domingo, 24 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 17





Paula sabía que la réplica de Pedro estaba pensada para irritar y provocar a su abuelo... nunca pasaba por alto una oportunidad. Aun así, sus palabras le produjeron el mismo impacto que el del camión contra el coche de Ian, y desterraron todas las dudas que había logrado retener: quería ser la chica de Pedro, su mujer, su amor. Quería serlo de verdad porque lo amaba tanto como era posible para una mujer amar a un hombre. Tenía gracia que, a pesar de su inexperiencia en aquellos temas, supiera con todas las células de su cuerpo que lo que sentía era amor eterno... O, en aquel caso, un amor desesperado y no correspondido, se dijo con crueldad.


El abuelo de Pedro paseó su mirada entornada por las dos figuras que se hallaban tendidas sobre la cama.


—No estoy ciego, chico —le espetó—. Y no me importa quién sea, exijo saber qué creía estar haciendo al negarme a mi bisnieto. No me molestaré en preguntarte que andas tramando con ella... —añadió con burla y desdén.


El desprecio del anciano endureció las facciones de Paula. De repente, no se sentía avergonzada, sino resuelta. Pedro valía más que cien Alfonsos vivos o muertos, y aun así, todos insistían en tratarlo de una forma horrible. 


Tocó la mejilla de Pedro. Resultaba diferente mirarlo y saber que lo amaba y que siempre lo amaría.


—No importa —murmuró, y se preguntó si parecería tan distinta como se sentía.


—¿De verdad?


Paula asintió con firmeza. En aquella ocasión, Pedro le permitió levantarse.


Paula se encaró con la figura que, aún en aquellos momentos, era temida y reverenciada en los círculos financieros.


—No se lo dije por varias razones. En primer lugar, Anabel me caía bien —la esposa de Ale era una mujer dulce que, sin duda, había creído que su esposo era perfecto. Antes incluso de su muerte, se había sentido desolada por su incapacidad de darle un heredero. Saber que Chloe se había quedado embarazada de Ale habría sido un golpe demasiado fuerte para la desconsolada viuda—. Siempre ha sido amable conmigo y no quería herir sus sentimientos. En segundo lugar —la voz le temblaba mientras contemplaba con desdén a Edgar Alfonso—, vi cómo su familia hacía desgraciado a uno de sus miembros —su mirada se suavizó fugazmente al volver la cabeza hacia Pedro—. No tenía razones para creer que lo harían mejor la segunda vez —anunció con sarcasmo.


Pedro contempló, estupefacto, cómo su abuelo se arredraba y rehuía la mirada de aquellos ojos verdes críticos e imperdonables. Dudaba que Paula comprendiera lo insólito de aquella situación.


Pedro era... es responsabilidad de mi hijo —barbotó el anciano con incomodidad—. Yo no debía interferir en su manera de educar a Pedro —la frase carecía de la convicción habitual de Edgar y, a juzgar por su expresión, el anciano era consciente de ello.


—No sé quién me merece más desprecio —anunció Paula—, si las personas que pegan a los niños o los que lo saben y no hacen nada para evitarlo —temió haber ido demasiado lejos cuando Edgar profirió una exclamación y se llevó la mano al pecho—. ¿Se encuentra bien? —preguntó con nerviosismo.


—Siéntate, abuelo —le ordenó Pedro con aspereza, y se levantó de la cama con un movimiento fluido para hacerse cargo de la situación—. ¿Quieres que llame al médico?


—No seas estúpido, lo único que necesito son mis pastillas —Edgar extrajo un frasco del bolsillo de su chaqueta con dedos trémulos—. Así está mejor —susurró momentos después.


Paula se sintió aliviada al ver que los labios de Edgar habían perdido el tono azulado.


—Tu padre es un mamarracho —declaró el anciano—. Cuando me enteré de lo que hacía, le dije que si volvía a ponerte la mano encima lo molería a palos.


—Y dicen que la violencia engendra violencia —comentó Pedro. A pesar del sarcasmo, Paula advirtió que estaba pensativo.


—Entonces, ha criado sola al niño —los sagaces ojos del anciano se posaron momentáneamente en Pedro—. No hay ningún marido ni compañero...


