martes, 16 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 19





Pedro se quedó a dormir y la despertó muy temprano para volver a hacerle el amor antes de irse a trabajar. Paula lo abrazó por el cuello y él la besó.


—¿No se te olvida algo?


Pedro sonrió y le dio otro beso.


—¿El contrato de compraventa? —rió ella.


—Ah. Se lo daré a mis abogados para que le echen un vistazo.


—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó Paula, volviendo a tumbarse en la cama.


—Todavía no lo he decidido. Tal vez lo convierta en una exclusiva galería de arte y exhiba las obras de una artista brillante, pero con muchas inseguridades acerca de su trabajo.


A ella le brillaron los ojos, divertida.


—La gente vendría desde muy lejos —continuó Pedro—, y se haría famosa en todo el mundo.


—Pero nadie se enteraría, porque la galería sería tan exclusiva que nadie la encontraría.


—Lo que añadiría grandeza a su fama y ella me estaría eternamente agradecida.


Pedro pensó que le gustaba aquello, despertarse al lado de alguien, hacer el amor, charlar y bromear antes de empezar el día. Se le pasó por la mente hacerlo permanente, sólo tenía cosas que ganar. Le gustaba estar con ella, y el sexo juntos era increíble.


—¿Llegaste a planear la reforma del albergue?


—Sí.


—Ya me lo contarás.


Paula lo besó con fervor y le preguntó si se verían el viernes.


—Falta mucho para el viernes —protestó Pedro—. El miércoles tengo una reunión en Sydney, pero estaré de vuelta el jueves por la noche —tomó un mechón de su pelo y lo hizo deslizarse entre sus dedos—. ¿Irás hoy al juicio?


Paula tomó aire, su expresión se volvió cauta.


Pedro


Él supo lo que iba a decirle: que no quería que nadie supiese que estaban juntos.


—No te preocupes —la tranquilizó, dándole un último beso—. Ya hablaremos de ello en otro momento.



****

Luego, condujo hasta su apartamento todavía con la sonrisa en los labios. Había sido un fin de semana perfecto. Todo había salido tal y como había planeado. Paula estaba loca por él, lo veía en su rostro cada vez que lo miraba.


Se duchó, se cambió de ropa y fue a su despacho. Volvería a verla en el juicio una hora más tarde, y estaba deseándolo. 


Se preguntó si alguien adivinaría que habían pasado el fin de semana juntos, si se le notaría algo cuando la mirase.


—Volveré después de la comida, probablemente —le dijo Pedro a Julieta antes de marcharse al juicio.


Adrian y Rogelio se habían ido delante, después de que los llamasen para confirmar que Saul estaba ya en condiciones de asistir.


Al salir del edificio, Pedro se fijó en una limusina azul clara que estaba aparcada fuera. Se fijó en ella porque ya la había visto antes en algún sitio. El conductor estaba apoyado en el capó, pero se irguió cuando lo vio, golpeó el cristal trasero y le hizo un gesto a él para que se acercase.


Pedro frunció el ceño y se aproximó.


La ventanilla trasera descendió.


—Hola, Pedro —dijo Eleonora Chaves de manera amistosa—. ¿Puedes dedicarme un par de minutos de tu tiempo?


Él dudo un segundo antes de subirse a la limusina. Se sentó frente a ella, dándole vueltas a la cabeza.


Era evidente que Paula se parecía a su madre.


El pelo rubio y fino, la piel cremosa y suave, la ropa elegante. Eleonora lo miraba con simpatía. El conductor se quedó fuera y ella cerró la ventanilla.


—¿Qué puedo hacer por usted, señora Chaves?


—Llámame Eleonora. Y quiero que dejes de ver a mi hija.


Pedro supo que no merecía la pena intentar negar la verdad.


—Haría casi cualquier cosa que me pidiese —contestó él con franqueza—, pero eso, no.


Ella lo miró fijamente, se había puesto tensa.


—Esto ya ha ido demasiado lejos —sentenció la madre de Paula.


Pedro se preguntó si estaba haciendo que los siguiesen.


—Siempre me has caído bien, Pedro. Te he visto crecer, he seguido tu carrera. Todo el mundo sabe que eres una persona honesta. Responsable.


Él inclinó la cabeza. La aprobación de Eleonora le sería de ayuda cuando Saul se enterase de todo.


