lunes, 1 de enero de 2018

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 44




Pasaron el resto del día haciendo cosas normales. Pedro no recordaba haberlo pasado tan bien en mucho tiempo. 


Almorzaron en la terraza de atrás, a la sombra. La sopa que había hecho Paula y una hogaza de pan casero de Celina. Paula encontró una botella de vino y bebieron una copa mientras Santy jugaba en el columpio que había colgado de un árbol.


—Entiendo que te guste esto —dijo Pedro.


—Es muy tranquilo —afirmó ella.


—Santy es un chico muy especial.


—Lo es —Paula miró a Pedro—. Y su padre nunca se dio cuenta.


—Sabe muy bien cuánto lo quieres —comentó él.


—Fue un bebé feliz y risueño —Paula pasó el pulgar por el borde la copa—. Casi nunca lloraba. Cuando se hizo lo bastante mayor para comprender las cosas, empezó a cambiar.


—Ahora lo veo bien —dijo Pedro.


—Ha mejorado. Mucho, desde que estamos aquí. Es asombroso.


Él se quedó callado un momento.


—¿Intentaste escapar alguna vez, antes de ésta?


Los ojos de Paula adquirieron una mirada perdida, y Pedro deseó no haber preguntado.


—Sí —admitió ella—. Tres veces. La última vez, metí a Santy en el coche y empecé a conducir. No sabía adónde iba. Sólo quería irme lejos. A algún lugar donde no pudiera encontramos. Llegamos hasta Virginia, y allí Santy se puso enfermo. Lo llevé a un médico; dijo que debía de ser un virus y que se pondría bien en veinticuatro horas. Nos quedamos en un hotel dos días. Le tomaba la temperatura cada hora, pero seguía subiendo. Empeoraba y al final tuve que llevarlo a Urgencias. Quería que se pusiera bien. Cuando me pidieron los datos del seguro, no quería dárselos. Pero me dijeron que si no los daba tendríamos que ir al hospital que había al otro extremo de la ciudad. No podía arriesgarme a retrasar el tratamiento de Santy. En fin, así fue como nos encontró la última vez.


Pedro escuchaba con una sensación de pesadez en el estómago, imaginando lo horrible que debía de haber sido estar allí esperando, sabiendo que Jorge iba a aparecer. Casi le dolían los puños con el deseo de golpear a ése hombre como él había golpeado a Paula.


—Eh, mamá, ¡mira! —Santy había subido al árbol y estaba colgando de una de las ramas más bajas.


—Ten cuidado —advirtió Paula.


—Esta vez todo irá bien —dijo Pedro, estirando el brazo y acariciando su mano—. Los dos estaréis bien.


Ella lo miró, se pasó el dorso de la otra mano por los ojos y sonrió levemente.


—Sí —afirmó—, creo que sí.


Pedro condujo de vuelta a Florencia después de la cena, alegando que no quería cansarlos con su presencia. Antes de irse, preguntó si podía volver al día siguiente. Ella había sido incapaz de decirle que no: de hecho, había lamentado que se marchara. Sabía que tenían que cambiar de sitio, pero no se sentía capaz de hacerlo aún.


—Sí que es agradable, mamá.


Paula se dio la vuelta. Santy estaba en la puerta de la cocina con una mirada esperanzada en el rostro. Fue hacia él, se puso de rodillas y lo abrazó.


—Siento mucho que nuestra vida fuera tan difícil antes, cielo. Ojalá…


Santy se apartó un poco. La mirada de sus ojos no correspondía a su edad, sino a una persona mayor.


—No quiero volver a pensar en eso. Me gusta nuestra vida. Prefiero que pensemos sólo en esta parte.


—Trato hecho —le dio un beso en la frente, con el corazón encogido de amor.



****


La mañana siguiente, Pedro llegó a la casa en un BMW descapotable de color rojo; había pedido un cambio en la agencia de alquiler de coches.


