sábado, 11 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 20





—SEÑORITA Chaves, pase, por favor.


Paula se puso de pie y miró a Pedro.


—¿Vienes?


—No me lo perdería por nada —dijo él, mirándola con una sonrisa.


A Paula le dio un vuelco el corazón. La sonrisa de aquel hombre era mortífera. Tomó aliento, deseando que su corazón se tranquilizara. Sabía que tenía que hacerle frente a la verdad: no estaba logrando proteger su corazón de Pedro 


Aquella última semana, se había encontrado mirándolo e inhalando su aroma cada vez que estaba cerca. Y los sueños. Los sueños hablaban por sí solos. Menos mal que no era sonámbula porque sería capaz de caminar por la noche hasta su casa para meterse en su cama.


Siguieron a la enfermera a una sala donde iban a pesar a Paula y a tomarle muestras de sangre.


Paula se dio cuenta de las sonrisas embobadas en las caras de las enfermeras cada vez que lo miraban. Incluso la doctora Kantarian se deshizo en sonrisas cuando lo vio aparecer detrás de ella.


—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? — preguntó la joven y guapa tocóloga.


—Es el tío del bebé. Pedro Alfonso. La doctora Karin Kantarian.


—Encantada de conocerlo. Y debo decir que me alivia ver que alguien está aquí para apoyar a Paula. ¿Estará con ella durante el parto?


Pedro se quedó sin respiración.


—¿Quiere decir... para ayudarla? — preguntó él, con voz temblorosa.


Paula vio el pánico reflejado en sus ojos.


—Todavía no hemos hablado de eso —dijo ella rápidamente. 


No estaba segura de si lo quería a su lado. Ya tenía bastantes problemas para mantener controladas sus emociones; no necesitaba añadir un lazo tan fuerte.


—Pues deberían hablar del tema —dijo la doctora Kantarian—. Es algo que no se puede dejar para el último minuto. En este momento están haciendo un grupo que comenzará las clases preparatorias en el hospital. No creo que haya otro antes de la fecha de parto. A menos que no vaya a estar aquí tanto tiempo —se giró hacia él con una ceja levantada.


Pedro levantó la barbilla.


—Sí, estaré aquí y Paula sabe que estoy dispuesto a ayudarla en lo que necesite —contestó, con seguridad.


—Bien —dijo la doctora Kantarian—. Vamos a ver qué tal va esta pequeña. Túmbate aquí, Paula.


Mientras la doctora exploraba el vientre de Paula, Pedro permaneció en una esquina, con las manos en los bolsillos. Entonces, el sonido del corazón del bebé resonó en la habitación. Pedro se enderezó al instante y se acercó.


—¡Vaya!—dijo sin aliento.


—Creo que quiere decir hola —dijo la doctora. Le agarró a Pedro la mano y se la puso sobre el abdomen de Paula.


Mientras el de ella iba a toda velocidad, el corazón del bebé permanecía constante. Entonces, los ojos grises de Pedro se iluminaron con sorpresa al notar que la niña se movía bajo su mano. Paula supo inmediatamente que nunca olvidaría aquella expresión entre maravillada y feliz. Después, vio la tristeza de sus ojos y supo que estaba pensando en su hermano. Lo sabía porque ella sentía lo mismo por Laura.


Unos minutos más tarde, Pedro la miró y ella vio algo más. 


Había calor y necesidad y algo más que no tenía nada que ver con Malena.


Lentamente, como haciendo un esfuerzo, apartó la mano. A sentir los dedos resbalando por su piel justo antes de separarse de ella, se le endurecieron los pezones y una espiral de deseo la recorrió.


Entonces, recordó la mirada de sus ojos cuando el bebé se movió y se sintió mal. Debería haber compartido aquello con él antes. Había estado tan ocupada protegiendo su corazón que se había olvidado de los sentimientos que Pedro tenía hacía Malena. Sin embargo, no estaba segura de si podrían separar los sentimientos por Annalise de los que habían surgido ellos hacía escasos segundos.


La atracción entre ellos era cada vez más fuerte. Lo sentía. 


Y sabía que él también. Y aunque los dos luchaban contra ella y nunca hablaban de eso, cada vez era más evidente.


—Está fuerte y saludable —dijo la doctora—. Eso es lo que me gusta, la mamá y el papá... — entonces abrió mucho los ojos—. ¡Huy!, perdón. La mamá y el tío. Disculpen, llevo un día de locura.


—Ésta es una situación especial —dijo Paula, negándose a pensar en las palabras de la doctora. Pedro iba a ser el tío de Malena y ella no podía soñar con nada más. No se pertenecían el uno al otro.


