sábado, 6 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 12





Siguieron más flashes, más preguntas, apresuradamente. 


—¿Cuáles son sus planes? ¿A dónde van a ir de luna de miel? ¿Dónde se conocieron?


Pero la única pregunta que le dio vueltas en la cabeza fue la primera.


—¿Cómo se siente al casarse con una rica heredera?


Le pareció como si le hubieran echado encima un jarro de agua fría. Quiso golpear a alguien. O gritar. Quiso salir corriendo de allí.


Trató de abrirse camino entre la gente sin dejar de decir:
—Sin comentarios. Sin comentarios…


¿No era eso lo que se decía cuando lo pillaban a uno haciendo el tonto? ¿Cuando alguien le había mentido a uno?


Alguien en quien confiaba.


Vio a Leandro, que parecía confundido y apartó a un lado a Rosa. Pero Rosa, que parecía preocupada, estaba tratando de decir algo, extendía los brazos…


Fue entonces cuando miró a Pau. Estaba arrinconada contra la pared del juzgado, rodeada de periodistas y asaltada a preguntas.


Una mujer rubia le estaba preguntando:
—¿Por qué le atraen ese tipo de hombres?


Eso lo golpeó como una pedrada. Ese tipo de hombres. 


¿Qué querría decir eso?


Pau mantuvo cerrada la boca, pero la mujer era insistente.


—¿Ha olvidado a Gaston Johanson? ¿Qué va a hacer ahora su padre?


Pau agitó la cabeza y retrocedió más contra la pared, tratando de apartarse. Su torturado rostro lo miró e hizo que la ira se apoderara de él. Se acercó decididamente, casi derribando a un hombre a su paso.


—¡Apártense de mi camino!


La multitud no era demasiado obstáculo para su furia. Agarró a Pau y la arrastró al coche. Luego salió de allí a toda velocidad.


—No vayas tan deprisa, Pedro. Puedes herir a alguien.


Pedro levantó el pie del acelerador. No quería hacerle daño a nadie.


—Pedro…


—Calla.


No quería hacerle daño a Pau. Sólo la quería fuera del coche. Fuera de su vida.


—Pedro, deja que te explique.


—No es necesario. Comprendo. Y ahora que ya tienes tu pequeño ligue, puedes…


—¡No es un ligue! ¡Estamos casados!


—No por mucho tiempo.


Pedro pensó que sería fácil conseguir una anulación.


—¿Qué… qué quieres decir? ¿De qué me estás hablando?


—Vete a casa con tu papá.


Por las preguntas que le habían hecho, había descubierto que el padre de ella debía ser rico y poderoso. Que se gastaba el dinero para protegerla a ella de los ligones depredadores. Bueno, él no era nada de eso, ¡y estaba muy seguro de que no le gustaba nada parecerlo! ¡A los ojos de todo el mundo!


—Pedro, no me voy a ir a casa. Me voy contigo.


—No vas a venir conmigo.


—Si me llevas a mi casa no saldré del coche.


—Oh, creo que sí lo harás. Soy más grande y fuerte que tú.


Pero cuando llegaron delante de la casa y vio otra multitud delante, Pedro dudó.


—Vamos, échame ahora — exclamó ella—. Arrójame a los lobos.


—No me tientes.


Pero lo que hizo fue meterse discretamente por una calle lateral. Podría llevarla algún hotel. Pero en la ciudad sabía que no habría escapatoria y no la podía arrojar a los lobos.


No hablaron durante el camino hasta la granja. Pau rezó con más vehemencia de lo que lo había hecho en toda su vida. 


Rogó para que él la comprendiera. No había querido que aquello sucediera. ¿Y cómo había pasado? Su regalo de bodas le había estallado en la cara. Había querido que fuera una sorpresa. Pero no así. No como una humillación.


De todas formas, no era su culpa. ¿Cómo podía evitar que hubiera periodistas metomentodo?


Muy bien, ¿y qué? Ella era rica. Mucha gente lo es. No es una enfermedad, pensó.


Pedro no tenía derecho a actuar como si le hubieran pillado en un horrible escándalo. No tenía derecho tampoco a tratarla como si estuviera apestada, como si no se atreviera a tocarla.


Para cuando llegaron a la granja, ella estaba tan enfadada como él. Pedro entró apresuradamente en la casa y ella lo siguió.


—¿Por qué estás tan enfadado? —le preguntó ella mientras acariciaba al perro.


