domingo, 11 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 32




CUANDO estaba con ella, nada más importaba. Pero cuando se separaban, surgían las dudas. ¿Era tan estúpido y estaba tan enamorado como para que no le importara cómo era ella en realidad?


¿Podía estar equivocado? La administración del estado debía ser estricta a la hora de comprobar las credenciales de alguien, y si ella había llegado con un máster de la Universidad de Stanford y buenas recomendaciones...


Pero la administración había dado el visto bueno a Eric Saunders.


Ella no había vuelto a hablar de mudarse, pero...


Pero no era ella quien le había dicho que se iba, sino Angie. 


Angie, a quien ella no quería dejar en la estacada. Extraña preocupación en alguien acostumbrado a la estafa.


Pero seguía pensando en marcharse. Angie le había dicho que seguía mandando solicitudes de trabajo a todas partes del país. ¿El mismo trabajo para cometer el mismo delito? 


No era probable, lo normal era que quisiera unirse a su cómplice, estuviera donde estuviese, para llevar a cabo otro tipo de estafa.


«Podría estar equivocado en todo el asunto. Puede que ella no tenga nada que ver con Deedee Divine».


Quería creer que estaba equivocado porque estaba tan embrujado por el encanto de aquella mujer que no podía ver con claridad. Cuando le estrechaba entre sus brazos y la besaba... Se excitó con sólo pensarlo.


¿Sentía ella lo mismo por él? Respondía con tanta intensidad a sus caricias que no podía creer que estuviera fingiendo.


Pero siempre se apartaba en el momento crítico, ¿porqué?


Aquel rechazo podía significar que temía un compromiso más fuerte, pero también, que estaba viéndose con alguien más. ¿Le tomaba por imbécil y usaba siempre la misma táctica con estúpidos como él? ¿Una táctica que consistía en volver loco a un hombre hasta conseguir lo que quería de él?


«Ya lo ha conseguido, muchacho, cuatrocientos mil dólares». 


Entonces, ¿estaba jugando con él porque le divertía?


Pero se negaba a creer tal cosa. Paula no estaba fináiendo, era una mujer apasionada y...


Y había seducido a Robbie, hasta el punto de que éste había desafiado a su abuelo al querer casarse con ella.


Esa era de verdad Deedee Divine.


Robbie. Él lo sabría. ¿Por qué no había pensado antes en él? Se había quedado sólo a juzgar aquel asunto, cuando Dios sabía que en aquella ocasión su juicio no era muy fiable. No diría nada, tan sólo haría que se encontraran y se sentaría a ver qué ocurría.




sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 31




Aquella noche le asaltó el problema, siguiendo un impulso, se presentó en el piso de Paula. ¿Un impulso? ¿En qué momento no deseaba ver a Paula?


Paula se quitó la chaqueta y fue a buscar dinero para pagar al vendedor de periódicos, que les subía el periódico al piso. Pedro fue al salón, donde estaba Angie, en una de las pocas noches que pasaba en casa. Estaba sentada en el suelo, echando unas cartas.


—¡Pedro! —le dijo—. Me alegro de que hayas venido. Quiero que hables con Paula.


—¿Hum?


—Sobre sus planes para irse.


—¿Irse? —dijo Pedro con un sobresalto—. ¿De este piso?


—Del piso, del trabajo y de la ciudad.


Pedro le palpitó el corazón con una terrible sospecha. 


¿Una artista de la estafa abandonando el lugar del último crimen?


—¿Adónde va?


—Todavía no lo ha decidido —dijo Angie haciendo un gesto con las manos—. ¿No te parece extraño? Se va, adonde sea.


Pedro la miraba lleno de aprensión.


—¿Por qué?


—Eso es lo que estoy tratando de averiguar —dijo Angie inclinándose sobre las cartas—. Lo único que sé es que volvió de Seattle diciendo que se iría y que tenía que ir buscando otra compañera de piso.


Seattle. Todos aquellos viajes a Seattle. La vez que la encontró empapada y aturdida bajo la lluvia, sin saber dónde estaba, con una gran preocupación. ¿Fue entonces cuando vieron a Saunders en Seattle? Ella había dejado de preocuparse de repente. ¿Cuando él se puso a salvo?


Angie se le quedó mirando.


—,No te lo ha dicho?


— No.


Paula entró en aquellos momentos.


—¿Quieres beber algo, Pedro? ¿Un martini, una taza de café? Iba a preparar uno —dijo.


Pedro negó con la cabeza, pero cambió de opinión.