—Vaya —exclamó Santy, corriendo afuera al verlo—. ¿Podemos ir a dar una vuelta?


Pedro sonrió y miró a Paula, que estaba en el escalón superior.


—Esperaba poder llevaros a tu madre y a ti a comer por ahí.


—Suena bien —dijo ella, sonriente.


Se tomaron su tiempo en recorrer las serpenteantes carreteras que llevaban a Certaldo Alto, en la colina. 


Aparcaron y pasearon por las calles adoquinadas, visitando alguna tienda. El pueblo era básicamente residencial, y se veían muy pocos turistas. El olor a comida casera, pan recién horneado y la deliciosa fragancia de hierbas y especias llegaba a ellos a través de las ventanas abiertas. 


Recorrieron el pueblo entero y luego decidieron volver a un pequeño restaurante que habían visto por el camino.


La dueña no hablaba inglés, pero no tuvieron problemas para comunicarle que querían una mesa. Los situó en un porche cerrado con enormes ventanales abiertos hacia una de las panorámicas más bonitas que Paula había visto en toda su vida. El paisaje estaba salpicado de casas blancas con tejados rojos. Hileras de olivos y viñas recorrían las colinas de arriba abajo.


—Es increíble —dijo Paula, cuando la mujer les dio la carta y se marchó—. Pueden verse kilómetros y kilómetros. Es un sitio perfecto.


—Perfecto —Pedro asintió y sus miradas se encontraron.


Era obvio que él no se refería sólo a la vista. Ella se sonrojó y desvió la mirada. Le asombraba que un hombre como el que estaba sentado enfrente pudiera sentirse realmente atraído por ello.


Iniciaron la comida con un delicioso platillo con tres tipos de pasta, que todos probaron. El pan estaba riquísimo, hecho esa misma mañana, según les dijo un camarero que hablaba un poco de inglés.


Poco después llegó otra pareja con un niño de la misma edad que Santy. El niño se acercó a la mesa con una sonrisa tímida, enseñó su Gameboy a Santy y dijo algo en italiano.


—Mamá, ¿puedo jugar? —preguntó Santy.


—Sí —dijo ella—, pero quédate a la vista, ¿vale?


Los dos niños se sentaron en un banco, en el otro extremo del porche, y empezaron a jugar.


—Lenguaje universal, ¿eh? —sonrió Pedro.


—Eso parece —dijo ella.


—Gracias por venir conmigo —Pedro se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa.


—Gracias por invitarnos. Es un sitio increíble.


—Me lo recomendó un hombre en el hotel. «Un sitio que no olvidará», dijo.


El camarero regresó y Pedro pidió una botella de vino. 


Segundos después estaba en la mesa, junto con otra cesta de pan humeante. El camarero llenó sus copas y les recomendó algunos platos de la carta. Paula pidió su comida y la de Santy. Cuando Pedro hizo su elección, el camarero se fue.


—Ayer, cuando hablabas de tu trabajo, me pareció que era casi una especie de vocación —comentó Paula.


—Supongo que en cierto modo lo fue —Pedro miró el paisaje, titubeó un momento y luego continuó—. Tenía una hermana —su rostro no mostraba expresión alguna, exceptuando un destello de dolor que se paseaba por sus ojos—. A los quince años, la violaron y asesinaron.


Paula sintió una punzada de horror. Vio el dolor de su rostro y se arrepintió de haberlo hecho hablar.


—Oh, Pedro. Lo siento mucho. No pretendía…


—Está bien —dijo él.


—Lo siento —repitió ella, sin saber qué decir.


—Fue culpa mía —añadió él unos segundos después—. Tenía que recogerla después de un partido. Salía con una chica y me distraje. Cuando me di cuenta de la hora que era… —se le cascó la voz.


Paula estiró el brazo y tomó su mano entre las suyas. Estuvieron así, callados un buen rato.


—¿Y tus padres? —preguntó ella con voz rasposa de emoción.


—Viven en Augusta.


—¿Y no los ves?


