¿Podrías escaparte para almorzar? —le preguntó Pedro por teléfono. Sabía que no debía pedírselo. Ella le había dicho que su jefe estaba fuera de la ciudad, pero aún así, Pau parecía tener mucho tiempo libre y no quería fastidiarle su trabajo. Pero no podía evitar querer verla. Tenía trabajo esa tarde, las clases por la noche y… ¡Qué demonios! Todo el mundo salía a almorzar, ¿no?
—Sólo almorzar —repitió—. Puedo ir a recogerte. Voy al pueblo a llevar unas flores al Classic.
—¿Quieres decir que almorzaremos allí? —le preguntó ella, más preocupada que sorprendida.
Ese era un restaurante de los más caros de la ciudad.
—¡No! No me lo puedo permitir. Dejaré allí las flores y compraremos un par de hamburguesas. Luego te llevaré de nuevo, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo!
Ella estaba tan ansiosa por verlo a él como él a ella, pensó Pedro cuando colgó. O tal vez sólo estaba ansiosa por salir de aquella casa. Le parecía un lugar grande y solitario. Y cada vez que le pedía que salieran, ella estaba dispuesta.
Pensó en eso mientras se dirigía al establo. Sabía que era una persona muy reservada y no le gustaba hablar de sí misma. Por lo que parecía, no tenía más familia que su padre. Pero debía tener amigos. Cualquier mujer como ella… Debía tener amigos. Otros hombres.
El pensamiento de Pau con otro hombre le resultó muy incómodo. Insoportablemente incómodo. Trató de decirse que él era el único. La forma en que ella había respondido a sus besos con tanta pasión. La verdad era que, entre su trabajo y el tiempo que pasaba con él no tenía tiempo para nadie más.
Pero el demonio de los celos insistió. El viejo verde para el que ella trabajaba. Ahora no estaba. ¿Pero no habría allí más de una relación laboral? ¿Una secretaria interna? No era normal. ¿Estaría ella solamente esperando su vuelta, haciendo tiempo hasta que…?
Apartó ese pensamiento, avergonzado. Pau no era de la clase de mujer que pudiera jugar con otro hombre mientras esperaba el retorno de su amante. Era demasiado sincera, demasiado recta.
Más tarde, cuando ya habían repartido las flores y estaban sentados en la furgoneta con sus hamburguesas, sonrió a Pau.
—¿Sabes una cosa? Estás empezando a parecer como si pertenecieras aquí.
—¿Aquí?
—Si, a esta furgoneta, conmigo a tu lado.
La sonrisa de ella lo mareó.
—Pedro Alfonso, ese el piropo más bonito que me han dedicado nunca. Me gusta estar a tu lado en la furgoneta.
Y lo decía en serio. Muy en serio. Y se le notaba. Realmente esa mujer extraordinaria parecía estar tan contenta comiéndose esa hamburguesa grasienta y con el ketchup chorreándole por la barbilla. A Pedro se le hizo un nudo en la garganta. Deseó abrazarla allí mismo. Deseó poner en marcha la furgoneta, correr a la granja y allí hacerla suya.
—¿Querrías pertenecerme a mí? —susurró él lamiéndole el ketchup de la barbilla.
—Sí, oh, sí —respondió ella sin dudar.
—¿Te quieres casar conmigo?
—Sí, Pedro, sí —respondió ella mirándolo como si acabara de ofrecerle la luna en una bandeja de plata. El corazón le dio un vuelco.
—Te amo, Paula Chaves.
—Y yo… Pedro, hay algo que tengo que decirte.
—Lo único que quiero saber es que me amas.
—Te amo, te amo. Más que nada en el mundo.
—Y eso es lo único que me importa. ¿Cuándo nos casamos? —le preguntó él aún sin creerse que esa mujer, a la que tanto quería, también lo quisiera a él.
—Ahora.
—¿Ahora? ¿Qué pasa con todo eso del vestido de novia, las damas de honor, el padrino…?
—No quiero una boda multitudinaria.
Pedro pensó en su gran familia, mientras que ella sólo tenía a su padre.
—Lo que tú digas.
—Sólo quiero casarme. Estar contigo.