—Sí, un café —le dijo, mientras tanto Angie podría darle más información.


Paula se fue a la cocina y Pedro se sentó junto a Angie en el suelo.


—¿No sabes por qué quiere marcharse?


—No. Tampoco hay indicaciones en su horóscopo —dijo Angie tapando los papeles y con una expresión de desconcierto—. No lo entiendo, le encanta su trabajo, y creo que tú le gustas mucho. Tal vez... —dijo dirigiendo a Pedro una mirada penetrante—. ¿Qué eres?


—¿Eh? Ah, soy escritor.


—No, eso ya lo sé. ¿Cuál es tu signo?


—¿Signo?


Angie frunció los labios con exasperación.


—El signo del zodíaco. ¿Qué día naciste?


—Ah, el seis de julio.


—¡Cáncer! Sí, claro. Tenía que haberme dado cuenta. Tienes la personalidad y las cualidades de los cáncer. Una combinación perfecta para una sagitario. Ése es el signo de Paula, así que ése no debe ser el problema —dijo Angie con mayor desconcierto—. Y también eres rico, ¿no?


Pedro asintió.


— Relativamente.


—No es que eso le importe mucho a una sagitario.


—¿No?


Puede que a una sagitario no le importara, pero estaba seguro de que a una mujer que se las había arreglado para hacerse con cuatrocientos mil dólares sí le importaba. 


Empezaba a cansarse de aquella charla irrelevante sobre signos del zodíaco y se inclinó hacia Angie.


—Mira, Angie, esto ha sido muy repentino, ¿no? Así que tiene que haber sucedido algo.


—No, te digo que no. Y esto no dice nada.


Pedro le daban ganas de sacudirla. ¿Qué diablos esperaba encontrar en aquellos papeles?


—Tiene que haberte dicho algo antes de ahora, tiene que haber alguna indicación.


Angie no le escuchaba.


—Si supiera la hora exacta de su nacimiento. Paula no la sabe, y es muy importante. ¿Sabes? —dijo y se inclinó hacia Pedro, como si fuera a hacerle una confidencia—. Nada puede oscurecer el brillo del sol cuando se encuentra en un signo, y cuando Paula nació, estaba en sagitario. Pero hay otros factores a considerar. Además del sol y la luna, las dos luminarias, los planetas también afectan tu vida, de acuerdo al signo en el que estaban cuando naciste, a su localización exacta en el cielo, a la distancia entre ellos en grados, a su aspecto, etcétera.


Pedro asintió. No sabía de qué estaba hablando pero no le importaba.


Angie continuaba hablando. Cuando Paula volvió con una bandeja con café y pastas, Pedro se alegró de verla y se levantó para ayudarla.


—¿Estás pensando en marcharte?


Paula dirigió a Angie una mirada llena de exasperación, luego miró a Pedro.


—No es definitivo —dijo—. Sólo se lo he dicho a Angie por si acaso, para que pudiera buscar a alguien para compartir el piso.


Angie la miró.


—¡Y no te parece muy raro! Llevamos dos meses aquí y ahora quiere irse. ¡Es una sagitario completa! No le importa nada. Demasiado ocupada buscando causas perdidas que defender para preocuparse de por dónde anda o a quien está pisando.


—Angie, cállate.


—No voy a callarme. Es a mí a quien estás pisando, y ni siquiera sabes adónde vas, y no comprendo por qué te vas. ¿A qué viene marcharse así, tan de repente?


—No me voy de repente. Sólo he dicho que... que puede que me vaya.


Ojalá no hubiera dicho nada. Pero lo había hecho, porque no veía otra salida a su situación que marcharse y no quería dejar a Angie con el problema de tener que pagar el alquiler del piso ella sola.


—De todas formas —dijo—. No me voy ahora, así que, ¿podemos dejar el tema?


Pero Angie no quiso dejar el tema y siguió gruñendo y quejándose de cómo la naturaleza podía llegar a afectar a algunas personas y de la fuerza que debía tener el ascendente de Paula, el signo que estaba en el este en el momento exacto de su nacimiento. Paula deseaba que se callara de una vez.


—Se te está enfriando el café —le dijo a Pedro—. ¿No quieres pasteles de melocotón? Están muy buenos, los compro en el horno que hay al lado del kiosco.


Pedro miró los pasteles, luego la miró a ella.


—Vámonos de aquí.



Paula vaciló. Pedro tenía un aspecto amenazador.


Él se dirigió al vestíbulo y le indicó que lo siguiera. Se puso la chaqueta en silencio, tomó una de las de Paula y se la dio. 


