martes, 13 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 38




El tiempo se estaba acabando.


Paula se sentó en la pequeña mesa que tenía en su habitación y se enfrentó a los hechos. Tenía que tomar una decisión, y tenía que hacerlo pronto. Aceptar una de las ofertas de trabajo que tenía y dejar su empleo.


Aquello era lo más duro. Marcharse.


En California estaban sucediendo cosas espectaculares en el campo de la pequeña empresa. Gente como Joe Daniels o Mary Ables eran independientes por primera vez en sus vidas y no sólo eso, sino que daban empleo a otra gente. 


Algunas de aquellas pequeñas empresas llegarían a convertirse en corporaciones multimillonarias, como había ocurrido con aquella pequeña zapatería.


Sí, le gustaba su trabajo. Le gustaba la reconfortante tarea de ayudar a poner en marcha empresas a partir de grandes ideas. Pensó en las solicitudes que tenía sobre la mesa. 


Peticiones de gente llena de ideas y ambiciones, gente llena de sueños.


Suspiró. Bueno, también en Dallas había gente llena de sueños, y en Albany.


¿Adónde iría?


Levantó los dos sobres que contenían las dos mejores ofertas de trabajo, una en cada mano, como si el peso fuera a determinar su decisión. No le hacía falta volver a abrir los sobres, sabía lo que contenían. Texas, tratando de recuperarse de la peor crisis económica de su historia. Nueva York, a punto de caer en una. Ambos estados necesitaban el tipo de ayuda que a ella le habían enseñado a dar.


Unas enseñanzas que su madre le había pagado gracias a años de bailar en bares cochambrosos de todo el país. Su madre siempre había fingido que era divertido, pensaba Paula. Hasta que no bailó en el bar de Spike no se dio cuenta de las dificultades, de las circunstancias en las que trabajaba vendiendo su talento. Pero su madre lo vendió como ella había hecho.


Aunque no lo lamentaba. Cuando veía a su madre, y veía que había recobrado el espíritu alegre de siempre y el color de sus mejillas, se alegraba de haberlo hecho.


Si tan sólo no hubiera sido Pedro. Si...


Abrió la caja de la pulsera que le había regalado por su cumpleaños y la levantó. Las joyas brillaron al acariciarla. 


Deseaba guardarlo... conservar algo que él le había regalado, pero no podía. Era demasiado precioso, demasiado valioso. Si supiera...


Pero no quería pensar en ello. Devolvió la pulsera a su lugar y la cerró con determinación.


¿Albany o Dallas? Albany sería como volver a casa. Ella y su madre no vivirían lejos de su tía Mariana y de sus primos de la ciudad de Nueva York. Pero Pedro Alfonso iba a Nueva York a menudo, y aunque probablemente nunca se encontrarían...


Dallas era la mejor elección. Un lugar en el que Pedro Alfonso no tendría ningún interés.


lunes, 12 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 37





Pedro estaba usando su dictáfono. Sus palabras destilaban la misma perspicacia de siempre.


—A la pregunta, ¿se ocupan los gobiernos del estado y de la nación de las empresas? Las evidencias preliminares invitan a responder que no. Al contrario, considerando los cincuenta estados, las agencias para el fomento de la pequeña empresa, son uno de los elementos más importantes del incremento del déficit. Pero, tina vez más, las evidencias pueden ser engañosas.


Apagó el dictáfono, se reclinó en la silla y, por un momento, sus pensamientos le devolvieron a Paula. No era sólo lujuria: Robbie había llegado a conocer a Deedee Divine, una bailarina con un gran corazón.


Pero no se acordaba bien de cómo era.


«Yo sí. Los mismos ojos, los mismos hoyitos, la misma gracia».


Se levantó. Había preguntas difíciles de contestar, como por qué una mujer de buen corazón acababa por hacer un doble juego y una estafa.


Ginger entró en aquellos momentos.


—Perdona, jefe, pero he supuesto que querrías responder a esto en seguida.


Examinó el fax y dijo:
—Sí. Busca papel.


Ginger se sentó a su lado con un bloc de notas, cuando Brian entró apresuradamente.


—Tengo algo bueno, jefe.


Pedro lo miró y sonrió, observando lo que él llamaba la expresión a lo J. Edgar Hoover de Brian.


—¿Has encontrado un culpable, no?


—Aquí en la ciudad, en la bahía.


—¿Ah sí?


—Sí. Saunders no estaba solo en esto.


