miércoles, 15 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 33






Pedro se quedó mirando a los jardines de Bellfield, estaban llenos de color con los ocres típicos del otoño. Entonces pensó en todos los años que había desperdiciado asegurándose de que todo estaba perfecto durante las incontables ausencias de sus padres. Se ponía enfermo. No sólo por todo el esfuerzo que había dedicado a la conservación de la belleza de la finca que un día sería suya sino por las razones por las que lo había hecho. Qué tonto había sido al intentar ganarse el amor de unas personas que desconocían el significado de esa palabra.


Ahí estaba, con casi treinta y seis años, comprendiendo por fin lo que era importante en la vida. Gracias a Dios, German había aprendido su lección antes.


Miró el reloj. El mayordomo de sus padres le había dicho que esperara en la biblioteca hasta que se marcharan las amigas a su madre. Aquélla era su respuesta a su mensaje urgente.


Mientras esperaba había llamado a su vieja amiga Lindsey Tunner para decirle que su padre era el abogado de sus padres. Lindsey le ofreció una información que podría resultarle muy valiosa: Marcos Alfonso estaba interesado en una plaza que quedaría vacante en el Tribunal Supremo.


—¿Pedro? —preguntó la voz de una mujer.


Se alejó de la ventana y se quedó mirando a la mujer que había en la puerta. Deborah Freeman, la nieta del cliente más importante de su padre.


Durante su adolescencia había soñado con esa belleza; pero ella había sido totalmente inalcanzable. Después, se había casado con un jugador de fútbol y Pedro tuvo que seguir admirándola desde la distancia.


Extendió la mano hacia ella.


—Deborah —dijo él—. No sabía que fueras una de las invitadas a mi madre. ¿Qué tal estás?


Ella se deslizó hacia él. Y él se preguntó cómo era posible que pareciera ir flotando con aquellos tacones tan altos. 


Antes de darse cuenta, ella le había tomado la mano y se había acercado a él, tanto que podía oler su perfume. Un aroma floral nada que ver con el aroma fresco de Paula.


Paula. Ya la echaba de menos.


—Has estado fuera así que me imagino que no te habrás enterado —dijo ella con voz melosa—. He pasado por un terrible divorcio. Le oí al mayordomo que estabas esperando aquí para ver a tu madre. Me excusé y viene a verte. Tu madre nos había dicho que tú también estás pasando por un mal momento.


Pedro sintió que estaba invadiendo su espacio personal; le soltó la mano y dio un paso hacia atrás.


—¿Yo? Soy más feliz que nunca —respondió él mientras analizaba la situación.


¿Qué le pasaba? Allí estaba Deborah Freeman ofreciéndosele en bandeja de plata y él la veía como una... una intrusa. Aquel viejo sueño perdía todos sus encantos al compararla con la mujer de verdad que había dejado en Maryland, con su aroma fresco y su pelo rubio alborotado y sus ojos azules cristalinos.


—¿Estás seguro de que eres feliz? —preguntó ella, volviendo a acercarse a él—. Desde que he entrado en la habitación no has parado de fruncir el ceño. Recuerdo que solía causarte otra impresión.


Le pasó un dedo por la camisa hacia el cinturón. Pedro la agarró de la muñeca y le alejó la mano.


—Eso pertenece al pasado —gruñó—. Mis intereses han cambiado de manera drástica durante estos últimos meses.


Deborah abrió los ojos y entonces él se dio cuenta de que había visto lo que él mismo había sido incapaz de ver hasta aquel mismo instante.


—Quienquiera que sea, es una mujer afortunada. Voy a volver a la sala antes de que se den cuenta de que me he marchado —lo miró con una sonrisa triste—. Buena suerte, Pedro. Que seas feliz.


—Gracias —respondió él y se quedó sorprendido mientras la mujer se alejaba.


En aquel momento, entendió lo que acababa de suceder. 


Aquella mujer habría sido una tentación maravillosa y gloriosa. Y ni siquiera había sentido el más mínimo interés por ella. Y todo porque no era Paula. La mujer a la que amaba. La mujer a la que no le costaría serle fiel.


Diez minutos después, Pedro seguía esperando a su madre cuando recordó que Jerry tenía que arreglar el calentador. 


Entonces, pensó que lo más probable sería que fuera a pedirle la llave a Paula.


De repente, el terror invadió su corazón. ¿Y si ella veía los documentos? ¿Pensaría que había estado conspirando contra ella?


Ni siquiera sabía por qué los había dejado en casa. 


Probablemente, porque estaba seguro de que podría obligar a sus padres a que retiraran la denuncia.