Paula lo negó con la cabeza antes de describir su soledad.


—Hasta ahora, solo somos Benjamin y yo —confirmó con cautela. No estaba segura de a dónde quería ir a parar Edgar Alfonso—. Por cierto... —Paula frunció el ceño distraídamente y dio una palmadita al buscapersonas con el que habían prometido llamarla en cuanto Benjamin saliera del quirófano—. Debe de estar al salir... Quizá sea mejor que espere arriba —se volvió con el ceño fruncido a Pedro.


Edgar Alfonso contempló con incredulidad a la mujer esbelta que con tanta brusquedad le había dado la espalda.


—Iré contigo.


—Deberías descansar, y no puedes dejar solo a tu abuelo...


—No soy un inválido, no necesito que me cuiden —estalló Edgar Alfonso—. Y, para tu información, tampoco soy tu abuelo.


Pedro frunció el labio con sorna.


—¿No te estarás dejando llevar por vanas ilusiones? —preguntó, y se dio unos golpecitos con el dedo en su nariz aquilina. Un rasgo casi idéntico adornaba el rostro ajado del anciano—. Esta clase de pruebas son difíciles de refutar.


—No intento refutar nada —el hombre se puso en pie con dificultad, pero no desvió la mirada del rostro burlón de Pedro ni siquiera un instante—. Soy tu padre.


Paula comprendió por proceso de eliminación que la exclamación de sorpresa había emergido de sus propios labios. Ninguno de los dos hombres se había movido ni emitido ningún sonido. El rostro de Pedro parecía esculpido en piedra, salvo que la piedra no tenía pulso y Paula podía ver la vena que latía como un pistón en su sien mientras miraba fijamente al anciano.


—Mi padre vive en el sur de Francia con su encantadora esposa.


—German no es tu padre.


Pedro movió la cabeza.


—¿Se trata de un intento descabellado de...? —se interrumpió, con los ojos clavados en el rostro de Edgar—. Estás diciendo la verdad, ¿no es así? —masculló—. ¡Hijo de perra! ¡Te acostaste con la mujer de tu propio hijo! Con mi madre... —cerró los ojos y movió la cabeza como si su cerebro no pudiese asimilar la información—. Siempre supe que tenías algo que ver con su huida, pero nunca sospeché por qué.


Edgar retrocedió ante la ardiente animosidad que refulgía en los ojos del joven. Paula le puso la mano a Pedro en el brazo con vacilación.


—Su corazón...


—¿Qué corazón? —masculló Pedro, y desechó la preocupación de Paula con una carcajada áspera— ¿Lo sabe mi...? —se interrumpió antes de decir «padre». Una sonrisa sin humor curvó las comisuras de sus labios—. ¿Lo sabe?


—¿German?


—No estoy hablando del príncipe Carlos.


—Nadie lo sabe salvo tu madre y yo. Eso lo habría hundido.


—¿No es un poco tarde para que te preocupes por él?


—Tienes que comprender que hicimos lo que consideramos mejor.


—¿Mejor para quién? —estalló Pedro—. Ahora entiendo por qué se marchó, pero ¿por qué diablos me dejó donde nadie me quería?


—Yo quería que estuvieras conmigo.


—No me hagas reír.


Edgar apretó los dientes y afrontó el desdén cáustico de su hijo.


—Tú eras... eres un Alfonso, es tu derecho de nacimiento. Tu madre lo comprendía. Al final, se le hizo insostenible seguir con German.


—Yo no te necesitaba a ti, ni ningún derecho de nacimiento. Necesitaba a mi madre.


Aquellas palabras conmovieron a Paula. Quería abrazar a Pedro, pero sabía que, de momento, debía mantenerse al margen.


—Ya te he dicho que hicimos lo que consideramos mejor en aquel momento. Si German lo hubiese averiguado, se habría armado un terrible escándalo. Tu madre lo sabía y quería protegerte.


—¡Escándalo! Ahora empiezo a comprender...


—No, no lo entiendes, chico... Tu madre y yo... nos enamoramos —balbució Edgar con incomodidad. Paula hizo una mueca al ver la expresión mordaz en el rostro implacable de Pedro.


