Pedro contuvo la respiración y se ajustó los pantalones. A pesar de ser viejos y estar cedidos, le estaban bastante estrechos. No podía ni agacharse pero, con todo, eran mejor que nada. 


Seguidamente se dirigió hacia la puerta sin hacer ruido, y ordenó a Paula que se mantuviese detrás de él. Pedro sentía el calor de su respiración en la nuca.


-Creo que será mejor que te quedes junto a la puerta –le dijo-. Podría resultar peligroso.


Un golpe seco procedente de su piso le hizo girar la cabeza. 


Parecía como si estuviesen haciendo astillas con algún mueble. Seguro que habían enviado a un joven agente lleno de energía, que estaba destrozando la puerta del piso. Era precisamente lo que quería evitar. El motivo por el que había salido por la ventana era precisamente que no quería provocar un tiroteo. Podría haber ciudadanos inocentes alrededor, por lo que había que evitar el riesgo de una confrontación. La munición de la policía no atravesaba las paredes, pero no sabía qué armas llevarían los otros.


Murmurando en voz baja, rodeó a Paula con los brazos y se tumbó en el suelo. Antes de que pudiera emitir ninguna protesta, Paula se encontraba tumbada de espaldas en el suelo y Pedro estaba encima de ella. Otra vez.





EN LA NOCHE: CAPITULO 2





Paula guardó silencio en el acto, esforzándose para oír la conversación. Pudo oír el timbre de llamada al otro lado del auricular y luego, la voz de un hombre.


-Bergstrom, ¿eres tú? –preguntó Pedro con un hilo de voz, acercándose el auricular a la boca-. Soy Alfonso. Necesito que me ayudes. Dos de los esbirros del almacén han entrado en mi piso y me están buscando.


A pesar de que la postura en que él la mantenía le impedía verle la cara, Paula se dio cuenta de que la conversación estaba haciendo disminuir la tensión del hombre. 


Quienquiera que estuviese al otro lado del auricular estaba haciendo un espléndido trabajo al tranquilizar a aquel loco, aunque Paula empezaba a pensar que quizás no fuese realmente un loco.


-Sí, pásame mientras con el teniente Jones –dijo impaciente-. Hola, Javier. Espero que esto sea ya lo que faltaba para que podamos cerrar esta sucursal del almacén. Al menos, espero que encerréis a estos tipos –hizo una pausa-. He salido de mi casa en cuanto lo he visto entrar en el edificio. No quería arriesgarme a disparar, por temor a herir a alguien. Te estoy llamando desde el piso contiguo al mío, el 306. Una mujer apellidada Chaves me ha dejado utilizar el teléfono.


La respiración contenida de Paula se escapó contra la mano de Pedro cuando oyó que estaba dando su nombre a la persona con la que hablaba. No entendía por qué lo había hecho cuando era él quien la tenía aprisionada, aunque curiosamente no la había hecho ningún daño. Pero seguía sin estar segura de que le estuviese diciendo la verdad. De repente, le pareció oír ruido en la casa de Pedro.


-Bien –dijo Pedro, manteniendo el tono de voz lo más baja posible-. ¿Cuánto tiempo tardará en llegar una patrulla? Creo que aún están en mi piso. No, esperaré aquí a que lleguen los refuerzos. No encontrarán nada. Me he traído el disquete. Otra cosa, Javier, me gustaría que ratificases mi historia ante la señorita Chaves. Se ha mostrado un poco escéptica al principio, ya que me conoce como el señor Tindale. Además, ha colaborado en todo lo posible. Un momento –dijo, poniendo el auricular entre lo dos para que ambos pudieran escuchar.


-¿Señorita Chaves? –preguntó una voz masculina.


-Te escucha –respondió Pedro-. Continúa.


-Señorita Chaves, le habla el teniente Javier Jones. Soy el superior del detective Alfonso. Un coche patrulla estará allí en unos minutos y haremos todo lo posible para garantizar su seguridad. Hasta entonces, mantenga la calma. Está en buenas manos. Una cosa más, en nombre de la policía de Chicago, muchas gracias por su colaboración.


Paula no daba crédito a lo que acababa de oír. De modo que Pedro no se apellidaba Tindale; era el detective Alfonso. 