Sin esperar a que se la pusiera la agarró del brazo y la empujó hacia afuera. Fue un gesto parecido al de la segunda noche en el bar de Spike: «¡Me ha mentido!» Le temblaron las rodillas. «Lo sabe, lo sabe». Le dieron ganas de salir corriendo o de aferrarse a él y explicárselo todo, rogándole que comprendiera.


Salieron a la calle. Tenía la boca seca y Pedro la apretaba con fuerza. Lo único que podía hacer era seguirle, casi corriendo, dando dos pasos por cada uno que daba él.


Finalmente, Pedro habló.


—Pensé que éramos amigos.


—Y... y lo somos.


—¿Entonces a qué viene tanto secreto?


—¿Secreto?


—¿Estabas planeando desaparecer, desvanecerte?


—Yo... no.


Se interrumpió, porque aquello era precisamente lo que tenía planeado. Desaparecer.


—¿Y bien?


Fue como un ladrido, Paula cayó de rodillas sobre la hierba. ¿Cuánto había averiguado?, se preguntó, mientras Pedro la levantaba.


—¿Y bien? ¿Por qué no me habías dicho que te marchabas?


—Pero si no. Sólo estaba.. planeando.


—¿Dónde está la diferencia?


La tomó en brazos y al cabo de un rato la dejó sobre la cubierta de su yate. La metió en el camarote y cerró la puerta. Encendió la luz y la miró fijamente.


—¿No crees que es hora de que seas sincera conmigo?


Paula no podía hablar. Sólo podía mirarlo en silencio. Pedro la miraba con el gesto sombrío y los ojos penetrantes, la misma mirada que le había dirigido aquella noche en el bar de Spike.


—Me has mentido, ¿verdad?... Me has engañado, has hecho un doble juego... restitución legal... la cárcel.


Helada hasta los huesos, cruzó los brazos para protegerse, escudándose contra la ira de Pedro.


Pedro no podía soportarlo. Podía ver la culpa en aquel rostro dulce e inocente, el temblor de aquellos labios, el temor en los ojos. Paula era tan pequeña, tan vulnerable, tan desamparada, parecía un animal atrapado. Le palpitaba el corazón y sintió que se debilitaban sus defensas.


—¿Tienes frío? —le dijo y fue a encender la calefacción.


La ira se desvaneció y se dio cuenta de que tenía tanto miedo como ella. ¿En cuántos asuntos la había metido Saunders, con su maldito atractivo?


—El no merece la pena, ¿sabes? —le dijo.


—¿Quién?


—Ese tipo al que estás dispuesta a seguir hasta el infierno.


No había ninguna falsedad en su gesto de asombro.


—¿Quién? ¿De qué estás hablando?


¿Podía estar equivocado? ¿Podía haber dos personas iguales en el mundo? ¿Podía la mujer que tenía ante sí no tener ninguna conexión con aquella bailarina y tener una causa razonable para marcharse? Era una posibilidad tan maravillosa que no pudo evitar una sonrisa.


—Estoy hablando de tu marcha —dijo—. ¿Qué otra razón podría haber a no ser un hombre?


—Estás loco —dijo ella a punto de soltar una carcajada de alivio. ¡Estaba enfadado porque estaba celoso! Porque ella le importaba mucho—. No. No hay ningún hombre —susurró mirándolo.


No lo dijo, pero él pudo verlo en sus ojos. «Ningún hombre excepto tú». Con infinita ternura, él la atrajo hacia sí. Ella apoyó la cabeza sobre su pecho, y él le rozó el cabello con la mejilla.


—¿Entonces por qué? ¿Por qué me dejas?


—No me voy, todavía no.


—¿Pero sí pronto?


Paula asintió sin levantar la cabeza de su pecho y luego hizo un gesto negativo. El susurro fue tan suave que Pedro casi no lo oyó.


—No lo sé. Puede ser.


—¿Por qué?


—Porque —dijo Paula y se detuvo. Porque no había forma de deshacer lo que había hecho y no quería que él supiera la verdad. Por todos. Por su madre, que nunca se perdonaría el precio que Paula había tenido que pagar por su vida. Por Juan Goodrich, a quien le seguía debiendo todo aquel dinero. Y por Pedro, a quien amaba y que tal vez amaba a Paula Chaves. No quería verlo cambiar, no quería ver su mirada de condena, de desprecio.


—¿Por qué? —volvió a preguntar Pedro.


—No hagas preguntas.