Eso era lo que él quería también. Lo que antes había deseado era una tontería. No quería hacerla suya de repente, quería que lo fuera para siempre, legalmente. Tenía que ir a trabajar en un jardín dentro de una hora. Un hombre tiene que trabajar. Pero si estuvieran casados… después del trabajo… O de las clases, ella siempre estaría allí, esperándolo.
—Vamos —dijo—. El ayuntamiento está aquí al lado. Por lo menos tenemos tiempo para conseguir la licencia de matrimonio.
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Verónica Landsen tenía la costumbre de pasarse a menudo por la oficina de licencias del ayuntamiento. A veces, saber quien se casaba era una buena noticia. Pero ese día sólo estaba allí para renovar la licencia de su perro. De todas formas, la intrigó la pareja que estaba en la cola de las licencias de matrimonio. No sabía por qué. Era una pareja atractiva, pero muy normal. Nadie en especial.
Se dio cuenta de que estaban definitivamente enamorados.
Pero por supuesto, siempre era así cuando se estaba de camino al matrimonio. Verónica, que ya iba por su tercer intento, suspiró amargamente. ¡Hombres! Primero son de lo más dulce y luego resultan unos cerdos.
Ese en particular estaba bastante bien, de acuerdo. Parecía un artista de cine, incluso con esos vaqueros sucios y el jersey. Pero estaba segura de no haberlo visto nunca antes.
Además, esas manos callosas indicaban que se dedicaba a un trabajo manual.
Pero el cabello de la chica… Era de un color que le recordó algo, muy poco habitual. Su rostro también le resultaba conocido. Verónica, una periodista veterana, no solía olvidar un rostro.
Su interés se despertó entonces. En ella había algo diferente. Podría jurar que esa camisa sin mangas era de seda y que los vaqueros… Todo tenía la apariencia de ser bastante caro, incluso las zapatillas.
—Paula Alfonso —oyó decir al hombre—. Me gusta. Suena mejor que Paula Chaves, ¿no te parece?
Verónica se perdió la respuesta de la chica porque los recuerdos la asaltaron. Paula Chaves. ¿No se había publicado algo hacía unos años acerca de la heredera de la familia Chaves, que se había fugado con un don nadie indeseable? Tenía que volver al periódico a investigar.
Pero no hasta que viera marcharse a la pareja. Los vio meterse en una furgoneta que parecía llena de herramientas de jardinería y plantas.
****
—Pedro, quiero decirte algo —le dijo Paula cuando estuvieron de nuevo en la furgoneta.
—Más tarde, querida. Las cosas están sucediendo muy aprisa. Necesitamos hacer planes. ¿Estás segura de que quieres que nos casemos mañana? Bueno, por lo menos tenemos un lugar donde vivir. Durante seis meses. Tú puedes seguir trabajando si quieres, pero yo preferiría que no lo hicieras. Ya sé que vas a tener que avisarlos. Ya hablaremos de esto más tarde.
—Pedro, tengo que decirte…
—¡Leandro! —exclamó él—. Tengo que decírselo. Me gustaría que nos acompañara.
—Por supuesto. Y Rosa. Pueden ser los testigos. Pero Pedro…
—Ya hemos llegado, me tengo que marchar, querida. Tengo que llamar a Leandro para ver si puede estar libre mañana. Más tarde —dijo mientras la ayudaba a bajar y luego le daba un beso.
Ella lo vio alejarse con el corazón en la boca.
No se lo había dicho.
Lo había intentado, pero cada vez él se lo había impedido.
No, se lo había impedido ella misma. No quería decírselo.
Se sintió muy culpable. Aquello era cierto. No había querido que nada destruyera el momento. Se había quedado anonadada, pero encantada cuando Pedro le había pedido que se casara con él.
Se habría casado con él inmediatamente, si hubiera podido.
Bueno, sí, había querido que todo pasara antes de que algo se lo pudiera impedir.
¿Cómo que la llegada de su padre estuviera prevista para dentro de dos días?
Se dijo a sí misma que él ya no la controlaba. No podía detenerla.
Pero sí podía parar esa pequeña farsa. La pobre chica trabajadora…
De repente se enfadó. ¿Qué tenía de malo ser rica? Había estado actuando como si fuera una enfermedad o algo así.