No sabía si además de contable en un almacén era policía ni por qué motivo alguien había intentado matarlo. Se estaba volviendo loca por momentos. Pero lo más extraño de todo era que toda aquella historia empezaba a parecerle lógica.


Por la ventana abierta pudieron oír el lejano sonido de una sirena. Poco a poco, Paula sintió que el nudo en su estómago iba remitiendo, y que recuperaba la razón. Nunca imaginó que pudiera haberle sucedido una cosa así. No podía impedir que las ideas se agolpasen atropelladamente en su cerebro. Pedro no tenía intención de hacerle daño. Pedro no era el administrador de un almacén, sino un policía. Había entrado en su piso únicamente para llamar por teléfono, y le había impedido gritar para que los dos hombres que le perseguían no supiesen dónde encontraba. Un teniente llamado Jones le había agradecido su colaboración. 


Entonces, las cosas no habían ido tan mal como ella temía. 


No había sido asaltada en su habitación por un ladrón. No, a pesar de que la había envuelto en una sábana como si fuese una momia y la había obligado a permanecer tumbada, mientras los criminales lo buscaban al otro lado de la pared del dormitorio.


-Quiero disculparme una vez más por haberte asustado –dijo Pedro-. Espero que comprendas ahora por qué era imprescindible mantenerte en silencio.


Paula lo miró con desconfianza.


Pedro la miró, tratando de leer su expresión. Sus ojos ya no miraban sobresaltados y su respiración se había tranquilizado, por lo que no suponía que le fuese a morder o a dar patadas de nuevo. Observó que era una mujer peligrosa. Se habían encontrado varias veces desde su llegada, pero nunca hasta entonces había sospechado lo fiera que podía llegar a ser al sentirse atacada.



Por su parte, Paula sentía parte de culpa por las consecuencias que podrían haber tenido sus gritos, de haber podido lanzarlos.


-Siento de verdad todo esto, Paula –dijo de nuevo, sentándose a su lado.


Pedro se sintió algo más tranquilo tras su conversación con el teniente Jones. No obstante, con los dos hombres merodeando aún en su apartamento, el asunto estaba aún por resolverse. Ahora que había involucrado a Paula era más importante que nunca que nadie estuviese al tanto de su vida privada.


Ella continuaba sin moverse, aparentemente observándolo tan cuidadosamente como él la observaba a ella. La mirada de Pedro se agudizó cuando cayó en el detalle que había intentado evitar hasta ahora. El hombro de Paula resplandecía bajo la luz de la luna, desnudo a excepción de los tirantes de su camisón. Su cabello era un conjunto de rizos pálidos, esparcidos como una nube alrededor de su cabeza. Pedro no se había dado cuenta hasta aquel momento de lo largo que tenía el pelo. Siempre que la había visto hasta entonces lo llevaba recogido. Su cabello era suave. Lo había comprobado cuando rozó su mejilla al hablar con el teniente Jones.


A pesar de que la mujer se estaba comportando mejor de lo que él hubiese podido esperar, no imaginaba que llegaría a verla tan tranquila como la estaba viendo en aquel momento. 


Empezaba a pensar que, hasta que llegase la patrulla, no podría dejar de pensar en ella y en su comportamiento.


-¿Te encuentras bien? –preguntó, sentándose junto a ella-. ¿Te he hecho daño?


-No. Quiero decir, sí. Estoy bien –dijo ella retirándose el cabello de la cara y moviéndose al otro extremo de la cama-. Me has asustado mucho al principio.


Pedro pensaba que, si Paula no se hubiese despertado cuando entró por la ventana, él habría podido telefonear y todo se hubiese aclarado antes, sin haber tenido que obligarla a callar. Recordaba cómo ella había rodado sobre la enorme cama. Hasta aquel momento, Pedro no se había fijado en su pelo ni en su hermoso cuerpo. Sin embargo, sí se había fijado desde el principio en su forma de andar, en sus largas piernas y sus redondeadas caderas. Había cierto estilo en sus movimientos que lo atraían, a pesar de que siempre vestía ropa amplia.


