jueves, 14 de diciembre de 2017
PRINCIPIANTE: CAPITULO 29
—¿Que quieres qué? —preguntó Paula, segura de haber oído mal.
—Necesito que retires la acusación de plagio contra Daniel Brown.
Le petición no sonaba mejor la segunda vez. La mujer se levantó de la mesa de la cocina y llevó el tazón de cereales al fregadero.
—No quiero volver a ver a ese gusano en mi vida, ¿y tú me pides que lo tenga en mi clase tres días a la semana?
—La policía necesita tu colaboración.
Paula lo oyó levantarse. Cuando se acercó a ella en el fregadero, tomó un paño de cocina y se apartó. Seguía sin estar segura de él ni de lo que esperaba de él.
—Mi colaboración, ¿eh? ¿Y tengo elección?
—Tú siempre tienes elección.
Ya no era su alumno, no era el fruto prohibido con el que la sociedad y las normas le impedían relacionarse.
Pero en lugar de liberar su culpabilidad, la confesión de Pedro le había causado nuevos problemas. Pedro era amable, divertido, cariñoso, sexy, guapo, un buen protector.
Y casi una década más joven.
Paula limpió la encimera y guardó la tarrina de mantequilla que había sobre ella. Él estaba apoyado contra el fregadero y la seguía con la vista.
En ese momento la necesitaba para proteger la tapadera para su caso. Y la buena educación de su madre le hacía acudir en su ayuda una y otra vez porque eso era lo que hacía un caballero.
¿Pero amarla? ¿Comprometerse con ella? Ya había demostrado que sabía mentir. ¿No podría también ser infiel?
—Deberías detener a Daniel Brown, no darle un respiro —dijo—. ¿Qué mensaje voy a dar a todos los demás estudiantes que se preguntan si deben copiar o no?
—Ninguno bueno, lo sé. Pero eso asegurará mi tapadera. Sé que Daniel piensa que, si puedo lidiar contigo, puedo lidiar con todo.
Paula se puso a limpiar la mesa.
—Me estás pidiendo que elija entre un tramposo o un traficante de drogas.
Pedro le sujetó la muñeca para detenerle la mano.
—El resto del mundo no siempre funciona con respuestas buenas y malas como haces tú.
—Y entonces ¿cómo voy a enseñarle a mi hija quiénes son los buenos y quiénes son los malos? ¿Cómo voy a saber qué eres tú?
—¿De verdad dudas de mí?
Ella se soltó y salió de la cocina.
Pedro la siguió.
—Tienes miedo, Paula —la tomó por el codo y la hizo volverse. Apretó su vientre contra el de él y la abrazó—. Te has construido un mundo ideal, sólo para tu hijita y para ti. Te has planteado las metas que encajan con tus necesidades y sigues las normas que crees que te mantienen segura.
El calor del cuerpo de Pedro la rodeaba, tranquilizándola, seduciéndola. Apoyó las manos en su pecho. El corazón de él latía con fuerza bajo su palma.
—Eso es ser lista, no tener miedo.
—A mí me parece que eso es estar sola —le puso un dedo en la barbilla y levantó su cara hacia él, pero se perdió en las profundidades de sus ojos—. No sabes qué pensar de mí, ¿verdad? Te siente atraída, pero no puedes explicar por qué. Me necesitas, pero no tiene sentido para ti. He entrado en tu vida y te he estropeado el plan, ¿verdad? Porque yo no juego según tus reglas.
Bajó la boca y la besó un instante en los labios y luego en la mejilla. Eran besos gentiles, tranquilizadores. Paula cerró los ojos y se dejó llevar por su magia.
—Si jugara según tus reglas —los labios de él le rozaron la punta de la nariz—, no nos habríamos conocido.
Lamió la comisura de sus labios y ella se estremeció.
—¿Pedro?
—Dime lo que quieres —le mordisqueó la boca—. Olvida tus reglas y dime exactamente lo que quieres.
Paula sentía que se derretía ante él.
—Yo…
Levantó la barbilla y estiró el cuello.
—¿Ahí? —él le besó la garganta—. ¿Quieres que te bese aquí?
Su lengua lamió el hueco en la base del cuello y Paula gimió.
—Te gusta eso, ¿eh?
Ella sintió la sonrisa de él contra su piel tierna y sonrió a su vez.
—¿Pedro? Tengo miedo.
Él le desabrochó la rebeca de lana y apartó la camisa para besarle cada trozo de piel que quedaba al descubierto. Pero se detuvo al oírla.
