sábado, 3 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 1




Paula Chaves debería haber gritado cuando vio que un hombre desnudo entraba por su ventana.


Sin embargo, había muchos motivos que le impidieron reaccionar de forma lógica ante la situación. El aire acondicionado estropeado, el calor sofocante y el cansancio la habían dejado sin capacidad de respuesta. Y además del aturdimiento comprensible, hubo un momento en que la incredulidad la paralizó. Aquel hombre le resultaba conocido.


Todo aquello era ridículo. A fin de cuentas, un hombre desnudo, alto y musculoso, según pudo ver a la luz de la luna, que parecía haber salido de una revista de modas, no era exactamente una visión frecuente en la vida de Paula Chaves.


Pero tanto si atribuía su silencio al aturdimiento, a la incredulidad o al deseo de no molestar a los vecinos, había cometido un grave error. Porque, durante los preciosos segundos que perdió tratando de comprender lo que tenía delante, el hombre se abalanzó a través de la habitación en penumbra y le tapó la boca con la mano.


Cuando realmente se dio cuenta de la situación, fue demasiado tarde. No era ninguna fantasía, era muy real. Un desconocido de carne y hueso. A pesar de que no había terraza ni escalera de emergencia junto a su ventana del tercer piso y, aunque el alféizar era apenas suficientemente ancho para que se posara una paloma, aquel hombre estaba allí. No se trataba de un producto de su imaginación.


No era rica. No había nada en su piso que mereciera la pena robar.


Trató de averiguar por qué podía un hombre desnudo irrumpir en la habitación de una mujer sola. El miedo aceleró su pulso y tensó su cuerpo cuando creyó adivinar el verdadero motivo. La desesperación le infundió fuerzas, y rápidamente sacudió la ropa de la cama con los brazos. Sus manos chocaron contra lo que parecía ser un pecho fuerte, húmedo, cubierto de vello. Empujó con fuerza, pero no pudo moverlo. Doblando los dedos, clavó las uñas en el brazo que la tenía inmovilizada.


Sin dejar de taparle la boca, el desconocido la agarró de las muñecas y se arrodilló junto a la cama.


-Lo siento. No tenía intención de asustarte –se disculpó en un susurro.


Sus palabras no tenían sentido. Paula no entendía cómo iba a pretender no asustarla actuando así, ni qué tipo de maníaco sería. Intentó liberar los brazos. Los dedos del hombre le sujetaban las muñecas con bastante delicadeza, aunque inflexibles como el acero. Inmediatamente, se sacudió la sábana con una pierna y con la otra le propinó una patada en la espalda


El desconocido tomó aire bruscamente y dejó escapar un gemido. Antes de que ella pudiese lanzarle otra patada, se tumbó encima de ella, aprisionándola contra el colchón.


-No voy a hacerte ningún daño –dijo sofocado-. Sólo necesito utilizar el teléfono.


El grito que ella debería haber soltado diez segundos antes se agrandó en su garganta, pero la palma de la mano del desconocido sofocó el sonido. Ella giró la cabeza intentando clavarle los dientes en la mano.


-Pero ¿qué haces? Será mejor que te calles antes de que nos oigan –sugirió él.


Le tapaba la boca con tanta firmeza como le apretaba las muñecas. El pánico siguió al miedo. Las imágenes que Paula había visto en las películas de terror hicieron acelerar los latidos de su corazón. Probablemente era así como sucedía aquello, y tan sólo sería un caso más cuando, por la mañana, los policías y los fotógrafos rodeasen su cuerpo.


-Señorita Chaves –dijo-, por favor, no te resistas más o terminarás por hacerte daño.


El sonido de su apellido la sorprendió. Si el desconocido sabía quién era ella, entonces no podría tratarse de ningún maníaco pervertido que hubiese elegido su ventana al azar. 


No, se trataba de un maníaco que había elegido su ventana deliberadamente.


Otro grito se ahogó en el fondo de su garganta. Paula arqueó la espalda y se retorció, renovando sus esfuerzos para liberarse de él, pero su cuerpo era tan sólido e inmóvil como una roca.


-Paula, tranquilízate –le dijo el hombre-. Soy yo, Pedro.


Aquel nombre giró en el interior de su cabeza. Paula pensó que la estaba atacando un maníaco que no sólo se disculpaba sino que también quería presentarse. Tratando de soltarse, intentó morder de nuevo la mano del hombre.


Esta vez lo consiguió, atrapando un dedo entre los dientes. 


Él profirió un quejido y tapó de nuevo la boca de la mujer.


-Paula, por Dios. Deja de morderme. Sólo quiero utilizar tu teléfono.