Durante un segundo a Pedro se le paró el corazón. Ojalá no fuera Paula.


—¿Tienes pruebas?


—No, exactamente, pero lo siento en los huesos. Un cómplice —dijo asintiendo y mirando a Pedro—. A propósito, fue muy buena tu sugerencia de hablar con la mujer de Saunders.


—¿Te dio alguna pista?


—Ella no. No sabía nada. Una mañana se levantó y se dio cuenta de que él se había marchado con todo.


Ginger sacudió la cabeza.


—Vaya, vaya, vaya. ¿No es eso muy masculino? Salir huyendo y dejar a la mujer plantada.


—Y como te digo se llevó todo además —dijo Brian.


—Era un canalla.


—Qué mujer más tonta, es lo que yo diría, por dejar que un hombre que lleva casado contigo dos meses se lleve todo lo que tienes.


—Maldito canalla —insistió Ginger—. Así es como trabajan esos seductores, a toda velocidad.


Pedro la miró. A él le habían conquistado en pocos minutos. 


Se aclaró la garganta, no había tiempo para aquella discusión sexista. Tenía que saberlo todo.


—¿Un cómplice? —preguntó sin querer escuchar la respuesta para que sus sospechas no se vieran confirmadas.


Brian asintió.


—Tiene que haberlo. Nadie en su sano juicio daría un préstamo tan alto a una instalación como la de Saunders.


—Oh.


—Sí. Fui a echar un vistazo al taller de cerámica.


—¿Y?


—Era falso. Sólo una vieja carpintería que dejó el padre de la última esposa de Saunders que lo usaba como taller de cerámica en su tiempo libre hasta que Saunders lo arregló para convertirlo en un taller que no engañaría a ningún profesional. ¿Lo entiendes?


Sí, Pedro lo entendía, y se sentía muy mal. El banco no comprobaría un préstamo garantizado por el estado, sujeto al cuidadoso examen de una agencia de préstamos cuyo responsable...


—Estoy seguro de que habrá alguien en la agencia que haya pensado lo mismo que yo —prosiguió su ayudante—. Pero ya sabes, si el implicado está en un puesto más alto, es fácil enterrar todo el asunto. Así que creo que iré a meter las narices en la agencia y...


— ¡No, espera!


Al ver la mirada de sorpresa de Brian se dio cuenta de que había sido demasiado brusco.


—Tengo algún contacto allí, seguiré con tu trabajo. Tú continúa buscando a Saunders.


«Debo estar loco», pensó mientras Brian le saludaba como diciendo «está bien tú eres el jefe» y se marchaba. Debía estar loco, porque deseaba que Brian no hubiera encontrado nada. No importaba, obviamente había otros sobre la pista. 


Y ellos descubrirían...


Él no quería que fuera su equipo el que la encontrara.


Terminó con la carta que estaba dictando, incluso terminó de dictar un primer borrador de su artículo. Pero su mente estaba en otra parte. ¿Estaba enamorado de una mujer que era una criminal? No importaba, tenía que avisarla. No, preguntarle era mejor, podría estar equivocado.


Sucediera lo que sucediese era hora de decirlo todo.




BAILARINA: CAPITULO 36





Pedro no tuvo que buscar la ocasión para hablar con Robbie, fue él quien lo hizo, apareciendo en su apartamento a la mañana siguiente muy temprano.


—¿Cómo es que has madrugado tanto? —le dijo Pedro, que había tenido que interrumpir su afeitado para abrirle. Sólo llevaba una toalla alrededor de la cintura.


—Quería verte antes de que te fueras a trabajar.


—Pues aquí me tienes. ¿Qué pasa?


—Quería preguntarte tu opinión de Sue —dijo Robbie siguiendo a Pedro hasta el baño y apoyándose en el quicio de la puerta mientras veía cómo se afeitaba.


—Me parece muy simpática.


Y también le parecía muy joven, pero conociendo a Robbie, no le duraría mucho.


—¿Por qué, es algo serio?


—Más o menos. ¿Te acuerdas de Debbie? Te hablé de ella, también participaba en aquel congreso, hemos mantenido el contacto. Está pensando en pedir aquí el traslado y yo estoy con Sue...


—Muy fácil, muchacho. Tienes que aprender a tomártelo con calma. No te comprometas demasiado pronto —le dijo que tenía que decirles a las dos que eran sus mejores amigas y averiguar quién le gustaba más. Terminó de afeitarse, se echó loción y le dijo—: A propósito, ¿qué te parece Paula?