Miró a Pedro y se encontró con una mirada penetrante que la mantuvo cautiva. Paula se negó a interpretarla.


Pedro apartó los ojos de ella y luchó por controlar sus emociones disparadas. Aunque era algo difícil con el sonido del corazón de la pequeña Malena retumbando en la habitación. O con la sensación todavía latente en la mano de aquel precioso momento íntimo de cuando el bebé se había movido.


Volvió a sentir deseó al rememorar aquel momento. La deseaba. Era como fuego en la sangre. Todo lo que hacía o todo lo que pensaba últimamente estaba gobernado, en cierta medida, por la pasión que sentía por ella.


La habitación se quedó en silencio mientras la doctora apagaba el monitor. El silencio debería haber roto la conexión invisible; pero él sintió que empeoraba las cosas. 


El silencio llevaba un vacío abrumador. Un vacío que le recordaba su vida lejos de allí. Lejos de la sonrisa de Paula. Del calor de su presencia.


«Haz una pregunta», se ordenó en silencio. «Alguien tiene que decir algo».


—Entonces, ¿el bebé está bien?


—Muy bien —confirmó la doctora—. Y Paula también —dijo mientras miraba los resultados—. De acuerdo, mamá, sigue así. Sigue con las vitaminas y pide cita a la enfermera para dentro de un mes. ¿Alguna pregunta?


Pedro pensó que no podía hablar y casi no podía ni respirar por lo que decidió que era mejor marcharse de allí cuanto antes.


—Espero fuera. ¿De acuerdo, Paula?


—Bien—dijo ella, sin atreverse a mirarlo.



HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 19





Paula se despertó con unos golpes. Se sentó intentando despejarse.


¿Qué estaría tramando Pedro? se preguntó mientras seguía la dirección de los golpes. Era como si alguien estuviera derrumbando el cuarto de baño de sus abuelos.


Paula vio la nube de polvo antes de llegar a la puerta.


Pedro la miró.


—¿Estás despierta? Intenté no hacer ruido. Perdona si te he despertado.


—¿Qué pasa aquí? —preguntó ella.


—Estoy demoliendo el baño.


Ella se quedó mirándolo un buen rato, preguntándose por qué lo encontraba tan sensual y tan masculino con todo aquel polvo sobre sus hombros y una maza enorme en las manos.


—¿Y luego cómo lo vamos a arreglar?


—He hablado con Jerry, el tipo con el que hablaste para mi baño y mi cocina. Me ha dado un prepuesto fantástico.


Pedro, te vas a enterar de lo que es un presupuesto fantástico cuando te dé...


—Para, para —sonrió él mientras meneaba el dedo delante de su cara— nada de tacos delante del bebé —miró hacia su vientre y se quedó muy sorprendido—. ¡Vaya! Ya se te nota que estás embarazada.


—Se me nota desde hace mucho. Y no cambies de tema ¿Qué se supone que estás haciendo? Nunca te hablé de cambiar el baño.


—No me digas que tienes una conexión sentimental con él. La porcelana está desgastada y rota por muchos sitios. En el de arriba se pueden conservar la bañera y el lavabo. Jerry dice que son estupendos.


—¿El de arriba? Mira, Pedro, sé que los baños están mal, pero...


Él señaló a la bañera.


—No puedes bañar al bebé en un baño así. No puede ser higiénico. Te prometo que no elegiremos nada extravagante. Jerry tiene un programa de ordenador y hemos estado trabajando juntos. Ve a ver los bocetos que hay encima de la mesa de la cocina,


—Esto es demasiado, Pedro. Nunca podré pagarte ayudándote a decorar tu casa.


—Ya veremos. Ni siquiera hemos empezado a comprar los muebles. Quizás me cueste mucho decidirme y tardemos muchos días. Ve a mirar los bocetos.


Paula fue a la cocina, sintiendo curiosidad aunque todavía estaba un poco enojada.


En cuanto vio el primer boceto se quedó sobrecogida. 


Rápidamente fue a mirar el segundo. ¿Cómo era posible que hubieran elegido exactamente lo mismo con lo que ella llevaba años soñando? ¿Cómo era posible que ellos, que no eran decoradores, hubieran visto las mismas posibilidades que ella?


Fue a ver al Pedro.


—Estoy sorprendida. Más que sorprendida. Deslumbrada.


—¿Te gustan?


—No cambiaría nada. Si fuera a permitirlo, claro —aclaró ella, intentando mantener su postura.


—¿No cambiarías nada? —preguntó Pedro.


—No. Todo es perfecto, pero...


