viernes, 29 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 37



El regocijo lo acompañó todo el viaje hasta el otro lado del Atlántico. Pedro aterrizó en Florencia a mediodía, un viernes. 


Desde un teléfono público, llamó a Kevin para preguntarle cómo estaba Lola. Pedro no le había dicho a su amigo adónde iba, pero Kevin lo conocía lo bastante para saber que tenía algo que ver con Paula. Kevin le aseguró que Lola estaba bien, jugando con los niños en el jardín.


Hasta que no puso los pies en las calles de la vieja ciudad, Pedro no fue consciente de la magnitud de su empresa. Encontrar a una persona que no quería ser encontrada, en una población de cuatrocientos mil habitantes, no sería fácil.


Pasó los tres días siguientes paseando por las calles de Florencia, hasta que empezó a sentirse como un hombre poseído. Pasaba horas sentado en una pequeña cafetería de la zona comercial, bebiendo café cargado, con un libro en el regazo. El corazón se le paraba cada vez que veía a una mujer rubia.


Estaba allí, la percibía, por extraño que sonara.


Al cuarto día se levantó al amanecer. Se puso pantalones cortos y una camiseta y salió a correr. La ciudad estaba empezando a despertarse; los tenderos barrían las aceras de sus negocios y algunos motoristas circulaban con rapidez por las calles vacías.


Pedro corría a tope; sus pies golpeaban la acera con tanta fuerza que sus rodillas iban a resentirse. Pero era la única forma de librarse de la frustración que, poco a poco, iba reemplazando a su esperanza.


Giró a la derecha y tomó una calle cuyos comercios tardarían una horas en abrir. Eran tiendas dirigidas sobre todo a turistas que tenían dinero que gastar. Los escaparates exhibían álbumes de fotos con tapas de cuero, abrigos y zapatos de última moda.


A mitad de la calle, vio algo de reojo que le llamó la atención. 


Paró y dio marcha atrás.



En la esquina de un escaparate había dos macetas pintadas de colores brillantes que le resultaban muy familiares. Se le aceleró el corazón. Eran como los que Paula vendía a la tienda de Atlanta.


Paula.


Estaba allí.


Se sentó en el alféizar de la ventana, inclinó la cabeza hacia las piernas y esperó a que su respiración se tranquilizara.


Estaba allí.


Miró su reloj. La tienda tardaría dos horas en abrir. Esperaría


El dueño de la tienda llegó a las nueve menos diez. Para entonces, Pedro casi había desgastado las suelas de sus zapatillas deportivas paseando calle arriba, calle abajo.


El hombre le sonrió, abrió la puerta y le indicó que entrara. 


Pedro se obligó a dar una vuelta por la tienda antes de volver al escaparate.


—Perdone.


—¿Sí?


—Esas macetas. Me gustaría comprarlas.


—¿Bonitas, verdad?


Pedro asintió.


—¿Tiene más?


—No, ésas son las únicas.


—¿Va a recibir más?


—El viernes, creo.


—¿Están hechas aquí?


—Sí, pero por una americana. Muy guapa —añadió el hombre con una sonrisa.


—¿Sabe a qué hora del viernes? —preguntó Pedro con voz tranquila—. No sé cuántos días más me quedaré.


—Suele venir por la mañana. Venga usted alrededor del mediodía.


—Gracias —dijo Pedro—. Gracias.



****


Pedro, esos dos días se le hicieron más largos que una vida. Visitó la Galería de los Uffizi y el Duomo, recorrió todas las calles de Florencia y salió a correr dos veces al día para quemar energías.


Cuando por fin llegó el viernes, salió de casa a las siete, regresó a la tienda y se sentó en la cafetería que había al otro lado de la calle. Faltaban dos horas para que abrieran, pero no iba a correr el riesgo de que se le escapara. Era su única oportunidad; quizá no tuviera otra.


Exactamente a las nueve menos diez, el dueño llegó y abrió la puerta. Una mujer que paseaba a un perrito se detuvo a charlar con él mientras barría la acera. Unos minutos después se alejó.


En la hora siguiente, siete clientes entraron y salieron. 


Pedro pidió más café. Cuando miró de nuevo, había un coche pequeño parado ante la tienda, con el maletero abierto. Una mujer con un sombrero de paja hablaba con el dueño, que sonreía y asentía.


Pedro se inclinó a un lado para ver mejor el coche. Del maletero sobresalía el colorido borde de una maceta pintada.


Dejó la taza demasiado rápido y el platillo rebotó sobre la mesa. Un par de clientes lo miraron con curiosidad. Pedro los ignoró y, sorteando mesas y sillas, corrió afuera sin perder de vista a la mujer.


Cruzó la calle, un taxi estuvo a punto de atropellarlo y el conductor tocó el claxon, indignado. Cuando llegó a la otra acera, se obligó a andar. Le temblaban las manos.


—Paula —musitó, con un hilo de voz.


Ella se dio la vuelta y su expresión risueña se volvió adusta e inexpresiva.


No era Paula.


Esa mujer tenía más edad y el cabello que asomaba bajo el sombrero era castaño rojizo. Era muy atractiva, como había dicho el dueño de la tienda. Pero no era Paula.


—Disculpe —dijo Pedro—. Pensé que era… otra persona.


La mujer se llevó una mano al corazón, empezó a decir algo, pero no parecía encontrar palabras.


—Está bien, no importa.


—Esta es la bonita mujer que me trae las macetas —dijo el tendero, Sorprendido por el intercambio—. Este caballero compró las dos últimas —le explicó a la mujer—. Le gustaría comprar más.


—Sí —dijo Pedro—. Para regalar.


—Ah —ella se aclaró la garganta—. Que amable. Lo agradezco mucho.


La decepción golpeó a Pedro como un martillo. Había estado seguro de que eran obra de ella. Tal vez la fuerza de su deseo lo había llevado a equivocarse. Empezó a pensar que quizá sí había ido demasiado lejos.


La mujer fue al coche y sacó una de las macetas. Él la siguió.


—Déjeme ayudarla.


Al quitarle la maceta, vio sus manos. Temblaban. Alzó la vista. Los ojos de ella reflejaban la misma desazón que había visto tantas veces en el pasado.


No era Paula.


Pero sabía dónde estaba Paula.







No hay comentarios.:

Publicar un comentario