Decidió llamar a Jerry para pedirle disculpas. Entonces, se enteró de que Paula había estado en su casa. Cuando le pidió que fuera a buscar unos papeles que tenía encima de la mesa, Jerry no los encontró. Entonces, Pedro supo que ella se había enterado de todo y deseó estar a su lado.


—Por favor; cree en mí, Pau— susurró él.



martes, 14 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 32






Paula entró en la casa con una bolsa para cambiar al bebé al hombro y la niña en sus brazos. Le sorprendió que Pedro no estuviera allí. Normalmente comían juntos y él se quedaba con Paula hasta que se despertaba para comer. Después, la cambiaba y se la llevaba a la tienda.


—Bueno, pequeña, parece que el tío Pedro nos ha dejado solas hoy —había llegado a depender de él demasiado.


Sintiéndose más decepcionada de lo que estaba dispuesta a admitir, Paula dejó a Malena en la cuna y fue a ver lo que había en el frigorífico. Su contestador automático estaba parpadeando al entrar en la cocina. Había dos mensajes de clientes. El tercero era de Pedro:
—Paula, estabas ocupada con un cliente cuando pasé para hablar contigo. Tengo que ir a Devon. Un... un cliente tiene un problema que creo que podré resolver; aunque no es... no es fácil. Quizá tenga que quedarme a pasar la noche, dependiendo de las personas con las que tenga que hablar. No estoy seguro. Intentaré llamarte esta noche, pero quizás esté en la carretera. Dale un beso a la pequeña de mi parte y no me esperes levantada


Paula sintió que el estómago se le encogía. Pasaba algo. 


Volvió a escuchar el mensaje, intentando identificar qué era lo que había oído en las palabras de Pedro que le habrán hecho sentir eso.


A la tercera vez, lo entendió. Sonaba igual que el día que le había mentido sobre los bocetos. Estaba mintiendo.


Se sentó en el taburete que había en la isla central. ¿Por qué tenía que mentirle? ¿Habría quedado con otra mujer?


Cerró los ojos y recordó la imagen de él con Lindsey Tunner el día siguiente a haber estado con ella. No. No podía pensar así. Ellos eran una familia. Él todavía se guardaba una parte para sí. Era la parte de él en la que no confiaba ni él mismo. 


La parte que creía que lo unía a su padre.


Sabía que la deseaba pero se mantenía alejado. Estaba claro que todavía pensaba que no podía tener nada con ella.


Paula sabía que no era así, pero Pedro tenía que convencerse por sí mismo. Tenía que aprender a confiar en él antes de comprometerse con ella. A veces veía en sus ojos una expresión de deseo y temor. De soledad. Como si él estuviera allí con ella pero sintiera que estaba mirando desde fuera. Ella había jugado con la idea de seducirlo para que se enfrentara a sus sentimientos y comprendiera los de ella. Pensaba que no era una mala idea, pero necesitaba unas semanas más antes de considerarlo siquiera.


Paula acabó de terminar de comer cuando Jerry la llamó. 


Había llegado la pieza que faltaba para el calentador de la terraza y tenía que ir a colocárselo. Pedro lo sabía pero no estaba en casa y tampoco le había dejado la llave donde siempre. Se imaginaba que esa noche iban a bajar las temperaturas por lo que quería resolver el problema.


Paula le dijo que iba para allá para abrirle. Hacía mucho frío por lo que arropó bien a Malena, la metió en la parte de atrás del asiento y condujo al otro lado de la carretera.


—No sé por qué se habrá olvidado —dijo Jerry al salir de la camioneta—. La verdad es que lleva dos días un poco extraño. ¿Podrías pasar para ver sí la chimenea es la que elegiste? Pedro tampoco estaba seguro.


—No me dijo nada. Voy por la niña.


—De acuerdo, mientras tanto, voy a reparar el calentador para que la pequeña no se congele.


—Gracias —dijo ella mientras iba por la pequeña.


Entró en la casa de Pedro con Malena durmiendo plácidamente. Fue a dejar el canasto sobre la mesa y vio su nombre en unos papeles que había allí encima. Papeles legales.



El tribunal del condado de St. Marys, Maryland... en la causa de la custodia de la niña menor Malena Chaves... Marcos Alfonso y Pamela Alfonso contra Paula Chaves.
Se alegaba que la señora Chaves…



El corazón le latía a toda velocidad. No podían hacerle eso. 


Los padres de Pedro no podían estar demandándola para quedarse con la custodia de la niña.


Se puso de pie de un salto, llena de miedo y de furia. Decían que no quería al bebé. Querían quitárselo. 


