jueves, 26 de octubre de 2017
NO TE ENAMORES: CAPITULO 6
Paula Chaves trabajaba en el negocio de comprar y vender
antigüedades, así que tenía todo el derecho del mundo a realizar transacciones de ese tipo, pero si vendía documentos robados de los Archivos Nacionales, estaba robando la Historia de los Estados Unidos.
Se dijo que no permitiría que se saliera con la suya. Sin embargo, sabía que lo tenía difícil; según sus datos, diez documentos robados habían pasado por aquel lugar y se habían vendido por Internet, pero eso no significaba que fueran los únicos; cabía la posibilidad de que el padre de Paula hubiera vendido otros directamente.
Decidió que debía encontrar la forma de ganarse su confianza, y que la mejor forma de lograrlo era apelar a su amor por la Historia. Si la avaricia no había corrompido totalmente su alma, lo ayudaría a recuperar el pasado de su país; y si eso no funcionaba, confiaría en su sentido de la supervivencia: La cárcel no le gustaría.
Pedro no quería que terminara entre barrotes. No había nada que le gustara más que una mujer inteligente, y Paula Chaves tenía inteligencia de sobra; además de unos ojos azules impresionantes, una cara preciosa y muchas agallas.
Cuando cayó en la cuenta de que se estaba dejando arrastrar por su atractivo, maldijo en voz baja y se dirigió al coche.
La belleza de aquella mujer carecía de importancia. Era sospechosa de un delito. Y si los hechos demostraban que su padre había aceptado mercancía robada y que ella había sido su cómplice, lamentaría el día en que entró en su establecimiento.
Porque no dudaría en meterla en la cárcel.
NO TE ENAMORES: CAPITULO 5
Paula estaba indignada. No podía creer que la acusara de ser una ladrona.
—Esto es absurdo… —se defendió.
—Si no has robado nada en toda tu vida, ¿puedes decirme de dónde ha salido esto? —insistió él—. Es el cartel del teatro donde asesinaron a Lincoln.
—Lo sé de sobra —dijo, enfurruñada—, pero no sabía que fuera un objeto robado. Mi padre…
—Tu padre lo robó de un museo del Estado —la interrumpió.
—¡No es verdad!
—Y tú se lo vendiste por Internet a un coleccionista privado — continuó Pedro—. De modo que ahórrame tu indignación y tu inocencia fingidas… Has reconocido el cartel en cuanto lo he sacado del bolsillo.
Paula no lo negó.
—¡Por supuesto que lo he reconocido! Heredé la librería de mi padre hace tres meses y he estado reduciendo el exceso de inventario. Vendí el cartel hace unas semanas.
—Así que lo admites…
—Admito que lo vendí —asintió, irritada—, pero no admito que sea un objeto robado. Mi padre se lo compró a un descendiente de un congresista que estuvo en el teatro Ford la noche del asesinato de Lincoln.
—¿Estás completamente segura? ¿Tu padre se molestó en investigar a ese supuesto descendiente? —preguntó—. ¿Cómo se llamaba? ¿Podría demostrar que era propietario del cartel? ¿Dónde lo conoció tu padre?
El interrogatorio sólo sirvió para enfadar más a Paula. La trataba como si no tuviera ninguna duda sobre su culpabilidad, acribillándola con preguntas.
—¡Cómo te atreves! —estalló—. ¡Mi padre dirigió este negocio durante treinta años y tenía una reputación impecable! ¡No voy a permitir que insultes su memoria! ¡Y mucho menos en su propio establecimiento!
Pedro no tuvo ocasión de replicar, porque ella añadió:
—Además, tú no eres quién para acusar a nadie de robar. ¿De dónde ha salido ese mapa? ¿De algún falsificador de poca monta? Sí, no lo niegues, sé que es una falsificación. Mi padre ya me había enseñado a reconocerlas cuando yo tenía ocho años.
Paula se giró y alcanzó el mapa de la mesa.
—Si no te importa —continuó—, este mapa se va a quedar conmigo. No quiero que se lo vendas a algún pobre diablo… Y ahora, lárgate de aquí antes de que llame a la policía.
Él la observó con admiración.
—Eres realmente buena, cariño —dijo, sonriendo—. La indignación de tu voz, la ira de tus ojos… Sinceramente, eres la mejor actriz que he visto nunca. Pero sé lo que estás haciendo. Te estás marcando un farol.
—¡No es un farol! ¡Y no me llames cariño!
—Entonces, llama a la policía —la desafió—. Y cuando hables con ellos, diles que soy un agente federal.
Pedro Alfonso sacó la placa y la dejó sobre la mesa.
