viernes, 15 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 30





Pedro se despertó con la sensación de un pequeño empujón contra su estómago y el peso de una bella durmiente en el costado.


Miró el cuerpo femenino de Paula y suspiró de contento. 


Así debían ser las cosas entre ellos: sin barreras, sin reservas.


Ninguna psicología podía explicar la conexión que compartían. Simplemente existía.


El tipo de conexión capaz de aguantar amenazas externas, trabajos exigentes y diferencias de edad.


La niña dio otra patada y Pedro sonrió. Besó el pelo de Paula y le acarició el vientre. Luego salió de la cama en silencio para no despertarla.


Cuando entró en la sala de estar, sonó el teléfono. Después de la noche estresante de Paula, y de la mañana exigente, necesitaba dormir. Pedro volvió corriendo al dormitorio y descolgó al segundo timbrazo.


—Residencia Chaves.


Paula se despertó con el sonido de la voz de él y suspiró de contento antes de abrir los ojos. Seguía cuidando de ella.



—¿Quién habla? —preguntó él.


Paula abrió los ojos. Su contento se desvaneció como por ensalmo.


—¿Quiere dejar un mensaje, doctor Jeffers?


—¡No! —Paula se sentó en la cama. ¿El decano Jeffers?


Pedro le sonrió mientras escuchaba el mensaje. Ella intentó acercarse al borde de la cama, pero la niña no cooperaba. 


¿Por qué no había dejado que saltara el contestador? Eran las diez de la mañana. ¿Cómo iba a explicar la presencia de un hombre en su piso?


Al fin consiguió levantarse y le quitó el teléfono de la mano.


—Dame eso.


Se acercó el auricular al oído.


—Soy la doctora Chaves —tiró de la esquina de la sábana, pero estaba metida debajo del colchón y no cedía.


Buscó frenéticamente su bata.


—¿Paula? —la voz de Guillermo Jeffers sonaba entre confusa y preocupada—. Quiero verte en mi despacho lo antes posible.


—¿Para qué? —preguntó ella.


—No quiero hablarlo por teléfono. Por favor.


—Estaré allí en media hora.


—Bien.


En cuanto hubo colgado, Paula vio que Pedro tenía su camisa en la mano, se la quitó y se la puso. Vio sus bragas en el suelo y se las puso también. Luego encontró sus mallas, el sujetador, su rebeca…


Hasta que no lo tenía todo, no se dio cuenta de que Pedro la observaba desnudo desde la puerta del baño.


—Vuelven las normas, ¿eh? —preguntó.


Pedro, por favor. El decano todavía cree que eres un alumno. Y tenemos que actuar como si lo fueras, ¿no? Lo siento —señaló la cama—. Eso no debería haber ocurrido. Fue maravilloso, pero no debería haber ocurrido. Alguien podría enterarse —miró el teléfono—. Creo que alguien se ha enterado ya.


—¿Quieres decir que alguien podría enterarse de que una mujer sana y hermosa se acuesta con un hombre que se está enamorando de ella?


—No —Paula lo miró sorprendida—. No digas eso. Eres muy joven para saber de lo que hablas.


—Soy un hombre, no un niño.


—Lo siento. Tengo que ir a ver al decano. No puedo lidiar ahora con esto, lo siento.


Pedro se acercó a ella y la besó en la boca. Cuando la soltó, tomó su camisa del sofá y empezó a vestirse.


—Piensa en esto —sus ojos parecían cansados y mucho más rejos—. ¿Seguro que lamentas lo de esta mañana porque te han pillado en flagrante delito con un supuesto alumno? ¿O te preocupa que la verdad te deje sin excusas para apartarme de tu vida?



*****


Paula le cortó el paso a Horacio Norwood cuando él salía de su clase.


—¿Por qué has hablado con el decano? —quiso saber.


—Buenas tardes a ti también.


