lunes, 12 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 35





Pedro había observado con atención y no había visto en Robbie la menor señal de que la reconocía, pensaba Pedro al salir del puerto rumbo a San Simeon. Si fuera Deedee Divine, Robbie la habría reconocido. Por supuesto, la vida amorosa de Robbie no era demasiado estable. Cambiaba de afectos con facilidad, de una bailarina a una universitaria de la costa este llamada Debby y a Sue, que acababa de ingresar en la Universidad de Berkeley. No, las emociones de Robbie no eran muy fiables.


Pero su vista era perfecta, y un peinado diferente no podía transformar tanto a una mujer. Si Paula era Deedee Divine, Robbie lo sabría. Iba a casarse con ella, así que la reconocería si volviera a verla.


«No la conoce así que puede que yo esté equivocado. Son dos mujeres distintas».


«Pero a mí tampoco me sucede nada en la vista y juraría que...»


Decidió interrogar a Robbie a la primera oportunidad que se quedaran solos, «pero, maldita sea, recuerda que se supone que no conoces a Deedee Divine», se dijo. «No importa, ya se me ocurrirá algo para sacar el tema».


Pero por otro lado, pensaba, por qué no zanjar de una vez aquella charada preguntándole directamente a ella.


Pero ahí estaba el problema, se había enamorado tan profundamente que no habría soportado una respuesta dolorosa.


Mientras tanto, seguía observando a Paula tan detenidamente como observaba a Robbie, pero ella tampoco daba muestras de reconocerlo. Aunque estaba seguro de que si lo hubiera hecho tendría cuidado de no darlas.


Pero tampoco mostraba ninguna característica de la mujer ambiciosa y capaz de engañar a un hombre, pensaba mientras visitaban la antigua mansión de Hearst. Parecía más disgustada que impresionada ante tanta opulencia.


Fue Sue la que se quedó boquiabierta ante las casas de invitados amuebladas con fabulosas antigüedades traídas de castillos y casas nobles de todo el mundo, la piscina olímpica y las esculturas, los techos tallados y la enorme mesa del comedor y las innumerables cristalerías.


—¡Imaginad! Alguien que te quiera tanto como para regalarte todos estos tesoros —dijo Sue.


—Que te cargue con toda esta chatarra, querrás decir —dijo Paula.


Sue no la había oído.


—Es tan grandioso. ¿No te encantaría vivir aquí?


—No. Me parece más adecuado como museo —replicó Terri, al ver la mirada de Sue añadió—: Sí, supongo que no tengo el menor gusto.


Ciertamente, no el gusto de una mujer ambiciosa, pensó Pedro. No cuando le interesaban más los peces y las cometas que lo tesoros.


De regreso por la costa, estalló la tormenta. Hubo rayos y truenos y empezó a llover a cántaros. El yate se vio agitado por el viento y las olas, y los objetos iban de un lado a otro. 


Pedro y Robbie maniobraban y Paula trató de calmar a una histérica Sue, que se había mareado y vomitó.


Paula limpió la cubierta y encontró las pastillas antimareo. 


Cuando atracaron, estaba tranquila. Los dos hombres se empaparon para amarrar el yate y agradecieron el café y las tostadas que les hizo Paula. Esperaron jugando y contando chistes a que la tormenta amainara y volvieron a San Francisco.




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