—Muy simpática, me gusta —dijo Robbie y frunció el ceño—. ¿Sabes? Me recuerda a alguien.


—¿Sí? —dijo Pedro, alerta.


—Sí. Recuerdas la bailarina de la que te hablé.


—¿Bailarina? —dijo Pedro tratando de parecer intrigado, cuando apenas podía pronunciar palabra.


—A lo mejor no te dije nada, pero me tenía completamente obnubilado, quería casarme con ella.


—Ya. ¿Y.. y esa... bailarina te recuerda a Paula? ¿Se parece a ella? —dijo Pedro quitándose la toalla y entrando en el dormitorio.


—No. No se parece en nada a ella. Deedee, así se llamaba, tenía el pelo negro y los ojos azules. ¿O eran grises? —dijo Robbie frotándose la nariz—. No me acuerdo. Pero era más, bueno, tenía más curvas. Y cómo movía la cadera y el pecho. Te volvía loco. No me cansaba de mirarla.


Pedro lo escuchaba con atención mientras se ponía los pantalones y pensaba que Robbie nunca se había enamorado, tan sólo había sentido lujuria por aquella mujer. 


Sí, podía recordar la sensación.


—No —dijo Robbie—. No, Paula no se parece a Deedee en su aspecto, pero sí en su forma de actuar. ¿Te has fijado en cómo cuidó de Sue cuando se mareó?


Pedro asintió, sus ojos no abandonaban el rostro de Robbie.


—Así me cuidó Deedee cuando iba por el bar. Aquella noche ella...


Pedro, que se estaba abrochando la camisa, se detuvo.


—¿Dormías con ella?


—Oh, no, sólo una noche. Me emborraché y dijo que no era seguro que condujera, así que me llevó a su casa.


Le habló del café caliente, de que durmió en el sofá, la nota que le dejó a la mañana siguiente y cómo continuó su amistad.


—No me hizo sentirme incómodo, ¿sabes? Igual que Paula impidió que Sue se sintiera incómoda o avergonzada. Deedee tenía aquel don. Incluso con los hombres que iban al bar... Algunos de ellos podían ser rudos, pero todos la respetaban, les gustaba a todos. Tenía una especie de... bueno, se puede decir que era una especie de gracia. Paula también la tiene, me gusta.




BAILARINA: CAPITULO 35





Pedro había observado con atención y no había visto en Robbie la menor señal de que la reconocía, pensaba Pedro al salir del puerto rumbo a San Simeon. Si fuera Deedee Divine, Robbie la habría reconocido. Por supuesto, la vida amorosa de Robbie no era demasiado estable. Cambiaba de afectos con facilidad, de una bailarina a una universitaria de la costa este llamada Debby y a Sue, que acababa de ingresar en la Universidad de Berkeley. No, las emociones de Robbie no eran muy fiables.


Pero su vista era perfecta, y un peinado diferente no podía transformar tanto a una mujer. Si Paula era Deedee Divine, Robbie lo sabría. Iba a casarse con ella, así que la reconocería si volviera a verla.


«No la conoce así que puede que yo esté equivocado. Son dos mujeres distintas».


«Pero a mí tampoco me sucede nada en la vista y juraría que...»


Decidió interrogar a Robbie a la primera oportunidad que se quedaran solos, «pero, maldita sea, recuerda que se supone que no conoces a Deedee Divine», se dijo. «No importa, ya se me ocurrirá algo para sacar el tema».


Pero por otro lado, pensaba, por qué no zanjar de una vez aquella charada preguntándole directamente a ella.


Pero ahí estaba el problema, se había enamorado tan profundamente que no habría soportado una respuesta dolorosa.


Mientras tanto, seguía observando a Paula tan detenidamente como observaba a Robbie, pero ella tampoco daba muestras de reconocerlo. Aunque estaba seguro de que si lo hubiera hecho tendría cuidado de no darlas.


Pero tampoco mostraba ninguna característica de la mujer ambiciosa y capaz de engañar a un hombre, pensaba mientras visitaban la antigua mansión de Hearst. Parecía más disgustada que impresionada ante tanta opulencia.


Fue Sue la que se quedó boquiabierta ante las casas de invitados amuebladas con fabulosas antigüedades traídas de castillos y casas nobles de todo el mundo, la piscina olímpica y las esculturas, los techos tallados y la enorme mesa del comedor y las innumerables cristalerías.