—Déjate de tonterías —salieron varios estudiantes rezagados y Paula se vio obligada a apartarse, pero no estaba dispuesta a dejarlo marchar sin una explicación—. El decano acaba de decirme que cuide mi comportamiento ético y moral. ¿Se puede saber por qué narices le has dicho que puedo estar poniendo en peligro mi vida personal y mi carrera profesional?


—Porque a mí no quieres escucharme —Horacio se colgó el abrigo al brazo y avanzó por el pasillo hacia su despacho.


Paula se colocó a su lado.


—Tus acusaciones son calumniosas.


—Sé de buena tinta que tu amigo el señor Tanner se mueve con gente muy peligrosa.


—¿De qué estás hablando?


Horacio abrió la puerta del despacho de su secretaria e invitó a Paula a entrar delante de él. Colgó el abrigo en el perchero al lado de la puerta y tendió la mano hacia el de ella. La mujer se lo dio.


—Anoche lo vieron aceptar una gran suma de dinero en una discoteca.


—A lo mejor trabaja allí.


—Sólo si vende drogas. O las toma. Es ese tipo de sitio.


Paula abrió mucho los ojos. Una cosa era oírle decir a Pedro que era policía y otra oír los detalles del trabajo que hacía en secreto. No pudo resistir el impulso de defenderlo.


Pedro Tanner no es un drogadicto. Es demasiado listo, sus ojos están demasiado despejados. Es demasiado sano para mezclarse en ese tipo de cosas.


—Puede —Horacio apretó los labios como si reprimiera un comentario desagradable. Llevó a Paula hasta la silla de su secretaría—. Me he enterado del episodio de Kevin Washburn ayer. Es uno de los chicos de los que soy consejero. Alguien tuvo que venderle la anfetamina. Y adivina quién es su amigo más reciente —no esperó la respuesta de ella—. Pedro Tanner.


Pedro no vende drogas.


—¿Cómo lo sabes?


—Es un buen hombre —bajó la voz—. Un buen chico. La otra noche me ayudó con una rueda pinchada.


—¿En mitad de la noche? ¿Y qué hacía en la universidad?


—Había ido a una fiesta.


Horacio asintió con la cabeza, como si aquello le diera la razón.


Paula se cruzó de brazos. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Las deducciones de Horacio implicaban que Pedro hacía bien su trabajo? ¿O implicaban que estaba en peligro? No sabía qué pensar.


Horacio suavizó su expresión con una sonrisa de indulgencia.


—Paula, si estas en algún lío a causa de ese chico…


La mujer lo miró a los ojos.


—¿Cómo sabes que Pedro aceptó dinero en una discoteca? —preguntó con cierto humor—. ¿Saliste de juerga anoche?


Creyó ver una tensión momentánea en el rostro del hombre, pero no duró mucho. Él le tomó una mano y se la besó.


—Yo no salgo de juerga —dijo. Tiró de ella para ayudarla a levantarse. Le puso las manos en la cintura—. Y sólo miro a una mujer.


Cuando ella se dio cuenta de que iba a besarla en la boca, le puso las manos en los hombros y lo empujó hacia atrás.


—No hagas eso. No estropees nuestra amistad.


Él movió la cabeza y soltó una risita.


—Deberías haberte casado conmigo hace años. Yo te habría tratado mejor que Simon.


Paula, conmovida por su comprensión, lo abrazó un instante.


—Cualquiera me habría tratado mejor que Simon.


Se rieron juntos y se separaron.


—No has contestado a mi pregunta —ella volvió a sentarse—. ¿Cómo te has enterado de las actividades dudosas de Pedro?


—Sabes que cuido de ti, Paula.


—Lo sé.


Horacio tomó una carpeta que había sobre la mesa y sacó una ficha.


—Uno de mis estudiantes lo vio y me lo ha contado. Éste.


Paula miró la ficha.


—Daniel Brown. Ya sé que tienes motivos para no creer en él, pero…


La mujer cortó su explicación.


