sábado, 20 de enero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 4





¡Había funcionado! ¡Había funcionado! Tal vez sólo bastaba rogar a Dios para que algo se hiciera realidad. Se había imaginado a sí misma contando billetes de mil dólares y sonriendo, sabiendo qué su madre lograría salvarse. No tenía billetes, pero en su bolsillo había un cheque por cuatrocientos mil dólares que no sólo serviría para pagar la operación, sino la estancia de su madre y de su tía en Seattle y seis meses de cuidados postoperatorios.


Paula sintió un gran alivio, como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Qué extraño era todo. De no haber sustituido a su madre, si no hubiera conocido a Robbie... 


Pero así eran las cosas, tal como había dicho Angie: «No tienes que pensar cómo va a ocurrir, ya lo verás cuando suceda».


Y eso había hecho. Había rogado a Dios, había imaginado y...


«¡Pero has mentido!», se decía. «No, no exactamente. No pude evitar que pensara que... ¡Pero le has ayudado a pensarlo! De acuerdo, pero si Dios o alguien allá arriba pensó que ésta era la forma de conseguir el dinero, cómo iba yo a interponerme. De todas formas» prometió, cuando el sentido de culpa perturbaba su alivio, «le devolveré todo. Hasta el último céntimo».


«¡Ja! ¿Cuatrocientos mil dólares?»


«Pero la gente paga sus casas y sus coches por mensualidades, ¿o no? Está bien, puede que me lleve la vida entera, pero lo devolveré. Lo prometo. Empezaré a pagar en cuanto mamá esté bien.»


Paula se puso manos a la obra lo más deprisa que pudo. A la mañana siguiente, depositó el cheque antes de que pudieran anularlo por alguna razón... como por ejemplo que Robbie les dijera la verdad. Pero ellos no le dirían que la habían comprado, ¿verdad? No. Alfonso no sólo le había hecho prometer que no se casaría con Robbie, sino que no le diría que había dio a verla.


Alfonso, Pedro Alfonso. La noche anterior aquel nombre le había resultado familiar, aquella mañana, con la mente más despejada, sabía por qué. Pedro Alfonso. Su columna en el Chronicle era lo primero que leía cada mañana. Escribía acerca de cualquier tema, política, economía o sociedad, y siempre llegaba al meollo de los problemas y lo explicaba con claridad. Respetaba mucho sus opiniones y había empezado a fiarse de sus juicios.


Pero, ya no, no después de la noche anterior. Era un hombre arrogante, dogmático y engreído que manipulaba a la gente con la palabra escrita, y con dinero.


Pero, ¿por qué estaba tan decepcionada? Porque al verlo pensó... Pero, ¿quién era ella para pensar nada? Tenía aspecto de hombre sincero y de una pieza. De hombre en quien se podía confiar. Sí, su apariencia era tan honesta como sus artículos, pero...


Pero, qué importaba, ¿por qué estaba pensando en él? «A caballo regalado no le mires el diente», se dijo. Llamó al médico de su madre y le dijo que llamara al hospital de Seattle para pedir una entrevista inmediata.


La dificultad estaba en qué decirle a su madre y a su tía Mariana.


—Tengo el dinero —dijo—. Un préstamo del señor Juan Goodrich.


Había anotado el nombre y la cuenta que figuraban en el cheque para poder hacer las devoluciones.


Delia se quedó mirando a su hija llena de asombro.


—¿Te han prestado trescientos cincuenta mil dólares?


—Cuatrocientos mil.


—¡Alabado sea el Señor! —exclamó la tía Mariana—. Sus caminos son misteriosos y llenos de maravillas. Puede caminar sobre las aguas y cabalgar sobre las tormentas.


Delia Chaves era menos ingenua que su hermana y miraba a su hija con incredulidad y suspicacia.


—Nadie en su sano juicio te prestaría tanto dinero.


—¿No os parece increíble? —dijo Paula, sabiendo que tendría que inventar una buena historia para convencer a su madre. Pero, si había sido capaz de fingir ante Alfonso, mucho más fácil le resultaría hacerlo con su madre—. Es un filántropo, y le gusta ayudar al que lo necesita.


—¿Pero por quién me tomas? ¿Te crees que he nacido anteayer?