—En esta vida hay imposibles, y uno de ellos es hacer pasar lo que hiciste por algo noble y virtuoso.


—Solo ocurrió una vez. Tu madre se sentía sola y muy desgraciada.


—Y tu fuiste un hijo de perra. Lo olvidaba, ese soy yo, ¿verdad?


—No estoy orgulloso...


—De ser el padre de la oveja negra de la familia... sí, ya me he dado cuenta a lo largo de los años.


—No estoy orgulloso de lo que os hice a tu... a German, a tu madre y a ti. Me sentía culpable. Ahora veo que al intentar compensar a German y a Ale, les consentí demasiadas cosas. No quería darte a ti un trato preferente.


—Y lo lograste.


—Ale no era la clase de chico capaz de perdonar a su hermano pequeño que fuera mejor persona y más brillante que él en todos los sentidos. Si yo te hubiera mostrado algún favoritismo, solo habría agudizado su rencor. Seguramente, me excedí —reconoció Edgar con contrariedad—, pero tú siempre has sido tan obstinado... Moví muchos hilos para que no te echaran de ese condenado colegio, incluso me ofrecí a subvencionarles una nueva biblioteca. Lo único que tenías que hacer era decir que lo sentías... y no era mucho pedir teniendo en cuenta que fuiste responsable de dos dislocaciones, una fractura y varios dientes rotos.


—Yo tampoco salí indemne.


—Pero fuiste incapaz de disculparte. Nunca has necesitado a nadie —lo acusó Edgar con aspereza.


—No te necesito a ti —le dijo a su padre con fría deliberación.


Paula se sorprendió sintiendo lástima por el soberbio anciano. 


Contempló su rostro arrugado y, por primera vez, se hizo evidente que estaba viejo y cansado.


—¿Por qué ahora? —preguntó Pedro.


—Podría morir sin que tú lo supieras... y no quería que recayera en tu madre esa responsabilidad. De repente, me pareció importante que lo supieras.


El busca vibró en el bolsillo de Paula. Desgarrada por el deseo conflictivo de estar en dos lugares al mismo tiempo, puso una mano en el hombro de Pedro y dijo su nombre. Pedro contempló la pequeña mano y el rostro pálido de Paula con una expresión que indicaba que se había olvidado de que ella estaba allí.


—Tengo que irme.


—Te acompaño.


—Pero... —solo tuvo que mirarlo a los ojos para reprimir la réplica.



****

—Mañana podremos trasladarlo a maternidad.


—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo Paula por enésima vez. Y era cierto. Sentía un patético agradecimiento hacia todas las personas cuya formación había salvado la vida de Benjamin.


—Podrá quedarse con él en maternidad, pero no va a despertarse hasta que no reduzcamos el somnífero. Lo que debe hacer es ir a casa y dormir.


—No puedo... —empezó a decir.


—Me encargaré de que lo haga, doctor —la interrumpió Pedro.


Paula lo miró con indignación mientras el médico respondía a una nueva llamada sobre otro paciente.


—Voy a quedarme.


—¿Para quedarte dormida mañana, y al día siguiente, cuando Benjamin te necesite de verdad? —dicho de aquella manera, Paula tenía que reconocer que su vigilia nocturna no parecía una solución muy práctica—. Puedes hacer lo que quieras, claro...


—Está bien, está bien —accedió Paula de mal humor, y lanzó una última mirada a la pequeña figura dormida—. Pero me llamarán si no...


—¿No te lo han dicho ya hasta la saciedad? —Pedro suspiró—. Vamos, Paula, estás estorbando —le dijo sin miramientos.


—¡Muchas gracias! —en el fondo, sabía que lo que Pedro decía era sensato, pero la irritaba que lo dijera de todas formas.


—Te llevaré a casa.


Paula asintió a regañadientes.


Paula metió la llave en la cerradura y descubrió que, con las prisas, había dejado la puerta entreabierta.


—¿Vas a pasar? —preguntó con vacilación, y se volvió hacia la figura alta que estaba justo detrás de ella.


—Esa era la idea, pero si tienes alguna objeción...