—¡Imaginad! Alguien que te quiera tanto como para regalarte todos estos tesoros —dijo Sue.


—Que te cargue con toda esta chatarra, querrás decir —dijo Paula.


Sue no la había oído.


—Es tan grandioso. ¿No te encantaría vivir aquí?


—No. Me parece más adecuado como museo —replicó Terri, al ver la mirada de Sue añadió—: Sí, supongo que no tengo el menor gusto.


Ciertamente, no el gusto de una mujer ambiciosa, pensó Pedro. No cuando le interesaban más los peces y las cometas que lo tesoros.


De regreso por la costa, estalló la tormenta. Hubo rayos y truenos y empezó a llover a cántaros. El yate se vio agitado por el viento y las olas, y los objetos iban de un lado a otro. 


Pedro y Robbie maniobraban y Paula trató de calmar a una histérica Sue, que se había mareado y vomitó.


Paula limpió la cubierta y encontró las pastillas antimareo. 


Cuando atracaron, estaba tranquila. Los dos hombres se empaparon para amarrar el yate y agradecieron el café y las tostadas que les hizo Paula. Esperaron jugando y contando chistes a que la tormenta amainara y volvieron a San Francisco.




domingo, 11 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 34





Había predicciones de tormenta, pero no eran seguras. Al menos, el sábado por la mañana amaneció claro y soleado, incluso caluroso. Y a medida que transcurriera el día el calor iría aumentando, razonaba escogiendo unos shorts blancos y un top a juego. Le había dicho a Pedro que cruzaría el parque y lo vería en el yate. Tomó una bolsa con la muda y una cesta con fruta y dulces y salió.


Sin embargo, a medio camino, en el parque, se detuvo, interesada en tres niños, Por su aspecto de pobreza, no parecían de aquella zona. Debían vivir en el modesto y poblado barrio que había unas tres manzanas más abajo.


Habían ido a volar unas cometas, una de las cuales se había enganchado en un árbol; un chico se había encaramado al mismo y trataba de soltarla mientras otro le daba indicaciones al tiempo que sujetaba dos cometas que seguían flotando en el aire.


—¡Espera no pises esa rama, se va a romper!


El tercer niño, el más pequeño, miraba, algo molesto.


Paula dejó sus cosas en el suelo y fue a ayudar.


—Dame —dijo recogiendo las cometas—. Sube a ayudarlo. Si le tiras de esa rama mientras...


El niño le expresó su agradecimiento con una sonrisa y salió corriendo hacia su compañero. Pero cuando bajaron la cometa, estaba destrozada, así que el niño más pequeño, pelirrojo y con pecas, se echó a llorar.


—No llores, Chip —le dijo un niño que parecía su hermano—. Rusty te hará otra.


Rusty, el primero que se había subido al árbol, asintió.


—Claro que sí.


Paula examinó la cometa, sabiamente construida con periódicos, pegamento y cordeles. Miró a Rusty, un muchacho de color muy delgado.


—¿La has hecho tú?


—Podría arreglarla si tuviera pegamento y...


—Espera —dijo Paula y volvió sobre sus pasos.


Cuando la cometa estuvo reparada, levantó la vista, y vio que Pedro la miraba con sorpresa.


—Me he entretenido un poco —se disculpó. Pedro recogió su bolsa y se dirigieron al yate.


—Ya veo.


—Pero estaba fascinada. Viste la cometa que Rusty hizo con cordeles y papelotes...


—La vi. Me sorprende que no le hayas propuesto ningún negocio.


Paula sonrió.


—No hace falta. Las vende a quince céntimos cada una —respondió Paula—. Traía galletas, pero se las di.


—Eso si que no me sorprende.


—Ha sido por Chip, el más pequeño, me recuerda a un niño que era vecino de mi tía.


Pedro sonrió.


—Apuesto a que todo el mundo te recuerda a alguien. Incluso la mujer con la que me tropecé el otro día, yo creo que la habrías invitado a tomar una taza de té.


—¿Qué mujer?


Cuando terminó de relatarle la historia, llegaron al yate. Paula se rió.


—No, no la habría invitado a tomar un té. Yo... — dijo y se detuvo al ver a alguien saludando desde el yate.


—¡Hola, Pedro! Aquí estamos, justo a tiempo.


Robbie. ¡Robbie Goodrich! Durante un momento se quedó paralizada por su propia estupidez. ¿Por qué nunca, ni una sola vez, había pensado en aquella posibilidad? Robbie había desaparecido de sus pensamientos completamente.