Delia, que había vuelto del hospital hacía pocos días, estaba un poco pálida, pero nadie diría que estaba mortalmente enferma. Pero no, no estaba tan grave. Paula sabía que el trasplante le devolvería la salud, y nada la detendría para conseguir que se lo hiciera.


— ¡El hospital, mamá! Oyó tu caso en el hospital y se puso en contacto conmigo. Es un préstamo, no un regalo. Quiere que la gente crea que es un trato de negocios, no una obra de caridad. Le pueden devolver lo que presta... cuando puedan.


Habló tan convincentemente que Delia la miró con asombro.


—Un hombre notable —dijo su madre—, y muy amable. Le escribiré una nota para agradecérselo.


—Hazlo —dijo Paula—. Yo la echaré al correo.


Una mentira más, en cuanto se empieza a mentir se ve uno envuelto en una maraña de mentiras. Al volver al despacho, le dijo a Angie la misma mentira.


Pero Angie no estaba muy sorprendida.


—Así son las cosas, Paula. Tienes un gran problema, tan grande que no puedes imaginar una salida. Pero la solución existe, todo lo que tienes que hacer es dar con ella. Es como encontrar un documento en un ordenador.


Paula sacudió la cabeza.


—Angie —dijo—, tienes aspecto de tener la cabeza en su sitio, pero algunas veces pienso que...


—Pero tu problema se ha solucionado, ¿o no?


—Bueno, sí, pero... —dijo Paula—. Nunca habría pensado.


—Ésa es la cuestión, que no tienes que pensar. Lo único que hay que hacer es teclear y llamar al documento que quieras.


—Tal vez.


Paula miró la cantidad de papeles que se habían acumulado en su mesa en el día libre que aprovechó para llevar a su madre a Seattle. Peticiones de préstamos para pequeños negocios: una librería, una escuela de danza, un taller de cerámica, etc... Gente que luchaba por abrirse camino y que necesitaba un pequeño apoyo, pero antes de que se les concediera un préstamo, tenían que demostrar que serían capaces de devolverlo.


—La gente tiene que esforzarse por conseguir lo que quiere —dijo—. No es normal pensar en algo y que aparezca de pronto la solución.


—Pero tú lo has hecho y tu madre ya está en el hospital de Seattle, ¿verdad?


Paula asintió con vacilación. Era muy pragmática y le costaba aceptar el milagro de los cuatrocientos mil dólares aparecidos de repente.


Pero Angie no tenía ninguna duda. Se apoyó sobre la mesa de Paula y la señaló con el dedo.


—Y escucha esto. Sabes lo harta que estoy de mi apartamento de Beacon Street, ¿verdad? Bueno, pues he puesto lo que quiero en el ordenador —dijo Angie pasándose la mano por su corta melena rubia—. Hay que ser exacto, no quiero algo antiguo. He decidido que quiero uno de esos pisos enormes de Coastal Green, junto al parque, para que mis gatos y yo tomemos bien el sol. Cerca del Club Náutico, donde poder encontrar un soltero y donde...


—Y donde no puedes pagar la renta, aunque sea del tipo limitado —dijo Paula.


—¿Ah, no? Escucha esto. Marge Sims, la de contabilidad, ha roto con ya sabes quién, y, consecuentemente, no puede seguir pagando el enorme piso que tiene en, ¿adivinas dónde? Coastal Green. Se va a Los Ángeles para curar su corazón roto y busca a alguien que ocupe el piso, de renta limitada. Ahí lo tienes.He conseguido lo que tenía programado o no?


—Supongo que sí. ¿Pero no será el alquiler muy aIto de todos modos?


—Ya me estoy ocupando de eso —dijo Angie cerrando los ojos, como si visualizara algo—. Busco una compañera con quien compartirlo... alguien que no me quite la ropa ni me robe los novios, alguien que... — abrió los ojos y miró fijamente a Paula—. ¡Tú! Eres nnás delgada que yo y no te sentaría bien mi ropa, y eres demasiado honesta para robarme los novios. ,,Qué te parece?


Paula vaciló.


—No sé...