Pedro la miró fijamente a los ojos, como si fuera estúpida o le hubiera hecho una pregunta tonta. Dejó la chaqueta en el sofá, se quitó la corbata y se arremangó la camisa antes de responder.


—Me has mentido.


—No lo he hecho. Tú lo has dado todo por hecho.


—¡Mentira! —exclamó él dándole la espalda y dirigiéndose a la cocina.


—Sabes que es así, Pedro —dijo ella al tiempo que lo seguía—. La mañana que nos conocimos, cuando te llevé el termo con café, pensaste que era la doncella o algo así.


—Y tú me ayudaste a creerlo.


—Pero no te mentí en ningún momento.


—¿No? ¿Y qué tal eso de que eras secretaria?


—Yo nunca dije eso. Tú me preguntaste qué hacía en esa casa y yo te dije que me ocupaba de los papeles del dueño de la casa. Y lo hago… a veces.


—¡Mira, vamos a no hablar de la verdad que me has estado ocultando desde hace dos meses! ¡El dueño de la casa! Tu padre. Uno de los pequeños detalles que te olvidaste de mencionarme.


—¡Por tu estúpido orgullo! ¿Sabes lo que eres, Pedro Alfonso? ¡Eres un estúpido, arrogante y orgulloso intransigente!


Pedro la miró sorprendido.


—No soy un intransigente.


—Sí que lo eres. Un intransigente es alguien que desprecia a todos los que no son de su mismo color, clase social, credo o lo que sea él. Tú me desprecias porque yo soy rica y tú no.


—Yo no te desprecio. Es que no me gusta que me mientan.


—¡Deja de decir eso!


—No es lo que yo diga. El hecho es que…


—¡De acuerdo, como quieras! Te mentí. Y ahora ya sabes la verdad.


—Y la verdad hace todo muy distinto.


—¿Por qué?


—Porque estás fuera de mi clase, chica.


—Cuando no sabías que era rica nos llevábamos muy bien. Si lo único que te interesaba era el dinero, ¿por qué no investigaste mi situación económica hace tiempo?


—¡Oh, Pau! Ya sabes que a mí no me importa el dinero.


—¿No? Entonces dime, ¿cuál es el problema?


—De acuerdo, de acuerdo —dijo él pasándose una mano por la cabeza—. Yo no… Oh, demonios, tal vez eso haga que sea distinto.


—¿Y eso? Yo no he cambiado, ¿verdad?


—Tú no. Las circunstancias. Antes era como… bueno, estábamos más igualados. ¿No lo ves?


—No, no lo veo, me apuesto lo que quieras a que, si fuera al revés, el dinero no haría que las cosas fueran distintas.


—¿Qué quieres decir?


—Quiero decir que si lo tuvieras tú y no yo, intransigente hijo de…


Pau se llevó una mano a la boca y luego continuó.


—No, no he querido decir eso. No diré nada de tu buena madre. Ella es una mujer maravillosa, generosa y encantadora. No puede evitar haberse casado con un machista dogmático y haber parido tres más.


Pedro frunció el ceño.


—¿De qué me estás hablando?


—Te estoy hablando de tu padre, que trata de ser un dictador. Le gusta meterse con tu hermana, que quiere probar a ser actriz mientras es suficientemente joven y bonita como para serlo. Quiere que siente la cabeza, se case con ese chico vecino y empiece a tener hijos como Rosa. ¡Y Maria tiene sólo dieciocho años! Y te estoy hablando de tu hermano Francisco, que no deja que su esposa trabaje fuera de casa. Sara me dijo por sí misma que se va a volver loca en esa gran casa ahora que los niños ya son mayores y no la necesitan tanto, y no les vendría nada mal un dinero extra para la universidad.


—¡Así que no te gusta el que los hombres de nuestra familia quieran mantener a sus esposas!


—No me gusta el que quieran ser ellos los que lo controlen todo. El que les guste mantener a sus esposas bajo sus botas como si fueran gusanos reptantes.


—¡Eso no es cierto!


—¡Sí que lo es! Y tú eres igual que ellos, Pedro. Si fueras tú el que tuviera el dinero y no yo, tú tendrías el control, ¿no? Y querrías controlarlo todo entre nosotros.


Las facciones de Pedro se oscurecieron.


—Pero eres tú la que tiene el dinero y eres tú la que tienes el control, ¿no? Piensas seguir con tu vida de niña mimada que consigue todo lo que quiere, ¿no? Bueno, pues no va a ser así esta vez. Vamos a terminar con esta comedia. Y ahora mismo, tengo trabajo que hacer —dijo él dirigiéndose a la puerta.


