domingo, 11 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 34





Había predicciones de tormenta, pero no eran seguras. Al menos, el sábado por la mañana amaneció claro y soleado, incluso caluroso. Y a medida que transcurriera el día el calor iría aumentando, razonaba escogiendo unos shorts blancos y un top a juego. Le había dicho a Pedro que cruzaría el parque y lo vería en el yate. Tomó una bolsa con la muda y una cesta con fruta y dulces y salió.


Sin embargo, a medio camino, en el parque, se detuvo, interesada en tres niños, Por su aspecto de pobreza, no parecían de aquella zona. Debían vivir en el modesto y poblado barrio que había unas tres manzanas más abajo.


Habían ido a volar unas cometas, una de las cuales se había enganchado en un árbol; un chico se había encaramado al mismo y trataba de soltarla mientras otro le daba indicaciones al tiempo que sujetaba dos cometas que seguían flotando en el aire.


—¡Espera no pises esa rama, se va a romper!


El tercer niño, el más pequeño, miraba, algo molesto.


Paula dejó sus cosas en el suelo y fue a ayudar.


—Dame —dijo recogiendo las cometas—. Sube a ayudarlo. Si le tiras de esa rama mientras...


El niño le expresó su agradecimiento con una sonrisa y salió corriendo hacia su compañero. Pero cuando bajaron la cometa, estaba destrozada, así que el niño más pequeño, pelirrojo y con pecas, se echó a llorar.


—No llores, Chip —le dijo un niño que parecía su hermano—. Rusty te hará otra.


Rusty, el primero que se había subido al árbol, asintió.


—Claro que sí.


Paula examinó la cometa, sabiamente construida con periódicos, pegamento y cordeles. Miró a Rusty, un muchacho de color muy delgado.


—¿La has hecho tú?


—Podría arreglarla si tuviera pegamento y...


—Espera —dijo Paula y volvió sobre sus pasos.


Cuando la cometa estuvo reparada, levantó la vista, y vio que Pedro la miraba con sorpresa.


—Me he entretenido un poco —se disculpó. Pedro recogió su bolsa y se dirigieron al yate.


—Ya veo.


—Pero estaba fascinada. Viste la cometa que Rusty hizo con cordeles y papelotes...


—La vi. Me sorprende que no le hayas propuesto ningún negocio.


Paula sonrió.


—No hace falta. Las vende a quince céntimos cada una —respondió Paula—. Traía galletas, pero se las di.


—Eso si que no me sorprende.


—Ha sido por Chip, el más pequeño, me recuerda a un niño que era vecino de mi tía.


Pedro sonrió.


—Apuesto a que todo el mundo te recuerda a alguien. Incluso la mujer con la que me tropecé el otro día, yo creo que la habrías invitado a tomar una taza de té.


—¿Qué mujer?


Cuando terminó de relatarle la historia, llegaron al yate. Paula se rió.


—No, no la habría invitado a tomar un té. Yo... — dijo y se detuvo al ver a alguien saludando desde el yate.


—¡Hola, Pedro! Aquí estamos, justo a tiempo.


Robbie. ¡Robbie Goodrich! Durante un momento se quedó paralizada por su propia estupidez. ¿Por qué nunca, ni una sola vez, había pensado en aquella posibilidad? Robbie había desaparecido de sus pensamientos completamente.


«Pero en cuanto me vea...» Le dieron ganas de correr.


Pero no podía correr. Pedro la llevaba de la mano y tiraba de ella hacia el yate.


—Ven conmigo. Quiero que conozcas a mi sobrino, Robbie Goodrich.


No podía mirarlo. Con la vista agachada, oyó decir a Pedro:
— Robbie, ésta es mi amiga Paula Chaves.


Y esperó la explosión.


Oyó la voz familiar de Robbie.


—¿Cómo estás? Me alegro de conocerte.


Pero era una voz tranquila, sin sorpresa.


Abrió los ojos. Robbie la estaba observando y empujó a su compañera hacia adelante.


—¿Has dicho Paula? Paula, ésta es Sue Allen.


A Paula le daba vueltas la cabeza. Trató de mantener la compostura y sonrió.


—Hola Sue. Y Robbie ¿verdad?


—Sí. ¡Genial! Lo vamos a pasar muy bien —dijo Robbie y se dirigió a Pedro—. Pedro, ¿podemos ir a San Simeon? Sue no ha estado en el castillo de Hearst.


Pedro dijo que no veía por qué no, mientras Paula se preguntaba si una peluca podía ocultar tan completamente su identidad. Incluso para Robbie, quien la había visto muchas más veces que Pedro como Deedee Divine.


Incluso así, no se relajó hasta que pasaron dos horas, hasta que se aseguró de que Robbie no la recordaba. Y no la recordaba en absoluto. Sólo estaba preocupado por ejercer de copiloto de Pedro y por responder a las preguntas de su guapa novia. Era rubia, joven e impresionable, y no paraba de decir que nunca había estado en un barco tan grande como aquél y que todo era maravilloso.


Y era maravilloso. Un viaje impresionante que Paula iba a recordar el resto de su vida. Navegando a lo largo de la costa de California, salpicada de acantilados, calas y playas, bosques de pinos y granjas. Oían el ocasional bufido de las focas. Una vez, para gozo de Paula y de Sue, se acercaron a una isla donde vieron a los enormes animales tomando el sol sobre las rocas.


—Parecen piedras —dijo Paula—. Hasta que ves que se mueven.


Se cruzaban con otros yates, pero Paula tenía la sensación de que estaban solos. Lejos de otra gente y de pensamientos perturbadores. Los hombres manejaban el yate y las mujeres hacían la comida. Jugaron al Scrabble, al póker y al ajedrez, tomaron el sol y disfrutaron del espectacular paisaje.


Atracaron en Monterrey, alquilaron un coche y condujeron a lo largo del famoso paseo de diecisiete millas de Carmel. 


Visitaron el acuario, que Pedro y Robbie ya habían visto y que Sue no encontró de mucho interés, pero del que Paula disfrutó como una niña. Tardaron en convencerla para salir.


Aquella noche celebraron el veintitrés cumpleaños de Paula en un restaurante con vistas al océano y pista de baile. Hubo velas y tarta de cumpleaños. Fue toda un fiesta, compartida por otros clientes, que se unieron a ellos para cantar «Cumpleaños Feliz». También hubo regalos. Robbie y Sue, advertidos por Pedro, le regalaron una réplica de las orcas que había visto en el acuario. Un regalo que a Paula le pareció encantador.


Pedro... Paula desenvolvió el paquetito alargado y abrió la caja de terciopelo. Era una hermosa pulsera de zafiros y diamantes. Era un regalo exquisito. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo problemas para respirar.


—Deja —le dijo Pedro—. Deja que te la ponga. No pude resistirme. Te queda muy bien.


Paula lo miró. Quería decirle que le parecía maravillosa, preciosa, darle las gracias. Pero se le secó la boca y no pudo hablar.


—Ya está. Perfecto, hace juego con tus ojos. Zafiros, el color azul de tus ojos, y diamantes, su brillo.


Tocó la pulsera suavemente y miró a Pedro, reteniendo las lágrimas. No podía quedársela. Valía una fortuna y ya le había quitado demasiado. Esperaba que nunca lo supiera, pero si lo hacía, quería que supiera que Paula Chaves no era tan avariciosa como Deedee Divine.


Le rompería el corazón, pero se la devolvería. 


Pero no en aquellos instantes, cuando estaba tan orgulloso y complacido con el cumpleaños que le había dado.


—Es el cumpleaños más maravilloso de mi vida.




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