—Mira, también para ti es perfecto. Tu madre va a pasar en Seattle más de seis meses. Pero es que, además, el piso tiene tres habitaciones, y creo que para su recuperación es un lugar perfecto. Seguiríamos pagando la renta al cincuenta por ciento.


No era mala idea, dijo Paula. La mitad de la renta sería más de lo que estaba pagando por su piso de dos habitaciones, pero no mucho más. Y tal vez fuera una buena ocasión para mudarse. Odiaba la idea de tener que volver a ver a Robbie si volvía para buscarla al bar o a su apartamento. Él no sabía cómo se llamaba realmente, así que, si se mudaba, no volvería a verlo. Ya había acordado con Spike que sólo estaría en el bar otra semana, pero esperaba que no regresara tan pronto. Incluso aunque nunca supiera lo que había hecho, odiaba la idea de tener que verlo de nuevo, porque le importaba lo que pudiera pensar de ella.


Por el contrario, lo que su engreído tío creyera no le importaba lo más mínimo. Por él, se alegraba de haber tomado el dinero.



BAILARINA: CAPITULO 3




Pedro la condujo a un reservado. Instintivamente, quería protegerla, darle amparo. Pero ¿de qué? Era ella la que estaba acostumbrada a aquel ambiente, ¿o no? La verdad era que observaba en ella cierto distanciamiento, pero no estaba seguro de la razón. Había entrado con graciosa dignidad, con la cabeza erguida, como si se sintiera muy cómoda en aquel lugar. Pero con aquel vestido blanco tan sencillo, con la melena morena cayéndole por la espalda, tenía un aspecto de pureza e inocencia. Y, si bien su sonrisa mostraba recelo, también tenía una calidez y una dulzura que le hicieron sentir envidia. Robbie la había visto primero.


¡Dios! Sería mejor que se tranquilizara.


Se dio cuenta de las miradas suspicaces de algunos hombres. Como si ellos también sintieran el mismo instinto protector. Pero con respecto a él. Estaba empezando a ponerse nervioso.


—Sería mejor —sugirió a pesar de que estaban sentándose— que tuviéramos esta conversación en otro lugar.


Paula hizo un gesto de asombro, o tal vez de desconfianza. Pedro no podía precisarlo.


—Lo siento, pero tengo menos de una hora de descanso.


—Lo que deseo decirle es privado. Quizá sería mejor que quedásemos en otra ocasión y en otro lugar. Puedo llamarla a su casa, o, si lo prefiere, podemos vernos en...


— ¡No! No puedo quedar con los clientes fuera de las horas de trabajo.


Definitivamente, lo que tenía era desconfianza. Y eso lo irritaba.


También estaba irritado por la repentina aparición de una camarera con una botella de champán metida en una cubitera llena de hielo. ¿Es que no iban a tener ninguna intimidad?


—¡No he pedido champán! —le espetó con un gesto, pero la señorita Divine carraspeó ligeramente y él carraspeó a su vez—. Aunque tal vez la señorita Divine... —dijo mirándola.


—Sí, es lo que tomo normalmente. Gracias, Vashti —dijo Paula, y esperó a que la camarera desapareciera. Luego, en tono de disculpa, dijo—: Les gusta que durante las horas de trabajo me relacione con clientes, si los clientes piden algo de beber.


Pedro apretó los dientes. Aquel lugar empezaba a parecerle uno de los peores antros en los que había estado en su vida, y ella estaba metida en el negocio hasta el fondo, lo que no le afectaba lo más mínimo.


No importaba. Podía ir directo al grano.


—Creo que mi sobrino es uno de sus clientes habituales.


Paula se encogió de hombros.


—También creo que tiene usted una relación muy estrecha con él.


—¿Cómo?


—Una relación que no se limita a las horas de trabajo.


—Está usted equivocado —dijo Paula con una mirada desafiante—. No me relaciono con los clientes más que según las premisas que ya le he dicho.


—¿Ni siquiera con su prometido?


—¿De qué está usted hablando?


—Estoy hablando de Roberto Goodrich, el joven con quien está prometida.


— Yo no estoy prometida con...