Los ojos de Paula se abrieron con sorpresa. Quería utilizar su teléfono. Ya lo había dicho antes, pero se preguntaba de qué manera lo iba a utilizar. Quizás quería usar el cable para estrangularla.


-Necesito utilizar tu teléfono –repetía él sujetándola mientras ella se retorcía para liberarse-. Necesito llamar a la policía.


La mujer se dio cuenta de lo inútil que era intentar liberarse de él mientras la sujetaba por las muñecas. Se sentía muy confusa, pero le costaba creer que hubiese maníacos que entrasen desnudos en la habitación de una mujer para telefonear a la policía.


-Escúchame, Paula –dijo él, respirando junto a su cuello-. Soy tu vecino Pedro. Vivo en la puerta de al lado, en el 308. Nos conocimos cuando me cambié a este edificio, hace dos meses.


Ella agitó la cabeza intentando liberarse de la mano que le tapaba la boca y un ruido sonó en su garganta. Su rostro parecía borroso e irreconocible por efecto de la luz de la luna que se filtraba a través de las cortinas.


-Mírame –insistió-. ¿No me reconoces?


A pesar de que ella le desobedeció deliberadamente, al final no pudo evitar mirarlo. En la penumbra reinante, todo lo que ella podía ver era su mentón cuadrado y el cabello oscuro que caía sobre su frente. Había algo vagamente conocido en él, en efecto. Ella lo miraba de reojo tratando en vano de recomponer su figura a través de las sombras, con la esperanza de ser al menos capaz de poder describírselo luego a la policía para componer un retrato robot. Bajo unas espesas cejas, los ojos del hombre brillaban con intensidad.


-Hablé contigo hace dos días en el ascensor. ¿No lo recuerdas? Me preguntaste si podía aconsejarte sobre la forma de reclamar la deducción de unos impuestos.


Las palabras del desconocido incrementaban su temor, aunque aquello no tenía sentido. Ella recordaba que había hablado con su nuevo vecino en el ascensor y sí, era cierto que le había pedido consejo sobre algo relacionado con los impuestos. Pero no estaba segura de que aquel hombre pudiese ser Pedro Tindale, el tranquilo contable de un almacén que vivía en la puerta de al lado.


Una brizna de aire bochornoso levantó ligeramente el extremo de la cortina por un momento, permitiendo que un rayo de luna iluminase la cama. Paula reconoció entonces los rasgos del hombre. Ojos azules rodeados de largas y espesas pestañas, nariz larga y recta, con un pequeño lunar en el centro, labios firmes y un hoyuelo en el mentón. Sí, era Pedro. Por muy imposible que pareciese, aquel cuerpo firme y fuerte era el de Pedro, su tímido vecino de la puerta de al lado.


-Te juro que no quiero hacerte ningún daño –insistió-. Sé que debes estar pensando en lo peor y lamento mucho haberte asustado de esta manera, pero no puedo perder ni un minuto. Tengo que llamar para pedir ayuda urgentemente.


Llamar para pedir ayuda. Todo lo que estaba sucediendo parecía tan lejano a ella que no conseguía entender nada.


-Dos hombres han entrado en mi piso, probablemente para matarme –continuó en voz baja, con impaciencia-. Los he visto entrar y he tenido el tiempo justo para escapar por la ventana. He visto que tu ventana estaba abierta y he decidido entrar. Necesito llamar a la policía antes de que averigüen dónde estoy. Por favor, cuanto más tiempo te resistas, más riesgo corremos los dos.


Paula pensó que la tensión que le produciría controlar tantos números cada día había trastornado la mente de su vecino y ahora se imaginaba que había dos hombres intentando matarlo. Si Pedro era un paranoico que pensaba realmente que había unos asesinos sueltos buscándolo para matarlo, aquella llamada podría ayudarla, siempre que realmente fuera a llamar a la policía.


-Lo siento, Paula. Ahora no tengo tiempo de darte más detalles.


Moviéndose suavemente, el hombre le soltó las muñecas, tomó la sábana y envolvió a Paula con ella con el fin de que no le impidiese llamar por teléfono.


Paula arqueó la espalda, pero su esfuerzo para liberarse fue inútil. Nunca se había considerado una mujer indefensa, a pesar de que su familia no pensaba igual. Pero aquel hombre, al que no podía aún considerar como Pedro, tenía la suficiente fuerza y coordinación como para mantenerla inmovilizada.


Sin dejar ni un momento de taparle la boca, el hombre la hizo rodar envuelta en la sábana hasta que pudo alcanzar el auricular del teléfono, junto a la cama, con la otra mano. 


Colocó el teléfono sobre la almohada, descolgó el auricular y marcó un número rápidamente.




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