Él alzó un hombro con resignación, y el dolor que reflejaban sus ojos se intensificó.


—Supongo que no me parece bien recordárselo con mi presencia.


Paula se recostó en la silla, sin dejar de mirarlo.


—¿Así que ese día perdieron dos hijos, en vez de perderla sólo a ella?


—Supongo que sí —admitió Pedro, desviando la mirada.


Con ese atisbo de su pasado, Paula entendió muchas cosas sobre el hombre que tanto se había esforzado en encontrarla. Él también había conocido el dolor en su vida. 


Comprendió, de repente, que eso había influido en sus elecciones y seguramente seguía influyendo.


En eso, eran iguales.



****


El aspecto sombrío de esa conversación imbuyó al resto del día un cierto carácter reflexivo. Paula se sentía más cerca de Pedro, como si le hubiera mostrado una parte de sí mismo que no revelaba con frecuencia.


Después de comer pasearon por el idílico pueblecito. 


Santy corría por delante de ellos y luego volvía a contarles las cosas interesantes que había visto.


A Paula casi le asustaba lo bien que conectaban. No sólo Pedro y ella, sino los tres. Pedro le hablaba a Santy con respeto e interés y ella veía el efecto que eso tenía en su hijo.


Regresaron a casa por la tarde. Celina les había dejado una cazuela de estofado y una hogaza de pan, y Paula invitó a Pedro a quedarse a cenar.


—Debería regresar —dijo él, sorprendiéndola.


—Ah —dijo ella, un poco decepcionada—. Yo… bueno, ha sido un día maravilloso. Gracias.


—¿Podríamos repetirlo mañana? También me dijeron que era obligado ver San Gimignano.


—Yo no puedo mañana —intervino Santy—. Dijiste que podía ir con Celina a ver la clase de agilidad de George. Lo estoy deseando.


—Se me había olvidado —Paula le pasó una mano por el pelo—. ¿A qué hora es la clase?


—A la una —dijo Santy.


—Podríamos esperar hasta que regresaran —sugirió Pedro.


—La última vez fue después de la cena —dijo Santy.


—Tal vez podríamos ir y estar de vuelta para esa hora —Paula miró a Pedro.


—Eso suena bien —aceptó él.


—Bien.


—De acuerdo —la miró un instante. 


Sus ojos ardían con algo que Paula no se atrevió a identificar. Él dio un paso atrás, rápido, como si no se fiara de sí mismo si seguía allí más tiempo.


A última hora de la tarde, Paula se hizo una taza de café descafeinado y salió a tomarlo fuera, para rememorar el día a la luz de la luna. Pensó en la hermana de Pedro y en cómo esa tragedia había formado al hombre que era. Además, resolvía muchas de sus preguntas sobre él y le permitía verlo desde una perspectiva muy diferente. La pequeña fisura de su corazón, en la que ya se alojaban sus sentimientos por Pedro, se hizo más grande y profunda; supo que ya no podría resistirse a él.




sábado, 30 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 43





Después de vestirse, Paula hizo café y lo tomaron en la pequeña terraza de la parte de atrás. Entre ellos había un silencio pacífico y al tiempo expectante, como si cada minuto que pasaban juntos fuera pura magia en desarrollo. Cuando Paula dijo que tenía que ir a recoger a Santy, Pedro se ofreció a ir con ella, paseando. Así empezó su día. Sin planear u organizar. Era como si él siempre hubiera estado allí y encajara perfectamente en sus vidas.


En casa de Celina, Paula presentó a Pedro a Santy como un amigo. Vio el muro reticente que se alzaba en los ojos de su hijo. En todo el camino de vuelta a casa, no soltó la mano de su madre. Pedro no intentó ganárselo haciendo conversación. Cuando llegaron a la casa se quedó afuera, tirando una pelota al aire.


—¿Le ha dicho papá que viniera? —preguntó Santy, observándolo por la ventana de la sala.