—Mira —la interrumpió él—. Como los sanitarios de arriba están bien, sólo hay que cambiar las tuberías y las baldosas y Jerry me ha dicho que no será mucho.


—Me parece, Pedro, que tu idea de mucho y la mía son diferentes. El baño de arriba tendrá que esperar.


—¿A quién estás intentando engañar? ¿Dónde va a dormir el bebé mientras los hombres están dando golpes en el baño? ¿Crees que los obreros dejarán de trabajar mientras ella se echa la siesta? Y piensa en lo ocupada que estarás mientras te encargas de la niña y del negocio.


Paula no sabía qué decir. Tenía razón.


—¿Sabes qué? Será un regalo para el bebé —insistió él.


—El porche fue el regalo para ella.


—Fue un regalo para ti. Este será para Malena. Después de todo, esta casa será para ella algún día.


Ella sintió que se quedaba sin argumentos. Por algo era un abogado con tanto éxito; podría convencer a una cebra para que se deshiciera de sus rayas. Se preguntó a cuántas mujeres habría convencido para que se quitaran la ropa. 


Entonces, le vino una imagen de los dos en la casa de la piscina.


—Pero esto es todo. ¿Entendido? —preguntó ella, apartando aquella visión por enésima vez.


—Oh, por supuesto. Eso es todo. Sólo el proyecto que Jerry y yo hemos planeado. ¿Estás segura de que no hay nada más que te gustaría cambiar? ¿Nada de nada?


—Nada —le aseguró ella. Movida por un impulso, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla—. Eres un buen hombre, Pedro Alfonso. De hecho, creo que empiezas a gustarme.




viernes, 10 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 18





—¿JUEGAS al ajedrez? —le preguntó Pedro a Paula una semana después de que las goteras inundaran la casa. Ella llevaba trabajando varias horas seguidas. Y, como le costaba tanto convencerla de que se acostara por la tarde, había empezado a distraerla del trabado hasta que veía que los ojos se le cerraban por la fatiga.


Paula levantó la cara.


—¿Ya vienes a distraerme?


El sonrió.


—Me has pillado. ¿Desde cuándo lo sabes?


Ella frunció el ceño.


—Desde el primer día. Eres muy transparente.


—Y tú también. Estás agotada . ¿Por qué no quieres acostarte un rato?


Ella se encogió de hombros.


—Nunca me gustó echarme la siesta; ni siquiera cuando era pequeña —sintió que se ponía colorada y dejó caer la cabeza sobre el brazo que tenía encima del escritorio—. Me rindo —miró hacia arriba—. Voy a tumbarme un rato.


Él se rió.


Ella lo miró molesta al pasar por su lado.


—Eres un listo —lo acusó.


Él sonrió mientras la seguía con la mirada.


Tenía una gracia y belleza que le cortaba la respiración. Le costaba imaginarse su vida sin ella y la deseaba con tal pasión que cada vez le costaba más esfuerzo controlarse. Lo cual era bastante triste teniendo en cuenta su incapacidad para permanecer centrado en una mujer por un período largo de tiempo: a diario se preguntaba cuánto tiempo duraría ese sentimiento.


Luego, estaba la opinión tan mala que ella tenía de él. Sabía que Paula sólo lo toleraba debido a un cierto sentido del deber con German.


—Sí... —comenzó a decirse, pero lo dejó inmediatamente, meneando la cabeza. No, eso no era posible.


¿Pero cómo podía negar que le estuviera pasando algo que no entendía?


Todo aquel tema de trasladarse allí se suponía que era por el futuro del bebé y para convertirse en su tío. Sin embargo, aquello ya no le parecía suficiente. Cuanto más tiempo estaba allí, más le importaba Paula.


Y cuanto más se preocupaba. Más la necesitaba. Más la deseaba.


¿Y qué pasaba sí no había sitio en su vida para él? La única forma que tenía para asegurarse de que ella le permitiría permanecer en su vida era haciéndose indispensable. Y él sabía que eso tenía que hacerlo con cuidado. Seguir como hasta aquel momento. Ella estaba empezando a necesitarlo tanto como él la necesitaba a ella; aunque no confiaba del todo en él y tenía que tener cuidado. A él le encantaría gustarle, pero tenía que mantener las distancias. El dinero siempre se había interpuesto entre ellos y lo más razonable era que continuara así. Además, había muchas cosas que él podía hacer por ella en ese aspecto. En el terreno monetario.


Por ejemplo, los cuartos de baño. Igual que Paula tenía mucho gusto; el gusto de su tía había sido deplorable. La anciana, que había añadido los baños a mitad de los años cuarenta, mientras su marido todavía estaba en el ejército, tenía un gusto terrible.