No se lo permitiría.


Lo que era más importante, Pedro tampoco. Sabía que él no lo haría, Al menos; no, sin luchar. Pero, ¿por qué no se lo habría dicho? ¿Por qué tenía él esos documentos? 


Probablemente, estaría preocupado y no habría querido que ella se preocupara. Por eso los habría interceptado. Por eso había estado tan raro y le había mentido en aquel mensaje.


Intentó recordar exactamente lo que le había dicho y se imaginó que el problema del que hablaba era ella. Sintió que la sangre le hervía. Volvió a mirar los papeles e hizo un esfuerzo por no llorar. Había tenido razón siempre con respecto a esa gente. Entonces, se marchó corriendo con su hija. No iban a ponerle las manos encima.





HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 31




Pedro oyó el teléfono a lo lejos. Se dio la vuelta y miró al reloj de la mesilla. Las doce. La habitación estaba a oscuras por lo que era de noche. ¿Quién podía llamarlo a esa hora? 


Entonces pensó que a Paula o Malena les podía haber pasado algo y dio un salto.


—¿Diga? —contestó con la voz llena de pánico.


¿Qué podía pasar? Cuando las dejó a las ocho y media estaban perfectamente.


—Así que estás vivo —era el tono crítico de la voz de su padre


Pedro se sentó, obligándose a tranquilizarse. Ellas estaban bien. Con su padre podía arreglárselas.


—¿Qué tal, padre?


—Lo has dejado todo en el aire. Aquí tienes clientes.


—Hablé con mis clientes. Y los avisé con tiempo —dijo Pedro, intentando sonar aburrido—. Quizá seas el socio más antiguo, pero los otros estaban todos de acuerdo.


—Estás tirando tu carrera por la ventana. Soy tu padre. Tengo derecho a decir algo sobre este comportamiento. He estado en tu casa y nadie te ha visto. ¿Dónde diablos estás?


Pedro intentó contenerse, pero su furia salió despedida.


—En primer lugar, es mi carrera. En segundo lugar, nunca has ejercido mucho de padre. El día que me enviaste a Aldon para que otras personas me educaran, perdiste todos tus derechos.


—Ahora te pareces a tu hermano. Aldon fue una experiencia muy positiva para los dos.


—Puedes seguir diciéndote eso; pero, para que lo sepas, German y yo sólo sobrevivimos. Perdona, pero mañana tengo que levantarme temprano. Adiós.


Colgó el teléfono y se quedó mirando al frente. ¿Por qué tenía que llamar su padre precisamente ese día? Pedro sólo quería tener los buenos recuerdos del nacimiento de Malena.


Se dijo que tenía que relajarse. Que no tenía que ocuparse de eso en aquel momento, pero las horas pasaban y seguía con los ojos abiertos en la oscuridad Tenía la sensación de que sus padres eran como un arma cargada, apuntando a Paula y a Malena. Él se pondría delante encantado, pero no sabía si serviría de algo.


Las peores pesadillas de Pedro se hicieron realidad tres semanas más tarde.


En casa, todo iba bien. Malena se estaba ajustando bien a la vida de su madre como tratante de antigüedades y decoradora. Dormía casi cinco horas de un tirón por la noche y a Paula no le importaba en absoluto despertarse y compartir con ella un momento de intimidad en la oscuridad de la noche. Como Malena tomaba un biberón suplementario al día, Pedro era el encargado de dárselo antes de marcharse a su casa cada noche. Aquella parte era cada día más difícil. No quería tener que irse a su casa y tampoco quería limitar sus besos con Paula a un ligero roce de los labios.


Había empezado a darse cuenta del tipo de vida que quería. 


Y aquella vida era con Paula y con el bebé. Eran una familia; pero el miedo a hacerles daño lo contenía. También sabía que Paula no confiaba en él del todo; pero lo peor era que él no confiara en sí mismo. Tenía que encontrar una forma de descubrir si sería capaz de estar allí con ellas para siempre.


Tal vez debía hacer las maletas y volver a su mundo. Si no podía luchar contra la tentación de ver a otras mujeres, al menos así ella no tendría que presenciarlo. Pero no podía irse.


Cuando llegó a casa, estaba sonando el teléfono. Sabía perfectamente que era su padre e incluso tuvo la tentación de dejar que saltara el contestador; pero aquello hubiera sido posponer lo inevitable.


—Llamo para informarte de que te hemos encontrado —dijo Marcos Alfonso con una voz estirada y aristocrática.