Paula salió de la cocina, donde había empezado a preparar una cazuela de sopa. Cruzó la sala y puso una mano en el hombro de su hijo.


—No, cariño. Conocí a Pedro antes de marcharnos. Es un buen hombre.


—¿Cómo lo sabes?


Paula suspiró, después se arrodilló y agarró sus brazos con suavidad.


—Una de las cosas que más me cuesta es confiar. Creer que otras personas pueden ser distintas. Sé que a ti te pasa lo mismo. Quizá podamos intentar solucionar eso juntos. ¿Qué te parece?


—¿Y si luego resulta que no es bueno? —Santy la miró a los ojos.


—Creo que el mayor error que podemos cometer es juzgar al resto de la gente por las acciones de tu padre. Si hacemos eso, vamos a perdernos un montón de cosas buenas.


Al oírse decir esas palabras, Paula comprendió lo ciertas que eran. Sería demasiado fácil permitir que el pasado modelara el resto de su vida. Supo, con toda certeza, que quería algo muy distinto.


Santy volvió a mirar por la ventana. Pedro seguía lanzando la pelota al aire.


—¿Crees que querrá jugar al balón conmigo?


—Apuesto a que sí —dijo ella. 


Las lágrimas anegaron sus ojos



***


Llevaban más de una hora tirándose el balón, sin decir una palabra. Pedro tenía la sensación de que la confianza de Santy era demasiado tenue para hacer más que lanzar y capturar el balón.


Notaba la rigidez del chico, la falta de confianza en su forma de lanzar. Le recordaba a Lola cuando la llevó a casa; daba la impresión de andar sobre cristal, como si temiera que el suelo fuera a hundirse bajo sus pies.


Así que se concentró en lanzar y atrapar. Una y otra vez.


—Eh, ¡me has estado engañando! —exclamó, cuando el niño hizo un lanzamiento especialmente bueno.


Santy lo miró sorprendido. Sus labios se curvaron con una débil sonrisa.


—Ése ha sido un gran tiro.


La sonrisa se hizo mayor.


—¿Tienes un hijo?


—No. Pero si alguna vez lo tengo, espero que sepa tirar así de bien.


Volvieron a jugar en silencio.


—No vas a decirle a mi padre que estamos aquí, ¿verdad? —preguntó Santy un rato después.


Pedro se le encogió el corazón. Dejó caer la pelota, cruzó el jardín y se arrodilló ante el chico.


—No —dijo—, claro que no.


—Bien —Santy miró hacia la casa y luego a él—. Mi mamá es feliz aquí.


—Lo sé. Y me alegro.


El niño asintió una vez; el miedo de sus ojos se transformó en gratitud.


—Gracias —musitó.



****


Paula los miraba desde la ventana, preguntándose de qué hablaban. Pedro puso la mano en el hombro de Santy, apretó con suavidad y regresó a su sitio en el jardín.


Empezaron a lanzarse la pelota de nuevo y ella percibió cómo la barrera defensiva de su hijo empezaba a derrumbarse. Había sufrido mucho porque su padre se negaba a hacer con él las cosas que otros padres hacían con sus hijos. Ella había intentado compensarlo en la medida en que podía, pero eso no había borrado el dolor de sentirse rechazado.


Sin duda alguna, que Pedro estuviera allí la ponía en peligro. 


Pero lo cierto era que no lamentaba que los hubiera encontrado.







LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 42




Paula fue directa a casa de Celina a recoger a Santy. Era casi medianoche cuando Celina le abrió la puerta. Era obvio que no había dormido.


—Lo sé —dijo Paula—. Es una locura.


—No hace falta que te diga el riesgo que corres —Celina suspiró y se pasó una mano por el pelo revuelto.


—No.


—Ten cuidado —Celina agarró su mano y la apretó con suavidad; la preocupación que reflejaban sus ojos valía más que mil palabras—. Tienes mucho que perder.