—¡Pedro, espera! No he querido…


Él se volvió.


—Te puedes quedar aquí esta noche. Quédate en el dormitorio grande, yo dormiré en el mío. ¡Solo! Nada interferirá en una rápida anulación.


—Pedro…


—Ya hemos hablado bastante. No es necesario fastidiar las cosas más de lo que ya lo están.


Luego salió dando un portazo.






EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 11





Pedro Alfonso, ¿aceptas a esta mujer como esposa? —dijo el juez de paz.


—La acepto —respondió Pedro vigorosamente.


Había querido que fuera un día memorable para Pau y lo había planeado cuidadosamente. Bueno, en realidad lo había planeado Rosa, que parecía más excitada que él.


—Da mala suerte que la veas antes de la ceremonia —le había dicho—. Así que la recogeré yo en la furgoneta y tú puedes llevar el Mustang. No puedes ir en semejante trasto con tu esposa. Y reservaré mesa para los cuatro. Un almuerzo en el Classic. Leandro y yo pagamos.


A él le encantó ese plan. Sería una verdadera celebración, con champán, brindis y todo lo demás. Aún embarazada, Rosa estaba muy guapa con ese vestido rosa.


Pero no tanto como su Pau. Le gustó que fuera de blanco. 


Un sencillo vestido de novia, acompañado por una orquídea blanca prendida del rojo cabello de una forma que hacía que sus rasgos fueran más encantadores que nunca.


Le puso el anillo en el dedo y el juez añadió:
—Yo os declaro marido y mujer.


Se acabó. Besó a la novia, más contento que lo que había estado en toda su vida. Luego los cuatro se pusieron a felicitarse y besarse entre ellos como locos y salieron del juzgado riendo.


Pedro pensó que algo debía haber pasado cuando vio afuera a una multitud, con cámaras de televisión y todo.


Antes de que tuviera la posibilidad de darse cuenta de lo que pasaba, empezaron a destellar los flashes y le pusieron un micrófono delante.


—Señor Alfonso, ¿cómo se siente al casarse con una rica heredera?




EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 10





¿Podrías escaparte para almorzar? —le preguntó Pedro por teléfono. Sabía que no debía pedírselo. Ella le había dicho que su jefe estaba fuera de la ciudad, pero aún así, Pau parecía tener mucho tiempo libre y no quería fastidiarle su trabajo. Pero no podía evitar querer verla. Tenía trabajo esa tarde, las clases por la noche y… ¡Qué demonios! Todo el mundo salía a almorzar, ¿no?


—Sólo almorzar —repitió—. Puedo ir a recogerte. Voy al pueblo a llevar unas flores al Classic.


—¿Quieres decir que almorzaremos allí? —le preguntó ella, más preocupada que sorprendida.


Ese era un restaurante de los más caros de la ciudad.


—¡No! No me lo puedo permitir. Dejaré allí las flores y compraremos un par de hamburguesas. Luego te llevaré de nuevo, ¿de acuerdo?


—¡De acuerdo!


Ella estaba tan ansiosa por verlo a él como él a ella, pensó Pedro cuando colgó. O tal vez sólo estaba ansiosa por salir de aquella casa. Le parecía un lugar grande y solitario. Y cada vez que le pedía que salieran, ella estaba dispuesta.


Pensó en eso mientras se dirigía al establo. Sabía que era una persona muy reservada y no le gustaba hablar de sí misma. Por lo que parecía, no tenía más familia que su padre. Pero debía tener amigos. Cualquier mujer como ella… Debía tener amigos. Otros hombres.


El pensamiento de Pau con otro hombre le resultó muy incómodo. Insoportablemente incómodo. Trató de decirse que él era el único. La forma en que ella había respondido a sus besos con tanta pasión. La verdad era que, entre su trabajo y el tiempo que pasaba con él no tenía tiempo para nadie más.


Pero el demonio de los celos insistió. El viejo verde para el que ella trabajaba. Ahora no estaba. ¿Pero no habría allí más de una relación laboral? ¿Una secretaria interna? No era normal. ¿Estaría ella solamente esperando su vuelta, haciendo tiempo hasta que…?


Apartó ese pensamiento, avergonzado. Pau no era de la clase de mujer que pudiera jugar con otro hombre mientras esperaba el retorno de su amante. Era demasiado sincera, demasiado recta.


