sábado, 3 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 3




Pedro se levantó de la cama y se dirigió hacia la ventana concentrado en los ruidos que llegaban del piso contiguo. A juzgar por el sonido, parecía que estaban registrando todo el piso, probablemente en busca de la prueba. Entonces se agachó sobre el suelo, tanteando en la oscuridad. Extendió la palma de la mano a lo largo del rodapié y sonrió aliviado cuando sus dedos tocaron la esquina dura y plana del disquete que se le había caído al saltar por la ventana de Paula.


A pesar de que habían descubierto su tapadera y de que tendría que pensar en otra forma de conseguir las pruebas contra Fitzpatrick, a menos se las había arreglado para copiar los datos en un disquete. Nombres, fechas, cifras y más detalles que esperaba pudiesen constituir una prueba suficiente para poder cerrar aquella sucursal por blanqueo de dinero.


Había tardado varios meses en crear al personaje de Tindale e infiltrarse en el almacén, un asunto de poca importancia el caso Fitzpatrick. Lo que necesitaban era encontrar la manera de llegar hasta el jefe a través de las sucursales del almacén.


-Pedro… -susurró Paula.


-¿Qué?


-Tengo muchas preguntas que hacerte –dudó-. No sé por dónde empezar. ¿De verdad eres policía?


-Sí, pero ahora no llevo la placa encima –dijo levantando un poco la cortina para ver si había signos de movimiento en la calle.


-¿Así que no eres contable?


-No. Ésa era la tapadera que estaba utilizando para el caso en el que estoy trabajando ahora.


-Y te llamas Pedro Alfonso, y no Pedro Tindale, ¿verdad?


-Efectivamente. Tindale es sólo mi tapadera.


-Pero esto es increíble. Nunca habría pensado que no fueses quien decías ser.


-Pues otros se han dado cuenta.


-Dime una cosa. ¿Cómo has llegado hasta aquí?


-Por el alféizar.


-¿El alféizar? Pero si no tiene más de seis u ocho centímetros de ancho.


-Mide más, unos quince.


Pero no quería recordar los momentos de nervios que había pasado mientras caminaba por el saliente de ladrillos de la fachada, a unos doce metros de la acera de cemento.


-Afortunadamente estaba descalzo –continuó- y he podido utilizar los dedos de los pies para sujetarme mejor.


El silencio se hizo entre ellos durante unos instantes, hasta que Paula se aclaró la garganta con una suave tos.


-Sí, ya me he dado cuenta de que vas descalzo.



Pedro bajó la vista e hizo una mueca. En fin; los refuerzos estaban en camino y Paula parecía más calmada. No quedaba por tanto nada más por hacer que esperar. Tal vez pudiera dedicar aquellos momentos a ocuparse de un pequeño detalle. Aunque quizás no fuese tan pequeño.


Tenía la costumbre de dormir desnudo. Pero en aquel momento tenía demasiado calor para poder dormir. Había ido a la cocina a buscar una cerveza fría cuando oyó que alguien subía las escaleras hasta su puerta. Una ojeada por la mirilla le bastó para advertir el peligro en que estaba. No tuvo tiempo para vestirse. Había sido una suerte, porque no habría conseguido andar por el alféizar vestido y calzado.


Pero el caso era que ahora estaba desnudo en casa de su vecina. Si se enteraban, los chicos de la comisaría se lo iban a recordar toda la vida.


-Paula, ¿te importaría prestarme una toalla o algo así para taparme un poco? –preguntó.


-¿Una toalla? Por supuesto. Vuelvo enseguida.


Pedro se volvió a tiempo para observar la ágil figura de Paula que se dirigía hacia la entrada. Si aquel piso era igual que el suyo, debería haber un armario justo enfrente de la puerta. Cruzó la habitación, pero la entrada estaba vacía. De repente, oyó unos ruidos que procedían del salón. Era como si alguien estuviese arrastrando algo por el suelo. Intentó tranquilizarse, pensando que se trataba de su imaginación.


-Paula –llamó suavemente.


De repente, pudo oír un golpe, seguido de una exclamación ahogada y el sonido de un interruptor eléctrico. El salón estaba iluminado por la luz del interior de un armario. Pudo ver que Paula estaba subida sobre un taburete, esforzándose por alcanzar una caja de cartón situada en el estante superior del armario. Pedro parpadeó varias veces. 


