sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 31




Aquella noche le asaltó el problema, siguiendo un impulso, se presentó en el piso de Paula. ¿Un impulso? ¿En qué momento no deseaba ver a Paula?


Paula se quitó la chaqueta y fue a buscar dinero para pagar al vendedor de periódicos, que les subía el periódico al piso. Pedro fue al salón, donde estaba Angie, en una de las pocas noches que pasaba en casa. Estaba sentada en el suelo, echando unas cartas.


—¡Pedro! —le dijo—. Me alegro de que hayas venido. Quiero que hables con Paula.


—¿Hum?


—Sobre sus planes para irse.


—¿Irse? —dijo Pedro con un sobresalto—. ¿De este piso?


—Del piso, del trabajo y de la ciudad.


Pedro le palpitó el corazón con una terrible sospecha. 


¿Una artista de la estafa abandonando el lugar del último crimen?


—¿Adónde va?


—Todavía no lo ha decidido —dijo Angie haciendo un gesto con las manos—. ¿No te parece extraño? Se va, adonde sea.


Pedro la miraba lleno de aprensión.


—¿Por qué?


—Eso es lo que estoy tratando de averiguar —dijo Angie inclinándose sobre las cartas—. Lo único que sé es que volvió de Seattle diciendo que se iría y que tenía que ir buscando otra compañera de piso.


Seattle. Todos aquellos viajes a Seattle. La vez que la encontró empapada y aturdida bajo la lluvia, sin saber dónde estaba, con una gran preocupación. ¿Fue entonces cuando vieron a Saunders en Seattle? Ella había dejado de preocuparse de repente. ¿Cuando él se puso a salvo?


Angie se le quedó mirando.


—,No te lo ha dicho?


— No.


Paula entró en aquellos momentos.


—¿Quieres beber algo, Pedro? ¿Un martini, una taza de café? Iba a preparar uno —dijo.


Pedro negó con la cabeza, pero cambió de opinión.


—Sí, un café —le dijo, mientras tanto Angie podría darle más información.


Paula se fue a la cocina y Pedro se sentó junto a Angie en el suelo.


—¿No sabes por qué quiere marcharse?


—No. Tampoco hay indicaciones en su horóscopo —dijo Angie tapando los papeles y con una expresión de desconcierto—. No lo entiendo, le encanta su trabajo, y creo que tú le gustas mucho. Tal vez... —dijo dirigiendo a Pedro una mirada penetrante—. ¿Qué eres?


—¿Eh? Ah, soy escritor.


—No, eso ya lo sé. ¿Cuál es tu signo?


—¿Signo?


Angie frunció los labios con exasperación.


—El signo del zodíaco. ¿Qué día naciste?


—Ah, el seis de julio.


—¡Cáncer! Sí, claro. Tenía que haberme dado cuenta. Tienes la personalidad y las cualidades de los cáncer. Una combinación perfecta para una sagitario. Ése es el signo de Paula, así que ése no debe ser el problema —dijo Angie con mayor desconcierto—. Y también eres rico, ¿no?


Pedro asintió.


— Relativamente.


—No es que eso le importe mucho a una sagitario.


—¿No?


Puede que a una sagitario no le importara, pero estaba seguro de que a una mujer que se las había arreglado para hacerse con cuatrocientos mil dólares sí le importaba. 


Empezaba a cansarse de aquella charla irrelevante sobre signos del zodíaco y se inclinó hacia Angie.


—Mira, Angie, esto ha sido muy repentino, ¿no? Así que tiene que haber sucedido algo.


—No, te digo que no. Y esto no dice nada.


Pedro le daban ganas de sacudirla. ¿Qué diablos esperaba encontrar en aquellos papeles?


—Tiene que haberte dicho algo antes de ahora, tiene que haber alguna indicación.


Angie no le escuchaba.


—Si supiera la hora exacta de su nacimiento. Paula no la sabe, y es muy importante. ¿Sabes? —dijo y se inclinó hacia Pedro, como si fuera a hacerle una confidencia—. Nada puede oscurecer el brillo del sol cuando se encuentra en un signo, y cuando Paula nació, estaba en sagitario. Pero hay otros factores a considerar. Además del sol y la luna, las dos luminarias, los planetas también afectan tu vida, de acuerdo al signo en el que estaban cuando naciste, a su localización exacta en el cielo, a la distancia entre ellos en grados, a su aspecto, etcétera.


Pedro asintió. No sabía de qué estaba hablando pero no le importaba.


Angie continuaba hablando. Cuando Paula volvió con una bandeja con café y pastas, Pedro se alegró de verla y se levantó para ayudarla.


—¿Estás pensando en marcharte?


Paula dirigió a Angie una mirada llena de exasperación, luego miró a Pedro.


—No es definitivo —dijo—. Sólo se lo he dicho a Angie por si acaso, para que pudiera buscar a alguien para compartir el piso.


Angie la miró.


—¡Y no te parece muy raro! Llevamos dos meses aquí y ahora quiere irse. ¡Es una sagitario completa! No le importa nada. Demasiado ocupada buscando causas perdidas que defender para preocuparse de por dónde anda o a quien está pisando.


—Angie, cállate.


—No voy a callarme. Es a mí a quien estás pisando, y ni siquiera sabes adónde vas, y no comprendo por qué te vas. ¿A qué viene marcharse así, tan de repente?


—No me voy de repente. Sólo he dicho que... que puede que me vaya.


Ojalá no hubiera dicho nada. Pero lo había hecho, porque no veía otra salida a su situación que marcharse y no quería dejar a Angie con el problema de tener que pagar el alquiler del piso ella sola.