Pedro la amaba a ella, no a su dinero. Y su dinero no interferiría en sus vidas. Sólo podía hacerles más fáciles las cosas. Cuando les dieron la licencia se dio cuenta de que él estaba preocupado… sobre dónde y cómo iban a vivir.
Bueno, ahora él sabría que no tenía que preocuparse. Las cosas serían más fáciles. No tendría que seguir con todos esos pequeños trabajos que lo apartaban de su proyecto y los estudios. Podría construir sus invernaderos, contratar más gente, concentrarse en los estudios. El dinero no sería problema. Sería el regalo de bodas de ella.
Se metió en la casa contenta y en paz consigo misma.
Después del próximo día no habría secretos entre ellos.
Las palabras de Charlie siguieron dándole vueltas en la cabeza. Nunca antes lo había visto tan ilusionado. Tenía que decírselo, cuanto antes, mejor.
Pensó que se lo diría esa misma noche. Cuando estuvieran a solas. Cuando la llevara a su casa.
Pero más tarde, cuando estaba sentada a su lado en el Mustang de Pedro, pensó que no era el momento. Se lo diría cuando llegaran a la casa. Cuando se pudieran mirar y hablar.
Y, tal vez se lo hubiera dicho entonces… si Pedro no la hubiera besado. Si no se hubiera encontrado perdida en toda esa intoxicante dulzura, en esas sensaciones eróticas que le nublaron la mente.
Si no hubiera notado su ansia y no lo hubiera oído decir:
—Me estoy enamorando de ti, Paula Chaves.
—Yo también de ti —susurró ella.
Entonces lo oyó reírse.
—Es una locura, ¿verdad? No quiero enamorarme. Pero parece que no lo puedo evitar.
—Yo tampoco.
—¿Tú también lo sientes?
Ella asintió sin apartar la cabeza de su hombro.
—¿Sientes también esta necesidad de estar siempre conmigo? ¿Esa sensación de vacío cuando no estamos juntos?
—Sí.
—Da miedo, Pau. Nunca antes he sentido nada parecido. Demonios, me entra el pánico cada vez que te traigo a casa y te veo desaparecer ahí dentro y cerrar la puerta. Tengo la sensación de que nunca más te voy a volver a ver. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me siento como si no debiera dejarte ir nunca? ¿Por qué siento que eres mi vida, mi amor? ¿Mi único amor?
—Yo también siento lo mismo.
Pedro sonrió.
—Entonces, mi pequeño eco, ¿qué vamos a hacer al respecto?
—No lo sé —dijo ella.
Lo único que sabía era que no iba a destruir ese momento perfecto con unas complicadas explicaciones.
Pau fue a casa de Jeronimo a la mañana siguiente, antes del desayuno. Estaba con su esposa Judith y con su hijo recién nacido. Estuvieron charlando de cosas de la familia hasta que el niño se quedó dormido y la actitud de Jeronimo no dejaba de sorprenderla. Era un auténtico padrazo, cuando siempre había sido una especie de playboy.
—Tengo que hablar contigo —le dijo ella.
—Me lo imaginaba —respondió Jeronimo—. Pensaba que era por eso por lo que has venido antes de desayunar. Vamos a hacerlo mientras hablamos, estoy hambriento.
—¿Me invitáis?
—Por supuesto —dijo Jeronimo rodeándole los hombros con un brazo—. Yo también tengo que hablar contigo.
—¿Sabes? Sigo poniéndome un poco celosa contigo —intervino Judith—. Sois demasiado íntimos como para ser sólo primos.
Pau pensó que Judith tenía razón. Jeronimo siempre había estado más cerca de ella que cualquier otra persona, incluso que sus padres. Cuando su madre murió, su padre se dedicó por completo a los negocios, así que a ella le quedó sólo Jeronimo. Él era seis años mayor que ella, pero eso nunca pareció importar y siempre iban juntos a todo, navegar, montar a caballo o a nadar. En todas las crisis de su vida él siempre había estado a su lado.
—¿Qué pasa ahora? —le preguntó él cuando estuvieron sentados a la mesa.
—Una pareja de ancianos tienen una granja que no quieren vender, pero necesitan el dinero. No me parece justo. Cuando alguien ha trabajado duramente toda su vida debe quedarle lo suficiente como para vivir cómodamente cuando ya no pueda seguir trabajando.