Él no hizo más preguntas. No quería saber. Ya no le importaba quién era ella o lo que era. Lo que importaba era el débil ruego de su cuerpo, que encendía sus deseos, la dulzura que emanaba de sus labios, que provocaba en él oleadas de deseo, su apasionada respuesta a lo que él le pedía con sus caricias.


Lo único que importaba era que estaba allí, en sus brazos, y que no quería que se marchara jamás.




BAILARINA: CAPITULO 30




Lo había pensado desde que salía de Seattle. No había otra manera. Tenía que abandonar San Francisco, y tenía que hacerlo antes de que su madre se recuperase por completo, se mudara, conociera a Pedro y todo saliera a la luz, explotando como una bomba.


Había demasiada gente implicada. Su madre, que nunca se perdonaría el precio que ella había pagado por su vida. No dejaba de alabar a su benefactor, y si Pedro, o cualquiera, mencionaba el nombre de Juan Goodrich, o si llegaba a conocerlo, lo que ciertamente podría ocurrir si conocía a Pedro...


Juan Goodrich, que tenía su propio concepto de las bailarinas, un concepto que no mejoraría cuando supiera lo que una de ellas había hecho para conseguir una suma de dinero que nunca podría devolverle. Un dinero que él había pagado para salvar a su nieto de la manipulación de la misma bailarina. ¿Y de su sobrino? ¿Qué pensaría entonces de su sobrino? Si sabía que Pedro...


Pedro. ¿Qué podría decirle? Primero pensó que acabaría por reconocerla. Pero no, estaba segura de que aceptaba plenamente que era Paula Chaves. Se comportaba con ella con tanta sinceridad, con tanta... ¿admiración? Cada vez pasaba más y más tiempo con ella. No importaba lo que hicieran, navegar, jugar al ajedrez, o simplemente hablar, eran tiempos dorados.


Y cuando la besaba... Se estremeció, a pesar de que estaba en su despacho.


Se levantó, se acercó al frigorífico y bebió agua fría: No era ocasión para dejarse inundar por los recuerdos. Tenía que pensar.


Tal vez podría decírselo a Pedro.


Sí, claro:
«Mira, tengo que decirte algo. Soy Paula Chaves, pero una vez me encontré contigo y tú pensabas que era Deedee Divine, y lo era porque...»


Paula dejó caer el vaso de papel imaginando la cara que puso Pedro aquella noche, mirando a Deedee Divine. Tomó algunas toallas de papel, las mojó y se refrescó la cara.


—Un poco complicado —dijo imaginando que se lo decía a Pedro—. Mi madre estaba enferma y yo...


—Dios mío, Paula, ¿qué pasa?


Era Liz, una de sus compañeras de trabajo que la ayudó a secarse el agua que resbalaba por el vestido.


—Cómo te has puesto, niña. Pero no pasa nada, sólo es agua. Paula, quiero que eches un vistazo a estas solicitudes.


—Claro —dijo Paula yendo hacia su mesa y sentándose con Liz, absorta en su trabajo.


Pero cuando se quedaba sola no podía pensar en otra cosa que en su dilema. Tenía que explicar demasiadas cosas a demasiada gente. Le gustaba mucho Pedro Alfonso y ella le gustaba a él, tal vez se estuviera enamorando de ella, y no soportaría ver que su amor se transformaba en odio. Si se iba, no volvería a verlo... pero la única forma de escapar de aquella situación sin salida era abandonar la ciudad.


¿Y abandonar su trabajo? Le gustaba lo que estaba haciendo y no le resultaría fácil encontrar otro empleo.


Terminó de hacer lo que tenía que hacer con diligencia. 


Envió solicitudes y referencias a lugares del Estado que se encontraban a cientos de kilómetros.


No le habló de sus planes a nadie, excepto a Angie, rogándole que mantuviera el secreto.


—No quiero que la agencia sepa que dejo el trabajo hasta que haya conseguido otro.


Angie se quedó muy sorprendida y desconcertada, tal como Paula había imaginado.


Pero tenía que decírselo. Sabía que Angie contaba con ella para compartir el piso y si se iba de repente... Pero así debía irse, de repente, antes de que Pedro tuviera tiempo de hacer preguntas.




BAILARINA: CAPITULO 29




Pedro caminaba rápidamente, vigorizado por el aire fresco de la mañana. Siempre iba andando a trabajar desde su apartamento, que estaba en Nob Hill. Era un camino empinado, una cuesta muy pronunciada por la que tenía que descender, lo que le resultaba mucho más fácil que meterse con el Jaguar en el denso tráfico de la ciudad. Era un buen ejercicio y le daba tiempo para pensar. Muchas veces había planeado un artículo entero en aquel paseo.


