jueves, 26 de octubre de 2017
NO TE ENAMORES: CAPITULO 4
Cinco segundos después, oyó un ruido en la escalera.
Cuando se dio la vuelta, vio que el cliente la estaba mirando y se ruborizó, pensando que habría escuchado su conversación.
—¿Has visto algo que te guste? —acertó a preguntar.
Él sonrió.
—Eso depende… Si el precio me pareciera bien, creo que me llevaría a casa todo el contenido de tu librería.
Ella le clavó sus ojos azules, y se preguntó si la estaría incluyendo en el contenido del local. Tenía aspecto de ser un hombre atrevido, capaz de cualquier cosa.
—¿Y no hay nada que te interese en particular?
Él se encogió de hombros.
—¡Oh, no sé…! Hay muchas cosas, pero empecemos por algo pequeño. He notado que tienes una carta enmarcada de uno de los soldados que combatieron en Valley Forge. ¿Cuánto pides por ella? — preguntó.
—Me temo que el precio no te va a gustar.
Él se subió literalmente las mangas de la camisa y se cruzó de brazos.
—Dímelo y lo veremos.
—Mil dólares.
—¿Cómo? ¡Qué barbaridad!
—¿Te parece mucho? Es un objeto original de una época importante en la historia de Estados Unidos. Además, conseguiría el doble si lo vendiera en cualquiera de los sitios de subastas de Internet.
—¿En Internet? Por favor…
La reacción del cliente no la sorprendió. La mayoría de los
coleccionistas desconfiaban de Internet porque no querían comprar nada sin tocarlo antes.
—Vendo donde puedo —se defendió—. Y si no te interesa…
Él sonrió con picardía.
—Eres una vendedora excelente.
—Procedo de una familia que se ganaba la vida vendiendo caballos. Y por tu aspecto, sospecho que tú también.
Él asintió.
—Claro… Soy irlandés. Lo llevo en la sangre —dijo—. ¿Qué te parece si hacemos un trato?
Ella frunció el ceño.
—¿Un trato? ¿Qué clase de trato?
De repente, él sacó un papel amarillento metido en una carpeta de plástico.
—Tengo algo que encontré hace unos años y que te podría
interesar.
Paula sintió curiosidad, pero se resistió a la tentación de alcanzar la carpeta.
—Normalmente no hago intercambios —le advirtió—. Tendría que ser un objeto muy interesante para que lo acepte.
—Das por sentado que tu carta es más valiosa que mi mapa…
A Paula se le erizó el vello de la nuca. Adoraba los mapas. Y sus clientes también los adoraban.
—Un mapa, ¿eh? No sé mucho de mapas —mintió—. Mis clientes sólo buscan libros antiguos.
Él le dio la carpeta.
—Bueno, echa un vistazo antes de tomar una decisión. Es un mapa de la batalla de Gettysburg trazado por el general Lee. Tiene anotaciones suyas en los márgenes.
Paula lo miró con sumo interés.
—¿Éste es el mapa del general Lee? —preguntó, asombrada.
—¡Ah! Veo que lo conoces…
Pau pensó que todo el mundo lo conocía. Había desaparecido poco después de la batalla y no se le había visto desde entonces. Se rumoreaba que había pertenecido a Barnum, a los Rockefeller, e incluso a un príncipe saudí que coleccionaba objetos de la guerra civil de Estados Unidos. Le pareció increíble que el mapa auténtico hubiera terminado en las manos de aquel hombre.
—Adelante —dijo él, notando su desconfianza—. Estúdialo tanto como quieras y dime qué te parece. Yo ya sé lo que vale, pero ¿lo sabes tú?
Paula no se sintió insultada por sus palabras. Era especialista en historia estadounidense, y llevaba toda la vida trabajando con documentos antiguos y libros poco comunes. Si era el mapa original, valdría una fortuna.
Se acercó a la mesa que estaba junto a la chimenea, alcanzó una lupa, sacó el mapa de la carpeta de plástico y lo extendió bajo la luz de la lámpara. El papel se había puesto amarillo por el transcurso de los años, pero las anotaciones de los márgenes todavía eran legibles.
—¿Dónde has dicho que lo has conseguido? —preguntó.
—No lo he dicho. Pertenecía a un amigo mío que últimamente lo está pasando mal… Primero se divorció, luego perdió su trabajo y la semana pasada se quedó sin casa.
—Así que está desesperado y quiere vender su herencia familiar… ¿O es coleccionista? ¿Cómo se llama? Puede que lo conozca.
Él rió.
—¿Coleccionista? No, ni mucho menos. Sólo le interesan las motos y las carreras —explicó—. Su abuelo se lo dejó en herencia, y él lo guardó por si llegaban malos tiempos y necesitaba dinero.
