sábado, 30 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 40





Paula no sabía cuánto tiempo llevaban así, abrazados. Sólo sabía que se había estado engañando al pensar que se había sentido segura. Allí sí estaba segura. Allí, en brazos de un hombre que, por alguna razón, había hecho un gran esfuerzo por encontrarla. Que la miraba con algo en los ojos que no había visto nunca antes, pero que tocaba lo más profundo de su ser.


Se echó hacia atrás y lo miró, necesitando comprobar si había imaginado esa mirada. Seguía allí, e iluminó su interior. Él bajó la cabeza y la besó. Una caricia suave que significaba más que mil palabras.


Ella abrió los labios, le devolvió el beso y rodeó su cuello con los brazos. Dejó escapar un leve suspiro de añoranza, que se fundió con sus bocas.


Pedro tenía las manos en su cintura, con un pulgar acariciaba su piel por debajo del suéter.


—Paula—ese nombre en sus labios decía muchas cosas. 


Ella las oyó todas. Y se rindió. Él bajó la cabeza y besó su barbilla, la línea de su mandíbula, su oreja, provocándole mil sensaciones.


Entonces dio un paso atrás y metió las manos en los bolsillos de pantalón, como si fuera la única forma de controlarse para no tocarla. A Paula le resultaba difícil creerlo. Hacía tiempo que había dejado de considerarse atractiva.


Se apartó de él, fue hacia la ventana y cruzó los brazos sobre el pecho, con el cuerpo tenso y erguido.


—¿Por qué estás aquí?


—No estoy seguro de tener una respuesta fácil para esa pregunta.


—¿Es esto un juego para ti? —lo miró—. ¿Un capricho al que no te podías resistir?


—No —movió la cabeza—. Paula, no.


—Entonces, ¿qué?


—Jorge vino a verme cuando descubrió que te habías ido.


—Oh, no —a Paula se le aceleró el corazón.


—No es la primera vez que veo esa clase de ira —siguió él—. Y he visto sus resultados. Quería encontrarte antes de que lo hiciera él.


—Me has encontrado. Eso significa que él también lo hará.


Él se quedó callado un momento, como si deseara negarlo.


—No creo que se rinda hasta encontrarte.


—¿Y cuál es tu conclusión? ¿Que debería rendirme yo y regresar? ¿Aceptar que no hay ningún sitio al que pueda ir donde él no consiga…?


—Paula —el tono de su voz hizo que ella callase—. No tengo ninguna conclusión. Sólo necesitaba comprobar por mí mismo que estabas bien.


El tictac del reloj sonó más fuerte en el silencio que siguió. 


La honestidad de la admisión de Pedro era innegable. Ella dejó que las palabras flotaran en el aire, sin saber qué hacer con ellas.


—Sé que esto te parecerá una locura, pero en el momento en que te vi, algo hizo clic en mi interior, como si fuera algo que llevase esperando mucho tiempo y por fin hubiera ocurrido. Desde entonces me he sentido como si no tuviera opción, Paula, por más que me he dicho que un hombre inteligente se alejaría sin volver la vista atrás.


—Debiste hacerlo —apuntó ella, pero ni siquiera en sus oídos sonó convincente.


Él se acercó y pasó los dedos por su cabello.


—Si quieres que me vaya, me iré.


Paula se sintió como si estuviera ante un puente; si lo cruzaba no habría vuelta atrás.


Pero por primera vez en mucho, mucho tiempo, quería algo para sí misma.


Telefoneó a Celina y le preguntó si podía prestarle el coche para llevarlo de vuelta a Florencia. Notó la curiosidad de su amiga al otro lado de la línea.


—Si te parece, hablaremos de todo esto después.


—Sí, claro —Celina arrugó la frente—. Sólo una pregunta. ¿Él supone algún riesgo?


—Creo que no.


—No olvides por todo lo que has pasado para llegar hasta aquí.


—Lo sé —afirmó Paula.


—Una vez dicho eso, no resulta nada fácil encontrar la pista de una mujer que no quería que la encontraran. Supongo que eso significa algo.


Paula no sabía qué significaba, pero sí que tenía la necesidad de descubrirlo.