—¿Encontrado? —preguntó Pedro. No había ningún sentido en darle más información a su padre. Cuanto más cosas le dijera él, más sabría sobre sus intenciones.


—En la oficina todos pensaban que te había dado un colapso o algo así. Nadie se imaginó lo que estabas tramando. Parece que tu nueva casa está un poco apartada. Aunque más que una casa parece una choza según estoy viendo en la fotografía que tengo delante. Tú y esa mujer embarazada parecéis muy unidos, ahí de pie hablando con el constructor.


—En realidad, he venido a apreciar una vida más sencilla. He descubierto que ésta es mi casa; Bellfield sólo es un museo. Seguro que German pensaba lo mismo que yo.


—¿Es eso, verdad? Su muerte te ha trastornado. Quieres vivir su vida. Nunca debimos enviaros juntos al colegio. Si os hubiéramos mandado a internados separados no habríais tenido esa dependencia el uno del otro.


—¿Dependencia? Por el amor de Dios, tus hijos se querían el uno al otro y aprendieron juntos el significado verdadero de la palabra familia — gruñó Pedro.


Aquella conversación no le estaba dando ninguna idea sobre cuáles eran los planes de su padre; sólo un dolor de cabeza terrible


—¿De qué diablos estás hablando? —insistió Pedro.


—La hermana de Laura. Sabemos que has estado con ella todo el tiempo. Y también sabemos que el hijo es de German. El hijo de mi hijo mayor.


—¿A ti qué te importa este bebé? Ignoraste a German la mayor parte de tu vida. Y la otra mitad intentaste hacerlo desgraciado. ¿Qué te importa su hija? Solamente sería otro niño al que abandonarías.


—He contratado a Jonathan Tunner. 


Pedro sintió que se le encogía el estómago. Tunner era un abogado reconocido. Casi nunca perdía un caso.


—La niña a la que tú y esa mujer habéis escondido de nosotros es nuestra nieta —continuó su padre—. No permitiré que crezca con otro nombre que no sea Alfonso. Tampoco permitiré que se la eduque en esas circunstancias. Tu madre está horrorizada. No permitirá que esa mujer eduque a nuestra nieta como la educaron a ella.


Pedro se le volvió a encoger el estómago. ¿Sería eso lo que Paula había sentido el día que él la amenazó? Si era así no podría volver a confiar en él jamás. A menos que pudiera alejar ese problema de ella antes de que la tocara. Entonces, ella sabría que podía fiarse de él.


—No hay nada malo con Paula ni con la manera en la que la educaron. Es una mujer dulce, amable e inteligente con un corazón generoso y más amor por su hija del que tú y mi madre jamás sentisteis hacia vuestros hijos. Nunca permitiré que pongáis vuestras manos sobre Malena para que podáis hacer con ella lo que hicisteis con German y conmigo. No intentes nada, padre. O perderás mucho más que un juicio.


Pedro colgó el teléfono con un golpe. Su padre podía haber tirado la primera piedra, pero Pedro intentaba ser el que quedara en pie en esa batalla en particular.


Se mantuvo alerta todo el día y el día siguiente. Al final, un coche extraño apareció en la puerta de Paula cuando ella ya se había ido a la tienda con la niña.


—¿Está buscando a Paula Chaves? —preguntó él a la mujer que salía del coche. La mujer miró hacia la tienda.


—Imagino que me he equivocado de lugar. ¿Está allí?


Pedro le dio su tarjeta de presentación.


—No importa. Soy su abogado. Yo tomaré los papeles. Estaba esperándolos.


La mujer se sorprendió de que fuera a ser tan sencillo y miró su tarjeta.


—De acuerdo. Que tenga un buen día —le dijo después de darle un sobre.


—Ahora empieza todo —murmuró él, mientras la mujer se alejaba.


En los papeles decían que no encontraban adecuada a Paula para educar a la niña. Según ellos había estado dispuesta a darla antes de que naciera lo cual demostraba la frialdad de su corazón.


No conocían a Paula. Y, por supuesto, tampoco lo conocían a él.


Sus padres no tenían ni la menor idea de hasta dónde era capaz de llegar por la mujer a la que amaba.


Había dormido poco las dos noches anteriores, planeando su estrategia. El primer paso era volver a Devon. Para un juicio cara a cara.


Si lo que Laura había pensado de su madre era cierto, quizás tuviera un as en la manga.




HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 30





Paula estaba sentada en las escaleras que llevaban a la oficina de la tienda. Se preguntó si estaría de parto, pero se dijo que era ridículo. El parto era algo horrible que le provocaría muchos dolores. Además, todavía le quedaban tres semanas. Llevaba todo el día sintiéndose incómoda, pero no había empeorado. Por lo que no debería ser el parto.