Paula asintió, sin atreverse a hablar. Mientras volvía de Florencia había intentado hacer otros planes para Santy y para ella. La carga le parecía insoportable; pensó que, si dormía, al día siguiente tendría fuerzas para enfrentarse a la tarea.


Fueron a la habitación de invitados de Celina. Santy estaba acurrucado en la cama, con el perro a su lado. George abrió los ojos, pero no levantó la cabeza.


—Puede pasar la noche aquí, Paula.


Al ver a su hijo junto al perro al que tanto quería y pronto tendría que dejar atrás, Paula no tuvo fuerzas para despertarlo. Odiaba tener que irse de allí, donde él había empezado a echar raíces. Se acercó, le dio un beso en la frente y salió de la habitación.


—Gracias, Celina.


—No hace falta que me las des —dijo ella—. Te veré por la mañana.



***


Ningún sueño perturbó el descanso de Paula.


Un sonido la despertó. Se sentó en la cama y miró el reloj de la mesilla. Ya eran las ocho.


Oyó un golpe en la puerta delantera.


Bajó de la cama y corrió a la ventana de la sala. Había un coche en la entrada, junto al de Celina. Pedro estaba en los escalones, con las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero.


Paula abrió la puerta, se pasó la mano por el pelo y se colocó unos mechones detrás de las orejas.


Él no dijo nada al principio. Paseó la mirada por su pijama de algodón y sus pies descalzos antes de volver a su rostro.


—Sé que es temprano —dijo—, pero temía que te marchases antes de que llegara.


—No deberías haber venido.


—Pasa el día conmigo, Paula. Es cuanto te pido. Sólo el día. Decidas lo que decidas después, lo aceptaré.


Ella debería decir que no: poner fin al asunto antes de que se convirtiera en algo aún más fuerte. Pero sintió una oleada de debilidad; recorrió sus venas como coñac caliente, alterando la realidad, aunque sólo fuera de forma temporal.


Quería pasar el día con él. Al fin y al cabo, un día no cambiaría nada.





LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 41





Paula esperó en la salita que había junto al dormitorio mientras Pedro se duchaba. Había unas zapatillas de correr junto al sillón de cuero. Sobre la mesa redonda había un libro. Se acercó a ver la portada. Una novela de Faulkner.


Fue hacia la ventana y miró la calle. Había gente junto a las tiendas, charlando. Era casi la hora del crepúsculo, el sol se ocultaba bajo el horizonte de la ciudad. Pedro había dejado la puerta de conexión entre las habitaciones abierta y ella oía el ruido de la ducha. La sensación de intimidad que tenía estando allí, en esa habitación de hotel, hizo que comprendiera cuánto camino había recorrido. No veía lo que encontraría más adelante, pero no podía negar su deseo de descubrirlo.


Dejó de oírse agua. Una puerta se abrió. Ella se imaginó cómo alcanzaba una toalla, la amplitud de su espalda desnuda y los músculos de sus largas piernas.


Cerró los ojos, con la esperanza de borrar la imagen, pero siguió allí, acompañada de un cosquilleo de atracción que, si era honesta consigo misma, había empezado en Nochevieja, cuando se conocieron. De algún modo, pensaba que desde ese momento no había tenido elección. Justo lo mismo que había dicho Pedro.


Era una locura. Más que una locura. Sin embargo, allí estaba, en su habitación de hotel, el último sitio del mundo en el que habría imaginado estar al levantarse esa mañana. 


Y era innegable que allí era donde quería estar.


—Siento hacerte esperar.


Ella se dio la vuelta. Se había puesto unos pantalones caquis y una camisa vaquera bajo la que asomaba una camiseta blanca. Aún tenía el pelo húmedo y no se había tomado el tiempo de afeitarse; la sombra de barba lo hacía parecer aún más atractivo.


—Tienes unas vistas fantásticas.


—Es un sitio ideal para observar a la gente pasear.


—El ritmo de vida es muy distinto aquí ¿no crees?


Se acercó a la ventana y se colocó junto a ella, sus hombros se tocaban. Abajo, la gente entraba y salía de las tiendas y se oía el sonido de sus risas.