Aunque no sabía cómo podía estar pensando en el cuerpo de Paula cuando acababa de escapar de los esbirros de Fitzpatrick gracias a una ventana abierta y a la buena suerte.


-Lo siento de veras, Paula –se disculpó una vez más-. No quería involucrarte, pero en ese momento era la única posibilidad que tenía de escapar. Me iré de aquí en cuanto llegue la policía. ¿De acuerdo?


-Pero ¿hay alguna posibilidad de que esos hombres entren aquí?


-No, mientras te mantengas callada.


EN LA NOCHE: CAPITULO 1




Paula Chaves debería haber gritado cuando vio que un hombre desnudo entraba por su ventana.


Sin embargo, había muchos motivos que le impidieron reaccionar de forma lógica ante la situación. El aire acondicionado estropeado, el calor sofocante y el cansancio la habían dejado sin capacidad de respuesta. Y además del aturdimiento comprensible, hubo un momento en que la incredulidad la paralizó. Aquel hombre le resultaba conocido.


Todo aquello era ridículo. A fin de cuentas, un hombre desnudo, alto y musculoso, según pudo ver a la luz de la luna, que parecía haber salido de una revista de modas, no era exactamente una visión frecuente en la vida de Paula Chaves.


Pero tanto si atribuía su silencio al aturdimiento, a la incredulidad o al deseo de no molestar a los vecinos, había cometido un grave error. Porque, durante los preciosos segundos que perdió tratando de comprender lo que tenía delante, el hombre se abalanzó a través de la habitación en penumbra y le tapó la boca con la mano.


Cuando realmente se dio cuenta de la situación, fue demasiado tarde. No era ninguna fantasía, era muy real. Un desconocido de carne y hueso. A pesar de que no había terraza ni escalera de emergencia junto a su ventana del tercer piso y, aunque el alféizar era apenas suficientemente ancho para que se posara una paloma, aquel hombre estaba allí. No se trataba de un producto de su imaginación.


No era rica. No había nada en su piso que mereciera la pena robar.


Trató de averiguar por qué podía un hombre desnudo irrumpir en la habitación de una mujer sola. El miedo aceleró su pulso y tensó su cuerpo cuando creyó adivinar el verdadero motivo. La desesperación le infundió fuerzas, y rápidamente sacudió la ropa de la cama con los brazos. Sus manos chocaron contra lo que parecía ser un pecho fuerte, húmedo, cubierto de vello. Empujó con fuerza, pero no pudo moverlo. Doblando los dedos, clavó las uñas en el brazo que la tenía inmovilizada.


Sin dejar de taparle la boca, el desconocido la agarró de las muñecas y se arrodilló junto a la cama.


-Lo siento. No tenía intención de asustarte –se disculpó en un susurro.


Sus palabras no tenían sentido. Paula no entendía cómo iba a pretender no asustarla actuando así, ni qué tipo de maníaco sería. Intentó liberar los brazos. Los dedos del hombre le sujetaban las muñecas con bastante delicadeza, aunque inflexibles como el acero. Inmediatamente, se sacudió la sábana con una pierna y con la otra le propinó una patada en la espalda


El desconocido tomó aire bruscamente y dejó escapar un gemido. Antes de que ella pudiese lanzarle otra patada, se tumbó encima de ella, aprisionándola contra el colchón.


-No voy a hacerte ningún daño –dijo sofocado-. Sólo necesito utilizar el teléfono.


El grito que ella debería haber soltado diez segundos antes se agrandó en su garganta, pero la palma de la mano del desconocido sofocó el sonido. Ella giró la cabeza intentando clavarle los dientes en la mano.


-Pero ¿qué haces? Será mejor que te calles antes de que nos oigan –sugirió él.


Le tapaba la boca con tanta firmeza como le apretaba las muñecas. El pánico siguió al miedo. Las imágenes que Paula había visto en las películas de terror hicieron acelerar los latidos de su corazón. Probablemente era así como sucedía aquello, y tan sólo sería un caso más cuando, por la mañana, los policías y los fotógrafos rodeasen su cuerpo.


-Señorita Chaves –dijo-, por favor, no te resistas más o terminarás por hacerte daño.