—He cambiado de idea respecto al señor Brown. No lo acusaré de plagio.


—¿No?


Paula se pasó una mano por el vientre. Se sentía incapaz de mirar a Horacio a los ojos.


—Pienso incluir una reprimenda en su historial, pero puede volver a clase —le pasó la ficha—. Me debes una.


—¿Me permitirás invitarte a cenar? —levantó la mano como para hacer un juramento—. Sólo como amigos.


—¿Doctor Norwood? Doctor… —una mujer bajita y acalorada entró en la estancia—. He intentado verlo al salir de clase.


—Nos habremos cruzado por el pasillo. ¿Qué ocurre, Sandy?


Paula se levantó para dejar la silla a la secretaria de Horacio. 


La mujer le sonrió.



—No, gracias. Doctor Norwood, dijo usted que le avisara cuando llegara el coche blindado.


El rostro de Horacio se iluminó como el de un niño en Navidad.


—¿Ya está aquí?


—¿Qué es? —preguntó Paula.


—Un revólver Bat Masterson. He pagado bastante dinero para que nos dejen restaurarlo aquí los próximos meses —descolgó su abrigo y se lo puso.


Sandy terminó la explicación.


—Lo entregan directamente en el museo. He pensado que querría verlo.


—¿Paula? —Horacio intentaba mostrarse educado, pero ya estaba casi en la puerta.


—Vete —rió ella.


Sandy tomó su abrigo y corrió detrás de él. Paula se acercó más despacio a la percha.


—¿Se ha ido? —dijo la voz de Pedro.


Ella miró la puerta.


—¿Qué haces aquí?


—Apuntarme a un proyecto de investigación.


Paula lo siguió hasta el despacho de Horacio.


—El doctor Norwood no está.


—De eso se trata —empujó la puerta y entró.


—¿Esto es legal?


—¡Chist! —él se acercó al archivador de Horacio.


—¿No es peligroso que estés aquí? —susurró ella.


Pedro abría cajones y ojeaba carpetas.


—¿Te preocupas por mi?


Un escalofrío recorrió la espalda de Paula.


—¿No necesitas una orden judicial para hacer eso?


—Soy un estudiante, ¿recuerdas?


Se miraron a los ojos. Aquello no era una broma, sino que quería recordarle la distinción que había hecho ella esa mañana.


Pedro, ah…


Pero aquél no era el mejor momento para explicaciones. Él señaló con el hombro.


—Vigila si viene alguien.


Paula se volvió hacia la puerta de fuera.


—¿Qué buscas?


—Esto.


Ella se giró un momento y vio que tenía una carpeta en la mano. Volvió a su vigilancia de la puerta.


—Horacio dice que estás metido en líos —comentó.


—Lo estaré si vuelve a tocarte así.



Paula lo miró por encima del hombro. Él tenía los ojos fijos en los papeles de la carpeta.


—¿Me vigilas continuamente?


—Más o menos. Cuando yo no puedo, hay un par de amigos que lo hacen por mí.


—¿Hay más policías vigilándome?


Pedro levantó la vista.


—Te dije que cuidaría de ti.


Hizo una copia de los papeles que tenía en la mano, dejó la carpeta en su sitio y tiró de la mano de ella hacia el pasillo.


Varios minutos después estaban fuera, bajo el sol de febrero. 


A pesar de la advertencia del decano, a ella le resultó fácil caminar al lado de él, aunque mantenía las manos en los bolsillos y agachaba la cabeza a causa del frío.


—Tú has dirigido varios proyectos de investigación con estudiantes, ¿verdad? —preguntó él.


—Docenas. La universidad paga a los alumnos para que hagan de cobayas en tesis y estudios de doctorado. Y si el alumno responde al perfil que se pide, tiene una oportunidad de incrementar su curriculum y ganar algo de dinero. ¿Por qué?


—¿Alguna vez has dirigido un proyecto sobre medicina forense en el siglo XIX?