—¿Tienes miedo de mí?
—Tengo miedo de acabar sufriendo.
—No por mí culpa —se apartó y colocó la mano izquierda en la curva del vientre de ella—. Te juro por la vida de la niña que, por mi culpa, no.
Ella cubrió la mano de él con las suyas. Creía en la promesa de su voz y en la sinceridad de sus ojos. Ya sólo le faltaba creer en sí misma.
—Bésame —suplicó.
—Si insistes —sonrió él.
Se inclinó y la besó en los labios. Fue un beso concienzudo, un beso de promesa, de necesidad y de deseo.
Paula le puso las manos en los hombros y se abrazó a él.
En su interior se abrió un horno y el calor lánguido y líquido que él encendía allí fue bajando hasta la unión de sus muslos.
—Tienes una piel muy hermosa —musitó él. Acarició con la lengua el valle entre sus pechos—. Hueles a melocotones. A melocotones y nata.
Sus manos habían bajado por la espalda de ella hasta las nalgas. Las apretó y la hizo levantarse de puntillas para deslizar su muslo entre los de ella. Cuando la frotó en aquel punto, los dedos de ella se tensaron. Sus muslos y el resto de su cuerpo también se tensaron.
—¿Por qué haces esto? —le enmarcó el rostro con las manos y le hizo mirarla.
Los ojos de él eran de un color azul profundo, nublado por la pasión. Sonrió y sus labios mágicos se posaron en los de ella.
—Porque eres una mujer deseable, porque hace semanas que quería hacerlo —se apartó lo suficiente para mirarla a los ojos—. Y porque tú también lo quieres.
Paula asentía con la cabeza.
—Lo quiero —dijo—. Hasta tal punto que me da miedo —lo besó y él la tomó en brazos y se sentó en el sillón con ella en el regazo.
—Quítate la camisa —dijo ella.
Pedro obedeció.
—Ahora tú —exigió.
Se besaban a cada oportunidad. Despacio. Deprisa. Con impaciencia. Con deseo.
—Tócame —le suplicó ella.
—Te necesito —dijo él con un susurro ronco.
La rebeca y la camisa de ella cayeron al suelo y él le tocó los pechos a través del encaje del sujetador. Luego los besó y mordisqueó, y repitió la caricia después de apartar la prenda.
Paula trazó con la mano el contorno duro de su pecho.
Absorbió el calor, sabor y olor de su piel desnuda. Le aflojó el cinturón de los vaqueros y él se levantó con ella en brazos y la llevó al dormitorio.
Pedro se tumbó a su lado en la cama, los dos desnudos. Le acarició el vientre y le besó el cuello.
—¿La niña estará bien? —preguntó.
Ella le cubrió las manos con las suyas.
—No puedes apoyarte directamente en ella. Y tienes que ponerte… ah… ¡Oh, no! No había pensado en eso.
Pedro la besó en la boca y le mostró un paquetito que tenía en la mano.
—Todo controlado, doctora.
Paula le acarició los labios con los dedos y miró sus ojos enfebrecidos por la pasión.
—Hace tanto tiempo que no hago esto que…
—¡Chist! —le besó las yemas de los dedos y después la boca—. Yo nunca lo he hecho así. Tan deprisa, tan perfecto. Me muero por estar dentro de ti —se apartó y la miró muy serio—. ¿Es eso lo que quieres?
Ella quería sentirse así otra vez. Sentirse como una mujer.
Su mujer.
—Esto es una locura —susurró—. Yo nunca he hecho locuras.
—Porque nunca te has acostado conmigo —susurró él.
—¿Y si no puedo…?
—Sí puedes.
Pedro acalló sus protestas con un beso. Bajó la mano que tenía en el abdomen hasta tocar la parte más intima de ella, que apretó los muslos en torno a él. Le acarició los pechos con la boca y la llevó al borde del orgasmo entre la mano y la boca.
Y cuando ella creía que iba a estallar de un placer que le había negado mucho tiempo a su cuerpo, él la colocó de lado y la abordó desde atrás. Acarició sus pechos con una mano, sujetó con la otra el milagro que llevaba en el vientre, acercó los labios al cuello de ella y la penetró.
La llevó mucho más allá de lo que ella había soñado, mucho más allá de sus miedos. Y cuando alcanzó el orgasmo, Paula gritó del placer de ser mujer, la mujer de Pedro. Su única mujer.
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Wowwwww qué intensos caps.
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