Unos escalones más abajo, Pedro la estaba mirando con el ceño fruncido. Últimamente siempre tenía esa mirada de preocupación aunque intentaba ocultarlo; estaba más nervioso que ella misma.


Ella simplemente quería que todo pasara ya. Quería tener en brazos a su bebé y verse los pies.


—¿Sabes lo que se me ha ocurrido? —le preguntó ella.


—¿Qué?


—Dios hace que las últimas semanas del embarazo sean realmente horribles para que las mujeres deseen dar a luz cuanto antes. Es un plan. Malvado. ¿Y sabes qué más? Las feministas están equivocadas: Dios es un hombre.


Pedro asintió y la miró como si no estuviera bien de la cabeza.


—De acuerdo.


—Sé de qué estoy hablando. Nadie le desearía esto a alguien de su mismo sexo.


Pedro se rió.


Paula, pensó que no iba a poder continuar con los escalones, extendió la mano hacia él y dejó que la ayudara. Entonces, al levantarse le dio una terrible contracción en el vientre. Se quedó sin aliento y volvió a sentarse en el escalón, incapaz de ocultar su reacción.


—¿Qué te ha pasado? —dijo Pedro.


—Estaba preguntándome si estaría de parto —dijo ella de manera ausente, intentando recordar todo lo que le habían dicho.


—¿Desde cuándo te lo estás preguntando? — preguntó él con voz temblorosa.


—Desde que me desperté. Pero no es nada parecido a lo que vimos en la película o lo que describió la matrona.


Él se acercó a ella y la tomó en brazos.


—Deberíamos llamar al médico —le dijo mientras la dejaba en un sillón a los pies de la escalera.


—Pero no estoy tan mal. Quizás sean las famosas contracciones de Braxton Hicks de las que nos habló la matrona. No quiero llegar allí y luego tenerme que volver porque no pasa nada. Me sentiría como una tonta.


—Pau, ¿cuánta gente dirías que ha nacido a lo largo de la historia del mundo?


Ella se quedó mirándolo. Aquella pregunta era una tontería.


—Trillones, ¿por qué?


Él la miró con una sonrisa.


—Todas han tenido los mismos síntomas. Vamos a llamar al médico.



****

Margarita tenía razón. Todos los temores pertenecían ya al pasado.


Paula estaba sentada en la cama mirando a su hija preciosa. 


El aroma dulce de Malena flotaba en el aire y tenerla en brazos, junto a su pecho, era la sensación más maravillosa que había sentido en la vida. Tenía el corazón henchido de felicidad.


Llevaba todo el día en una nube. Sonrió de nuevo y sintió que le dolía la cara de tanto sonreír. Pero, al igual que el parto, se trataba de un dolor bueno.


Pedro estaba sentado a su lado en la cama del hospital. Se acercó un poco más y le acarició la mejilla a Malena.


—Tenías prisa por llegar, ratita. Tanto practicar y, al final, el tío Pedro casi se lo pierde todo.


—Siento que no pudieras ayudarme con la respiración...


—Lo hiciste todo a la perfección —dijo Pedro, con sinceridad—. Incluida esta preciosidad de aquí. Eres la niña más preciosa que he visto en la vida, Malena. Igual que tu madre.


—En realidad se parece a mi madre—dijo Paula, esperando que Pedro no se sintiera desilusionado porque la niña no se parecía a German.


—Menos mal que no se parece a mi hermano. Era un bebé horrible —dijo él bromeando.


Pedro, eres terrible. Ningún bebé es feo.


Pedro se echó para atrás y sonrió.


—¿No me crees? He visto fotos. Nuestra niñera tuvo que atarle una chuleta el cuello para que el perro jugara con él.


—No es cierto. Y sé que nunca tuvisteis un perro—lo acusó, conteniendo la risa.


—De acuerdo, papá, fuera. Estas dos señoritas necesitan descansar —le dijo una enfermera robusta mientras entraba en la habitación con una pila de toallas y sábanas.


Paula abrió la boca para corregirla, pero Pedro meneó la cabeza.


—No —le susurró al oído—. Déjame que disfrute de la sensación un rato —le besó a Malena en la cabeza y después capturó la boca de Paula con un beso que le paró el corazón—. Hasta luego, Pau —le dijo y se puso de pie—. Volveré a ver qué tal están mis chicas esta noche —le dijo a la enfermera y se marchó silbando.


Otro milagro: Pedro Alfonso silbando.


¿Estaría empezando a ver posibilidades para un futuro juntos?