—¿Te sientes culpable? —le preguntó Jeronimo.
—¿Eh?
—Por la gente que nunca ha trabajado, pero que tiene el dinero necesario para hacer lo que quieren con sus vidas.
—Bueno, dado que lo pones así…
Pau miró a Jeronimo, que tenía más millones que nadie en la familia. Por primera vez comprendió su tendencia a la generosidad indiscriminada. La verdad era que ella nunca había pensado demasiado en el dinero de una u otra manera. Hasta ese momento.
—¿Y qué quieres hacer? —Le preguntó Jeronimo—. ¿Comprar la granja?
—No puedo. La cosa es que no quiero que sepan que tengo algo que ver en el asunto.
—¿Quieres que la compre yo?
—No, no quiero que la compre nadie. Él la necesita.
—¿Él?
—Un… un amigo. Un pariente de la pareja.
—De acuerdo, Pau. Deja de andarte por las ramas y cuéntame todo lo que pasa.
Y ella lo hizo con pelos y señales.
—Y de verdad que él es sólo un amigo. Ni siquiera sabe quién soy yo y no quiero que lo sepa. Todavía no.
Judith miró a su marido. Dijo que ese tal Pedro Alfonso parecía un tipo muy trabajador, que ella sabía muy bien lo que era empezar un negocio de la nada y dio con la solución. Su empresa podía hacer una opción de compra de la granja. Pau le podía dar el dinero a Jim, el padrastro de Judith, que se pasaba la vida haciendo cosas así. La empresa estaba a su nombre y a Pau nadie la relacionaría ni lo más mínimo.
—¿Qué te parecería una opción a seis meses con unos pagos de diez mil dólares al mes? Eso sería suficiente para mantenerlos. Podríamos poner una cláusula de renovación, pero… —dijo mirando significativamente a Pau—. Tal vez al cabo de seis meses tú y tu… amigo, habréis llegado a una especie de… entendimiento.
A Pau le encantó la idea e inmediatamente le dio a Judith un talón y le pidió que hiciera todo lo necesario.
—Hazlo inmediatamente. Antes de que aparezca algún otro posible comprador. Y gracias.
—¿Podemos hacer algo más por ti? —le preguntó Jeronimo cuando ella se levantó.
—No, gracias. Ya habéis hecho bastante.
Pero una vez en la puerta, se volvió de nuevo.
—Sólo… Si nos encontráramos en algún lugar inesperado… Actuad como si no me conocierais.
Por ejemplo, si se la encontraban subida en la furgoneta de Pedro, pensó.
Tampoco quería que Pedro la viera conduciendo su Jaguar.
Quería ser sólo lo que él creía que era. Paula Chaves, una chica trabajadora normal y corriente. Incluso estuvo más segura de eso cuando él la llamó más tarde, muy excitado, para contarle la extraordinaria oferta que habían recibido sus abuelos.
—Salgamos a celebrarlo —le dijo él por el teléfono.
Y de nuevo comieron espagueti en Beno's mientras él le contaba lo que ella ya sabía.
—Han firmado el contrato y se están preparando para mudarse —le dijo Pedro—. Lo que les van a pagar mensualmente es tres veces más de lo que les va a costar la residencia. Van a poder ahorrar y, en seis meses… Bueno, ¿quién sabe? Cualquier cosa puede suceder.
—Y eso también te viene bien a ti, Pedro.
—Sí. Por lo menos podré estar en el mercado con las rosas este verano. Y estoy ahorrando. Tal vez pronto me pueda comprar mi propia granja.
Ella ansió decirle que la granja ya era suya, pero no podía hacerlo. No hasta que llegaran a alguna clase de… entendimiento.
Cada vez estaban más cerca.
Pau insistió en ayudar a la mudanza de sus abuelos.
—Puedo trabajar a mi ritmo mientras mi jefe está fuera. Sólo tengo que pedirle prestado el coche a la señora Cook.
La madre de Pedro también estaba allí el día de la mudanza para ayudar y a Pau le cayó bien inmediatamente.
—Sólo llámame mamá —le dijo para distinguirse de la otra señora Alfonso—. Así es como me llaman los amigos de mis hijos. Porque tú eres amiga de Pedro, ¿no? menos mal. El chico ha estado hasta el cuello de trabajo, espero que tú le ayudes a divertirse un poco.