—No sé cuánto tiempo estaré fuera.


—Tómate todo el que quieras. Y no te preocupes Santy. Estará bien aquí, con George y conmigo.


—Gracias, Celina —respondió ella, con la voz cargada de sentimiento



*****


Condujo Paula.


Pedro, sentado en el asiento del pasajero, tenía una forzada expresión de indiferencia en el rostro.


Lo miró de reojo y sonrió abiertamente, con una libertad que contrastaba tanto con lo que había sido que apenas se reconoció.


—Creía que te gustaban los coches rápidos.


Un Mercedes los adelantó por la izquierda, y el golpe de aire se notó en el pequeño coche de Celina.


—¿No crees que éste es un poco pequeño para correr?


—¿Te gustaría que redujera la velocidad?


—¿Vas a quitarme puntos si contesto que sí?


—Por esta vez no —rió ella.


Una vez en la ciudad, Pedro le dio instrucciones para llegar al Hotel Savoy, donde se alojaba. Paula paró en la puerta y dejó el motor encendido:
—¿Hay alguna forma de convencerte de que cenes conmigo? —inquirió él.


—Acabas de hacerlo —aceptó ella tras un breve silencio.





LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 39






Paula no se molestó en doblar nada. Sacaba la ropa de los cajones y la echaba en las maletas.


Celina había ido al cobertizo a empaquetar sus pinturas y pinceles.


—¿Por qué tenemos que irnos, mamá? —preguntó Santy, desde el centro de la sala, con la mano apoyada en la cabeza de George.


—No puedo explicarlo ahora, cariño. Tenemos que darnos prisa.


—Pero yo no quiero irme.


Paula se detuvo un momento y lo miró.


—Lo siento, cielo —y así era. 


Sentía haberle ofrecido el tipo de vida que había soñado con darle, para luego arrancarla de raíz. Pero no tenía alternativa. Se preguntó si alguna vez llegaría a tenerla.


Santy se dio la vuelta, con las mejillas empapadas en lágrimas. Fue a la ventana con la espalda recta y muy erguido, como si supiera que tenía que ser fuerte para ella.


—Mamá, hay un hombre afuera.


Paula dejó caer la maleta. Chocó contra las baldosas con un ruido estrepitoso, que reverberó por todo su cuerpo.


—Apártate de la ventana, Santy.


El niño corrió hacia ella.


—¿Quién es? ¿Por qué estás tan asustada?


Ella le dio la mano. Se oyeron pasos en las losas de piedra que llevaban a la casa y después llamaron a la puerta.


—¿Hola? Estoy buscando a una persona. Espero que puedan ayudarme. 


George ladró.


Paula se quedó inmóvil. Esa voz. No podía ser.


Recordó la descripción de Celina: «Guapo. Alto, pelo oscuro». Su incredulidad era tal, que tuvo hacer un esfuerzo para moverse. Sin soltar la mano de Santy fue a abrir la puerta.


Pedro parpadeó y dio un paso atrás.


—Paula.


—Dios mío —dijo ella, pálida de asombro—. Pedro. ¿Qué haces tú aquí? —su tono de voz expresaba de todo, menos bienvenida.


—He estado buscándote —contestó él. Era imposible expresar por qué estaba allí.


—Buscándome —repitió ella.


La mujer que Pedro había visto en la tienda entró en la casa por la puerta trasera. Lo apuntó con un revólver y apretó los labios, mostrando su determinación de utilizarlo.


Paula miró por encima del hombro y la vio.


—Está bien, Celina. Es…


—Un amigo —interrumpió él.


Celina miró a Paula buscando confirmación y ella asintió.


—¿Te importaría llevarte a Santy a tu casa un rato? —preguntó.


—Claro que no —Celina echó otra mirada de evaluación a Pedro, y después agarró a Santy de la mano—. ¿Estás segura, Paula?


—Sí, está bien.


Celina y Santy salieron por la puerta de atrás, y el labrador dorado trotó tras ellos.


—¿Puedo entrar? —pidió Pedro.


Paula asintió. Él entró en la casa y cerró la puerta. Un vistazo a su alrededor le indicó que estaba preparando su partida.