La luna bañaba el paisaje con su luz plateada, pero la senda de piedra estaba resguardada por un dosel de ramas entrelazadas y el rostro de Pedro era una sombra un poco menos oscura que las demás.


—Después de lo que has hecho por Benjamin, ¿crees que voy a darte con la puerta en las narices?


—Esperaba que tu bienvenida estuviera motivada por algo que no fuera gratitud.


A pesar del agotamiento que se había adueñado de todas las células de su cuerpo, la perspectiva de pasar la noche con Pedro no dejaba de ser apetecible.


—La verdad —le dijo, y parpadeó al encender la luz eléctrica del estrecho pasillo— es que me agradaría sentirme en los brazos de otra persona —no le importaba parecer descarada, pero no quería estar sola.


—¿De cualquier persona?


Paula exhaló un suspiro de exasperación.


—No, no de cualquier persona, solo de ti. ¿Contento? —¡qué pregunta más tonta, por supuesto que no estaba contento!—. ¿Quieres hablar sobre...? —sugirió con suavidad.


—¡No! —la interrumpió Pedro con fiereza—. No quiero hablar con ni sobre mi abuelo... perdón, padre —Paula hizo una mueca al percibir la amargura de su voz—. Entonces, debo de ser el hermanastro de German, ¿no? —profirió una carcajada amarga—. Para que luego hablen de las familias felices.


Paula sabía que Pedro debía hablar, pero tenía la certeza de que no era el momento de señalárselo. Lo agarró de la mano y lo condujo escaleras arriba hasta el dormitorio.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 16






—No puede levantarse todavía, señor Alfonso —protestó débilmente una enfermera cuando Pedro se incorporó en la estrecha cama.


—No, no puede —confirmó la otra figura uniformada, más madura y autoritaria, que había acompañado a Paula a la sala de reconocimiento—. No me apetece pasarme la noche rellenando formularios de accidente por triplicado después de que caiga de bruces al suelo —después de una breve pausa, Pedro, que había sentido un vertiginoso mareo al incorporarse, accedió con una sonrisa de pesar—. Muy bien, le traeré un té con galletas y ya verá cómo enseguida se siente bien —dijo la enfermera en tono enérgico, y se alejó con la más joven.


Los dos se miraron. Paula sabía que debía hacer algo, decir algo. No se podía hacer una revelación como la que ella le había hecho a Pedro por teléfono sin dar ninguna explicación.


—Qué coincidencia encontrarte aquí —dijo Pedro con ironía mientras Paula avanzaba torpemente hacia él—. ¿Albergas algún otro secreto en ese pecho encantador? —alzó la mirada del trémulo contorno y vio cómo ella se ruborizaba.


—Siento haberte soltado la bomba de esa manera, pero era urgente.


—¿Cómo está el niño?


Pedro hablaba como si le preocupara... « ¿En qué estoy pensando? Si no le preocupara, no estaría aquí», se regañó.


—Está en el quirófano —explicó con voz ronca—. Es posible que tengan que extirparle el bazo... —se mordió el labio inferior y prosiguió—. Pero se pondrá bien, gracias a ti.


—¿Y los demás?


—Chloe se dio un buen golpe en la cabeza, pero no es más que una contusión. Podrá volver a casa mañana por la mañana. El conductor del camión está todavía bajo los efectos del shock, lo cual no es sorprendente. Debe de ser una pesadilla ver que te fallan los frenos.


—Siéntate —Pedro se puso de costado, levantó la cabeza y dio una palmada al borde de la estrecha cama en la que yacía—. Pareces exhausta.


Quizá fuera el trauma de la última hora, pero la ternura de la voz de Pedro le hizo un nudo en la garganta.


—¿Te han sacado mucho? —contempló con recelo la tirita del brazo mientras se sentaba en la cama.


De hecho, se alegraba de poder sentarse. La cabeza no había dejado de darle vueltas desde que Ian, desolado, la había telefoneado para contarle lo ocurrido. Mientras había tenido algo que hacer, como era llamar a Pedro para que donara sangre, había podido mantenerse a flote. En aquellos momentos, solo cabía esperar, y estaba tan tensa que una palabra afilada bastaría para romperla en dos.


