¿Podrías escaparte para almorzar? —le preguntó Pedro por teléfono. Sabía que no debía pedírselo. Ella le había dicho que su jefe estaba fuera de la ciudad, pero aún así, Pau parecía tener mucho tiempo libre y no quería fastidiarle su trabajo. Pero no podía evitar querer verla. Tenía trabajo esa tarde, las clases por la noche y… ¡Qué demonios! Todo el mundo salía a almorzar, ¿no?
—Sólo almorzar —repitió—. Puedo ir a recogerte. Voy al pueblo a llevar unas flores al Classic.
—¿Quieres decir que almorzaremos allí? —le preguntó ella, más preocupada que sorprendida.
Ese era un restaurante de los más caros de la ciudad.
—¡No! No me lo puedo permitir. Dejaré allí las flores y compraremos un par de hamburguesas. Luego te llevaré de nuevo, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo!
Ella estaba tan ansiosa por verlo a él como él a ella, pensó Pedro cuando colgó. O tal vez sólo estaba ansiosa por salir de aquella casa. Le parecía un lugar grande y solitario. Y cada vez que le pedía que salieran, ella estaba dispuesta.
Pensó en eso mientras se dirigía al establo. Sabía que era una persona muy reservada y no le gustaba hablar de sí misma. Por lo que parecía, no tenía más familia que su padre. Pero debía tener amigos. Cualquier mujer como ella… Debía tener amigos. Otros hombres.
El pensamiento de Pau con otro hombre le resultó muy incómodo. Insoportablemente incómodo. Trató de decirse que él era el único. La forma en que ella había respondido a sus besos con tanta pasión. La verdad era que, entre su trabajo y el tiempo que pasaba con él no tenía tiempo para nadie más.
Pero el demonio de los celos insistió. El viejo verde para el que ella trabajaba. Ahora no estaba. ¿Pero no habría allí más de una relación laboral? ¿Una secretaria interna? No era normal. ¿Estaría ella solamente esperando su vuelta, haciendo tiempo hasta que…?
Apartó ese pensamiento, avergonzado. Pau no era de la clase de mujer que pudiera jugar con otro hombre mientras esperaba el retorno de su amante. Era demasiado sincera, demasiado recta.
Más tarde, cuando ya habían repartido las flores y estaban sentados en la furgoneta con sus hamburguesas, sonrió a Pau.
—¿Sabes una cosa? Estás empezando a parecer como si pertenecieras aquí.
—¿Aquí?
—Si, a esta furgoneta, conmigo a tu lado.
La sonrisa de ella lo mareó.
—Pedro Alfonso, ese el piropo más bonito que me han dedicado nunca. Me gusta estar a tu lado en la furgoneta.
Y lo decía en serio. Muy en serio. Y se le notaba. Realmente esa mujer extraordinaria parecía estar tan contenta comiéndose esa hamburguesa grasienta y con el ketchup chorreándole por la barbilla. A Pedro se le hizo un nudo en la garganta. Deseó abrazarla allí mismo. Deseó poner en marcha la furgoneta, correr a la granja y allí hacerla suya.
—¿Querrías pertenecerme a mí? —susurró él lamiéndole el ketchup de la barbilla.
—Sí, oh, sí —respondió ella sin dudar.
—¿Te quieres casar conmigo?
—Sí, Pedro, sí —respondió ella mirándolo como si acabara de ofrecerle la luna en una bandeja de plata. El corazón le dio un vuelco.
—Te amo, Paula Chaves.
—Y yo… Pedro, hay algo que tengo que decirte.
—Lo único que quiero saber es que me amas.
—Te amo, te amo. Más que nada en el mundo.
—Y eso es lo único que me importa. ¿Cuándo nos casamos? —le preguntó él aún sin creerse que esa mujer, a la que tanto quería, también lo quisiera a él.
—Ahora.
—¿Ahora? ¿Qué pasa con todo eso del vestido de novia, las damas de honor, el padrino…?
—No quiero una boda multitudinaria.
Pedro pensó en su gran familia, mientras que ella sólo tenía a su padre.
—Lo que tú digas.
—Sólo quiero casarme. Estar contigo.
Eso era lo que él quería también. Lo que antes había deseado era una tontería. No quería hacerla suya de repente, quería que lo fuera para siempre, legalmente. Tenía que ir a trabajar en un jardín dentro de una hora. Un hombre tiene que trabajar. Pero si estuvieran casados… después del trabajo… O de las clases, ella siempre estaría allí, esperándolo.