—Mi marido está enfermo del corazón —prosiguió ella—. Es algo bastante serio. Si se entera de vuestra… aventura, es posible que se muera. Y si no se muere, te matará a ti.


Pedro fingió reflexionar al respecto.


—Correré el riesgo, pero gracias por la advertencia.


—No me estás escuchando. Creo que eres un buen hombre. Tu madre fue mi mejor amiga durante muchos años. Retomamos nuestra amistad en secreto unos años antes de que falleciese.


Pedro recordó dónde había visto esa limusina antes. En el cementerio, el día del funeral de su madre. Como las ventanas estaban tintadas, no había podido identificar a su ocupante y el coche se había marchado antes de que terminase el entierro.


—Tu madre estaba muy orgullosa de ti. Decía que eras honrado y justo. Muy fuerte, pero no tan testarudo como tu hermano. Decía que siempre hacías lo correcto.


Él siguió mirándola, esperando que fuese al grano.


Pedro, he visto a mi marido luchar a lo largo de los años para cambiar su personalidad, y no lo ha conseguido. He sido testigo de sus aventuras y me ha parecido bien, porque yo no puedo darle lo que necesita, y siempre vuelve a casa conmigo. Me trata con cariño y es discreto. Me quiere, pero ese amor no es ni la sombra de lo que siente por su hija. Saul quiere a Paula más que a su propia vida.


Pedro pensó que era cierto, que Paula y él jamás deberían haber empezado… Era una irresponsabilidad, pero ya era demasiado tarde.


—Eleonora, siento mucho lo que os hizo mi padre. Él también lo siente. Pero es injusto que esperéis que Paula y yo paguemos por los errores cometidos en el pasado.


—Yo lo perdí todo en ese accidente —dijo ella con los ojos empañados de emoción—. Un hijo al que sólo le faltaban tres semanas para nacer. Mis piernas, cuando mi mayor pasión y mi carrera eran el baile.


Pedro se estremeció e intentó tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta.


—Saul nunca aceptará esta relación, ¿lo entiendes? —insistió Eleonora—. Tu padre se llevó a su hijo. Preferiría morir antes de que un Alfonso se llevase también a su hija.


Pedro palideció, quiso apartar la mirada de ella, pero la mantuvo por educación.


Eleonora no había terminado.


—Lo perderé todo. De nuevo. Y Paula no será capaz de mirarte sin ver en ti la tragedia a la que tendía que enfrentarse con su querido padre, que estará o en prisión, o muerto. Y a tu padre tampoco le gustará.


Él se limitó a mirarla. Por primera vez, estaba empezando a darse cuenta de la batalla que tendría que librar.


—Y todo por un revolcón a la semana. Podías haberlo buscado en otro sitio.


Eso era cierto.


Eleonora esbozó una sonrisa.


—Paula se enamora y se desenamora todas las semanas.


Aquel comentario no era digno de respuesta.


—Te lo ruego, Pedro, por el cariño que tu madre me tenía, haz lo correcto.


Él sabía que su expresión no había cambiado, pero algo se le había removido por dentro. Eran emociones a las que no estaba acostumbrado. Sentía lástima por la mujer que tenía delante. Le parecía una injusticia que Paula y él tuviesen que pagar los pecados cometidos por sus padres. Y le enfadaba que Eleonora siguiese insistiendo. Eso significaba que todo estaba en sus manos. Si accedía a lo que le estaba pidiendo, si accedía a terminar con Paula, él sería el malo.


No podía consentirlo. Al menos, no sin pelear. Su madre le había dicho que desease algo que no debiese desear. Que tomase algo a lo que no tuviese derecho. Levantó la barbilla.


—Hablaré con Paula y tomaremos una decisión.


Fue a abrir la puerta, pero Eleonora le sujetó el brazo.


—En ese caso, no me dejas elección, tendré que contárselo todo a tu padre.


Pedro volvió a sentarse. Rogelio se pondría furioso. Tendría que preparar el terreno antes.


Pedro, has trabajado muy duro para llegar adonde estás, pero tu padre sigue resistiéndose a nombrarte su sucesor —hizo una pausa, aumentó la tensión—. Tu relación con la hija de su mayor enemigo te perjudicara. Tu padre dudará de tu lealtad.