—Envidio eso —dijo él—. A veces pienso que lo nacemos todo como si fuera el reloj quien manda. Días y meses pasan a toda velocidad, y no podemos captar los detalles de nada.


Ella reflexionó un momento.


—Quizá la gente se centra tanto en ser algo, que se olvida de ser, sencillamente —dijo al fin.


Él la miró con ojos serios.


—¿Crees que podríamos hacer eso un rato, Paula? ¿Limitarnos a ser y ver adonde nos conduce?


Era una idea maravillosa y, por una vez, Paula se permitió analizar su imposibilidad. Le parecía que ese tiempo juntos era independiente del resto de sus vidas, como si no hubiera un antes y probablemente, tampoco un después. Sólo ahora.



****


Salieron del hotel y se limitaron a pasear hacía donde los llevaban los pies; pasaron por el Mercato Nuevo, donde los vendedores ya estaban terminando de recoger el género. 


Admiraron la fuente del jabalí que había en el extremo sur del mercado, echaron unas monedas para que les dieran buena suerte y siguieron caminando.


Había caído la noche y las calles estaban bañadas por una suave luz. En algún momento, Pedro había tomado su mano y había entrelazado los dedos con los suyos. Y era una sensación muy agradable.


La mayoría de los restaurantes tenían el menú apuntado en tablones de madera, junto a la puerta.


—Dime cuando te apetezca algo —dijo Pedro.


—¿Qué tal éste?


Se detuvieron junto a un pequeño restaurante y miraron el menú del día. Los aromas que salían del interior eran la mejor publicidad del mundo.


El interior sólo estaba iluminado por apliques en las paredes y el techo era un cúpula. Había mesas redondas con manteles blancos. Una mujer de pelo gris y sonrisa bondadosa les dio la bienvenida en italiano y los llevó a una mesa que había en una esquina, cerca de la ventana.


Pedro apartó la silla para Paula y después se sentó frente a ella. La mujer les dio dos cartas y las estudiaron unos minutos. Él pidió una botella de vino. Un camarero la trajo de inmediato, la abrió, sirvió un poco a Pedro y esperó a que diera su aprobación.


—Muy bueno —dijo Pedro. El camarero sonrió y llenó la copa de Paula antes de servirle más a Pedro. Después se fue.


—Por ti, Paula. Una mujer muy valiente —brindó Pedro, golpeando su copa con la de ella.


Las palabras la pillaron por sorpresa. Se le hizo un nudo en la garganta y le costó tragar el vino.


—No estoy segura de que el valor haya tenido nada que ver.


—Yo creo que tiene que ver todo —refutó él con suavidad.


Ella bajó la vista, estaba acostumbrada desde hacía mucho a que la criticaran y le repitieran cada uno de sus fallos una y otra vez.


Pedro le preguntó qué pensaba Santy de Italia. Paula empezó a contarle lo bien que lo pasaba Santy con George, lo buena cocinera que era Celina y cómo la había ayudado a poner en venta sus macetas pintadas.


Era maravilloso poder hablar sobre su hijo. Y Pedro escuchaba. Escuchaba de verdad, como si todo le pareciera fascinante. Como si ella fuera fascinante. Nadie la había mirado antes así, como si fuera la persona más interesante de toda la sala. Igual que el vino, resultaba embriagador.


El camarero llegó con una ensalada verde aliñada con aceite de oliva y queso rallado. Comieron en silencio durante unos minutos, e incluso eso resultó cómodo, como si ya lo hubieran hecho antes y no tuvieran necesidad de hablar de naderías.


Él rellenó las dos copas de vino.


Poco después les llevaron la pasta: fusilli con salsa de crema, guisantes y jamón. Cada bocado era una auténtica delicia.


