viernes, 10 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 18





—¿JUEGAS al ajedrez? —le preguntó Pedro a Paula una semana después de que las goteras inundaran la casa. Ella llevaba trabajando varias horas seguidas. Y, como le costaba tanto convencerla de que se acostara por la tarde, había empezado a distraerla del trabado hasta que veía que los ojos se le cerraban por la fatiga.


Paula levantó la cara.


—¿Ya vienes a distraerme?


El sonrió.


—Me has pillado. ¿Desde cuándo lo sabes?


Ella frunció el ceño.


—Desde el primer día. Eres muy transparente.


—Y tú también. Estás agotada . ¿Por qué no quieres acostarte un rato?


Ella se encogió de hombros.


—Nunca me gustó echarme la siesta; ni siquiera cuando era pequeña —sintió que se ponía colorada y dejó caer la cabeza sobre el brazo que tenía encima del escritorio—. Me rindo —miró hacia arriba—. Voy a tumbarme un rato.


Él se rió.


Ella lo miró molesta al pasar por su lado.


—Eres un listo —lo acusó.


Él sonrió mientras la seguía con la mirada.


Tenía una gracia y belleza que le cortaba la respiración. Le costaba imaginarse su vida sin ella y la deseaba con tal pasión que cada vez le costaba más esfuerzo controlarse. Lo cual era bastante triste teniendo en cuenta su incapacidad para permanecer centrado en una mujer por un período largo de tiempo: a diario se preguntaba cuánto tiempo duraría ese sentimiento.


Luego, estaba la opinión tan mala que ella tenía de él. Sabía que Paula sólo lo toleraba debido a un cierto sentido del deber con German.


—Sí... —comenzó a decirse, pero lo dejó inmediatamente, meneando la cabeza. No, eso no era posible.


¿Pero cómo podía negar que le estuviera pasando algo que no entendía?


Todo aquel tema de trasladarse allí se suponía que era por el futuro del bebé y para convertirse en su tío. Sin embargo, aquello ya no le parecía suficiente. Cuanto más tiempo estaba allí, más le importaba Paula.


Y cuanto más se preocupaba. Más la necesitaba. Más la deseaba.


¿Y qué pasaba sí no había sitio en su vida para él? La única forma que tenía para asegurarse de que ella le permitiría permanecer en su vida era haciéndose indispensable. Y él sabía que eso tenía que hacerlo con cuidado. Seguir como hasta aquel momento. Ella estaba empezando a necesitarlo tanto como él la necesitaba a ella; aunque no confiaba del todo en él y tenía que tener cuidado. A él le encantaría gustarle, pero tenía que mantener las distancias. El dinero siempre se había interpuesto entre ellos y lo más razonable era que continuara así. Además, había muchas cosas que él podía hacer por ella en ese aspecto. En el terreno monetario.


Por ejemplo, los cuartos de baño. Igual que Paula tenía mucho gusto; el gusto de su tía había sido deplorable. La anciana, que había añadido los baños a mitad de los años cuarenta, mientras su marido todavía estaba en el ejército, tenía un gusto terrible.


Pedro sabía que no podía poner unos baños modernos para mantener el valor histórico de la casa; pero seguro que había algo que se podría hacer para darles un poco de armonía con el resto de la vivienda. Al menos, podían tener un aspecto más alegre. Estaba seguro de que si él se había dado cuenta de lo horrorosos que eran, Paula debía odiarlos.


Se sentó en el sillón del escritorio y su mirada cayó sobre los planos donde Paula había plasmado sus sueños para la casa. Todavía estaban escondidos bajo una pila de libros encima del escritorio.


El día que los había encontrado, sólo les había echado un vistazo. Pero, si iba a cambiar los baños, lo mejor sería hacerlo según los había imaginado ella.


Aunque se sentía un poco deshonesto, sacó los planos y buscó los baños. Eran perfectos. Después, sacó los bocetos para la cocina.


Aquello iba mucho más allá del acuerdo al que habían llegado, pero era la única manera que él conocía para demostrarle lo importante que podía ser en su vida mientras mantenía una distancia prudente. Una distancia que estaba empezando a odiar aun cuando quería que continuara.