«Pero en cuanto me vea...» Le dieron ganas de correr.


Pero no podía correr. Pedro la llevaba de la mano y tiraba de ella hacia el yate.


—Ven conmigo. Quiero que conozcas a mi sobrino, Robbie Goodrich.


No podía mirarlo. Con la vista agachada, oyó decir a Pedro:
— Robbie, ésta es mi amiga Paula Chaves.


Y esperó la explosión.


Oyó la voz familiar de Robbie.


—¿Cómo estás? Me alegro de conocerte.


Pero era una voz tranquila, sin sorpresa.


Abrió los ojos. Robbie la estaba observando y empujó a su compañera hacia adelante.


—¿Has dicho Paula? Paula, ésta es Sue Allen.


A Paula le daba vueltas la cabeza. Trató de mantener la compostura y sonrió.


—Hola Sue. Y Robbie ¿verdad?


—Sí. ¡Genial! Lo vamos a pasar muy bien —dijo Robbie y se dirigió a Pedro—. Pedro, ¿podemos ir a San Simeon? Sue no ha estado en el castillo de Hearst.


Pedro dijo que no veía por qué no, mientras Paula se preguntaba si una peluca podía ocultar tan completamente su identidad. Incluso para Robbie, quien la había visto muchas más veces que Pedro como Deedee Divine.


Incluso así, no se relajó hasta que pasaron dos horas, hasta que se aseguró de que Robbie no la recordaba. Y no la recordaba en absoluto. Sólo estaba preocupado por ejercer de copiloto de Pedro y por responder a las preguntas de su guapa novia. Era rubia, joven e impresionable, y no paraba de decir que nunca había estado en un barco tan grande como aquél y que todo era maravilloso.


Y era maravilloso. Un viaje impresionante que Paula iba a recordar el resto de su vida. Navegando a lo largo de la costa de California, salpicada de acantilados, calas y playas, bosques de pinos y granjas. Oían el ocasional bufido de las focas. Una vez, para gozo de Paula y de Sue, se acercaron a una isla donde vieron a los enormes animales tomando el sol sobre las rocas.


—Parecen piedras —dijo Paula—. Hasta que ves que se mueven.


Se cruzaban con otros yates, pero Paula tenía la sensación de que estaban solos. Lejos de otra gente y de pensamientos perturbadores. Los hombres manejaban el yate y las mujeres hacían la comida. Jugaron al Scrabble, al póker y al ajedrez, tomaron el sol y disfrutaron del espectacular paisaje.


Atracaron en Monterrey, alquilaron un coche y condujeron a lo largo del famoso paseo de diecisiete millas de Carmel. 


Visitaron el acuario, que Pedro y Robbie ya habían visto y que Sue no encontró de mucho interés, pero del que Paula disfrutó como una niña. Tardaron en convencerla para salir.


Aquella noche celebraron el veintitrés cumpleaños de Paula en un restaurante con vistas al océano y pista de baile. Hubo velas y tarta de cumpleaños. Fue toda un fiesta, compartida por otros clientes, que se unieron a ellos para cantar «Cumpleaños Feliz». También hubo regalos. Robbie y Sue, advertidos por Pedro, le regalaron una réplica de las orcas que había visto en el acuario. Un regalo que a Paula le pareció encantador.


Pedro... Paula desenvolvió el paquetito alargado y abrió la caja de terciopelo. Era una hermosa pulsera de zafiros y diamantes. Era un regalo exquisito. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo problemas para respirar.


—Deja —le dijo Pedro—. Deja que te la ponga. No pude resistirme. Te queda muy bien.


Paula lo miró. Quería decirle que le parecía maravillosa, preciosa, darle las gracias. Pero se le secó la boca y no pudo hablar.


—Ya está. Perfecto, hace juego con tus ojos. Zafiros, el color azul de tus ojos, y diamantes, su brillo.


Tocó la pulsera suavemente y miró a Pedro, reteniendo las lágrimas. No podía quedársela. Valía una fortuna y ya le había quitado demasiado. Esperaba que nunca lo supiera, pero si lo hacía, quería que supiera que Paula Chaves no era tan avariciosa como Deedee Divine.


Le rompería el corazón, pero se la devolvería. 


Pero no en aquellos instantes, cuando estaba tan orgulloso y complacido con el cumpleaños que le había dado.


—Es el cumpleaños más maravilloso de mi vida.