Charlaron como dos personas que desearan saberlo todo sobre el otro. Él acababa una frase y ella empezaba otra con sus últimas palabras, como si estuvieran uniendo los pedazos de su vida para formar una colorida colcha de retales. Ella le habló de sus padres y de sus dos hermanos, ambos casados y con hijos.


—¿Los veías a menudo? —preguntó Pedro.


—No —Paula movió la cabeza.


—Te mantenía alejada de tu familia —dijo él con ojos llenos de ira.


—Ahora me doy cuenta de que yo lo permitía.



Pedro cambió de tema. Ella percibió que tenía ganas de decir más, pero se reservaba. Le habló de su trabajo como fiscal y entonces fue cuando su voz se llenó de vida.


—Te gustaba tu trabajo —dijo Paula—. ¿Por qué lo dejaste?


—Empecé a creer que el bien nunca tenía posibilidades de vencer al mal. Era como estar en medio de una tormenta de nieve con sólo una pala. Cavas y cavas, creyendo que haces progresos, pero sigue nevando; al final la nieve te llega hasta los hombros; no puedes mover los brazos y te cuesta respirar. Al final te rindes y dejas que te entierre.


Paula no podía dejar de mirarlo. En sus ojos veía a un hombre que había pensado que podría cambiar las cosas.


—Debes de haber sido muy bueno en tu trabajo.


—Eso pensé yo durante mucho tiempo —Pedro encogió los hombros.


—Trabajar con Ramiro debe de ser como otra galaxia.


—Dimití. He dejado Webster & Asociados, ya no trabajo para él —Pedro sirvió más vino.


—¿Por qué? —preguntó Paula, dejando el tenedor sobre la mesa y mirándolo inquisitiva.


—Digamos que Ramiro hacía la vista gorda en ciertos asuntos, y yo no estaba de acuerdo con su postura.


—Te refieres a mí.


—Ésa fue una de las cosas, no lo niego.


La seriedad de su voz hizo que a Paula se le encogiera el corazón. De pronto, el pequeño restaurante le pareció claustrofóbico. Se puso en pie.


—Te esperaré fuera —dijo, y salió.



****


Pedro dejó el dinero de la cuenta en la mesa y salió tras ella.


La encontró apoyada en una farola, pálida, con las manos sujetas delante de sí. Pedro sintió un pinchazo de remordimiento por el vuelco que había dado a la velada. 


Deseó que hubiera alguna manera de borrar a Jorge, para que no se interpusiera entre ellos. Aun estando al otro lado del mundo, parecía que estuviera allí.


—¿Qué esperabas comprobar viniendo aquí, Pedro?


Él la miró fijamente unos minutos.


—Que no te había soñado. Que eres real.


Volvieron andando al hotel.


Ya en la puerta, Paula entregó el resguardo al aparcacoches para que trajera el coche. Pedro percibía el cambio que se había producido; ella mostraba una resignación que no había estado allí antes.


—Muchas gracias por la cena. Ha sido maravillosa —dijo ella. 


Él la estudió un momento antes de hablar.


—¿Por qué tengo la sensación de que esto es un adiós?


—No puede ser otra cosa.


—Vas a marcharte, ¿verdad?


—Encontraré otro sitio. Por favor, no vuelvas a buscarme, Pedro.


—¿Vas a pasar el resto de tu vida huyendo? —preguntó él, mesándose el cabello—. ¿Es así como quieres vivir?


Vio en sus ojos un destello de lo que realmente deseaba, pero ella lo encubrió rápidamente.


—No puedes cambiar esta situación, Pedro. Sé que quieres hacerlo, que una parte de ti necesita hacerlo para solucionar algo en tu interior. No sé qué es, pero sea cual sea la culpa que te achacas, yo no puedo ser quien la resuelva.


El aparcacoches llegó, bajó del coche y la esperó sujetando la puerta.


Pedro la miró buscando algo qué decir, sin encontrarlo.


—Gracias por preocuparte por mi —le puso una mano en el brazo—. No lo olvidaré.


Dio un paso atrás, dio una propina al aparcacoches y se marchó.