Paula la miró con espanto y pensó que no podía ser cierto, que debía de ser un error. Ni su padre ni ella habían robado nada. Cada vez que adquiría un documento o un libro antiguo, comprobaba su origen.
Exactamente igual que su padre, quien a fin de cuentas le había enseñado el oficio.
—No sé de dónde has sacado la información, pero te equivocas. Mi padre jamás habría aceptado un objeto procedente de un robo. Cometes un error.
—En tal caso, tal vez me puedas explicar cómo es posible que doce documentos del Estado desaparecieran después de que tu padre visitara los archivos. Y no me digas que no visitó los archivos. Tengo documentos que lo demuestran.
Paula sintió una punzada de dolor en el estómago. Alfonso
parecía muy seguro de sí mismo. Pero no iba a conseguir que dudara de su propio padre.
—¿Y eso es una prueba acusatoria? Mi padre investigó los archivos del Estado durante décadas. Por sus manos pasaron miles de documentos —respondió—. ¿Cuándo se descubrió que habían desaparecido?
—Hace dos meses.
—¿Hace dos meses? ¿Un mes después de que mi padre falleciera?
—Creemos que los documentos desaparecieron el año pasado, durante su última visita.
—¿Sólo lo creéis?
Él se encogió de hombros.
—En los archivos hay millones de documentos. No se puede hacer un seguimiento de todos… Muchos están sin clasificar —confesó.
—¿Y cómo podéis estar tan seguros de que mi padre era un ladrón cuando ni siquiera conocéis el contenido de vuestros propios archivos?
—Tenemos documentos relacionados con los objetos desaparecidos. Respuestas a cartas, mapas de las mismas campañas militares… Créeme, lo sabemos.
—¿Me pides que yo te crea? No, nada de eso. Has hecho acusaciones muy graves para no estar seguro de que esos documentos siguieran en vuestros archivos cuando mi padre los visitó por última vez. Podrían haberlos robado mucho antes.
—Cierto, pero hay un problema… Que vendiste esos objetos por Internet. Si tu padre no los robó, ¿de dónde han salido?
Paula seguía sin creer que el agente estuviera hablando en serio.
Su padre había sido un hombre intachable y una gran persona. Le había enseñado más Historia que ningún profesor de la universidad. Estaba enamorado de los documentos y de los libros antiguos que compraba y vendía a coleccionistas de todo el mundo. Jamás habría robado las cosas que amaba. Sencillamente, era imposible.
Además, él nunca la habría puesto en aquella situación. Si había robado algo, no se habría arriesgado a que lo descubrieran después de su muerte y a que ella terminara cargando con las culpas. La quería demasiado. Su padre habría entregado su vida por ella.
Sacó fuerzas de flaqueza y lo miró a los ojos.
—Mi padre no era un ladrón. No me importa lo que digan vuestros registros ni las conclusiones apresuradas a las que tú y tus colegas habéis llegado. Te equivocas. He visto todos los objetos que han pasado por la librería, y en ninguno de ellos había nada que indicara su pertenencia al Gobierno de Estados Unidos.
—¿De dónde proceden entonces? —insistió—. Enséñame tu libro de registros.
Ella ni siquiera parpadeó.
—Antes, enséñame tú la orden judicial.
Pedro se maldijo a sí mismo. Paula era inteligente, y él había
cometido un error al presentarse allí sin una orden judicial y sin pruebas suficientes.
Atrapado en su propia estupidez, declaró:
—La verás muy pronto. Todo se andará…
—¿Qué diablos significa eso? —preguntó, clavándole la mirada—. No tenéis pruebas suficientes. Pensáis que mi padre robó esos documentos, pero no lo podéis demostrar… ¿Qué haces aquí? ¿Has venido para ver qué clase de persona soy? ¿O es que esperabas que te diera una excusa para arrestarme?
—Me limito a hacer mi trabajo —dijo, encogiéndose de hombros—. Si no has hecho nada malo, no tienes nada que temer.
Paula pasó al lado del agente, caminó hasta la puerta y la abrió.
—No tengo nada más que decir. Márchate. Y la próxima vez que decidas insultarnos a mi padre y a mí, trae una orden judicial.
Él no se movió del sitio.
—La librería ha cerrado hace diez minutos —continuó ella—. No me obligues a llamar a la policía.
Pedro volvió a sentir admiración por aquella mujer. La acusaba de un delito verdaderamente grave, y ella lo amenazaba con llamar a la policía.
Era muy valiente.
—Ahórrate la llamada a la policía y llama a un buen abogado —le recomendó mientras salía—. Porque lo vas a necesitar.
Paula cerró de un portazo, pero Pedro no se inmutó. Su ira ni siquiera le había impresionado.