Pero no en aquella ocasión. Sólo podía pensar en Paula. Debía estar tan metida como Angie en cuestiones metafísicas y sobrenaturales. Tenía que haberle dado una pócima, porque todos los hechos indicaban que era culpable, pero cuando la miraba le daban ganas de hincarse de rodillas y perdonárselo todo.


¿Era realmente una estafadora? Se había movido con tanta facilidad y encanto entre aquella gente el día anterior exhibiendo «pureza, bondad y gracia». Profirió un juramento, ¿por qué continuaba relacionándola con aquel poema? Pero era cierto, trataba a todos con interés y curiosidad. Ella...


—Perdón —dijo y tomó del brazo a la mujer con la que había tropezado antes de que se cayera.


—¡La calle no es suya, bruto! ¿Se cree que nadie tiene derechos excepto los canallas evasores de impuestos como usted?


—Lo siento —dijo Pedro soltándola y dándole una de las bolsas de comida que se le habían caído.


Ella se inclinó junto a él. Olía a tabaco y a sudor.


— ¡Tengo los mismos derechos que usted!


—Tiene razón —dijo Pedro y se separó de ella, consciente de las miradas de otros viandantes.


—¡Debería tener respeto por una mujer que podría ser su madre! Debería sentir pena de una pobre alma necesitada como la mía.


Pedro le dio lástima; buscó en sus bolsillos y le dio un billete de diez dólares. Probablemente se los gastaría en alcohol, ¿pero qué más podía hacer?


La mujer, sorprendida, tomó el billete, ávidamente se lo metió bajo el sujetador y le sonrió, exhibiendo unos dientes desgastados y amarillos.


—Gracias, hijo. El Señor ama a los que dan lo que tienen con alegría, que Dios te bendiga —murmuró mientras siguió calle arriba mezclándose entre la multitud.


Pedro siguió caminando, pensando en aquel incidente. ¿Era él de los que dan con alegría lo que tienen? Era Diegp quien se ocupaba de hacer donaciones a cuenta suya: a un hospital de Tanzania, a un hogar infantil y a un asilo. No, aparte de algunas limosnas de vez en cuando, él no estaba comprometido con los necesitados, como Paula, pensó, que charlaba alegremente con los asiduos de un bar o con los adolescentes que trabajaban en un taller. No, él no era de los que dan con alegría.


No pensó en la ocasión en que había sacado a un niño de una casa en llamas durante una revuelta en El Salvador, o cuando, bajo fuego enemigo, había llevado trigo a un pueblo cuyos habitantes se estaban muriendo de hambre. Episodios rutinarios en la vida de un periodista, habría dicho.


Las dudas sobre Paula seguían royéndole el corazón. ¿Lo había llevado deliberadamente a ver los negocios más humildes, aquellos en que la cantidad del préstamo era demasiado pequeña como para que mereciera la pena robar una parte? Solicitantes que inspirasen simpatía y no sospechas.


Pero no estaba pensando con claridad. Cualquier negocio floreciente, grande o pequeño, era... floreciente. Nadie había huido con el dinero, y si había algún plan para futuros fraudes...


Qué estúpido. Los estafadores nunca actuaban dos veces en el mismo sitio. Se movían de un lado a otro.


Paula no se estaba moviendo. Parecía inmersa e interesada en su trabajo. Aquella idea le alegró y entró en su despacho con una sonrisa.


—Hola, Ginger. Brian, ¿algo nuevo sobre Saunders?


—Otra mujer, en Virginia.


—¿Otra? No sabía que estuviera casado.


—Sí, aunque su mujer no estaba involucrada en el caso. Llevaba casada con él cuatro meses y se quedó tan sorprendida como la agencia cuando desapareció. Además también perdió todo lo que tenía.


—¿Y tiene otra mujer en Virginia?


—Es sólo una de las muchas mujeres con las que Saunders se ha casado y dejado tiradas. Así solía operar —dijo Brian mientras Pedro se sentaba en su mesa.


—¿Ah, sí?


—Sí, ha dejado muchos corazones rotos por el camino. Parece que es muy atractivo para las mujeres.


¿Igual que Paula con los hombres? ¿Era ése su modo de operar?


—Hay algo más —dijo Brian reclinándose sobre su silla—. Aunque no es de mucha ayuda. Parece que lo vieron en Seattle hace unas semanas, pero se escapó.


Seattle, aquello hizo sonar una campana en la cabeza de Pedro.