—De todas formas —dijo—. No me voy ahora, así que, ¿podemos dejar el tema?


Pero Angie no quiso dejar el tema y siguió gruñendo y quejándose de cómo la naturaleza podía llegar a afectar a algunas personas y de la fuerza que debía tener el ascendente de Paula, el signo que estaba en el este en el momento exacto de su nacimiento. Paula deseaba que se callara de una vez.


—Se te está enfriando el café —le dijo a Pedro—. ¿No quieres pasteles de melocotón? Están muy buenos, los compro en el horno que hay al lado del kiosco.


Pedro miró los pasteles, luego la miró a ella.


—Vámonos de aquí.



Paula vaciló. Pedro tenía un aspecto amenazador.


Él se dirigió al vestíbulo y le indicó que lo siguiera. Se puso la chaqueta en silencio, tomó una de las de Paula y se la dio. 


Sin esperar a que se la pusiera la agarró del brazo y la empujó hacia afuera. Fue un gesto parecido al de la segunda noche en el bar de Spike: «¡Me ha mentido!» Le temblaron las rodillas. «Lo sabe, lo sabe». Le dieron ganas de salir corriendo o de aferrarse a él y explicárselo todo, rogándole que comprendiera.


Salieron a la calle. Tenía la boca seca y Pedro la apretaba con fuerza. Lo único que podía hacer era seguirle, casi corriendo, dando dos pasos por cada uno que daba él.


Finalmente, Pedro habló.


—Pensé que éramos amigos.


—Y... y lo somos.


—¿Entonces a qué viene tanto secreto?


—¿Secreto?


—¿Estabas planeando desaparecer, desvanecerte?


—Yo... no.


Se interrumpió, porque aquello era precisamente lo que tenía planeado. Desaparecer.


—¿Y bien?


Fue como un ladrido, Paula cayó de rodillas sobre la hierba. ¿Cuánto había averiguado?, se preguntó, mientras Pedro la levantaba.


—¿Y bien? ¿Por qué no me habías dicho que te marchabas?


—Pero si no. Sólo estaba.. planeando.


—¿Dónde está la diferencia?


La tomó en brazos y al cabo de un rato la dejó sobre la cubierta de su yate. La metió en el camarote y cerró la puerta. Encendió la luz y la miró fijamente.


—¿No crees que es hora de que seas sincera conmigo?


Paula no podía hablar. Sólo podía mirarlo en silencio. Pedro la miraba con el gesto sombrío y los ojos penetrantes, la misma mirada que le había dirigido aquella noche en el bar de Spike.


—Me has mentido, ¿verdad?... Me has engañado, has hecho un doble juego... restitución legal... la cárcel.


Helada hasta los huesos, cruzó los brazos para protegerse, escudándose contra la ira de Pedro.


Pedro no podía soportarlo. Podía ver la culpa en aquel rostro dulce e inocente, el temblor de aquellos labios, el temor en los ojos. Paula era tan pequeña, tan vulnerable, tan desamparada, parecía un animal atrapado. Le palpitaba el corazón y sintió que se debilitaban sus defensas.


—¿Tienes frío? —le dijo y fue a encender la calefacción.


La ira se desvaneció y se dio cuenta de que tenía tanto miedo como ella. ¿En cuántos asuntos la había metido Saunders, con su maldito atractivo?


—El no merece la pena, ¿sabes? —le dijo.


—¿Quién?


—Ese tipo al que estás dispuesta a seguir hasta el infierno.


No había ninguna falsedad en su gesto de asombro.


—¿Quién? ¿De qué estás hablando?


¿Podía estar equivocado? ¿Podía haber dos personas iguales en el mundo? ¿Podía la mujer que tenía ante sí no tener ninguna conexión con aquella bailarina y tener una causa razonable para marcharse? Era una posibilidad tan maravillosa que no pudo evitar una sonrisa.


—Estoy hablando de tu marcha —dijo—. ¿Qué otra razón podría haber a no ser un hombre?


—Estás loco —dijo ella a punto de soltar una carcajada de alivio. ¡Estaba enfadado porque estaba celoso! Porque ella le importaba mucho—. No. No hay ningún hombre —susurró mirándolo.


No lo dijo, pero él pudo verlo en sus ojos. «Ningún hombre excepto tú». Con infinita ternura, él la atrajo hacia sí. Ella apoyó la cabeza sobre su pecho, y él le rozó el cabello con la mejilla.


—¿Entonces por qué? ¿Por qué me dejas?


—No me voy, todavía no.


—¿Pero sí pronto?


Paula asintió sin levantar la cabeza de su pecho y luego hizo un gesto negativo. El susurro fue tan suave que Pedro casi no lo oyó.


—No lo sé. Puede ser.


—¿Por qué?


—Porque —dijo Paula y se detuvo. Porque no había forma de deshacer lo que había hecho y no quería que él supiera la verdad. Por todos. Por su madre, que nunca se perdonaría el precio que Paula había tenido que pagar por su vida. Por Juan Goodrich, a quien le seguía debiendo todo aquel dinero. Y por Pedro, a quien amaba y que tal vez amaba a Paula Chaves. No quería verlo cambiar, no quería ver su mirada de condena, de desprecio.


—¿Por qué? —volvió a preguntar Pedro.


—No hagas preguntas.


Él no hizo más preguntas. No quería saber. Ya no le importaba quién era ella o lo que era. Lo que importaba era el débil ruego de su cuerpo, que encendía sus deseos, la dulzura que emanaba de sus labios, que provocaba en él oleadas de deseo, su apasionada respuesta a lo que él le pedía con sus caricias.


Lo único que importaba era que estaba allí, en sus brazos, y que no quería que se marchara jamás.




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