—¿Y por qué iba a hacerlo? Ése no es mi campo.


—¿Y por qué un profesor de estudios criminales dirige un proyecto de investigación genética?


—¿Qué?


Pedro sacó las fotocopias de la cazadora y se las pasó. Paula leyó rápidamente el contenido de la primera página. Atónita ante lo que veía, pasó rápidamente a las otras.


—¿Donaciones de esperma? ¿Ése es el programa de investigación de Horacio?


Pedro le puso una mano en la espalda para guiarla hacia su coche.


—Ayer vi a Joey King darle las gracias a Horacio por algo que le había ayudado a pagar el alquiler del mes.


Se detuvieron al lado del Dodge Raen rojo. Pedro sacó las llaves.


—¿Joey también?


—¿Joey también qué?


Él abrió la puerta y la ayudó a subir.


—Según Daniel Brown, esos supuestos proyectos son una tapadera para los camellos de poca monta de la universidad. Ponen su nombre en una lista, donan esperma y utilizan el pago para explicar su aumento repentino de liquidez.


—¿Y crees que Horacio está mezclado con drogas?


—No sé si es el cerebro o es sólo un tonto al que utiliza otro.



Cerró la puerta y dio la vuelta al coche. Paula no podía imaginar a Horacio como un tonto al que utilizaran, pero tampoco como el jefe de un grupo de traficantes. Tenía que haber otra explicación.


Volvió a mirar las páginas para leer los detalles del proyecto.


—Todos estos donantes participan en un estudio de la Clínica Washburn —sintió un frío repentino. Soltó los papeles y se agarró el vientre—. ¿Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!


—Tranquila. ¿Tienes contracciones otra, vez?- Pedro le apretó el muslo—. ¿Qué ocurre?


Ella se aferró a su mano.


—No, no es eso. Uno de esos estudiantes, de mis estudiantes, podría ser el padre.





jueves, 14 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 29





—¿Que quieres qué? —preguntó Paula, segura de haber oído mal.


—Necesito que retires la acusación de plagio contra Daniel Brown.


Le petición no sonaba mejor la segunda vez. La mujer se levantó de la mesa de la cocina y llevó el tazón de cereales al fregadero.


—No quiero volver a ver a ese gusano en mi vida, ¿y tú me pides que lo tenga en mi clase tres días a la semana?


—La policía necesita tu colaboración.


Paula lo oyó levantarse. Cuando se acercó a ella en el fregadero, tomó un paño de cocina y se apartó. Seguía sin estar segura de él ni de lo que esperaba de él.


—Mi colaboración, ¿eh? ¿Y tengo elección?


—Tú siempre tienes elección.


Ya no era su alumno, no era el fruto prohibido con el que la sociedad y las normas le impedían relacionarse.


Pero en lugar de liberar su culpabilidad, la confesión de Pedro le había causado nuevos problemas. Pedro era amable, divertido, cariñoso, sexy, guapo, un buen protector.


Y casi una década más joven.


Paula limpió la encimera y guardó la tarrina de mantequilla que había sobre ella. Él estaba apoyado contra el fregadero y la seguía con la vista.


En ese momento la necesitaba para proteger la tapadera para su caso. Y la buena educación de su madre le hacía acudir en su ayuda una y otra vez porque eso era lo que hacía un caballero.


¿Pero amarla? ¿Comprometerse con ella? Ya había demostrado que sabía mentir. ¿No podría también ser infiel?


—Deberías detener a Daniel Brown, no darle un respiro —dijo—. ¿Qué mensaje voy a dar a todos los demás estudiantes que se preguntan si deben copiar o no?


—Ninguno bueno, lo sé. Pero eso asegurará mi tapadera. Sé que Daniel piensa que, si puedo lidiar contigo, puedo lidiar con todo.


Paula se puso a limpiar la mesa.


—Me estás pidiendo que elija entre un tramposo o un traficante de drogas.