—Comprendo.
Paula siguió examinando el mapa. No había creído ni una sola palabra de su historia. Si su amigo había guardado el mapa para hacer negocio con él, lo habría llevado a Sotheby’s o a cualquier casa de subastas parecida, donde habría conseguido una fortuna.
Pero todavía no sabía si el mapa era auténtico.
Mientras lo miraba con la lupa, empezó a dudar. En la parte posterior había anotaciones del Departamento de Guerra que no parecían casar con un documento de esas características; y aunque no significaban que el mapa fuera un fraude, el aspecto del cliente y la historia que le había contado la inclinaban a desconfiar.
Los coleccionistas de objetos de la guerra civil de Estados Unidos eran un grupo relativamente pequeño. Todo el mundo se conocía; sobretodo, en la zona de Washington D.C., Virginia y Maryland. Pero jamás había visto a aquel tipo. Si lo hubiera visto, se habría acordado. Tenía unos ojos verdes, cabello negro y unas facciones tan bellas, que ninguna mujer lo habría olvidado así como así.
Admiró los hoyuelos de sus mejillas, y se maldijo para sus adentros.
No podía dejarse impresionar por su atractivo. Cabía la posibilidad de que quisiera venderle un mapa falso.
Durante unos momentos, sintió la tentación de comprarlo sólo para impedir que se lo vendiera a algún inocente; pero le disgustaba dar dinero a un estafador.
De repente, tuvo una idea. Diría que conocía a un hombre que podía estar interesado en la compra, pero que debía ponerse en contacto con él y que no tendría respuesta hasta tres días más tarde. Así tendría tiempo de investigar el mapa a fondo.
Sin embargo, tampoco se podía arriesgar a que saliera de la librería con la promesa de volver tres días después. Si el mapa resultaba ser auténtico, perdería el negocio de su vida.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó, entrecerrando los ojos.
—No lo he dicho. Pero me puedes llamar Alfonso.
—Dime la verdad. ¿Dónde has conseguido el mapa?
—¿Cómo dices?
—La historia que me has contado es una invención. Todavía no estoy segura de que el mapa sea auténtico, pero tiene notas del Departamento de Guerra en la parte de atrás. ¿De dónde lo has sacado, Alfonso? ¿Lo has robado? ¿Lo has falsificado tú mismo?
—No —respondió, sin más.
—No lo has robado…
—No —insistió.
—Entonces, es una falsificación.
—Yo no he dicho eso.
Paula se sintió frustrada por sus respuestas, y al mismo tiempo, asombrada por su atrevimiento. Se mantenía firme, sin dar explicaciones.
—No te creo. Llévatelo. Yo no trato con ladrones ni con falsificadores.
Pedro Alfonso pensó que era una gran profesional. Casi estuvo a punto de creerla. Aquellos ojos grandes y azules, llenos de indignación, parecían incapaces de ocultar una mentira. Y nadie habría imaginado que una mujer tan hermosa, con cara de no haber roto un plato en su vida, pudiera ser una ladrona.
Le gustaba tanto, que tuvo miedo de obsesionarse con ella en lugar de obsesionarse con el caso, que era lo importante.
Había estado siguiendo sus movimientos durante tres semanas sin que ella se diera cuenta. Veía su cara cuando investigaba las ventas por Internet. Veía su sonrisa cuando vigilaba la librería para saber quién entraba y salía. Y de noche, cuando terminaba su turno de trabajo y volvía a casa, no se la podía quitar de la cabeza.
Pensó que había cometido un error al entrar solo en el establecimiento sin ir acompañado de otro agente que le sirviera de testigo. Su comportamiento iba totalmente en contra de los procedimientos policiales.
Sin embargo, aquella mujer lo desconcertaba tanto, que decidió entrar en la librería y salir de dudas de una vez por todas. Paula Chaves parecía una lady Di moderna, sin una sola mancha en su historial; era increíble que su nombre estuviera relacionado con la venta de antigüedades robadas.
—Así que no tratas con ladrones, ¿eh? —comentó al fin—. Eso resultaría más fácil de creer si tú misma no fueras una ladrona.
Paula lo miró con asombro.
—¿Cómo has dicho? ¡Yo no he robado nada en toda mi vida!
—¿Ah, no? Entonces, ¿qué es esto?
Pedro se llevó una mano al bolsillo y sacó otro papel amarillento.
Al ver el cartel del teatro Ford que habían regalado a los espectadores la noche del asesinato de Abraham Lincoln, Paula soltó un grito ahogado.
En ese momento, Pedro supo lo que necesitaba saber. Lo había reconocido, aunque eso no tenía nada de particular; al fin y al cabo, ella era la profesional que lo había vendido por Internet a un coleccionista.
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