Alguien llamó a la puerta y Pedro corrió a abrirla antes de que el ruido despertara a Paula. Allí, en el porche, estaba el famoso sheriff: Antonio Long. Long tenía aproximadamente su edad y estatura. Encima del pantalón llevaba un arma que a Pedro le pareció tan grande como una bazuca; especialmente, cuando vio que el sheriff no parecía muy feliz de encontrarlo allí.


—¿Dónde está Paula Chaves? —preguntó.


Pedro temió que pasara algo.


—Durmiendo. ¿Puedo ayudarlo, sheriff?


—Puede decirme qué diablos está haciendo en la casa de Paula.


Se suponía que aquel tipo era amigo de Paula; pero no le pertenecía.


—Un poco de esto. Un poco de aquello —respondió Pedro mientras se cruzaba de brazos y se apoyaba en la jamba de la puerta.


—Y me puede decir quién es.


—De la familia. ¿Y usted? ¿Qué es usted de Paula? ¿Su perro guardián?


—Paula no tiene familia —respondió el hombre.


—Ahora sí. Está esperando el hijo de mi hermano. Para mí eso es suficiente. Y para ella también —añadió.


Antonio dio un paso hacia atrás, como para mirarlo mejor.


—Usted debe ser el abogado.


Pedro le molestó que Paula le hubiera hablado de él. ¿Qué significaba aquel tipo para ella? Aquel sheriff parecía tener una relación más estrecha que la de un viejo amigo del colegio.


No sabía por qué le molestaba tanto la presencia de ese hombre, pero se le ocurrió que podían ser celos. Eso estaba muy mal. No tenía ningún derecho a sentirse posesivo con ella. Para demostrarse que no estaba celoso, decidió que había llegado el momento de ser amable. Dio un paso hacia delante y extendió la mano.


—Pedro Alfonso. Pienso que tenemos algo más en común que nuestra conexión con la ley. Creo que el bienestar de Paula nos importa a los dos. ¿Tengo razón?


Antonio hizo una pausa, después le estrechó la mano. 


Parecía que se relajaba.


—Intento hacer lo que puedo. Lo que ella me deja. Incluso intenté que se casara conmigo después de la muerte de su hermana, pero ella insistió en que podía hacerlo ella sola. No entiendo cómo ha permitido que la ayude. Según me había dicho, apenas se conocen.


—Es cierto —respondió Pedro, sorprendido de que su voz sonara tan normal cuando su mente daba vueltas como un torbellino. Si hubiera aceptado esa propuesta, no lo habría necesitado a él.


—¿Cómo se las arregló para que aceptara su ayuda? —insistió el hombre.


—Compré la casa de enfrente. Pensé que podría hacer más por ella y por mi sobrina si estaba cerca.


El sheriff se quedó mirándolo un buen rato y asintió.


—Eso está bien. Necesita a alguien.


—Eso es lo que yo pensé al ver este lugar. Ahora está descansando.


El hombre asintió.


—Dígale que pasé por aquí —dijo Antonio mientras bajaba los escalones—. Dígale que me llame si necesita algo.


—Sí. Claro —respondió Pedro.


Pedro se dejó caer en una mecedora, pensando que no le iba a decir nada. ¡Que lo llamara si lo necesitaba! ¿Para qué se creía que estaba allí él? Aquella idea lo confundía igual que el latido fuerte de su corazón y el malestar que sentía en el estómago.


Antonio le había pedido a Paula que se casara con él, se repitió mientras veía el coche del sheriff alejarse. ¿Por qué se sorprendía tanto? ¿Es que pensaba que todos eran tontos y ciegos? ¿Acaso había pensado que los últimos cinco años, ella había estado metida en una torre de marfil, manteniéndose intacta para el día en que Pedro Alfonso decidiera intentarlo por segunda vez?


Aunque él nunca había considerado volver a intentar nada.


No pensaba que fuera el hombre que ella necesitaba. Pero, por primera vez, se dio cuenta de que cuando la niña naciera, quizás ella buscara un padre para ella. Y si lo encontraba, ¿dónde quedaría él?


¿Y por qué, conociéndose como se conocía, quería ser él ese hombre?


Meneó la cabeza para apartar aquellos pensamientos. Él no podía ofrecerle nada aparte de ayuda monetaria así que volvió a los bocetos, decidido a hacer realidad los sueños de Paula.





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