—Me han dejado seco. ¿Estoy pálido e interesante?


En realidad, estaba tan atractivo que el corazón había estado a punto de salírsele del pecho al verlo tendido en la cama.


—Más bien amarillento y enfermizo —Paula se llevó una mano a la mejilla—. Igual que yo. Menos mal que me acordé de que tenías ese grupo sanguíneo tan raro.


—Insólito suena mejor.


—Congelaron un poco de tu sangre por si acaso la necesitaban cuando te operaron de la rodilla hace unos años, ¿verdad?


—Siempre guardan algo en la nevera para mí —confirmó Pedro.


—Cuando me dijeron cuál era el grupo de Benja, enseguida comprendí que debía de ser el mismo...


—Teniendo en cuenta el parentesco —intervino Pedro en voz baja.


—Sabía que te enfadarías conmigo —contempló su rostro con preocupación y descubrió que él estaba observando el de ella con la misma diligencia.


—¿Por no hablar, dicho sea de paso, de que soy el tío de Benjamin? —lo cierto era que Pedro había estado pensando en exigirle una explicación, pero al ver el pequeño rostro pálido y angustiado de Paula su rencor se había esfumado, dejando a su paso un deseo abrumador de abrazarla y borrar las arrugas de preocupación de su frente—. No sé qué me pasa, encanto, pero no estoy enfadado contigo —reconoció con brusquedad—. Sé que estoy furioso con Ale, y tiene suerte de estar muerto —reflexionó, con mirada cargada de desprecio al pensar en su difunto hermano—. Siempre fue un mujeriego, pero no pensé que caería tan bajo... Mea culpa —añadió con ironía mientras Paula apoyaba su frente en la de él.


Con un suspiro, Paula se quitó los zapatos y se tumbó junto a él sobre la cama. Era un alivio que no hubiese puesto en duda su revelación. Pedro podía haberse enfurecido, con razón, si hubiese creído que estaba difamando a un hombre muerto que no podía defenderse. Pero Pedro sabía mejor que nadie que Ale no había sido un tipo agradable. De hecho, lo despreciaba tanto como ella.


El perfume de Paula era mucho más placentero que el olor de antiséptico del hospital. Pedro inspiró hondo. No sabía si a ella le consolaría que le acariciara el pelo, pero a él le agradaba hacerlo.


—Debe de haber una norma que prohíba que estemos así.


—Teniendo en cuenta las listas de espera de la Seguridad Social, compartir cama podría ser la solución del mañana.


Paula sonrió débilmente y frotó con la mejilla la mano que Pedro había levantado para acariciarle el pelo.


—Me quedaré aquí tumbada un momento. No puedo hacer nada hasta que no me digan si...


—Por supuesto que te lo dirán —la tranquilizó Pedro.


—No debería haberlo perdido de vista —dijo Paula con la voz amortiguada por el hombro de Pedro.


Pedro le puso la mano en la nuca e inspiró hondo. ¿Cómo se podía consolar a una persona que parecía inconsolable?


—Supongo que todos los padres piensan lo mismo cuando le pasa algo a su hijo... Y no empieces con eso de que solo eres un familiar —le advirtió con ternura—. A todo esto, ¿se puede saber qué vio Chloe en Ale? Qué pregunta más tonta. Lo mismo que las demás, supongo.


—Ella era muy joven, y no puedes negar que Ale era muy, muy atractivo.


—¡Dios mío! ¿Tú también?


Paula siempre había despreciado al hijo mayor de los Alfonso por intentar humillar a su hermano pequeño siempre que se presentaba la ocasión, incluso cuando Pedro era bastante reservado. Debía de enfurecer a Ale que Pedro supiera sobreponerse a sus maliciosas burlas, aunque también lo volvía mas perverso. Algunas personas veían el encanto de Ale cuando lo conocían; Paula solo había visto aquella vena de perversidad.


—Me parecía un hombre despreciable —respondió con indignación, al tiempo que levantaba la cabeza—. Pero tú también tienes parte de culpa en todo esto.


—¿Yo?