Pedro sabía que no podía poner unos baños modernos para mantener el valor histórico de la casa; pero seguro que había algo que se podría hacer para darles un poco de armonía con el resto de la vivienda. Al menos, podían tener un aspecto más alegre. Estaba seguro de que si él se había dado cuenta de lo horrorosos que eran, Paula debía odiarlos.


Se sentó en el sillón del escritorio y su mirada cayó sobre los planos donde Paula había plasmado sus sueños para la casa. Todavía estaban escondidos bajo una pila de libros encima del escritorio.


El día que los había encontrado, sólo les había echado un vistazo. Pero, si iba a cambiar los baños, lo mejor sería hacerlo según los había imaginado ella.


Aunque se sentía un poco deshonesto, sacó los planos y buscó los baños. Eran perfectos. Después, sacó los bocetos para la cocina.


Aquello iba mucho más allá del acuerdo al que habían llegado, pero era la única manera que él conocía para demostrarle lo importante que podía ser en su vida mientras mantenía una distancia prudente. Una distancia que estaba empezando a odiar aun cuando quería que continuara.


Alguien llamó a la puerta y Pedro corrió a abrirla antes de que el ruido despertara a Paula. Allí, en el porche, estaba el famoso sheriff: Antonio Long. Long tenía aproximadamente su edad y estatura. Encima del pantalón llevaba un arma que a Pedro le pareció tan grande como una bazuca; especialmente, cuando vio que el sheriff no parecía muy feliz de encontrarlo allí.


—¿Dónde está Paula Chaves? —preguntó.


Pedro temió que pasara algo.


—Durmiendo. ¿Puedo ayudarlo, sheriff?


—Puede decirme qué diablos está haciendo en la casa de Paula.


Se suponía que aquel tipo era amigo de Paula; pero no le pertenecía.


—Un poco de esto. Un poco de aquello —respondió Pedro mientras se cruzaba de brazos y se apoyaba en la jamba de la puerta.


—Y me puede decir quién es.


—De la familia. ¿Y usted? ¿Qué es usted de Paula? ¿Su perro guardián?


—Paula no tiene familia —respondió el hombre.


—Ahora sí. Está esperando el hijo de mi hermano. Para mí eso es suficiente. Y para ella también —añadió.


Antonio dio un paso hacia atrás, como para mirarlo mejor.


—Usted debe ser el abogado.


Pedro le molestó que Paula le hubiera hablado de él. ¿Qué significaba aquel tipo para ella? Aquel sheriff parecía tener una relación más estrecha que la de un viejo amigo del colegio.


No sabía por qué le molestaba tanto la presencia de ese hombre, pero se le ocurrió que podían ser celos. Eso estaba muy mal. No tenía ningún derecho a sentirse posesivo con ella. Para demostrarse que no estaba celoso, decidió que había llegado el momento de ser amable. Dio un paso hacia delante y extendió la mano.


—Pedro Alfonso. Pienso que tenemos algo más en común que nuestra conexión con la ley. Creo que el bienestar de Paula nos importa a los dos. ¿Tengo razón?


Antonio hizo una pausa, después le estrechó la mano. 


Parecía que se relajaba.


—Intento hacer lo que puedo. Lo que ella me deja. Incluso intenté que se casara conmigo después de la muerte de su hermana, pero ella insistió en que podía hacerlo ella sola. No entiendo cómo ha permitido que la ayude. Según me había dicho, apenas se conocen.


—Es cierto —respondió Pedro, sorprendido de que su voz sonara tan normal cuando su mente daba vueltas como un torbellino. Si hubiera aceptado esa propuesta, no lo habría necesitado a él.


—¿Cómo se las arregló para que aceptara su ayuda? —insistió el hombre.


—Compré la casa de enfrente. Pensé que podría hacer más por ella y por mi sobrina si estaba cerca.


El sheriff se quedó mirándolo un buen rato y asintió.


—Eso está bien. Necesita a alguien.


—Eso es lo que yo pensé al ver este lugar. Ahora está descansando.


El hombre asintió.


—Dígale que pasé por aquí —dijo Antonio mientras bajaba los escalones—. Dígale que me llame si necesita algo.


—Sí. Claro —respondió Pedro.


Pedro se dejó caer en una mecedora, pensando que no le iba a decir nada. ¡Que lo llamara si lo necesitaba! ¿Para qué se creía que estaba allí él? Aquella idea lo confundía igual que el latido fuerte de su corazón y el malestar que sentía en el estómago.