Pedro no dijo nada, pero estaba de acuerdo. La lealtad era muy importante para Rogelio.


—Un golpe, dada tu situación, ya sería malo. Tal vez dos terminarían de inclinar la balanza. 


Pedro frunció el ceño. ¿Qué quería decir?


—¿Cuál es el otro?


—Tú no eres su hijo biológico, Pedro —anunció Eleonora—. Ni siquiera estás adoptado legalmente.







LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 18





Paula se despertó muy despacio, como solía hacerlo siempre. Tardó un par de segundos en darse cuenta de que no estaba sola, y un par más en recordar lo que había pasado esa noche y en pensar cómo se sentía al despertar al lado de Pedro.


Habían disfrutado de muchos encuentros sexuales en el pasado, pero la noche anterior podía considerarla como la mejor de su vida. Había sido casi como una cita de verdad.


Habían pasado el día juntos, habían cenado juntos, habían charlado. Y luego, habían hecho el amor como nunca. 


¿Cómo iba a contenerse ella? Pedro no la dejaría.


Él se movió a su lado y gimió. Paula suspiró y los eróticos recuerdos de la noche anterior desaparecieron. Poco a poco, fue desplazándose hacia el extremo de la cama, pero él no tardó en abrazarla por la cintura.


—Buenos días —lo oyó murmurar.


Y contestó lo propio.


—¿Adonde crees que vas? —le preguntó Pedro abrazándola.


Ella giró la cabeza para mirarlo.


—Al baño. Necesito lavarme los dientes.


Pedro se apoyó en el codo y la observó. Ella cerró los ojos.


—No quiero que me veas hasta que no me haya arreglado un poco.


Pedro le dio unos golpecitos en la nariz, para que abriese los ojos.


—¿Se te ha olvidado que te vi con la cara verde?


¿Cómo se le iba a haber olvidado?


—Tú, Paula Chaves, no necesitas maquillaje para estar preciosa.


Ella sonrió y pensó que podría acostumbrarse a despertarse al lado de un hombre somnoliento, sin afeitar, despeinado, que le susurrase cosas bonitas al oído, pero en cuestión de segundos, la mirada de Pedro se volvió ardiente. Se puso encima de ella, que sintió su erección. En esos momentos, los mensajes que estaba recibiendo su cerebro no tenían nada que ver con ir al baño.


Mientras le acariciaba la espalda, Paula se preguntó durante cuánto tiempo sería así. Sólo hacía falta que la mirase para sentirse excitada. Su cuerpo respondía al instante, se humedecía. ¿Llegaría un momento en que ambos se mirarían y serían capaces de resistirse a aquel deseo urgente, primitivo?


Pedro le levantó las caderas y luego se inclinó a besarla. Ella le devolvió el beso y decidió disfrutarlo mientras pudiese.


—Mientras ambos podamos andar —murmuró contra su barbilla.


Él se apartó unos centímetros y la miró. Como respuesta, Paula se apretó con más fuerza contra él.


Una hora más tarde, Paula estaba preparando un café cuando oyó un ruido extraño en el exterior. Miró por el ojo de buey y vio a Leticia sentada en el embarcadero, abrazándose las rodillas y sollozando.


—¡Leticia! —exclamó corriendo a su lado.


La pobre chica lloró aliviada, parecía nerviosa y estaba helada. Llevaba unos vaqueros desgastados, zapatillas de deporte sin calcetines y una sudadera fina.


Pedro respondió a sus llamadas y entre los dos ayudaron a la chica a subir al barco y la envolvieron en una manta. Pedro se puso a hacer el desayuno mientras Paula se sentaba con ella e intentaba calentarle las manos frotándoselas.


Leticia se había escondido en un cargamento que llevaba el ferry que salía desde Wellington. Luego había ido andando hasta allí. Había tardado un día entero. Se había comido las galletas y se había hecho un par de tés, pero el frío era su peor enemigo.


—No había nada con qué taparse, ni siquiera unas cortinas viejas.


Se había escondido cuando había visto llegar el barco, pero después de pasar otra noche más sola, no había podido aguantar.


—¿Por qué no respondiste a nuestras llamadas? Tuviste que oírnos —Paula pensó que mientras ellos hacían el amor en el barco, la pobre muchacha debía de haber estado helándose de frío—. Debías haber venido a buscarnos antes.


Leticia engulló los huevos con tostadas como si no hubiese comido nada en una semana. Luego, Paula la acompañó a la cama del segundo camarote y la tapó.


—Pobre chica —le dijo a Pedro mientras se preparaban para volver a Wellington—. Sólo quiere que le presten atención. 
Es la pequeña de seis hermanos. Los chicos se pasan el día entrando y saliendo de la cárcel y su única hermana tiene leucemia. Sus padres están siempre en el hospital, o en la cárcel. Nadie tiene tiempo para Leticia.


Paula, que había sido hija única, no podía entenderlo. 


Decidió prestarle ella misma algo de atención a partir de entonces.


—Te lo dije.


—¿El qué?


—Que esa familia necesita unas vacaciones decente, pasar tiempo de calidad con sus hijos… ir a algún lugar agradable, donde puedan pescar y dar paseos…


Paula se ruborizó. A Pedro le gustaba su idea. Y eso significaba mucho para ella, aunque ya no pudiese llevarla a cabo.


Hacía muy buen día y estuvieron a gusto. Leticia apareció un par de horas más tarde y ayudó a Paula a preparar unos sándwiches con las sobras. Después se sentaron a comerlos al sol mientras Pedro seguía al timón. Luego, se tumbaron en los sofás y Paula no tardó en caer dormida.


Una hora más larde, cuando se despertó, ya se divisaba la ciudad de Wellington. Leticia estaba al timón, supervisada por Pedro. Paula sonrió al ver la imagen de ambos juntos. Era un gesto enternecedor por parte de Pedro, pasar algo de tiempo conectando con la chica.


—Leticia va a hablar con Russ para ver si puedo unirme a vuestro equipo —anunció Pedro, como si fuese algo que hubiese querido hacer siempre.


Paula sonrió, pensando que no sabía dónde se estaba metiendo.


Pedro conoce a gente en la Marina —dijo Leticia con entusiasmo—, y va a hablar con ellos para ver si pueden enseñamos a practicar deportes acuáticos.


—Creo que yo había hablado de normas de seguridad en el agua —la corrigió.


Paula no lo había visto nunca tan relajado y cómodo. Y era tan guapo.


Al verlo sonreír y bromear con Leticia, la invadió una sensación cálida y embriagadora. El muro que había levantado para protegerse se desvaneció. Su corazón empezó a latir, despacio y con fuerza, con tanta fuerza que podía sentirlo en las puntas de los dedos. Se sintió mareada y tuvo que agarrarse al sofá.


Lo amaba. Nunca había tenido nada tan claro. Lo amaba y lo deseaba, a pesar de todos los problemas que eso conllevaría.


Pedro le dijo algo, pero estaba tan distraída que tuvo que pedirle que se lo repitiera. Él se acercó y la despeinó, y Paula siguió sintiendo su mano en la cabeza unos segundos después.


Una vez en tierra, llevaron a Leticia con sus padres y Pedro la acompañó a casa. Cuando abrió la puerta de su apartamento, le rugía el estómago y recordó que sólo habían comido un sándwich.


—¿Te gustaría quedarte a…?


—Pensé que nunca me lo pedirías —dijo Pedro, apoyándola contra la pared del pasillo.


Su bolso cayó al suelo mientras él la devoraba con la boca y empezaba a hacerle el amor allí mismo. Ni siquiera llegaron al dormitorio.




lunes, 15 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 17




¿Qué estaba pasando? ¿Es que ya no la deseaba?


Pedro estaba sonriendo de manera tensa, y la estaba mirando con lujuria. De eso estaba segura, ya que lo veía todos los viernes cuando abría la puerta de la habitación del hotel.


Pero él seguía sentado, parecía tranquilo y dispuesto a abalanzarse sobre ella al mismo tiempo.



¿Por qué no lo había hecho ya? Siempre era el primero en acercase. En el tiempo que habían tardado en preparar la cena, cenar y charlar un rato, podían haber hecho el amor dos o tres veces.


¿Era aquello una prueba? Paula se movió en su silla, incómoda, a un metro de un hombre que ardía de deseo por ella, pero que intentaba ocultarlo.


Se levantó de manera brusca, necesitaba poner espacio entre ambos.