—Siento haberte asustado —dijo—. No era en absoluto mi intención.


Las mejillas de Paula se tiñeron de un rojo intenso.


—¿Tienes la más remota idea de lo que acabas de hacer? —le espetó, airada.


—Paula, lo siento…


—¡Lo sientes! —fue hacia él con la manos cerradas en un puño y descargó una lluvia de golpes sobre su pecho. Dejó de golpearlo tan de repente como había empezado; su cuerpo se estremeció con grandes sollozos.


—Paula, no pretendía hacerte pasar por esto. Tienes que creerme.


Verla llorar lo estaba partiendo en dos. Era como si por fin hubieran aflorado a la luz años de sufrimiento, como un dique desbordado. Pedro sentía que se ahogaba en ese sonido.


Ella lo miró, con las mejillas húmedas de lágrimas. Él vio la sombra de horror que cruzaba por su rostro, su incredulidad ante lo que acababa de hacer.


—Oh, Dios —gimió. Colocó las palmas de las manos sobre su pecho, abriendo los dedos como si con eso pudiera borrar lo que acababa de ocurrir.


Pedro la rodeó con los brazos, en silencio; no sabía qué más podía hacer.





viernes, 29 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 38





Paula había adoptado una rutina diaria que proporcionaba a su vida una reconfortante sensación de estructura. Todas las mañanas trabajaba de ocho a doce en el pequeño cobertizo que había convertido en taller. Celina la había ayudado a iniciar la venta de sus macetas en tres tiendas distintas, una en Cernido Alto y una en San Gimignano. Pero la tercera, en Florencia, había sido la de más éxito. Tenía la esperanza de que Santy y ella podrían mantenerse sin problemas cuando se acabara el resto de su dinero.


Oyó una risa seguida de un ladrido juguetón en el jardín.


Paula sonrió. Estaba convencida de que George, siempre dispuesto a jugar, había hecho más por Santy en esas semanas que lo que habría hecho un terapeuta en toda una vida.


Nunca podría pagarle a Celina lo que había hecho por ellos. 


La otra mujer había comprendido el miedo de Paula a aventurarse demasiado, y se había ofrecido a entregar ella las macetas, hasta que Paula se sintiera segura.


Miró su reloj. Las once y media. Celina debía de estar a punto de volver. Habían adquirido la costumbre de dar largos paseos a diario, y no habría podido decir quién disfrutaba más con ellos, si Celina, ella o Santy y George.


Oyó un coche en el camino de gravilla. Ya no la sobresaltaba el ruido. Aunque era algo trivial, lo percibía como un progreso, una evidencia de que algún día viviría como una mujer libre de miedos.


La puerta del coche se cerró de golpe.


—Santy, ve a la casa. Llévate a George —la voz de Celina tenía un tono agudo, extraño.


Paula se levantó, se limpió la pintura de las manos en el delantal y salió del cobertizo. Celina corría hacia ella. Tenía las mejillas arreboladas y el cabello algo revuelto.


—¿Qué ocurre? —sin duda, algo iba mal.


Celina arrugó el rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Un hombre en la tienda de Florencia. Estaba buscándote, Paula. Te buscaba a ti.


A Paula le fallaron las rodillas. Cayó al suelo, sintiendo que esa nueva existencia que adoraba se derrumbaba a su alrededor.


—Oh, Paula. Lo siento tanto… —dijo Celina—. Nunca debí sugerir la tienda de Florencia.


—No es culpa tuya —estaba desconcertada y empezando a asimilar lo que había dicho su amiga—. El hombre. ¿Qué aspecto tenía?


—Guapo. Alto, pelo oscuro —Celina se frotó los brazos, con expresión compungida.


Podía ser Jorge, o alguien enviado por él. En cualquier caso, no podía arriesgarse.


—Debemos irnos. Empezaré a hacer el equipaje —mientras lo decía, intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. Estaba paralizada por el asombro.


Debería haber preparado un plan alternativo. Siempre había existido la posibilidad de ser descubierta. Lo sabía desde que dejó Atlanta. Pero se había sentido segura allí. Se había permitido creer que todo iría bien.