Paula se interrumpió. Empezaba a comprender. Roberto Goodrich, Roberto, Robbie, su sobrino. Aquel hombre arrogante era uno de los orgullosos parientes de los que Robbie no paraba de hablar. Uno de los que le decían que era un cabeza hueca incapaz de tomar ninguna decisión. Y habían hecho un gran trabajo con el chico, logrando destruir por completo la confianza en sí mismo. Pero siempre había pensado que se trataba de gente mayor: su abuelo, su tía abuela. Aquel hombre educado, con un traje elegante, no podía tener más de treinta años. Debía saber lo malo que era tratar a Robbie como a un niño.


— Usted es...


—Alfonso, Pedro Alfonso. Como le he dicho, soy tío de Robbie y he venido a hablar con usted de su parte.


—¿Oh? Creía que Robbie era capaz de hablar por sí mismo.


Pedro frunció el ceño.


—En ciertas circunstancias, tal vez, pero el matrimonio es un paso muy importante y debe prevalecer el consejo de los más experimentados.


¿Matrimonio? Así que Robbie no les había dicho que lo había rechazado, pensó Paula. «Probablemente estaba demasiado dolido y avergonzado para hacerlo.»


—Robbie es joven —dijo Pedro—, demasiado joven para pensar en casarse.


—Pero hace tiempo que es mayor de edad.


No podía traicionar a Robbie, él mismo les diría la verdad, a su debido tiempo y a su manera.


—Cierto. Pero Robbie es más joven de los años que tiene. No puedo imaginar que pueda resultarle atractivo a una mujer de su... —dijo Pedro, e hizo una mueca, buscando la palabra correcta—, una mujer de muy vasta experiencia.


Paula sabía lo que aquella afirmación implicaba y se sintió dolida. Pero estaba dispuesta a llevar el juego hasta el final.


—Supongo que no se puede luchar contra la madre naturaleza —dijo, haciendo un gesto de condescendencia—. Cada vez que Robbie me mira se me pone carne de gallina —dijo, y, entre dientes, añadió—: ¿Qué le parece eso a usted que parece tan estirado?


Pedro la miró con asombro, sin creer lo que estaba oyendo.


—Señorita Divine, ésa no me parece la señal de un gran afecto. Se lo digo en serio.


—Pues lo es. Desde la primera vez que vi a Robbie ,surgieron chispas entre nosotros, así de sencillo. Supongo que puedo llamarlo química —dijo tomando un sorbo de champán. Le dieron ganas de reírse, pero se las arregló para esbozar una sonrisa llena de coquetería.


Pedro la miró fijamente.


—Hace falta algo más que química para sostener un matrimonio. Creo que debe saber que la familia de Robbie no vacila en oponerse a esta unión.


—Es su problema, no el mío —dijo Paula dejando la copa sobre la mesa. Si bebía demasiado, no podría bailar.


—A lo mejor le interesa saber que sin el apoyo de su familia, Robbie es prácticamente pobre.


—¡Oh!


Se lo quedó mirando. Se había cansado de aquel juego. 


Prácticamente pobre, ése era su estatus, pensando en lo que su madre necesitaba. ¿Qué podía hacer? Ni ella ni sus primas llevaban trabajando el tiempo suficiente como para que un banco accediera a concederles un crédito, y mucho menos por una suma tan importante de dinero. No tenía ninguna propiedad, ninguna casa, y ya no le quedaban ahorros. Sus dos trabajos no le daban el dinero suficiente, lo que pudiera ganar era insignificante comparado con los trescientos cincuenta mil dólares que le hacían falta. Suspiró, se sentía muy cansada.


—¡Ajá! Veo que empieza a darse cuenta de adónde voy a parar.


Paula era vagamente consciente de las palabras de Alfonso.


—No es sólo que Robbie no tenga trabajo, sino que todavía no ha terminado la universidad, no ha trabajado en toda su vida y no tiene dinero.


Paula, absorta en sus pensamientos, no estaba escuchando, pero las dos últimas palabras, que Pedro enfatizó, recuperaron su atención.


¡No tiene dinero! ¡No tiene dinero! El pensamiento le golpeó la cabeza, pero se negaba a pensar negativamente.


—El dinero está ahí, ya lo conseguiremos. De alguna manera, lo conseguiremos.