Pedro le sujetó la muñeca para detenerle la mano.


—El resto del mundo no siempre funciona con respuestas buenas y malas como haces tú.



—Y entonces ¿cómo voy a enseñarle a mi hija quiénes son los buenos y quiénes son los malos? ¿Cómo voy a saber qué eres tú?


—¿De verdad dudas de mí?


Ella se soltó y salió de la cocina.


Pedro la siguió.


—Tienes miedo, Paula —la tomó por el codo y la hizo volverse. Apretó su vientre contra el de él y la abrazó—. Te has construido un mundo ideal, sólo para tu hijita y para ti. Te has planteado las metas que encajan con tus necesidades y sigues las normas que crees que te mantienen segura.


El calor del cuerpo de Pedro la rodeaba, tranquilizándola, seduciéndola. Apoyó las manos en su pecho. El corazón de él latía con fuerza bajo su palma.


—Eso es ser lista, no tener miedo.


—A mí me parece que eso es estar sola —le puso un dedo en la barbilla y levantó su cara hacia él, pero se perdió en las profundidades de sus ojos—. No sabes qué pensar de mí, ¿verdad? Te siente atraída, pero no puedes explicar por qué. Me necesitas, pero no tiene sentido para ti. He entrado en tu vida y te he estropeado el plan, ¿verdad? Porque yo no juego según tus reglas.


Bajó la boca y la besó un instante en los labios y luego en la mejilla. Eran besos gentiles, tranquilizadores. Paula cerró los ojos y se dejó llevar por su magia.


—Si jugara según tus reglas —los labios de él le rozaron la punta de la nariz—, no nos habríamos conocido.


Lamió la comisura de sus labios y ella se estremeció.



—¿Pedro?


—Dime lo que quieres —le mordisqueó la boca—. Olvida tus reglas y dime exactamente lo que quieres.


Paula sentía que se derretía ante él.


—Yo…


Levantó la barbilla y estiró el cuello.


—¿Ahí? —él le besó la garganta—. ¿Quieres que te bese aquí?


Su lengua lamió el hueco en la base del cuello y Paula gimió.


—Te gusta eso, ¿eh?


Ella sintió la sonrisa de él contra su piel tierna y sonrió a su vez.


—¿Pedro? Tengo miedo.


Él le desabrochó la rebeca de lana y apartó la camisa para besarle cada trozo de piel que quedaba al descubierto. Pero se detuvo al oírla.


—¿Tienes miedo de mí?


—Tengo miedo de acabar sufriendo.


—No por mí culpa —se apartó y colocó la mano izquierda en la curva del vientre de ella—. Te juro por la vida de la niña que, por mi culpa, no.


Ella cubrió la mano de él con las suyas. Creía en la promesa de su voz y en la sinceridad de sus ojos. Ya sólo le faltaba creer en sí misma.



—Bésame —suplicó.


—Si insistes —sonrió él.


Se inclinó y la besó en los labios. Fue un beso concienzudo, un beso de promesa, de necesidad y de deseo.


Paula le puso las manos en los hombros y se abrazó a él.


En su interior se abrió un horno y el calor lánguido y líquido que él encendía allí fue bajando hasta la unión de sus muslos.


—Tienes una piel muy hermosa —musitó él. Acarició con la lengua el valle entre sus pechos—. Hueles a melocotones. A melocotones y nata.


Sus manos habían bajado por la espalda de ella hasta las nalgas. Las apretó y la hizo levantarse de puntillas para deslizar su muslo entre los de ella. Cuando la frotó en aquel punto, los dedos de ella se tensaron. Sus muslos y el resto de su cuerpo también se tensaron.


—¿Por qué haces esto? —le enmarcó el rostro con las manos y le hizo mirarla.


Los ojos de él eran de un color azul profundo, nublado por la pasión. Sonrió y sus labios mágicos se posaron en los de ella.