—¿Te importa si me doy una ducha?


Él negó con la cabeza, sin dejar de mirarla.


Paula se dirigió al pequeño baño que había en el segundo camarote. Tal y como le había dicho Pedro, había un cepillo de dientes sin estrenar y toallas limpias en el armario. Abrió el grifo de la ducha y miró su mugrienta ropa, se la quitó y metió la camiseta y las braguitas también a la ducha con ella, los pantalones cortos no estarían secos para el día siguiente.


El chorro de agua caliente fue una bendición después de un día tan largo. Había bebido demasiado deprisa. Estaba nerviosa. Pedro la ponía nerviosa porque estaba diferente. 


Se había contenido, a pesar de desearla. La única conclusión a la que podía llegar Paula era que quería que fuese ella quien diese el primer paso. ¿Por qué?


Dejó que el agua le cayese por la espalda mientras lavaba la ropa con jabón. Estaba confundida. En el baile, ella le había dicho que habían terminado, pero en esos momentos deseaba recuperar las tardes de los viernes, donde ambos sabían a lo que iban. Donde eran dos personas libres que compartían una increíble atracción.


Eso le recordó que él le había dicho en el baile que quería más.


Cerró el grifo y tomó una toalla. ¿Y ella? ¿Quería más? Por supuesto que sí. Quería tener con Pedro algo más que los viernes por la tarde. Quería salir con él, hacer el amor con él en su apartamento, en casa de él. Quería que hablasen de qué tal les había ido el día. Quería hacer planes.


Si pensaba aquello, debía de ser porque había bebido demasiado. Lo más prudente en esas circunstancias era volver al salón, darle las buenas noches y meterse en la cama, sola.


Limpió el espejo empañado con una toalla y se miró en él, su cuerpo desnudo le recordó la vez en que habían hecho el amor delante del tocador, en el hotel…


Y se ruborizó. Ardía de deseo por él. Era como una adicción.


Pero había sido ella quién había dicho que no iban a retomar la relación donde la habían dejado. Eran sus normas, y podía romperlas.


Así que lo mejor sería salir de allí y seducirlo. Hacerle recordar que lo suyo era sólo sexo, y lo bien que se les daba. Era mejor mantener las cosas a ese nivel, porque no quería poner en peligro su corazón, que ya estaba empezando a encapricharse por Pedro.


Se secó, se cepilló los dientes y el pelo y colgó las braguitas en el toallero para que se secasen. Luego, fue a seducir a Pedro Alfonso antes de que se le agotase la paciencia.


Paula entró en el salón cubierta sólo por una toalla. Él levantó la cabeza y observó cómo se aproximaba con los ojos brillantes. Ella intentaba fingir que aquélla era la suite presidencial del hotel, un viernes por la tarde. Era algo que había hecho decenas de veces…


Pedro había recogido la mesa y estaba sentado en el sofá, con la copa en la mano.


—¿Quieres que te busque una bata?


Paula negó con la cabeza, confundida de nuevo.


¿Por qué no se levantaba Pedro e iba por ella? Le quitaba la toalla, la acariciaba…


—¿Quieres un café? —le preguntó él.


—Tal vez luego —contestó ella con voz ronca, acercándose—. ¿Me deseas, Pedro


Él se humedeció los labios.


—Es la primera vez que me preguntas eso.


—Nunca había tenido que hacerlo.


Él la miró a los ojos.


Se estaba controlando mucho, sobre todo, teniendo en cuenta que iba a estallarle la cremallera del pantalón. A Paula se le puso la carne de gallina.


—¿Recuerdas nuestra primera vez? —le preguntó él de repente, en voz baja—. Estabas temblando, como ahora. ¿Estabas nerviosa?


—Como ahora.


Lo había admitido sin querer. Se acercó un paso más.


—¿Por qué?


La expresión de él era impenetrable.


—Me sentía abrumada.


—¿Y ahora?


—Ahora ya no sé qué es lo que quieres —confesó.


—Te lo dije la otra noche. Quiero más.


Alguien había cambiado el guión. 


Paula se abrió un poco la toalla, para enseñarle lo que había debajo.


—Puedes tenerlo todo.


Pedro sonrió.


—Eso pretendo —dijo, como si fuese una amenaza.