No se dio cuenta de que había dicho aquellas palabras en voz alta, pero Alfonso sí. Se irguió y dejó la copa de champán sobre la mesa con un golpe que la hizo volver en sí.


—Veo que Robbie le ha mencionado sus diez millones de dólares en bonos del tesoro.


Paula se quedó boquiabierta. Diez millones. ¿Robbie tenía diez millones de dólares? Él le prestaría el dinero para la operación, sabía que lo haría, tanto si se casaba con él como si no. Oh, Dios, ¿adónde había dicho que se iba? Se pondría en contacto con él y...


—¡Olvídelo! Robbie no puedo tocarlos. Juan Goodrich se encargó de que así sea. Robbie no puede disponer de ese dinero hasta que no tenga treinta años, y, si se casa con usted, ni siquiera entonces. ¿Comprende?


Era asombroso. Diez millones de dólares invertidos en alguna parte, sin que nadie pudiera tocarlos, cuando todo lo que se necesitaba para que su madre viviera eran trescientos cincuenta mil.


—No es justo —dijo en alto sin darse cuenta


No es justo.


—Justo o no, así es. Y hablando de justicia, ¿qué hay de ser justo con Robbie? ¿Quiere que pierda toda su herencia?


—¿Perder su herencia? ¿Qué quiere decir?


—Quiero decir que su abuelo ha dejado bien claro que si Robbie se casa con usted, se quedará sin un céntimo. Le cortará su asignación, perderá los bonos, lo perderá todo... —dijo Pedro, e hizo un gesto con la mano para dar énfasis a sus palabras.


Paula estaba demasiado aturdida para hablar. Entre la rabia y la consternación. ¿Cómo podía alguien ser tan dictatorial y diabólico? ¿Y si ella y Robbie estuvieran realmente enamorados?


El hombre que había ante ella sonrió y asintió.


—Veo que empieza a comprender. Ahora piense en lo siguiente: ¿está siendo justa consigo misma?


—¿Justa conmigo misma?


—Piénselo. Bajo estas circunstancias, creo que encontrará a Robbie, como marido, más como una carga que como una ventaja. Por otro lado...


Pedro se interrumpió al ver aparecer a Vashti, a quien miró con evidente enfado. Aquello le dio a Paula algún tiempo para pensar. Robbie era rico, pero su familia se oponía a que se casara con ella. Si lo hacía, perdería todo lo que tenía. No sabía si Robbie era lo bastante terco como para seguir con sus intenciones de casarse con ella o si, sencillamente, no había tenido oportunidad de decirle a su familia que no habría boda. Tal vez, sí había hablado con ellos, pero, incapaces de convencerlo, se dirigían a ella. Suspiró. No sabía si decirle a aquel hombre la verdad o dejar que Robbie...


—Ahora, señorita Divine, no somos gentes sin compasión.


Vashti había desaparecido, y Alfonso volvía a hablar con aquella especie de... ¿sarcasmo?


—La familia quiere compensarla por su pérdida.


—¿Compensarme por mi pérdida?


—Nos damos cuenta de que es una decisión difícil para usted. Pero si decide dejar libre a Robbie, nos gustaría hacerle un regalo de... digamos, unos cien mil dólares.


Paula dio un respingo. ¿Cien mil dólares por no hacer lo que de todas formas no iba a hacer? ¡Cien mil dólares! Claro que eso no era más que una pequeña suma comparada con diez millones... y eso era lo que Robbie tenía, él solo. Estaban deseando pagarle casi un tercio de lo que le hacía falta. Pero ¿y si renunciaba? Su mentalidad financiera afloró en aquel momento y empezó a hacer cálculos. Si jugaba bien sus cartas... Parpadeó varias veces, con la intención de humedecer sus ojos.


—No puedo creerlo. Me está pidiendo que deje a Robbie... olvidar lo que tenemos... ¿por dinero? — dijo, se tapó la boca con la mano y sacudió la cabeza—. No podría... no puedo, no puedo hacer eso.


Pedro Alfonso sabía reconocer a un mentiroso cuando lo tenía delante. ¿Acaso no había visto aquel brillo calculador en la mirada de aquella mujer antes de que se le llenaran los ojos de lágrimas? Esa chica no sólo era una profesional del baile. Maldijo en silencio, no se podía juzgar a nadie por su apariencia. Aquella belleza inocente y fresca había atrapado a Robbie. ¿A Robbie? No, esa dulzura que parecía emanar de ella también había estado a punto de hacerle caer a él.