Antonio le había pedido a Paula que se casara con él, se repitió mientras veía el coche del sheriff alejarse. ¿Por qué se sorprendía tanto? ¿Es que pensaba que todos eran tontos y ciegos? ¿Acaso había pensado que los últimos cinco años, ella había estado metida en una torre de marfil, manteniéndose intacta para el día en que Pedro Alfonso decidiera intentarlo por segunda vez?


Aunque él nunca había considerado volver a intentar nada.


No pensaba que fuera el hombre que ella necesitaba. Pero, por primera vez, se dio cuenta de que cuando la niña naciera, quizás ella buscara un padre para ella. Y si lo encontraba, ¿dónde quedaría él?


¿Y por qué, conociéndose como se conocía, quería ser él ese hombre?


Meneó la cabeza para apartar aquellos pensamientos. Él no podía ofrecerle nada aparte de ayuda monetaria así que volvió a los bocetos, decidido a hacer realidad los sueños de Paula.





HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 17




Paula no estaba segura de lo que había salido mal con su plan. Durante las dos últimas semanas, Pedro había pintado la entrada, el pasillo y el salón y, aun así, había encontrado tiempo para decirle lo que tenía que comer y de convencerla para que durmiera cada tarde.


Paula oyó sus pisadas.


—No pienso ir a dormir. No intentes convencerme.


Él se encogió de hombros, con un aspecto un poco decaído.


—Quería saber si te apetecía venir a sentarte en el porche conmigo. Pero veo que estás ocupada — dijo él y se marchó sin decir nada más.


A Paula le había parecido que estaba triste por lo que se levantó y salió a buscarlo. Se lo encontró sentado en las escaleras.


—¿Qué te pasa?


Él vio la preocupación de su mirada.


—¿Tan transparente soy?


—Bastante. Pareces un poco alicaído.


Él meneó la cabeza.


—Hoy era el cumpleaños de German.


Paula se llevó una mano a los labios.


Pedro se sentía realmente solo. No sólo por el sitio donde estaba sino por quién era. El hijo de una mujer fría y de un padre indiferente. Y ya no era el hermano de German. Sólo Pedro Alfonso. Abogado.


Aparte de un par de fundaciones caritativas para las que había trabajado, nada quedaría cuando él muriera.


Sintió la mano de Paula sobre la de él y se le puso la piel de gallina.


—Lo siento —dijo Paula—. Debería haberlo recordado.


—Es la primera vez que no estamos juntos. Solíamos celebrarlo juntos. Siempre. Cuando se casó con Laura, pensé que íbamos a dejar la costumbre y por eso no se lo recordé ni preparé nada. Él se acordó el día antes y consiguió un billete para el Concorde. Apareció en mi hotel de Londres donde estaba trabajando en una fusión. Nos fuimos a un pub del centro y nos emborrachamos.


—Sólo lo conocí como el marido de mi hermana. ¿Qué tal era como hermano?


—El mejor. Durante el viaje al internado, él siempre me contaba historias para que no tuviera miedo.


Ella lo miró horrorizada.


—¿Ibais solos al internado?


—Hay cosas mucho peores. He ayudado a algunas fundaciones para huérfanos. Hay niños que han visto morir a sus padres o a sus hermanos de hambre o por violencia.


Ella pestañeó.


—Acabo de darme cuenta de que sé que eres un abogado internacional, pero no sé lo que eso significa.


Él dejó escapar un suspiro, aliviado por el cambio de tema.


—No es muy diferente a un abogado de ciudad. La diferencia es que viajo mucho y los idiomas.


Ella se giró hacia él.


—¿Cuántos idiomas hablas?



****


Más tarde, cuando Pedro se dio cuenta de que el sol se estaba poniendo, le dijo que cenaran juntos. Estuvieron charlando mientras la preparaban, comieron y, por último, recogieron. Él no podía recordar cómo lo había logrado, pero le había hecho hablar sin parar. Y él le había contado más cosas sobre su carrera de lo que le había contado a nadie que no fuera su hermano. Aquella intimidad le gustaba, pero no podía arriesgar el corazón de Paula, por mucho que la deseara. La vida de él, su vida real, estaba en otra parte.


Los últimos años, se había visto perseguido por filántropos millonarios que querían establecer fundaciones en beneficio de los pobres. A Pedro le había gustado mucho el trabajo, pero lo que más le había gustado había sido asegurarse de que el dinero llegaba a su fin y no se quedaba en los bolsillos de los intermediarios.


Sobre todo habían hablado de German. Ahora, de vuelta a casa, Pedro se dio cuenta de que había acabado otro día.


Estaba sonriendo.


Ella lo había ayudado.