—¿Qué le dijiste? —preguntó.


—Le dije que se equivocaba.


—¿Te creyó?


—No lo sé —contestó CelinA, con voz temblorosa.


—¿Te ha seguido?


—No lo creo. Se marchó de la tienda antes que yo. Lo siento, Paula. Me pilló desprevenida.


Paula se levantó y fue hacia ella.


—No es culpa tuya —apretó su mano—. Has sido maravillosa conmigo.


—Puedo hacer algunas llamadas, encontrar otro sitio seguro para vosotros.


—Encontraremos uno, Celina. Todo irá bien —dijo Paula con una extraña calma. Había sido demasiado optimista al tener la esperanza de que ese momento no llegase nunca. En lo más profundo, siempre había sabido que era inevitable.



****


El taxista, por petición de Pedro, había seguido al coche hasta que salió de Florencia y tomó la Autostrada, guardando la suficiente distancia para pasar desapercibido.


Habían tomado la salida de Certaldo y seguido la carretera unos ocho kilómetros. Cuando ella giró a la derecha y tomó una carretera de tierra, Pedro le pidió al conductor que parase y esperara un minuto. Después siguieron durante algo más de un kilómetro, girando a la derecha varias veces.


Finalmente llegaron a un camino de gravilla, en el que aún no se había asentado el polvo del paso del otro coche.


Pedro pidió al conductor que lo dejase allí. El hombre lo miró con extrañeza, pero le dijo cuánto le debía. Pedro le pagó en euros y bajó del coche. El taxi giró en redondo y se marchó.


Cipreses viejos y enormes flanqueaban el camino, ocultando la luz del sol. Pedro se dijo que aún estaba a tiempo de dejarlo. Podía haberse equivocado de nuevo. Quizá había imaginado la inquietud de la mujer. Pero algo le decía que no era así. Y ese algo tiraba de él, azuzándolo, y acelerando el ritmo de sus pasos.







LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 37



El regocijo lo acompañó todo el viaje hasta el otro lado del Atlántico. Pedro aterrizó en Florencia a mediodía, un viernes. 


Desde un teléfono público, llamó a Kevin para preguntarle cómo estaba Lola. Pedro no le había dicho a su amigo adónde iba, pero Kevin lo conocía lo bastante para saber que tenía algo que ver con Paula. Kevin le aseguró que Lola estaba bien, jugando con los niños en el jardín.


Hasta que no puso los pies en las calles de la vieja ciudad, Pedro no fue consciente de la magnitud de su empresa. Encontrar a una persona que no quería ser encontrada, en una población de cuatrocientos mil habitantes, no sería fácil.


Pasó los tres días siguientes paseando por las calles de Florencia, hasta que empezó a sentirse como un hombre poseído. Pasaba horas sentado en una pequeña cafetería de la zona comercial, bebiendo café cargado, con un libro en el regazo. El corazón se le paraba cada vez que veía a una mujer rubia.


Estaba allí, la percibía, por extraño que sonara.


Al cuarto día se levantó al amanecer. Se puso pantalones cortos y una camiseta y salió a correr. La ciudad estaba empezando a despertarse; los tenderos barrían las aceras de sus negocios y algunos motoristas circulaban con rapidez por las calles vacías.


Pedro corría a tope; sus pies golpeaban la acera con tanta fuerza que sus rodillas iban a resentirse. Pero era la única forma de librarse de la frustración que, poco a poco, iba reemplazando a su esperanza.


Giró a la derecha y tomó una calle cuyos comercios tardarían una horas en abrir. Eran tiendas dirigidas sobre todo a turistas que tenían dinero que gastar. Los escaparates exhibían álbumes de fotos con tapas de cuero, abrigos y zapatos de última moda.


A mitad de la calle, vio algo de reojo que le llamó la atención. 


Paró y dio marcha atrás.



En la esquina de un escaparate había dos macetas pintadas de colores brillantes que le resultaban muy familiares. Se le aceleró el corazón. Eran como los que Paula vendía a la tienda de Atlanta.


Paula.


Estaba allí.


