viernes, 29 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 38





Paula había adoptado una rutina diaria que proporcionaba a su vida una reconfortante sensación de estructura. Todas las mañanas trabajaba de ocho a doce en el pequeño cobertizo que había convertido en taller. Celina la había ayudado a iniciar la venta de sus macetas en tres tiendas distintas, una en Cernido Alto y una en San Gimignano. Pero la tercera, en Florencia, había sido la de más éxito. Tenía la esperanza de que Santy y ella podrían mantenerse sin problemas cuando se acabara el resto de su dinero.


Oyó una risa seguida de un ladrido juguetón en el jardín.


Paula sonrió. Estaba convencida de que George, siempre dispuesto a jugar, había hecho más por Santy en esas semanas que lo que habría hecho un terapeuta en toda una vida.


Nunca podría pagarle a Celina lo que había hecho por ellos. 


La otra mujer había comprendido el miedo de Paula a aventurarse demasiado, y se había ofrecido a entregar ella las macetas, hasta que Paula se sintiera segura.


Miró su reloj. Las once y media. Celina debía de estar a punto de volver. Habían adquirido la costumbre de dar largos paseos a diario, y no habría podido decir quién disfrutaba más con ellos, si Celina, ella o Santy y George.


Oyó un coche en el camino de gravilla. Ya no la sobresaltaba el ruido. Aunque era algo trivial, lo percibía como un progreso, una evidencia de que algún día viviría como una mujer libre de miedos.


La puerta del coche se cerró de golpe.


—Santy, ve a la casa. Llévate a George —la voz de Celina tenía un tono agudo, extraño.


Paula se levantó, se limpió la pintura de las manos en el delantal y salió del cobertizo. Celina corría hacia ella. Tenía las mejillas arreboladas y el cabello algo revuelto.


—¿Qué ocurre? —sin duda, algo iba mal.


Celina arrugó el rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Un hombre en la tienda de Florencia. Estaba buscándote, Paula. Te buscaba a ti.


A Paula le fallaron las rodillas. Cayó al suelo, sintiendo que esa nueva existencia que adoraba se derrumbaba a su alrededor.


—Oh, Paula. Lo siento tanto… —dijo Celina—. Nunca debí sugerir la tienda de Florencia.


—No es culpa tuya —estaba desconcertada y empezando a asimilar lo que había dicho su amiga—. El hombre. ¿Qué aspecto tenía?


—Guapo. Alto, pelo oscuro —Celina se frotó los brazos, con expresión compungida.


Podía ser Jorge, o alguien enviado por él. En cualquier caso, no podía arriesgarse.


—Debemos irnos. Empezaré a hacer el equipaje —mientras lo decía, intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. Estaba paralizada por el asombro.


Debería haber preparado un plan alternativo. Siempre había existido la posibilidad de ser descubierta. Lo sabía desde que dejó Atlanta. Pero se había sentido segura allí. Se había permitido creer que todo iría bien.


—¿Qué le dijiste? —preguntó.


—Le dije que se equivocaba.


—¿Te creyó?


—No lo sé —contestó CelinA, con voz temblorosa.


—¿Te ha seguido?


—No lo creo. Se marchó de la tienda antes que yo. Lo siento, Paula. Me pilló desprevenida.


Paula se levantó y fue hacia ella.


—No es culpa tuya —apretó su mano—. Has sido maravillosa conmigo.


—Puedo hacer algunas llamadas, encontrar otro sitio seguro para vosotros.


—Encontraremos uno, Celina. Todo irá bien —dijo Paula con una extraña calma. Había sido demasiado optimista al tener la esperanza de que ese momento no llegase nunca. En lo más profundo, siempre había sabido que era inevitable.



****


El taxista, por petición de Pedro, había seguido al coche hasta que salió de Florencia y tomó la Autostrada, guardando la suficiente distancia para pasar desapercibido.


Habían tomado la salida de Certaldo y seguido la carretera unos ocho kilómetros. Cuando ella giró a la derecha y tomó una carretera de tierra, Pedro le pidió al conductor que parase y esperara un minuto. Después siguieron durante algo más de un kilómetro, girando a la derecha varias veces.


Finalmente llegaron a un camino de gravilla, en el que aún no se había asentado el polvo del paso del otro coche.


Pedro pidió al conductor que lo dejase allí. El hombre lo miró con extrañeza, pero le dijo cuánto le debía. Pedro le pagó en euros y bajó del coche. El taxi giró en redondo y se marchó.


Cipreses viejos y enormes flanqueaban el camino, ocultando la luz del sol. Pedro se dijo que aún estaba a tiempo de dejarlo. Podía haberse equivocado de nuevo. Quizá había imaginado la inquietud de la mujer. Pero algo le decía que no era así. Y ese algo tiraba de él, azuzándolo, y acelerando el ritmo de sus pasos.







1 comentario: