jueves, 26 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 5





Paula estaba indignada. No podía creer que la acusara de ser una ladrona.


—Esto es absurdo… —se defendió.


—Si no has robado nada en toda tu vida, ¿puedes decirme de dónde ha salido esto? —insistió él—. Es el cartel del teatro donde asesinaron a Lincoln.


—Lo sé de sobra —dijo, enfurruñada—, pero no sabía que fuera un objeto robado. Mi padre…


—Tu padre lo robó de un museo del Estado —la interrumpió.


—¡No es verdad!


—Y tú se lo vendiste por Internet a un coleccionista privado — continuó Pedro—. De modo que ahórrame tu indignación y tu inocencia fingidas… Has reconocido el cartel en cuanto lo he sacado del bolsillo.


Paula no lo negó.


—¡Por supuesto que lo he reconocido! Heredé la librería de mi padre hace tres meses y he estado reduciendo el exceso de inventario. Vendí el cartel hace unas semanas.


—Así que lo admites…


—Admito que lo vendí —asintió, irritada—, pero no admito que sea un objeto robado. Mi padre se lo compró a un descendiente de un congresista que estuvo en el teatro Ford la noche del asesinato de Lincoln.


—¿Estás completamente segura? ¿Tu padre se molestó en investigar a ese supuesto descendiente? —preguntó—. ¿Cómo se llamaba? ¿Podría demostrar que era propietario del cartel? ¿Dónde lo conoció tu padre?


El interrogatorio sólo sirvió para enfadar más a Paula. La trataba como si no tuviera ninguna duda sobre su culpabilidad, acribillándola con preguntas.


—¡Cómo te atreves! —estalló—. ¡Mi padre dirigió este negocio durante treinta años y tenía una reputación impecable! ¡No voy a permitir que insultes su memoria! ¡Y mucho menos en su propio establecimiento!


Pedro no tuvo ocasión de replicar, porque ella añadió:
—Además, tú no eres quién para acusar a nadie de robar. ¿De dónde ha salido ese mapa? ¿De algún falsificador de poca monta? Sí, no lo niegues, sé que es una falsificación. Mi padre ya me había enseñado a reconocerlas cuando yo tenía ocho años.


Paula se giró y alcanzó el mapa de la mesa.



—Si no te importa —continuó—, este mapa se va a quedar conmigo. No quiero que se lo vendas a algún pobre diablo… Y ahora, lárgate de aquí antes de que llame a la policía.


Él la observó con admiración.


—Eres realmente buena, cariño —dijo, sonriendo—. La indignación de tu voz, la ira de tus ojos… Sinceramente, eres la mejor actriz que he visto nunca. Pero sé lo que estás haciendo. Te estás marcando un farol.


—¡No es un farol! ¡Y no me llames cariño!


—Entonces, llama a la policía —la desafió—. Y cuando hables con ellos, diles que soy un agente federal.


Pedro Alfonso sacó la placa y la dejó sobre la mesa.


Paula la miró con espanto y pensó que no podía ser cierto, que debía de ser un error. Ni su padre ni ella habían robado nada. Cada vez que adquiría un documento o un libro antiguo, comprobaba su origen.


Exactamente igual que su padre, quien a fin de cuentas le había enseñado el oficio.


—No sé de dónde has sacado la información, pero te equivocas. Mi padre jamás habría aceptado un objeto procedente de un robo. Cometes un error.


—En tal caso, tal vez me puedas explicar cómo es posible que doce documentos del Estado desaparecieran después de que tu padre visitara los archivos. Y no me digas que no visitó los archivos. Tengo documentos que lo demuestran.


Paula sintió una punzada de dolor en el estómago. Alfonso
parecía muy seguro de sí mismo. Pero no iba a conseguir que dudara de su propio padre.


—¿Y eso es una prueba acusatoria? Mi padre investigó los archivos del Estado durante décadas. Por sus manos pasaron miles de documentos —respondió—. ¿Cuándo se descubrió que habían desaparecido?


—Hace dos meses.


—¿Hace dos meses? ¿Un mes después de que mi padre falleciera?


—Creemos que los documentos desaparecieron el año pasado, durante su última visita.


—¿Sólo lo creéis?


Él se encogió de hombros.


—En los archivos hay millones de documentos. No se puede hacer un seguimiento de todos… Muchos están sin clasificar —confesó.


—¿Y cómo podéis estar tan seguros de que mi padre era un ladrón cuando ni siquiera conocéis el contenido de vuestros propios archivos?


—Tenemos documentos relacionados con los objetos desaparecidos. Respuestas a cartas, mapas de las mismas campañas militares… Créeme, lo sabemos.


—¿Me pides que yo te crea? No, nada de eso. Has hecho acusaciones muy graves para no estar seguro de que esos documentos siguieran en vuestros archivos cuando mi padre los visitó por última vez. Podrían haberlos robado mucho antes.


—Cierto, pero hay un problema… Que vendiste esos objetos por Internet. Si tu padre no los robó, ¿de dónde han salido?


Paula seguía sin creer que el agente estuviera hablando en serio.


Su padre había sido un hombre intachable y una gran persona. Le había enseñado más Historia que ningún profesor de la universidad. Estaba enamorado de los documentos y de los libros antiguos que compraba y vendía a coleccionistas de todo el mundo. Jamás habría robado las cosas que amaba. Sencillamente, era imposible.


Además, él nunca la habría puesto en aquella situación. Si había robado algo, no se habría arriesgado a que lo descubrieran después de su muerte y a que ella terminara cargando con las culpas. La quería demasiado. Su padre habría entregado su vida por ella.


Sacó fuerzas de flaqueza y lo miró a los ojos.


—Mi padre no era un ladrón. No me importa lo que digan vuestros registros ni las conclusiones apresuradas a las que tú y tus colegas habéis llegado. Te equivocas. He visto todos los objetos que han pasado por la librería, y en ninguno de ellos había nada que indicara su pertenencia al Gobierno de Estados Unidos.


—¿De dónde proceden entonces? —insistió—. Enséñame tu libro de registros.


Ella ni siquiera parpadeó.


—Antes, enséñame tú la orden judicial.


Pedro se maldijo a sí mismo. Paula era inteligente, y él había
cometido un error al presentarse allí sin una orden judicial y sin pruebas suficientes.


Atrapado en su propia estupidez, declaró:
—La verás muy pronto. Todo se andará…


—¿Qué diablos significa eso? —preguntó, clavándole la mirada—. No tenéis pruebas suficientes. Pensáis que mi padre robó esos documentos, pero no lo podéis demostrar… ¿Qué haces aquí? ¿Has venido para ver qué clase de persona soy? ¿O es que esperabas que te diera una excusa para arrestarme?


—Me limito a hacer mi trabajo —dijo, encogiéndose de hombros—. Si no has hecho nada malo, no tienes nada que temer.


Paula pasó al lado del agente, caminó hasta la puerta y la abrió.


—No tengo nada más que decir. Márchate. Y la próxima vez que decidas insultarnos a mi padre y a mí, trae una orden judicial.


Él no se movió del sitio.


—La librería ha cerrado hace diez minutos —continuó ella—. No me obligues a llamar a la policía.


Pedro volvió a sentir admiración por aquella mujer. La acusaba de un delito verdaderamente grave, y ella lo amenazaba con llamar a la policía.


Era muy valiente.


—Ahórrate la llamada a la policía y llama a un buen abogado —le recomendó mientras salía—. Porque lo vas a necesitar.


Paula cerró de un portazo, pero Pedro no se inmutó. Su ira ni siquiera le había impresionado.



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