—Porque eres una mujer deseable, porque hace semanas que quería hacerlo —se apartó lo suficiente para mirarla a los ojos—. Y porque tú también lo quieres.


Paula asentía con la cabeza.


—Lo quiero —dijo—. Hasta tal punto que me da miedo —lo besó y él la tomó en brazos y se sentó en el sillón con ella en el regazo.


—Quítate la camisa —dijo ella.


Pedro obedeció.


—Ahora tú —exigió.


Se besaban a cada oportunidad. Despacio. Deprisa. Con impaciencia. Con deseo.


—Tócame —le suplicó ella.


—Te necesito —dijo él con un susurro ronco.


La rebeca y la camisa de ella cayeron al suelo y él le tocó los pechos a través del encaje del sujetador. Luego los besó y mordisqueó, y repitió la caricia después de apartar la prenda.


Paula trazó con la mano el contorno duro de su pecho. 


Absorbió el calor, sabor y olor de su piel desnuda. Le aflojó el cinturón de los vaqueros y él se levantó con ella en brazos y la llevó al dormitorio.


Pedro se tumbó a su lado en la cama, los dos desnudos. Le acarició el vientre y le besó el cuello.


—¿La niña estará bien? —preguntó.


Ella le cubrió las manos con las suyas.


—No puedes apoyarte directamente en ella. Y tienes que ponerte… ah… ¡Oh, no! No había pensado en eso.



Pedro la besó en la boca y le mostró un paquetito que tenía en la mano.


—Todo controlado, doctora.


Paula le acarició los labios con los dedos y miró sus ojos enfebrecidos por la pasión.


—Hace tanto tiempo que no hago esto que…


—¡Chist! —le besó las yemas de los dedos y después la boca—. Yo nunca lo he hecho así. Tan deprisa, tan perfecto. Me muero por estar dentro de ti —se apartó y la miró muy serio—. ¿Es eso lo que quieres?


Ella quería sentirse así otra vez. Sentirse como una mujer. 


Su mujer.


—Esto es una locura —susurró—. Yo nunca he hecho locuras.


—Porque nunca te has acostado conmigo —susurró él.


—¿Y si no puedo…?


—Sí puedes.


Pedro acalló sus protestas con un beso. Bajó la mano que tenía en el abdomen hasta tocar la parte más intima de ella, que apretó los muslos en torno a él. Le acarició los pechos con la boca y la llevó al borde del orgasmo entre la mano y la boca.


Y cuando ella creía que iba a estallar de un placer que le había negado mucho tiempo a su cuerpo, él la colocó de lado y la abordó desde atrás. Acarició sus pechos con una mano, sujetó con la otra el milagro que llevaba en el vientre, acercó los labios al cuello de ella y la penetró.


La llevó mucho más allá de lo que ella había soñado, mucho más allá de sus miedos. Y cuando alcanzó el orgasmo, Paula gritó del placer de ser mujer, la mujer de Pedro. Su única mujer.



PRINCIPIANTE: CAPITULO 28





La camarera, una joven de pelo naranja y pechos enormes, casi se pegó a él al dejarle la cerveza en la mesa alta.


Pedro sacó un billete de cinco dólares del bolsillo, le guiñó un ojo y le dijo que se quedara el cambio.


La miró regresar a la barra y volvió la vista a los jovencitos que llenaban la pista de baile y se movían al ritmo del hip-hop como si estuvieran en una clase de aerobic.


Divisó a Ethan Cross, uno de los inspectores de paisano, bailando en la pista. Su pelo largo volaba en torno a sus hombros con cada salto y giro y parecía el compañero perfecto de la morena delgada con la que bailaba.


A.J. estaba en la barra, conversando con una camarera pelirroja.


¿Por qué no podía estar él con Paula y su lustroso pelo oscuro? La había dejado durmiendo en su piso, con su hermano Marcos y su cuñada para hacerle compañía. ¿Por qué no podía cuidarla él?