El sonido de su apellido la sorprendió. Si el desconocido sabía quién era ella, entonces no podría tratarse de ningún maníaco pervertido que hubiese elegido su ventana al azar. 


No, se trataba de un maníaco que había elegido su ventana deliberadamente.


Otro grito se ahogó en el fondo de su garganta. Paula arqueó la espalda y se retorció, renovando sus esfuerzos para liberarse de él, pero su cuerpo era tan sólido e inmóvil como una roca.


-Paula, tranquilízate –le dijo el hombre-. Soy yo, Pedro.


Aquel nombre giró en el interior de su cabeza. Paula pensó que la estaba atacando un maníaco que no sólo se disculpaba sino que también quería presentarse. Tratando de soltarse, intentó morder de nuevo la mano del hombre.


Esta vez lo consiguió, atrapando un dedo entre los dientes. 


Él profirió un quejido y tapó de nuevo la boca de la mujer.


-Paula, por Dios. Deja de morderme. Sólo quiero utilizar tu teléfono.


Los ojos de Paula se abrieron con sorpresa. Quería utilizar su teléfono. Ya lo había dicho antes, pero se preguntaba de qué manera lo iba a utilizar. Quizás quería usar el cable para estrangularla.


-Necesito utilizar tu teléfono –repetía él sujetándola mientras ella se retorcía para liberarse-. Necesito llamar a la policía.


La mujer se dio cuenta de lo inútil que era intentar liberarse de él mientras la sujetaba por las muñecas. Se sentía muy confusa, pero le costaba creer que hubiese maníacos que entrasen desnudos en la habitación de una mujer para telefonear a la policía.


-Escúchame, Paula –dijo él, respirando junto a su cuello-. Soy tu vecino Pedro. Vivo en la puerta de al lado, en el 308. Nos conocimos cuando me cambié a este edificio, hace dos meses.


Ella agitó la cabeza intentando liberarse de la mano que le tapaba la boca y un ruido sonó en su garganta. Su rostro parecía borroso e irreconocible por efecto de la luz de la luna que se filtraba a través de las cortinas.


-Mírame –insistió-. ¿No me reconoces?


A pesar de que ella le desobedeció deliberadamente, al final no pudo evitar mirarlo. En la penumbra reinante, todo lo que ella podía ver era su mentón cuadrado y el cabello oscuro que caía sobre su frente. Había algo vagamente conocido en él, en efecto. Ella lo miraba de reojo tratando en vano de recomponer su figura a través de las sombras, con la esperanza de ser al menos capaz de poder describírselo luego a la policía para componer un retrato robot. Bajo unas espesas cejas, los ojos del hombre brillaban con intensidad.


-Hablé contigo hace dos días en el ascensor. ¿No lo recuerdas? Me preguntaste si podía aconsejarte sobre la forma de reclamar la deducción de unos impuestos.


Las palabras del desconocido incrementaban su temor, aunque aquello no tenía sentido. Ella recordaba que había hablado con su nuevo vecino en el ascensor y sí, era cierto que le había pedido consejo sobre algo relacionado con los impuestos. Pero no estaba segura de que aquel hombre pudiese ser Pedro Tindale, el tranquilo contable de un almacén que vivía en la puerta de al lado.


Una brizna de aire bochornoso levantó ligeramente el extremo de la cortina por un momento, permitiendo que un rayo de luna iluminase la cama. Paula reconoció entonces los rasgos del hombre. Ojos azules rodeados de largas y espesas pestañas, nariz larga y recta, con un pequeño lunar en el centro, labios firmes y un hoyuelo en el mentón. Sí, era Pedro. Por muy imposible que pareciese, aquel cuerpo firme y fuerte era el de Pedro, su tímido vecino de la puerta de al lado.


-Te juro que no quiero hacerte ningún daño –insistió-. Sé que debes estar pensando en lo peor y lamento mucho haberte asustado de esta manera, pero no puedo perder ni un minuto. Tengo que llamar para pedir ayuda urgentemente.


Llamar para pedir ayuda. Todo lo que estaba sucediendo parecía tan lejano a ella que no conseguía entender nada.


-Dos hombres han entrado en mi piso, probablemente para matarme –continuó en voz baja, con impaciencia-. Los he visto entrar y he tenido el tiempo justo para escapar por la ventana. He visto que tu ventana estaba abierta y he decidido entrar. Necesito llamar a la policía antes de que averigüen dónde estoy. Por favor, cuanto más tiempo te resistas, más riesgo corremos los dos.


Paula pensó que la tensión que le produciría controlar tantos números cada día había trastornado la mente de su vecino y ahora se imaginaba que había dos hombres intentando matarlo. Si Pedro era un paranoico que pensaba realmente que había unos asesinos sueltos buscándolo para matarlo, aquella llamada podría ayudarla, siempre que realmente fuera a llamar a la policía.


-Lo siento, Paula. Ahora no tengo tiempo de darte más detalles.


Moviéndose suavemente, el hombre le soltó las muñecas, tomó la sábana y envolvió a Paula con ella con el fin de que no le impidiese llamar por teléfono.


Paula arqueó la espalda, pero su esfuerzo para liberarse fue inútil. Nunca se había considerado una mujer indefensa, a pesar de que su familia no pensaba igual. Pero aquel hombre, al que no podía aún considerar como Pedro, tenía la suficiente fuerza y coordinación como para mantenerla inmovilizada.


Sin dejar ni un momento de taparle la boca, el hombre la hizo rodar envuelta en la sábana hasta que pudo alcanzar el auricular del teléfono, junto a la cama, con la otra mano. 


Colocó el teléfono sobre la almohada, descolgó el auricular y marcó un número rápidamente.




EN LA NOCHE: SINOPSIS




Cuando Paula Chaves descubrió que su vecino Pedro Alfonso no era el aburrido ejecutivo por el que lo había tomado y supo que, en realidad, era policía y que necesitaba que ella se hiciera pasar por su prometida, no le quedó más remedio que aceptar.


Paula sabía que las parejas de enamorados eran incapaces de dejar de tocarse un minuto, pero, en su opinión, la escenificación de su compromiso por parte de Pedro era demasiado realista. Sus apasionados besos le hacían pensar que o bien el policía había equivocado su carrera y debería haber sido actor, o bien estaba sembrando de besos el camino hacia el altar.





martes, 13 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO FINAL





Eran casi las ocho cuando oyó el ruido de la llave. Se levantó y Paula entró en el salón.


—Siento llegar tarde —le dijo dejando el bolso en la mesita—. Te llamé y me dijeron que te habías marchado.


—Me fui muy temprano —dijo Pedro manteniendo la calma—. Estaba impaciente, me parecía que había llegado la hora de que hablásemos de una vez por todas.


—Sí —dijo Paula y se dio la vuelta bruscamente para dirigirse a la cocina—. Voy a hacer café.


Pedro la siguió, se apoyó en el quicio de la puerta y observó a Paula que buscaba nerviosamente la cafetera.


—¿Tienes hambre? Puedo hacer sandwiches.


—No, no tengo hambre.


Paula puso el café en la cafetera, no se atrevía a mirar a Pedro a los ojos, luego echó el agua.


—Perdona que haya llegado tarde. Ha habido mucho trabajo. El fiscal del distrito quería examinar los archivos de Turner y de Saunders. Turner fue el cómplice de Saunders.


—Doscientos mil, ¿no?


—Sí.


—La mitad de lo que una bailarina llamada Deedee Divine me quitó a mí.


Paula cerró el agua y se volvió. Puso la cafetera en la encimera y lo miró.


—Lo sabes.


—¿Creías que podías esconderte bajo una peluca?


—Pero no... Actuabas como si no me hubieras reconocido. Robbie no me reconoció.


—Robbie no está enamorado de ti.


—No me hables de amor —dijo Paula. Tenía la respiración agitada y le costaba hablar—. Lo sabías desde la primera noche. Todo este tiempo y no me has dicho nada. ¿Por qué?


—Porque esperaba que tú me dijeras algo.


—¿Que yo te dijera algo? Torturándome mientras yo...


—¿Torturándome? —dijo él observándola—. ¿Sabes por el infierno que he tenido que pasar, pensando que estabas mezclada con Saunders y preguntándome si...?