Se sentó en el alféizar de la ventana, inclinó la cabeza hacia las piernas y esperó a que su respiración se tranquilizara.


Estaba allí.


Miró su reloj. La tienda tardaría dos horas en abrir. Esperaría


El dueño de la tienda llegó a las nueve menos diez. Para entonces, Pedro casi había desgastado las suelas de sus zapatillas deportivas paseando calle arriba, calle abajo.


El hombre le sonrió, abrió la puerta y le indicó que entrara. 


Pedro se obligó a dar una vuelta por la tienda antes de volver al escaparate.


—Perdone.


—¿Sí?


—Esas macetas. Me gustaría comprarlas.


—¿Bonitas, verdad?


Pedro asintió.


—¿Tiene más?


—No, ésas son las únicas.


—¿Va a recibir más?


—El viernes, creo.


—¿Están hechas aquí?


—Sí, pero por una americana. Muy guapa —añadió el hombre con una sonrisa.


—¿Sabe a qué hora del viernes? —preguntó Pedro con voz tranquila—. No sé cuántos días más me quedaré.


—Suele venir por la mañana. Venga usted alrededor del mediodía.


—Gracias —dijo Pedro—. Gracias.



****


Pedro, esos dos días se le hicieron más largos que una vida. Visitó la Galería de los Uffizi y el Duomo, recorrió todas las calles de Florencia y salió a correr dos veces al día para quemar energías.


Cuando por fin llegó el viernes, salió de casa a las siete, regresó a la tienda y se sentó en la cafetería que había al otro lado de la calle. Faltaban dos horas para que abrieran, pero no iba a correr el riesgo de que se le escapara. Era su única oportunidad; quizá no tuviera otra.


Exactamente a las nueve menos diez, el dueño llegó y abrió la puerta. Una mujer que paseaba a un perrito se detuvo a charlar con él mientras barría la acera. Unos minutos después se alejó.


En la hora siguiente, siete clientes entraron y salieron. 


Pedro pidió más café. Cuando miró de nuevo, había un coche pequeño parado ante la tienda, con el maletero abierto. Una mujer con un sombrero de paja hablaba con el dueño, que sonreía y asentía.


Pedro se inclinó a un lado para ver mejor el coche. Del maletero sobresalía el colorido borde de una maceta pintada.


Dejó la taza demasiado rápido y el platillo rebotó sobre la mesa. Un par de clientes lo miraron con curiosidad. Pedro los ignoró y, sorteando mesas y sillas, corrió afuera sin perder de vista a la mujer.


Cruzó la calle, un taxi estuvo a punto de atropellarlo y el conductor tocó el claxon, indignado. Cuando llegó a la otra acera, se obligó a andar. Le temblaban las manos.


—Paula —musitó, con un hilo de voz.


Ella se dio la vuelta y su expresión risueña se volvió adusta e inexpresiva.


No era Paula.


Esa mujer tenía más edad y el cabello que asomaba bajo el sombrero era castaño rojizo. Era muy atractiva, como había dicho el dueño de la tienda. Pero no era Paula.


—Disculpe —dijo Pedro—. Pensé que era… otra persona.


La mujer se llevó una mano al corazón, empezó a decir algo, pero no parecía encontrar palabras.


—Está bien, no importa.


—Esta es la bonita mujer que me trae las macetas —dijo el tendero, Sorprendido por el intercambio—. Este caballero compró las dos últimas —le explicó a la mujer—. Le gustaría comprar más.


—Sí —dijo Pedro—. Para regalar.


—Ah —ella se aclaró la garganta—. Que amable. Lo agradezco mucho.


La decepción golpeó a Pedro como un martillo. Había estado seguro de que eran obra de ella. Tal vez la fuerza de su deseo lo había llevado a equivocarse. Empezó a pensar que quizá sí había ido demasiado lejos.


La mujer fue al coche y sacó una de las macetas. Él la siguió.


—Déjeme ayudarla.


Al quitarle la maceta, vio sus manos. Temblaban. Alzó la vista. Los ojos de ella reflejaban la misma desazón que había visto tantas veces en el pasado.


No era Paula.


Pero sabía dónde estaba Paula.