—Vamos —dijo—. El ayuntamiento está aquí al lado. Por lo menos tenemos tiempo para conseguir la licencia de matrimonio.
****
Se dio cuenta de que estaban definitivamente enamorados.
Pero por supuesto, siempre era así cuando se estaba de camino al matrimonio. Verónica, que ya iba por su tercer intento, suspiró amargamente. ¡Hombres! Primero son de lo más dulce y luego resultan unos cerdos.
Ese en particular estaba bastante bien, de acuerdo. Parecía un artista de cine, incluso con esos vaqueros sucios y el jersey. Pero estaba segura de no haberlo visto nunca antes.
Además, esas manos callosas indicaban que se dedicaba a un trabajo manual.
Pero el cabello de la chica… Era de un color que le recordó algo, muy poco habitual. Su rostro también le resultaba conocido. Verónica, una periodista veterana, no solía olvidar un rostro.
Su interés se despertó entonces. En ella había algo diferente. Podría jurar que esa camisa sin mangas era de seda y que los vaqueros… Todo tenía la apariencia de ser bastante caro, incluso las zapatillas.
—Paula Alfonso —oyó decir al hombre—. Me gusta. Suena mejor que Paula Chaves, ¿no te parece?
Verónica se perdió la respuesta de la chica porque los recuerdos la asaltaron. Paula Chaves. ¿No se había publicado algo hacía unos años acerca de la heredera de la familia Chaves, que se había fugado con un don nadie indeseable? Tenía que volver al periódico a investigar.
Pero no hasta que viera marcharse a la pareja. Los vio meterse en una furgoneta que parecía llena de herramientas de jardinería y plantas.
****
—Pedro, quiero decirte algo —le dijo Paula cuando estuvieron de nuevo en la furgoneta.
—Más tarde, querida. Las cosas están sucediendo muy aprisa. Necesitamos hacer planes. ¿Estás segura de que quieres que nos casemos mañana? Bueno, por lo menos tenemos un lugar donde vivir. Durante seis meses. Tú puedes seguir trabajando si quieres, pero yo preferiría que no lo hicieras. Ya sé que vas a tener que avisarlos. Ya hablaremos de esto más tarde.
—Pedro, tengo que decirte…
—¡Leandro! —exclamó él—. Tengo que decírselo. Me gustaría que nos acompañara.
—Por supuesto. Y Rosa. Pueden ser los testigos. Pero Pedro…
—Ya hemos llegado, me tengo que marchar, querida. Tengo que llamar a Leandro para ver si puede estar libre mañana. Más tarde —dijo mientras la ayudaba a bajar y luego le daba un beso.
Ella lo vio alejarse con el corazón en la boca.
No se lo había dicho.
Lo había intentado, pero cada vez él se lo había impedido.
No, se lo había impedido ella misma. No quería decírselo.
Se sintió muy culpable. Aquello era cierto. No había querido que nada destruyera el momento. Se había quedado anonadada, pero encantada cuando Pedro le había pedido que se casara con él.
Se habría casado con él inmediatamente, si hubiera podido.
Bueno, sí, había querido que todo pasara antes de que algo se lo pudiera impedir.
¿Cómo que la llegada de su padre estuviera prevista para dentro de dos días?
Se dijo a sí misma que él ya no la controlaba. No podía detenerla.
Pero sí podía parar esa pequeña farsa. La pobre chica trabajadora…
De repente se enfadó. ¿Qué tenía de malo ser rica? Había estado actuando como si fuera una enfermedad o algo así.
Pedro la amaba a ella, no a su dinero. Y su dinero no interferiría en sus vidas. Sólo podía hacerles más fáciles las cosas. Cuando les dieron la licencia se dio cuenta de que él estaba preocupado… sobre dónde y cómo iban a vivir.
Bueno, ahora él sabría que no tenía que preocuparse. Las cosas serían más fáciles. No tendría que seguir con todos esos pequeños trabajos que lo apartaban de su proyecto y los estudios. Podría construir sus invernaderos, contratar más gente, concentrarse en los estudios. El dinero no sería problema. Sería el regalo de bodas de ella.
Se metió en la casa contenta y en paz consigo misma.
Después del próximo día no habría secretos entre ellos.
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