El tío Juan tenía razón. Nada excepto el dinero haría que aquella mujer se apartara de Robbie. La cuestión era, ¿cuánto?



BAILARINA: CAPITULO 2




Aquella mirada era fruto de la unión de muchas cosas.


Euforia. Su tía Mariana tenía el mismo tipo de sangre que su madre, así que podría donársela.


Desesperación. ¿Dónde podía conseguir trescientos cincuenta mil dólares para un trasplante de médula ósea?


Determinación. La vida de su madre pendía de un hilo. Sabía que conseguiría el dinero, pero ¿dónde?


Paula no podía dejar de pensar en aquello mientras chascaba los dedos mecánicamente y giraba sobre los pies. Le encantaba bailar y, normalmente, lograba olvidar cualquier problema mientras lo hacía. Pero aquella vez era distinto.


La danza terminó entre aplausos y por fin pudo salir del escenario. Se topó de bruces con la enorme figura de Spike O’Malley, que apretaba un puro entre los dientes, ya amarillos por el tabaco, y no dejaba de sonreír.


— ¡Eres fantástica, muchacha! Mejor que tu madre. Escúchalos. Será mejor que vuelvas a saludar —le dijo dándole un empujón.


Paula volvió a saludar, pero rechazó las peticiones de volver a bailar. Saludó mandando besos con las manos y salió por fin del escenario a toda velocidad. Evitó el abrazo de Spike O'Malley, que le tendía los brazos, pero le sonrió y se dirigió al camerino. El dueño del local era un hombre amable y de buen corazón que le había permitido sustituir a su madre. Su trabajo como bailarina, durante cuatro noches a la semana, le permitía alcanzar casi el doble de sus ingresos como funcionaría.


Pero no era suficiente. Se le hizo un nudo en el estómago. 


Respiró profundamente y se relajó.


—¿Cómo está, muchacha? —le preguntó Vashti, la despampanante camarera rubia del local, con una mirada de sincera preocupación.


—Mucho mejor.


Paula se negaba a admitir cualquier pensamiento negativo.


De todas formas, las noticias eran positivas. El cáncer no se había expandido. El mieloma se limitaba exclusivamente a los huesos. Si le hacían un trasplante de médula ósea... Se irguió y apretó los labios. No «si se lo hacían», sino «cuando le hicieran el trasplante», se pondría bien.


¡Trescientos cincuenta mil dólares! Tenía dos trabajos y todavía no había podido pagar el hospital ni los análisis.


Se acordó de las palabras del doctor:
«La operación es su única esperanza de recuperación. Pero los trasplantes de médula ósea todavía están en fase experimental, y, lo que es peor, no están cubiertos por el seguro. »


Sintió un arrebato de indignación. Su madre llevaba muchos años cotizando para su seguro médico, pero éste sólo cubría el ochenta por ciento del monstruoso coste del hospital y de los análisis, y nada en absoluto de la cura. Que injusticia. 


Todo el mundo tenía derecho a una atención médica adecuada, y alguien tenía que hacer algo para que así fuera.


De todas formas, para su madre sería demasiado tarde. Si ella no conseguía...


—¡Ha sido un golpe muy duro! —prosiguió Vashti dando un calada a su cigarrillo—. Deedee es la última persona de quien te esperas que le pase algo así. Era tan... vital. Siempre riendo y bromeando.


Sí, así era su madre, pensó Paula. Su trabajo como bailarina la obligaba a viajar mucho, pero cuando estaba en casa era como una bocanada de aire fresco para Paula. La casa se llenaba de música y de risas mientras ensayaba.


—Estaba sobre el escenario, bailando como siempre, cuando, de repente, se cayó redonda —dijo Vashti meneando tristemente la cabeza—. En serio te digo que me dio un susto de muerte.


—Yo también me asusté —dijo Paula.


Se quitó el vestido para ponerse otro blanco de seda, muy ajustado, con escote y muy corto. «Hay que enseñar esas piernas», había dicho Spike.