Más tarde, cuando ya habían repartido las flores y estaban sentados en la furgoneta con sus hamburguesas, sonrió a Pau.


—¿Sabes una cosa? Estás empezando a parecer como si pertenecieras aquí.


—¿Aquí?


—Si, a esta furgoneta, conmigo a tu lado.


La sonrisa de ella lo mareó.


Pedro Alfonso, ese el piropo más bonito que me han dedicado nunca. Me gusta estar a tu lado en la furgoneta.


Y lo decía en serio. Muy en serio. Y se le notaba. Realmente esa mujer extraordinaria parecía estar tan contenta comiéndose esa hamburguesa grasienta y con el ketchup chorreándole por la barbilla. A Pedro se le hizo un nudo en la garganta. Deseó abrazarla allí mismo. Deseó poner en marcha la furgoneta, correr a la granja y allí hacerla suya.


—¿Querrías pertenecerme a mí? —susurró él lamiéndole el ketchup de la barbilla.


—Sí, oh, sí —respondió ella sin dudar.


—¿Te quieres casar conmigo?


—Sí, Pedro, sí —respondió ella mirándolo como si acabara de ofrecerle la luna en una bandeja de plata. El corazón le dio un vuelco.


—Te amo, Paula Chaves.


—Y yo… Pedro, hay algo que tengo que decirte.


—Lo único que quiero saber es que me amas.


—Te amo, te amo. Más que nada en el mundo.


—Y eso es lo único que me importa. ¿Cuándo nos casamos? —le preguntó él aún sin creerse que esa mujer, a la que tanto quería, también lo quisiera a él.


—Ahora.


—¿Ahora? ¿Qué pasa con todo eso del vestido de novia, las damas de honor, el padrino…?


—No quiero una boda multitudinaria.


Pedro pensó en su gran familia, mientras que ella sólo tenía a su padre.


—Lo que tú digas.


—Sólo quiero casarme. Estar contigo.


Eso era lo que él quería también. Lo que antes había deseado era una tontería. No quería hacerla suya de repente, quería que lo fuera para siempre, legalmente. Tenía que ir a trabajar en un jardín dentro de una hora. Un hombre tiene que trabajar. Pero si estuvieran casados… después del trabajo… O de las clases, ella siempre estaría allí, esperándolo.


—Vamos —dijo—. El ayuntamiento está aquí al lado. Por lo menos tenemos tiempo para conseguir la licencia de matrimonio.



****


Verónica Landsen tenía la costumbre de pasarse a menudo por la oficina de licencias del ayuntamiento. A veces, saber quien se casaba era una buena noticia. Pero ese día sólo estaba allí para renovar la licencia de su perro. De todas formas, la intrigó la pareja que estaba en la cola de las licencias de matrimonio. No sabía por qué. Era una pareja atractiva, pero muy normal. Nadie en especial.


Se dio cuenta de que estaban definitivamente enamorados. 


Pero por supuesto, siempre era así cuando se estaba de camino al matrimonio. Verónica, que ya iba por su tercer intento, suspiró amargamente. ¡Hombres! Primero son de lo más dulce y luego resultan unos cerdos.


Ese en particular estaba bastante bien, de acuerdo. Parecía un artista de cine, incluso con esos vaqueros sucios y el jersey. Pero estaba segura de no haberlo visto nunca antes. 


Además, esas manos callosas indicaban que se dedicaba a un trabajo manual.


Pero el cabello de la chica… Era de un color que le recordó algo, muy poco habitual. Su rostro también le resultaba conocido. Verónica, una periodista veterana, no solía olvidar un rostro.


Su interés se despertó entonces. En ella había algo diferente. Podría jurar que esa camisa sin mangas era de seda y que los vaqueros… Todo tenía la apariencia de ser bastante caro, incluso las zapatillas.


—Paula Alfonso —oyó decir al hombre—. Me gusta. Suena mejor que Paula Chaves, ¿no te parece?


Verónica se perdió la respuesta de la chica porque los recuerdos la asaltaron. Paula Chaves. ¿No se había publicado algo hacía unos años acerca de la heredera de la familia Chaves, que se había fugado con un don nadie indeseable? Tenía que volver al periódico a investigar.


Pero no hasta que viera marcharse a la pareja. Los vio meterse en una furgoneta que parecía llena de herramientas de jardinería y plantas.



****

Pedro, quiero decirte algo —le dijo Paula cuando estuvieron de nuevo en la furgoneta.


