sábado, 30 de diciembre de 2017
LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 39
Paula no se molestó en doblar nada. Sacaba la ropa de los cajones y la echaba en las maletas.
Celina había ido al cobertizo a empaquetar sus pinturas y pinceles.
—¿Por qué tenemos que irnos, mamá? —preguntó Santy, desde el centro de la sala, con la mano apoyada en la cabeza de George.
—No puedo explicarlo ahora, cariño. Tenemos que darnos prisa.
—Pero yo no quiero irme.
Paula se detuvo un momento y lo miró.
—Lo siento, cielo —y así era.
Sentía haberle ofrecido el tipo de vida que había soñado con darle, para luego arrancarla de raíz. Pero no tenía alternativa. Se preguntó si alguna vez llegaría a tenerla.
Santy se dio la vuelta, con las mejillas empapadas en lágrimas. Fue a la ventana con la espalda recta y muy erguido, como si supiera que tenía que ser fuerte para ella.
—Mamá, hay un hombre afuera.
Paula dejó caer la maleta. Chocó contra las baldosas con un ruido estrepitoso, que reverberó por todo su cuerpo.
—Apártate de la ventana, Santy.
El niño corrió hacia ella.
—¿Quién es? ¿Por qué estás tan asustada?
Ella le dio la mano. Se oyeron pasos en las losas de piedra que llevaban a la casa y después llamaron a la puerta.
—¿Hola? Estoy buscando a una persona. Espero que puedan ayudarme.
George ladró.
Paula se quedó inmóvil. Esa voz. No podía ser.
Recordó la descripción de Celina: «Guapo. Alto, pelo oscuro». Su incredulidad era tal, que tuvo hacer un esfuerzo para moverse. Sin soltar la mano de Santy fue a abrir la puerta.
Pedro parpadeó y dio un paso atrás.
—Paula.
—Dios mío —dijo ella, pálida de asombro—. Pedro. ¿Qué haces tú aquí? —su tono de voz expresaba de todo, menos bienvenida.
—He estado buscándote —contestó él. Era imposible expresar por qué estaba allí.
—Buscándome —repitió ella.
La mujer que Pedro había visto en la tienda entró en la casa por la puerta trasera. Lo apuntó con un revólver y apretó los labios, mostrando su determinación de utilizarlo.
Paula miró por encima del hombro y la vio.
—Está bien, Celina. Es…
—Un amigo —interrumpió él.
Celina miró a Paula buscando confirmación y ella asintió.
—¿Te importaría llevarte a Santy a tu casa un rato? —preguntó.
—Claro que no —Celina echó otra mirada de evaluación a Pedro, y después agarró a Santy de la mano—. ¿Estás segura, Paula?
—Sí, está bien.
Celina y Santy salieron por la puerta de atrás, y el labrador dorado trotó tras ellos.
—¿Puedo entrar? —pidió Pedro.
Paula asintió. Él entró en la casa y cerró la puerta. Un vistazo a su alrededor le indicó que estaba preparando su partida.
—Siento haberte asustado —dijo—. No era en absoluto mi intención.
Las mejillas de Paula se tiñeron de un rojo intenso.
—¿Tienes la más remota idea de lo que acabas de hacer? —le espetó, airada.
—Paula, lo siento…
—¡Lo sientes! —fue hacia él con la manos cerradas en un puño y descargó una lluvia de golpes sobre su pecho. Dejó de golpearlo tan de repente como había empezado; su cuerpo se estremeció con grandes sollozos.
—Paula, no pretendía hacerte pasar por esto. Tienes que creerme.
Verla llorar lo estaba partiendo en dos. Era como si por fin hubieran aflorado a la luz años de sufrimiento, como un dique desbordado. Pedro sentía que se ahogaba en ese sonido.
Ella lo miró, con las mejillas húmedas de lágrimas. Él vio la sombra de horror que cruzaba por su rostro, su incredulidad ante lo que acababa de hacer.
—Oh, Dios —gimió. Colocó las palmas de las manos sobre su pecho, abriendo los dedos como si con eso pudiera borrar lo que acababa de ocurrir.
Pedro la rodeó con los brazos, en silencio; no sabía qué más podía hacer.
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