—Ya me lo imagino, llegaste en un momento.


—A mí me parecieron horas.


No había perdido el tiempo al recibir la llamada de Spike. Al llegar, su madre se había despertado de lo que habían tomado por un desmayo, pero todavía estaba muy pálida y con un aspecto muy desmejorado, así que Paula decidió que era su última noche de trabajo. Era hora de que se ocupara de su madre. Así que procedió en consecuencia y la llevó a que la hicieran un chequeo. Allí se dio cuenta de que Deedee necesitaba algo más que descanso.


Cuando las facturas del hospital empezaron a crecer, Paula recordó las palabras de Spike.


«¿Sabes bailar, muchacha? Si tu madre va a tener que descansar por un tiempo...»


Sin duda, podía hacer por su madre lo que su madre había hecho por ella. Afortunadamente, había terminado la universidad hacía dos meses y había encontrado trabajo en la Comisión para el Desarrollo Económico del Estado de California. Y, también por fortuna, vivían cerca una de la otra, lo que no había ocurridó hasta hacía muy poco tiempo, ya que Deedee había estado trabajando en la Costa Este mientras ella estudiaba en la Universidad de Stanford, en California. Cuando terminó un máster en administración de empresas consiguió el trabajo en la Comisión, y madre e hija estaban encantadas.


Su madre la había ayudado a buscar piso y se había quedado a vivir con ella.


«Voy a buscar trabajo en el circuito de la Costa Oeste, así podré vigilarte.»


Ambas se habían reído mucho aquel día, como si trabajar en el circuito fuera divertido... y no lo que realmente era, pensaba Paula mirando a su alrededor, al vulgar camerino en que se encontraba. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera dado cuenta de lo mucho que le había costado a su madre cuidar de su tía Mariana, de sus primas y de ella?


Paula sabía muy poco de su padre, Emiliano Chaves, excepto que había formado pareja con su madre en el escenario y la había dejado cuando ella tenía dos años. Pero Delia Chaves nunca había mirado al pasado. Había cambiado el nombre y el repertorio y se había convertido en Deedee Divine, experta en la danza del vientre. Más tarde, su hermana Mariana, el marido de ésta, Martin, y sus dos hijas se fueron a vivir con ella. Cuando Martin murió, Delia insistió en que Mariana se quedara en casa y cuidara de las niñas.


—Tienes que quedarte a cuidar de Paula —dijo su madre—. Yo ganaré dinero para todas.


Y así había sido, hasta que las hijas de Mariana encontraron trabajo como profesoras de enseñanza primaria.


«Y ahora que también se libra de mí», pensó Paula, «tiene que ocurrirle esto».


Tenía que haber sido muy duro para su madre sacar adelante a toda la familia, pensaba Paula mientras cepillaba la larga melena morena de la peluca que cubría su propia melena pelirroja y rizada. La peluca era parte del vestuario que la identificaba como Deedee Divine y nunca se la quitaba cuando se sentaba a tomar una copa con los clientes.


Se había hecho cargo del trabajo de su madre sin pensar en lo que le costaba. ¿Pero cómo podía saberlo? Nunca había visto actuar a su madre excepto una vez en que tuvo la suerte de bailar en un espectáculo de Broadway, pero eso no había ocurrido a menudo. Sabía que su madre no había logrado alcanzar el éxito, pero no sabía que se hubiera visto reducida a aquello.


—Pues sí, chica, la verdad es que lo estás haciendo muy bien.


Con un respingo, Paula se dio cuenta de que Vashti seguía hablando con ella.


—Gracias —replicó.


—Menos mal que has podido sustituirla, así puedes cobrar su sueldo. Bueno, tengo que irme —dijo Vashti apagando su cigarrillo. Se puso en pie y tocó a Paula en el hombro—. Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras. A Spike le gustas mucho, te lo digo en serio.


Ése era otro problema. ¿Cuánto tiempo podía mantenerlo a raya sin llegar a ofenderlo? Aunque, en realidad, poco importaba. Aquel trabajo no iba a darle los trescientos cincuenta mil dólares que necesitaba. El doctor había dicho que un trasplante de médula ósea era la única oportunidad para su madre. Aquello les dio esperanzas, pero cuando añadió que tendría que someterse a la operación en un hospital de Seattle y les dijo lo que costaría, Paula se quedó de piedra. Y tuvo miedo. No había forma de que pudieran conseguir tanto dinero.


—Hay que rogarle a Dios —dijo su tía Mariana.


—Imagínalo, visualízalo —había dicho Angie.


Angie, una compañera de trabajo de Paula, tenía ideas muy raras. Insistía en decir que si se esforzaba en visualizar en su mente algo que quería que ocurriese, acabaría ocurriendo.


—Inténtalo —le decía a Paula—. Te digo que funciona.


Paula estaba lo bastante desesperada como para intentar cualquier cosa. Rogó a Dios, visualizó y se estrujó el cerebro buscando ideas.


Visualizar... Recordó que hacía tres días, al comprobar por los análisis que ella no servía como donante para el trasplante de médula, había telefoneado a la tía Mariana pidiéndole que fuera al hospital. Había cerrado los ojos e imaginado que su tía decía:
—Yo sirvo, yo puedo donarle mi médula a tu madre. Después de lo que ha hecho por mí...


Y aquel mismo día, la tía Mariana había dicho aquellas mismas palabras.


Cerró los ojos y se imaginó contando ante el doctor un fajo de billetes nuevos de mil dólares.


Con aquella visión en la mente, se puso los zapatos y salió al bar. Una vez allí, miró a su alrededor, esperando ver a alguno de los universitarios que iban por allí. Eran jóvenes y simpáticos, y prefería su compañía a la de otros clientes más agresivos. Pero no vio a ninguno de ellos y recordó que Robbie le había dicho que aquella semana se iba de viaje.


Estaba muy enfadado con ella, pero la verdad era que ella se había tomado como si fuera una broma su proposición de matrimonio. Desde la noche en que se había emborrachado y se lo había llevado a su casa para que no condujera en aquellas condiciones, el muchacho sentía por ella algo especial. En realidad, sólo había dormido en el sofá y se había marchado a la mañana siguiente, pero seguía yendo al bar y se habían hecho muy amigos. Ella lo pasaba muy bien con él, pero no se le había pasado por la cabeza que él pudíera tomarse en serio la idea de casarse con ella. Hasta que una noche se presentó con un anillo de compromiso.


—Pero, Robbie, yo creía que estabas bromeando —le dijo.


Robbie se quedó de piedra.


—¿Bromeando?


—Nos hemos reído de tantas cosas. Pero, Robbie, el matrimonio es una cosa muy seria y eres demasiado joven para... —se interrumpió, sabiendo que se había equivocado al decirle eso.


—¡Eres igual que los demás! Piensas que soy demasiado joven para saber lo que quiero.


—No. No quería decir eso. Es sólo que... bueno... —Paula vaciló, no quería herirlo—. No puedo casarme por ahora, es imposible. Y tú, la verdad es que eres muy joven, Robbie y tienes que esperar. Tienes que conocer a otras mujeres, ampliar tus horizontes.


—La verdad es que mientras yo he estado haciendo toda clase de planes para casarme contigo y sacarte de aquí, tú sólo estabas conmigo por entretenerte, ¿verdad?


Paula trató de tranquilizarlo, pero el muchacho se marchó furioso. Tal vez no volviera, y puede que eso fuera lo mejor. 


No tenía intención de casarse con él, y cuanto menos la viera, antes se olvidaría de aquella ensoñación.


Miró a su alrededor. No vio a ninguno de los chicos de la Universidad de Berkeley que solían ir por allí. El corazón le dio un vuelco cuando oyó que la llamaban.


—¡Por aquí, muñeca!


— ¡Tómate una copa conmigo!


Entonces oyó la voz de un hombre muy educado a sus espaldas.


—¿Señorita Divine?


—¿Sí? —replicó ella dándose la vuelta.


Era un hombre alto y apuesto al que no había visto nunca. 


Llevaba un traje oscuro y tenía los ojos negros, unos ojos que no dejaban de mirarla.


—¿Le importaría que hablásemos unos instantes? —dijo él indicando con un gesto una mesa libre. Querría tratar con usted de un pequeño asunto.