—Más tarde, querida. Las cosas están sucediendo muy aprisa. Necesitamos hacer planes. ¿Estás segura de que quieres que nos casemos mañana? Bueno, por lo menos tenemos un lugar donde vivir. Durante seis meses. Tú puedes seguir trabajando si quieres, pero yo preferiría que no lo hicieras. Ya sé que vas a tener que avisarlos. Ya hablaremos de esto más tarde.


Pedro, tengo que decirte…


—¡Leandro! —exclamó él—. Tengo que decírselo. Me gustaría que nos acompañara.


—Por supuesto. Y Rosa. Pueden ser los testigos. Pero Pedro


—Ya hemos llegado, me tengo que marchar, querida. Tengo que llamar a Leandro para ver si puede estar libre mañana. Más tarde —dijo mientras la ayudaba a bajar y luego le daba un beso.


Ella lo vio alejarse con el corazón en la boca.


No se lo había dicho.


Lo había intentado, pero cada vez él se lo había impedido.


No, se lo había impedido ella misma. No quería decírselo.


Se sintió muy culpable. Aquello era cierto. No había querido que nada destruyera el momento. Se había quedado anonadada, pero encantada cuando Pedro le había pedido que se casara con él.


Se habría casado con él inmediatamente, si hubiera podido.


Bueno, sí, había querido que todo pasara antes de que algo se lo pudiera impedir.


¿Cómo que la llegada de su padre estuviera prevista para dentro de dos días?


Se dijo a sí misma que él ya no la controlaba. No podía detenerla.


Pero sí podía parar esa pequeña farsa. La pobre chica trabajadora…


De repente se enfadó. ¿Qué tenía de malo ser rica? Había estado actuando como si fuera una enfermedad o algo así. 


Pedro la amaba a ella, no a su dinero. Y su dinero no interferiría en sus vidas. Sólo podía hacerles más fáciles las cosas. Cuando les dieron la licencia se dio cuenta de que él estaba preocupado… sobre dónde y cómo iban a vivir.


Bueno, ahora él sabría que no tenía que preocuparse. Las cosas serían más fáciles. No tendría que seguir con todos esos pequeños trabajos que lo apartaban de su proyecto y los estudios. Podría construir sus invernaderos, contratar más gente, concentrarse en los estudios. El dinero no sería problema. Sería el regalo de bodas de ella.


Se metió en la casa contenta y en paz consigo misma. 


Después del próximo día no habría secretos entre ellos.






viernes, 5 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 9




Las palabras de Charlie siguieron dándole vueltas en la cabeza. Nunca antes lo había visto tan ilusionado. Tenía que decírselo, cuanto antes, mejor.


Pensó que se lo diría esa misma noche. Cuando estuvieran a solas. Cuando la llevara a su casa.


Pero más tarde, cuando estaba sentada a su lado en el Mustang de Pedro, pensó que no era el momento. Se lo diría cuando llegaran a la casa. Cuando se pudieran mirar y hablar.


Y, tal vez se lo hubiera dicho entonces… si Pedro no la hubiera besado. Si no se hubiera encontrado perdida en toda esa intoxicante dulzura, en esas sensaciones eróticas que le nublaron la mente.


Si no hubiera notado su ansia y no lo hubiera oído decir:
—Me estoy enamorando de ti, Paula Chaves.


—Yo también de ti —susurró ella.


Entonces lo oyó reírse.


—Es una locura, ¿verdad? No quiero enamorarme. Pero parece que no lo puedo evitar.


—Yo tampoco.


—¿Tú también lo sientes?


Ella asintió sin apartar la cabeza de su hombro.


—¿Sientes también esta necesidad de estar siempre conmigo? ¿Esa sensación de vacío cuando no estamos juntos?


—Sí.


—Da miedo, Pau. Nunca antes he sentido nada parecido. Demonios, me entra el pánico cada vez que te traigo a casa y te veo desaparecer ahí dentro y cerrar la puerta. Tengo la sensación de que nunca más te voy a volver a ver. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me siento como si no debiera dejarte ir nunca? ¿Por qué siento que eres mi vida, mi amor? ¿Mi único amor?


—Yo también siento lo mismo.


Pedro sonrió.


—Entonces, mi pequeño eco, ¿qué vamos a hacer al respecto?


—No lo sé —dijo ella.


Lo único que sabía era que no iba a destruir ese momento perfecto con unas complicadas explicaciones.