NO TE ENAMORES: CAPITULO 4
Cinco segundos después, oyó un ruido en la escalera.
Cuando se dio la vuelta, vio que el cliente la estaba mirando y se ruborizó, pensando que habría escuchado su conversación.
—¿Has visto algo que te guste? —acertó a preguntar.
Él sonrió.
—Eso depende… Si el precio me pareciera bien, creo que me llevaría a casa todo el contenido de tu librería.
Ella le clavó sus ojos azules, y se preguntó si la estaría incluyendo en el contenido del local. Tenía aspecto de ser un hombre atrevido, capaz de cualquier cosa.
—¿Y no hay nada que te interese en particular?
Él se encogió de hombros.
—¡Oh, no sé…! Hay muchas cosas, pero empecemos por algo pequeño. He notado que tienes una carta enmarcada de uno de los soldados que combatieron en Valley Forge. ¿Cuánto pides por ella? — preguntó.
—Me temo que el precio no te va a gustar.
Él se subió literalmente las mangas de la camisa y se cruzó de brazos.
—Dímelo y lo veremos.
—Mil dólares.
—¿Cómo? ¡Qué barbaridad!
—¿Te parece mucho? Es un objeto original de una época importante en la historia de Estados Unidos. Además, conseguiría el doble si lo vendiera en cualquiera de los sitios de subastas de Internet.
—¿En Internet? Por favor…
La reacción del cliente no la sorprendió. La mayoría de los
coleccionistas desconfiaban de Internet porque no querían comprar nada sin tocarlo antes.
—Vendo donde puedo —se defendió—. Y si no te interesa…
Él sonrió con picardía.
—Eres una vendedora excelente.
—Procedo de una familia que se ganaba la vida vendiendo caballos. Y por tu aspecto, sospecho que tú también.
Él asintió.
—Claro… Soy irlandés. Lo llevo en la sangre —dijo—. ¿Qué te parece si hacemos un trato?
Ella frunció el ceño.
—¿Un trato? ¿Qué clase de trato?
De repente, él sacó un papel amarillento metido en una carpeta de plástico.
—Tengo algo que encontré hace unos años y que te podría
interesar.
Paula sintió curiosidad, pero se resistió a la tentación de alcanzar la carpeta.
—Normalmente no hago intercambios —le advirtió—. Tendría que ser un objeto muy interesante para que lo acepte.
—Das por sentado que tu carta es más valiosa que mi mapa…
A Paula se le erizó el vello de la nuca. Adoraba los mapas. Y sus clientes también los adoraban.
—Un mapa, ¿eh? No sé mucho de mapas —mintió—. Mis clientes sólo buscan libros antiguos.
Él le dio la carpeta.
—Bueno, echa un vistazo antes de tomar una decisión. Es un mapa de la batalla de Gettysburg trazado por el general Lee. Tiene anotaciones suyas en los márgenes.
Paula lo miró con sumo interés.
—¿Éste es el mapa del general Lee? —preguntó, asombrada.
—¡Ah! Veo que lo conoces…
Pau pensó que todo el mundo lo conocía. Había desaparecido poco después de la batalla y no se le había visto desde entonces. Se rumoreaba que había pertenecido a Barnum, a los Rockefeller, e incluso a un príncipe saudí que coleccionaba objetos de la guerra civil de Estados Unidos. Le pareció increíble que el mapa auténtico hubiera terminado en las manos de aquel hombre.
—Adelante —dijo él, notando su desconfianza—. Estúdialo tanto como quieras y dime qué te parece. Yo ya sé lo que vale, pero ¿lo sabes tú?
Paula no se sintió insultada por sus palabras. Era especialista en historia estadounidense, y llevaba toda la vida trabajando con documentos antiguos y libros poco comunes. Si era el mapa original, valdría una fortuna.
Se acercó a la mesa que estaba junto a la chimenea, alcanzó una lupa, sacó el mapa de la carpeta de plástico y lo extendió bajo la luz de la lámpara. El papel se había puesto amarillo por el transcurso de los años, pero las anotaciones de los márgenes todavía eran legibles.
—¿Dónde has dicho que lo has conseguido? —preguntó.
—No lo he dicho. Pertenecía a un amigo mío que últimamente lo está pasando mal… Primero se divorció, luego perdió su trabajo y la semana pasada se quedó sin casa.
—Así que está desesperado y quiere vender su herencia familiar… ¿O es coleccionista? ¿Cómo se llama? Puede que lo conozca.
Él rió.
—¿Coleccionista? No, ni mucho menos. Sólo le interesan las motos y las carreras —explicó—. Su abuelo se lo dejó en herencia, y él lo guardó por si llegaban malos tiempos y necesitaba dinero.
—Comprendo.