Paula avanzó hasta colocarse entre sus piernas y se arrodilló. Aquello por fin le hizo reaccionar, empezó a respirar con dificultad, abrió más los ojos y tragó saliva con dificultad.


—Ahora ya he captado tu atención—, pensó ella.


Le puso la mano en la bragueta y se la acarició con cuidado, sonrió.


—¿Quieres esto?


Él bajó la cabeza y la miró, siempre le gustaba mirar.


—Ya sabes lo que quiero. Quiero más.


Tenía los brazos inmóviles, las manos apoyadas en los muslos, a pesar de que normalmente se movía, era él quien dirigía la situación.


Por suerte, cuando le bajó la cremallera del pantalón su instinto la condujo. Paula estaba embelesada, más excitada que nunca. Se fijó en que Pedro tenía las venas de las manos muy marcadas, y que apretaba los muslos cada vez que pasaba la lengua por su erección.


Ella sabía lo que quería, pero, de repente, alguien volvió a cambiar el guión. Pedro le hizo levantar la cabeza y la ayudó incorporarse.


Era la primera vez que la paraba.


Le había costado hacerlo. Sólo había que ver la tensión de su rostro. La besó, cada vez con más intensidad, y fue un beso más íntimo que el que ella le había dado un minuto antes. Se sintió aturdida por el deseo.


Siguieron besándose, tomando el uno el rostro del otro, enredando los dedos en el pelo. No había prisa y ninguno de los dos cerró los ojos. A Paula le encantaba verlo.


Pedro metió las manos por debajo de la toalla y le acarició el cuerpo muy despacio.


Tal vez, hubiese sido ella quien había empezado a seducirlo, a demostrarle lo sexy que la hacía sentir, a provocarlo, pero, en esos momentos, él estaba igual de implicado. Paula necesitaba tocar su piel, así que se peleó con los botones de la camisa hasta abrírsela por completo y se apretó contra él.


Pedro siguió acariciándola. Ella levantó las caderas y él metió los dedos en su interior con cuidado, los movió y le hizo disfrutar de un orgasmo al que ni siquiera había visto llegar. Apretó los puños y los apoyó sobre su pecho y, por primera vez desde que había salido del cuarto de baño, dejó de mirarlo a los ojos y se sumergió en una profunda y estremecedora satisfacción.


Enseguida, Pedro salió de debajo de ella, la hizo sentarse. Y Paula pensó que aquello ya era más normal, que fuese él quien tomase el mando, aunque dejó de pensar cuando lo vio arrodillarse y que empezaba a hacerle el amor con la boca.


Cuando hubo terminado, Paula intentó relajarse, pero no era fácil.


—Sí —susurró—. Esto es lo que quiero.


Pedro se sentó, estaba saciado, pero quería más. Se desnudó del todo y se puso un preservativo.


—No —la contradijo—. No es todo lo que quieres.


Paula sintió su erección entre las piernas y supo que tenía razón.


—Pero todavía no lo sabes —añadió.


Ella estaba cansada de hacerse preguntas, y de querer. Sólo deseaba que la penetrase.


Pedro


Él la complació. La maravillosa invasión, lenta y fuerte, profunda e implacable, la llenó tanto que tuvo que expulsar todo el aire que tenía en los pulmones. Pedro se quedó quieto y la miró fijamente. Se quedaron varios segundos así, mirándose a los ojos. Y fue entonces cuando Paula entendió que no volvería a no tomarse aquello en serio. 


Jamás volvería a pensar que era sólo sexo.


Habían hecho el amor muchas veces, muchos viernes, pero nunca de un modo tan profundo como aquél. A Pedro le brillaban tanto los ojos que Paula quiso apartar la vista de ellos, pero él no le dejó. «Quiero más», le decían sus ojos.


—Más —respondió ella, llenándose de júbilo al verlo sonreír.


Borracha de él, se abrazó a su cintura con las piernas y empezaron a moverse cada vez con más rapidez, ambos ardiendo de deseo. Pedro gritó su nombre y ella gimió de satisfacción. Y luego, frenaron el ritmo. Paula sólo podía oír la respiración entrecortada de ambos y las olas golpeando el casco del yate.


Entonces, sin dejar de mirarla a los ojos, Pedro la abrazó. 


Era la primera vez que lo hacía.