Pau también lo esperaba. Hasta entonces sólo lo había ayudado a trabajar.
Estaba muy claro que los ancianos se encontraban muy excitados por la mudanza y no era de extrañar. Ambos recibirían los cuidados que necesitaban y la abuela ya no tendría que cocinar ni ocuparse de la casa; además de que allí estaban todos sus amigos y podrían divertirse.
Pau pensó en lo que podían cambiar las cosas con un poco de dinero. Por alguna extraña razón, le vino a la mente Gaston. ¿Cuánto había necesitado él esos cincuenta mil dólares? ¿Para qué? ¿Tenía unos padres necesitados o un sueño que cumplir? Lo único que ella sabía en realidad de él era cómo besaba. Si él le hubiera dicho que necesitaba dinero, ella le habría hablado de la herencia que entonces iba a recibir al cabo de tres años.
¿Habría esperado él?
Si lo hubiera hecho, se habrían casado. Y nunca habría conocido a Pedro. Ese pensamiento la aterrorizó.
Le dio las gracias a Gaston y deseó que hubiera disfrutado de esos cincuenta mil dólares. Esperó que amara a una chica tanto como ella amaba a Pedro y exorcizó a ese fantasma del pasado para siempre.
Durante las siguientes tres semanas, Paula pasó todo el tiempo que pudo con Pedro. Y cuando no estaban juntos, pasaba el tiempo pensando en él... Pedro se había ido a vivir a la granja para poder ver a menudo las posesiones de sus abuelos. También habían dejado a su cuidado al perro porque no se permitían perros en la residencia. Y, por supuesto, para poder ir a verlos a menudo.
Paula pensó que lo de irse a vivir a la granja era más por su familia que por él, pero lo siguiente que descubrió era que, si quería estar cerca de Pedro, tenía que estarlo también de su familia. Todos estaban juntos siempre que podían.
Cuando fue a cenar a casa de los padres de Pedro el Domingo de Ramos, Pau se sorprendió al ver el parecido de todos los hombres de la familia. Admitía que el padre de Pedro, Jose, era el más atractivo de todos, tal vez por sus sienes plateadas. También parecía tan fuerte y saludable como todos sus hijos y se consideraba a sí mismo el jefe supremo de toda la familia. O, por lo menos, trataba de serlo, pensó Paula cuando lo oyó decir a Dani, el hijo mayor de Francisco:
—Tu padre jugaba al fútbol americano. ¿Por qué tú juegas a un juego tan soso como el tenis?
—Porque se me da bien. Mi entrenador dice que tengo muchas posibilidades de ser campeón del instituto.
Jose no pareció impresionado.
—Maria está por ahí estudiando teatro cuando podía estar casada ya con Cario, que ya trabaja en la constructora de su padre. Y Pedro sigue estudiando y todavía no tiene… ¡Mujer, no me quemes!
—Lo siento, querido —respondió su esposa mientras le dejaba dos bollos en el plato—. Sólo quería que te los comieras antes de que se enfríen. ¿No quieres tú uno caliente, Paula?
Eso lo dijo para recordarle a su marido que la amiga de Pedro estaba presente y que debía callarse.
El se apresuró a untar de mantequilla los bizcochos y le preguntó al abuelo cómo le iba la vida en la residencia.
El anciano estaba muy contento y se puso a contarle los pormenores de su existencia allí.
—Además Meg está también muy bien. Ahora puede descansar de verdad. Sí, señor, me alegro de haber firmado ese contrato. El mejor negocio que he hecho en mi vida.
Paula evitó sonreír. Nunca debía saber que había sido su esposa la que lo había arreglado todo antes de que él supiera nada.
El Movimiento Feminista debía tomar lecciones de las mujeres de la familia Alfonso, que llevaban con tanto éxito a sus hombres, tan machistas que ellos ni se daban cuenta de que estaban siendo continuamente manipulados.
Pau estaba encantada de verse incluida en esas reuniones familiares. Eran prácticamente las únicas veces que veía a Pedro cuando él no estaba trabajando. Además, el que la invitara significaba que le gustaba realmente, ¿no? Y esa familia le hacía sentir muy bien. Incluso le gustaba ayudar con las comidas y turnándose para cuidar del hijo menor de Leandro.