¿Por qué narices tenía que estar allí?


—Tanner, no sabía si vendrías o no.


Por eso precisamente.


—Daniel.


El futuro señor de las drogas llevaba todavía el mismo suéter color marfil y los mismos vaqueros anchos de la mañana, pero ahora llevaba también a una chica pelirroja colgada del brazo.


Pedro se levantó y puso los brazos en jarras para enfatizar el volumen de la parte superior de su cuerpo.


—Tu proposición parecía interesante.


Daniel le dio un billete de veinte dólares a su amiguita.


—Pídete una copa, encanto. Tengo que hablar unos minutos de negocios.


Cuando se quedaron solos, Daniel se sentó e hizo señas a Pedro de que hiciera lo mismo.


—Estás en muy buena forma para ser consumidor —dijo—, así que creo que revendiste la compra de ayer para sacarte un dinero. Pues bien, yo puedo hacerte rico.


—Te escucho.


Daniel sacó un puñado de billetes de veinte del bolsillo y los dejó en la mesa como ayuda visual a su discurso. Pedro había visto montones más grandes de dinero otras veces, pero para alguien tan joven como Daniel, los alrededor de seiscientos dólares que había en la mesa eran una fortuna.


—Como puedes ver, soy hombre de medios. Me porto bien con la gente que trabaja para mí, siempre que ellos se porten bien conmigo. Ahí es donde entras tú.


—¿Para asegurar la lealtad de los empleados?


—No voy a fingir que me caigas bien, Tanner, pero peleas muy bien —empujó el montón de billetes en su dirección—. Busco a alguien que pueda seguirles el rastro a mis empleados.


—¿Cómo escoges a tus camellos, a los estudiantes que distribuyen el producto? —Pedro se echó atrás en el taburete, una señal para A.J. y Ethan de que la reunión iba bien y podían mantener las distancias—. ¿La policía no sospecha si de pronto hay una docena de nuevos ricos moviéndose por la universidad?


—Eso es lo mejor de todo. Nosotros… quiero decir yo, reclutamos a los camellos para proyectos de investigación.


El pequeño desliz del pronombre personal había servido para indicarle a Pedro que Daniel era sólo un lugarteniente, que había alguien de más rango que él en la distribución de anfetamina. Y si Pedro se unía al grupo, tendría más probabilidades de desenmascarar la identidad del líder.


Pero Daniel no había terminado de presumir de la genialidad de su sistema.


—Los estudiantes reciben un pequeño estipendio por participar en todo tipo de cosas, desde tests de personalidad a donaciones de esperma. Yo sólo les aumento un poco el cheque si además me hacen alguna venta.


¿Era así como se había enganchado Kevin Washburn con la anfetamina? ¿Era un recluta que habría probado una de las entregas y se había convertido en cliente?


Pedro ya había oído bastante. Tomó los billetes y se los metió al bolsillo.


Acepto el encargo a prueba.


—Si el dinero está bien, cuenta conmigo.


—O estás dentro o no lo estás.


Pedro bajó la vista en un gesto falso de sumisión.


—En ese caso, supongo que estoy.


—Bien —Daniel hizo una seña a su chica de que podía unirse a ellos—. Tu primer encargo es que me hagas un favor personal. Para probar tu lealtad, por así decir.



—¿Cuál es el favor?


—Que me readmitan en clase de Paula Chaves.



***

Pedro estaba en el umbral del dormitorio de Paula y la observaba dormir.


Marcos y Juliana se habían quedado con ella hasta su regreso.


Con el pelo suave extendido a modo de halo sobre la almohada, era la imagen misma de la belleza.


Paula y su hijita representaban todo lo bueno que él quería proteger en el mundo. Aunque en su intento por ayudarla, sólo hubiera conseguido ponerla aún más en peligro.


—Perdóname —susurró.


Porque no estaba seguro de que pudiera perdonarse a sí mismo.