No era debido al repentino brillo de la luz en medio de la oscuridad. Hasta aquel momento no había podido observar el atuendo de su vecina. Sabía que llevaba algo encima porque había visto unos tirantes sobre los hombros cuando la tuvo que sujetar entre las sábanas para evitar que hiciese ruido.


Si no la hubiera vuelto a mirar, habría seguido pensando que su ropa de dormir era tan voluminosa como la que utilizaba durante el día. Su camisón era claro y brillante como la luz de la luna que entraba por la ventana. Cuando Paula se puso de puntillas, estirando los brazos por encima de la cabeza, la transparencia del camisón le permitió ver las escasas partes de su cuerpo que cubría la prenda. Intentó no mirarla y lo consiguió durante unos breves segundos. 


Pero la visión de la hermosa mujer penetró en su cerebro. 


Era tan atractiva como siempre había presentido.


Todo aquello era increíble, una locura. No comprendía qué le estaba sucediendo. Reflexionó durante un momento y se preguntó cómo podía desaprovechar un segundo en observar el cuerpo de Paula en un momento como aquél. 


Pedro atravesó la habitación hasta llegar junto a ella.



Paula se esforzaba por sacar una caja de cartón del estante superior del armario. Cuando vio a Pedro contuvo la respiración y evitó mirarlo a los ojos.


-¿Qué haces? –preguntó Pedro, dejando el disquete y extendiendo los brazos para ayudarla a bajar la caja.


-Mi sobrino se dejó unas cosas cuando vino a ayudarme a pintar. Jimmy tiene sólo quince años, pero es muy largo para su edad. Bueno, no tanto como tú, pero… -su mirada se detuvo al fin sobre la de Pedro-. Puede haber algo mejor que una toalla que te puedas poner encima.


Antes de que tuviese tiempo de pensar en una respuesta, Pedro pudo oír el sonido de las alarmas de los coches de policía en la calle, junto al edificio. Parecía que la pesadilla tocaba a su fin. Sin perder un solo instante, Pedro depositó la caja en el suelo y la abrió con impaciencia. En su interior encontró un par de zapatillas de tenis que parecían al menos cuatro números más pequeñas, una gorra de béisbol morada y una camiseta con dibujos hawaianos. Sacó de la caja unos vaqueros, pero, en cuanto los estiró pudo ver que eran demasiado pequeños y que nunca conseguiría meterse dentro de ellos.


Creo que aquí hay algo que te puede servir –dijo Paula sacando unos viejos pantalones cortos con flecos.


Sin dudarlo, Pedro los aceptó, dándole las gracias y sujetándose sobre un pie mientras introducía el otro en el pantalón.


-Es la segunda vez que me salvas la vida esta noche.


Se oyeron pasos en la escalera. Pedro contuvo la respiración y se ajustó los pantalones. A pesar de ser viejos y estar cedidos, le estaban bastante estrechos. No podía ni agacharse pero, con todo, eran mejor que nada. 


Seguidamente se dirigió hacia la puerta sin hacer ruido, y ordenó a Paula que se mantuviese detrás de él. Pedro sentía el calor de su respiración en la nuca.


-Creo que será mejor que te quedes junto a la puerta –le dijo-. Podría resultar peligroso.


Un golpe seco procedente de su piso le hizo girar la cabeza. 


Parecía como si estuviesen haciendo astillas con algún mueble. Seguro que habían enviado a un joven agente lleno de energía, que estaba destrozando la puerta del piso. Era precisamente lo que quería evitar. El motivo por el que había salido por la ventana era precisamente que no quería provocar un tiroteo. Podría haber ciudadanos inocentes alrededor, por lo que había que evitar el riesgo de una confrontación. La munición de la policía no atravesaba las paredes, pero no sabía qué armas llevarían los otros.


Murmurando en voz baja, rodeó a Paula con los brazos y se tumbó en el suelo. Antes de que pudiera emitir ninguna protesta, Paula se encontraba tumbada de espaldas en el suelo y Pedro estaba encima de ella. Otra vez.





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