El domingo que fueron a casa de Leandro para celebrar su cumpleaños había más niños todavía. También estaba la hermana de Rosa con su hijo de dos años y Charlie, el vecino y su esposa llevaron a su hija pequeña.
—Parece que vamos a tener un verano tempranero, después de todo —dijo Jose Alfonso.
Tenía razón. El día era precioso y cálido para estar en abril y casi todos estaban bajo la sombra de los árboles del jardín. Pau, que había estado jugando con Maria y los hombres al fútbol, se sentía bastante sudorosa.
—¿Quieres darte un baño? —Le preguntó Paty, que la había adoptado como su compañera de juegos particular—. Charlie dice que podemos y va a venir a vigilarnos. Maria viene también.
Pau miró a Maria y ella asintió.
—Voy a por un par de bañadores de los de Rosa. Nos vendrán bien… más o menos.
Se les unieron Sid y el hijo menor de Francisco y fueron a la piscina de Charlie, en la casa de al lado.
A Pau se le pasó el tiempo volando y se sorprendió cuando Pedro apareció un poco ansioso.
—Te he estado buscando por todas partes. Vamos, están a punto de cortar la tarta.
Paula sabía que no estaba nada bien con ese traje de baño, demasiado grande y con el cabello mojado, pero no importaba. Vio adoración en los ojos de Pedro.
Lo acompañó hasta el jardín de la casa de su hermano y entonces él le dijo:
—Quédate aquí. Te traeré tarta y helado.
Lo miró mientras se alejaba.
—¿No habría sido mejor que se lo dijeras?
—¿Qué?
Ella se volvió y se percató de que Charlie estaba a su lado.
—¿Qué si no habría sido mejor que le dijeras quien eres?
El corazón le latió fuertemente a Pau. Casi se había olvidado de que ese hombre era la única persona de por allí que sabía quien era ella en realidad.
—Lo… lo haré. No he querido… Mira, esta es la primera vez en mi vida que se me ha aceptado por mí misma. Sin más.
Charlie sonrió.
—Ya lo sé. Pero no durará mucho, ya sabes. No puedes cambiar quien eres, lo mismo que yo no me puedo cambiar de color de piel. Es parte de ti.
—Lo sé. Y se lo diré.
—Cuanto antes, mejor. Nunca antes lo he visto tan ilusionado. Bueno, ya veo que te traen el postre —dijo cuando Pedro volvió—. Será mejor que vaya a por el nuestro.
Luego se dirigió a donde estaba su esposa.
—Gracias —dijo Pau tomando el plato que le ofrecía Pedro.
Pau siguió trabajando, pero necesitó de toda su fuerza de voluntad para mantenerse callada. Deseó volverse y decirle que ella lo podía arreglar todo. Podía hacer que les instalaran un dormitorio principal y un par de baños abajo y podía contratar a todo el personal que fuera necesario. O podía comprar la granja por el dinero que fuera necesario para que la anciana pareja viviera donde quisiera sin problemas. Y Pedro tendría ese lugar para hacer con él lo que quisiera.
Nada de eso representaba una cantidad significativa para su familia, ni siquiera para la herencia que recibió de su abuelo cuando cumplió los veintiún años.
Pero recordó que los Alfonso mantenían a sus mujeres y no permitían que ellas los mantuvieran.
Se ruborizó.
¿Sus mujeres?
¡Cielo Santo, estaba pensando en ella misma como si fuera la mujer de Pedro! ¡La mujer de un hombre al que apenas hacía una semana que conocía! ¡Pedro, que no le había dado ninguna señal… ni siquiera la había besado!
No, no era su mujer, así que no era necesario que se preocupara por eso. Pero de otra forma, ellos lo podían considerar como caridad y sabía que nunca lo aceptarían tampoco.
De todas maneras, debía haber algo que ella pudiera hacer.
Hablaría con Jeronimo.
—¿Has terminado con todo eso? ¡Buena chica! Has sido una auténtica ayuda. Deja que termine yo.
Pau se dio cuenta entonces de que la señora Alfonso se había marchado y de que Pedro, habiendo terminado con lo suyo, se hacía cargo del trabajo de ella. No parecía en nada lo preocupado que había pensado que estaría.