Paula se apartó de la encimera.


—¿Cómo podías pensar que iba a aprovecharme de mi puesto? ¿Engañar a la agencia, defraudar al estado al que he prometido servir?


—¿Por qué no? Me engañaste y me quitaste cuatrocientos mil dólares, ¿no?


—Pero eso no es... no fue... —dijo Paula y levantó la cabeza, los ojos le brillaban de un modo terrible—. De acuerdo. Pero estaba desesperada. Necesitaba ese dinero y cuando te presentaste poniéndomelo en bandeja, ¿qué iba a hacer? Rechazarlo cuando mi madre... —se interrumpió y el fuego desapareció de sus ojos—. No debí hacerlo —dijo con tal desconsuelo que él se suavizó.


Se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos.


—Cariño, tenías que habármelo dicho.


Ella lo apartó.


—¿Decírtelo? Ni siquiera te conocía. Hasta que te vi allí, mirándome por encima del hombro, listo para darme una fortuna con tal de rescatar a uno de los preciosos Goodrich de las garras de una bailarina.


—Si me hubieras explicado la situación...


—¿Explicado? Pero si me considerabas una mentirosa y una ambiciosa.


Pedro no pudo evitar una sonrisa.


—Debo decir que interpretaste tu papel a la perfección.


—¿Qué habrías pensado si te digo que era una buena chica pero que necesitaba dinero para la cuenta del hospital de mi madre y que por favor me prestases medio millón.


Pedro rompió a reír.


—Sí, supongo que habría sido un poco escéptico. Me sentí como un imbécil cuando Robbie me dijo que no había planes de matrimonio. Pero me alegro de que consiguieras el dinero. ¿Cómo está tu madre?


—Estupendamente. El trasplante le salvó la vida. Cada día está mejor y, Pedro, le voy a devolver ese dinero a tu tío.


—No importa, ya se lo he devuelto yo.


—¿Sí? ¿Qué le dijiste?


—Que la bailarina admitió que había mentido y la obligué a devolverme el dinero.


—¿Entonces te lo debo a ti?


—Sí —dijo Pedro y la estrechó entre sus brazos—. Me debes amor para toda la vida.


Paula se apretó contra él.


—Te quiero tanto. Es un alivio habértelo dicho todo.


—Sí que lo es. Ahora, ¿podemos hacer planes? Para la boda, quiero decir.


—Sí, sólo que... —dijo Paula y lo miró con cautela—. Mi madre no sabe cómo conseguí el dinero. Si conoce a Juan Goodrich le dará las gracias y los dos lo sabrán todo.


— ¡Pues harán un buen chiste a mis expensas!


—¿Un chiste? ¡Cuatrocientos mil dólares! De todas formas mi madre no... Nunca me perdonaría por haberos engañado y...


—Chist —dijo Pedro—. El tío Juan no tiene ni idea de en qué se gasta el dinero que destina a caridad. Puedo arreglarlo con Diego. Diego es el único que sabe lo que ocurrió entre Pedro Alfonso y Deedee Divine. Y no sabe nada de Paula Chaves. El secreto es sólo nuestro. Prometo guardarlo.


—Gracias —dijo Paula—. Oh, Pedro, ¿no es extraño que a veces cosas terribles puedan convertirse en algo maravilloso?


—¿Sí?


—Cuando mi madre se puso enferma pensé que había llegado el fin del mundo, pero ahora está bien. Si no me hubiera puesto a bailar en Spike's para pagar el hospital, no habría conocido a Robbie y entonces tú no habrías venido, rudo y pomposo y... Oh, ya sabes qué quiero decir.


Pedro sonrió.


—Creo que sí. ¿Me estás diciendo que te alegras de casarte con un hombre pomposo y...?


—Y amable, inteligente, atractivo, apasionado, comprensivo y maravilloso. Te quiero. Me da miedo pensar que a no ser por lo que ha ocurrido podría no haberte encontrado.


—A mí también, cariño.


Pensó en la última línea del poema de su padre: «una mujer cuya dulzura y belleza encajen en mi mano como un guante. 
¿Crees, te pregunto, que podré encontrarla en esta ciudad?»


Y él la había encontrado.