Paula siguió examinando el mapa. No había creído ni una sola palabra de su historia. Si su amigo había guardado el mapa para hacer negocio con él, lo habría llevado a Sotheby’s o a cualquier casa de subastas parecida, donde habría conseguido una fortuna.
Pero todavía no sabía si el mapa era auténtico.
Mientras lo miraba con la lupa, empezó a dudar. En la parte posterior había anotaciones del Departamento de Guerra que no parecían casar con un documento de esas características; y aunque no significaban que el mapa fuera un fraude, el aspecto del cliente y la historia que le había contado la inclinaban a desconfiar.
Los coleccionistas de objetos de la guerra civil de Estados Unidos eran un grupo relativamente pequeño. Todo el mundo se conocía; sobretodo, en la zona de Washington D.C., Virginia y Maryland. Pero jamás había visto a aquel tipo. Si lo hubiera visto, se habría acordado. Tenía unos ojos verdes, cabello negro y unas facciones tan bellas, que ninguna mujer lo habría olvidado así como así.
Admiró los hoyuelos de sus mejillas, y se maldijo para sus adentros.
No podía dejarse impresionar por su atractivo. Cabía la posibilidad de que quisiera venderle un mapa falso.
Durante unos momentos, sintió la tentación de comprarlo sólo para impedir que se lo vendiera a algún inocente; pero le disgustaba dar dinero a un estafador.
De repente, tuvo una idea. Diría que conocía a un hombre que podía estar interesado en la compra, pero que debía ponerse en contacto con él y que no tendría respuesta hasta tres días más tarde. Así tendría tiempo de investigar el mapa a fondo.
Sin embargo, tampoco se podía arriesgar a que saliera de la librería con la promesa de volver tres días después. Si el mapa resultaba ser auténtico, perdería el negocio de su vida.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó, entrecerrando los ojos.
—No lo he dicho. Pero me puedes llamar Alfonso.
—Dime la verdad. ¿Dónde has conseguido el mapa?
—¿Cómo dices?
—La historia que me has contado es una invención. Todavía no estoy segura de que el mapa sea auténtico, pero tiene notas del Departamento de Guerra en la parte de atrás. ¿De dónde lo has sacado, Alfonso? ¿Lo has robado? ¿Lo has falsificado tú mismo?
—No —respondió, sin más.
—No lo has robado…
—No —insistió.
—Entonces, es una falsificación.
—Yo no he dicho eso.
Paula se sintió frustrada por sus respuestas, y al mismo tiempo, asombrada por su atrevimiento. Se mantenía firme, sin dar explicaciones.
—No te creo. Llévatelo. Yo no trato con ladrones ni con falsificadores.
Pedro Alfonso pensó que era una gran profesional. Casi estuvo a punto de creerla. Aquellos ojos grandes y azules, llenos de indignación, parecían incapaces de ocultar una mentira. Y nadie habría imaginado que una mujer tan hermosa, con cara de no haber roto un plato en su vida, pudiera ser una ladrona.
Le gustaba tanto, que tuvo miedo de obsesionarse con ella en lugar de obsesionarse con el caso, que era lo importante.
Había estado siguiendo sus movimientos durante tres semanas sin que ella se diera cuenta. Veía su cara cuando investigaba las ventas por Internet. Veía su sonrisa cuando vigilaba la librería para saber quién entraba y salía. Y de noche, cuando terminaba su turno de trabajo y volvía a casa, no se la podía quitar de la cabeza.
Pensó que había cometido un error al entrar solo en el establecimiento sin ir acompañado de otro agente que le sirviera de testigo. Su comportamiento iba totalmente en contra de los procedimientos policiales.
Sin embargo, aquella mujer lo desconcertaba tanto, que decidió entrar en la librería y salir de dudas de una vez por todas. Paula Chaves parecía una lady Di moderna, sin una sola mancha en su historial; era increíble que su nombre estuviera relacionado con la venta de antigüedades robadas.
—Así que no tratas con ladrones, ¿eh? —comentó al fin—. Eso resultaría más fácil de creer si tú misma no fueras una ladrona.
Paula lo miró con asombro.
—¿Cómo has dicho? ¡Yo no he robado nada en toda mi vida!
—¿Ah, no? Entonces, ¿qué es esto?
Pedro se llevó una mano al bolsillo y sacó otro papel amarillento.
Al ver el cartel del teatro Ford que habían regalado a los espectadores la noche del asesinato de Abraham Lincoln, Paula soltó un grito ahogado.
En ese momento, Pedro supo lo que necesitaba saber. Lo había reconocido, aunque eso no tenía nada de particular; al fin y al cabo, ella era la profesional que lo había vendido por Internet a un coleccionista.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)