—Pedro, he oído lo que te ha dicho tu abuela y lo siento.
Él se encogió de hombros.
—Es inevitable. Y probablemente sea mejor ahora que más tarde. Sobre todo si hubiera plantado árboles y levantado invernaderos.
Ella lo miró fijamente.
—Ya veo lo que quieres decir.
—Sí. Es estúpido dedicarle mucho trabajo a algo que puede ser vendido en cualquier momento.
—Me doy cuenta —repitió ella, pero no dejaba de pensar en que tenía que hablar con Jeronimo.
—Lo que realmente me preocupa son mis abuelos. Necesitan ayuda. Podrían irse a vivir con mis padres, pero son demasiado orgullosos como para hacerlo. De todas formas, por lo que dice mi abuela, estarían muy bien en una residencia, ya que algunos de sus amigos están ya allí. Mañana me pondré en contacto con un agente de la propiedad.
Y ella tendría que ponerse en contacto con Jeronimo.
—Ahora será mejor que vaya a echar un vistazo a mis rosas. ¿Por qué no vas con la abuela?
—No, te ayudaré.
Pau se sorprendió ante lo grande que era el campo de rosas.
—Hay diferentes variedades —le explicó él—. Todavía no tengo el invernadero para que crezcan durante todo el año, pero es de aquí de donde saco los principales beneficios durante los meses de verano.
Ella se percató de un pequeño campo de rosas que estaba a alguna distancia de los demás.
—¿Por qué esas están separadas?
—Estoy haciendo un experimento —dijo él y frunció el ceño antes de continuar—. Espero poder terminarlo antes de que vendan la granja.
—¿Qué puedo hacer yo?
Pedro dejó sus herramientas en el suelo y la tomó de las manos.
—Son hermosas —dijo mirándoselas durante un largo instante—. Y quiero que sigan así.
Luego se las besó y añadió:
—Así que. ¿Por qué no te quedas por aquí y me haces compañía mientras yo trabajo?
Ella deseaba ser una buena compañía y sacó a relucir todas las anécdotas que pudo recordar y que le pudieran alegrar el trabajo. Mientras tanto se dedicó a observarlo, fascinada por la precisión con que trabajaba.
Cuando llegó el momento, fueron a cenar a la casa. Fue una cena simple, pero deliciosa y nadie habló de ventas ni de enfermedades.
Después de cenar, cuando Pedro fue a cargar la furgoneta, Pau lo siguió.
—Será mejor que me dejes a mí hacer esto —dijo él—. Algunas de estas macetas son pesadas.
—Tonterías —dijo ella y se puso a trabajar a su lado.
—Voy a tener que envolver algunas —dijo Pedro cuando tuvieron medio llena la furgoneta—. A los de la floristería les gusta hacerlo, pero los de las demás tiendas a las que se las llevo quieren tenerlas ya listas.
—No me parece que se te dé muy bien empaquetar —le dijo ella cuando lo vio pelearse con el papel de colores—. Yo me ocuparé de ello.
Mientras trabajaban, se dio cuenta de que hacían un buen equipo, ella embalando y él cargando los paquetes.
—No te conozco desde hace mucho, Pedro Alfonso —le dijo Pau cuando terminaron—. Pero este domingo he averiguado por lo menos una cosa de ti.
—¿Cuál?
—Nunca paras de trabajar.
Pau vio como su mirada reflejaba la risa.
—Ya veo —respondió él—. Y yo he descubierto también algo sobre ti.
—¿Qué?
Pau contuvo la respiración. ¿Qué pensaba Pedro de ella?
—Que eres la compañera más trabajadora, encantadora, y alegre que uno pueda tener.
—Vaya, gracias, señor.
—Y me gustaría que supieras más de mí.
—¿Oh? ¿Qué?
—Esto.
Fue entonces cuando él la besó. Y allí mismo, en ese establo un fuego ardiente la recorrió por dentro. Un fuego apasionado y ansioso que no parecía que se pudiera apagar nunca. Una llama deslumbrante de deseo. Pero había algo más que pasión en esos fuertes brazos que la rodeaban, más que deseo. Había un mensaje, un conocimiento cálido y seguro. Había llegado a casa… A algo maravilloso.