—Bueno, Chloe solo se fijó en Ale cuando vio que tú no colaborabas. Y no me digas que no sabías que se había encaprichado contigo.


—Lo sabía —reconoció Pedro, y se incomodó al recordar algunos de los intentos de Chloe por llamar su atención—. Y antes preferiría... Bueno, me limitaré a decir que no es mi tipo.


Paula no podía dejar pasar aquella afirmación sin comentarla.


—A mí me parece que era exactamente tu tipo: alta, rubia y de piernas largas —de repente, lamentaba terriblemente carecer de esos atributos.


—Cualquiera diría que has hecho un análisis profundo del tema —dijo Pedro, que tomó la barbilla de Paula entre los dedos para girar su cabeza hacia él.


Paula no quería profundizar en aquel asunto, así que apartó la cabeza.


—La verdad es que estoy casi convencida de que Chloe imaginaba que Ale dejaría a Anabel y se casaría con ella —le explicó en tono lúgubre.


—Al menos, su muerte le ahorró una desagradable sorpresa —dijo Pedro con voz rasposa. Frunció el ceño con perplejidad—. Conociendo la pasión que siente Chloe por el materialismo, me sorprende que no haya exprimido a mi abuelo hasta el último penique.


—Chloe no es tan avariciosa —protestó Paula.


—Si tú lo dices...


—En realidad —confesó Paula con incomodidad—, cree que lo está exprimiendo. Bueno, no exactamente —se incorporó sobre el codo y se recogió un mechón detrás de las orejas—. Recibe una suma anual del capital que ella cree que tu abuelo le ha asignado.


—Y el viejo no le asignó nada.


—Mi abuela nunca tocó el dinero que mis padres dejaron para mis estudios, y a pesar de los impuestos, ahorré bastante dinero cuando trabajaba...


—No me extraña que estés tan escasa de medios. ¿Por qué diablos hiciste eso, Paula?


—Eso mismo me pregunto yo. Déjenos, joven —ni Pedro ni Paula habían reparado en las dos personas que habían entrado en la sala de examen. La joven enfermera, más abrumada aún por la generación anterior de Alfonso que por la última, salió corriendo como un conejillo asustado. Edgar clavó su penetrante mirada en Paula—. Pensaba que usted era la madre...


—No, yo no... Chloe.


—Paula pensaba que Ale era un canalla —explicó Pedro sucintamente, acudiendo en ayuda de Paula—. Será mejor que te des prisa, abuelo —esa pobre chica debe de haber ido por refuerzos —predijo a continuación, y señaló con la cabeza el lugar por donde había desaparecido la enfermera en prácticas. Paula se maravilló que estuviera tan sereno—. O puede que haya ido a traer el té que me prometieron. ¿Quieres que pida otra taza, abuelo?


—Ahórrate tu ingenio mordaz y no te levantes por mí —repuso Edgar en tono irónico mientras Paula, consciente de lo que debía parecer, tumbada sobre la cama con Pedro, intentó levantarse. Un brazo fuerte y resuelto se lo impidió.


—No nos levantaremos —prometió Pedro, que miraba a su abuelo con ojos fríos y sarcásticos.


—¿Y bien, chica?


—No es una chica, es una mujer... mi mujer —Pedro lo dijo como si eso lo cambiara todo... y por supuesto que lo hacía, al menos para Paula... si lo hubiera dicho en serio





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 15




PEDRO ESTABA sentado a la larga mesa en uno de sus extremos, frente a su abuelo. No era una colocación muy íntima: podrían haber acomodado al menos a veinte personas a lo largo de la reluciente superficie de caoba. 


Tiempo atrás, Pedro recordaba haber visto ese mismo número de invitados, y el ambiente había sido festivo en esas ocasiones. Aquella noche, no lo era.


Jugó con la copa de cristal vacía que tenía junto al plato.


—¿Comes aquí cuando estás solo?


—A algunos nos gusta mantener las buenas costumbres —Edgar Alfonso contempló con apenas velada desaprobación el atuendo informal de su nieto. Hacía tiempo que Pedro era inmune a la desaprobación de su abuelo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que coma con una bandeja delante de la televisión?


Pedro hizo una mueca. ¡Qué escándalo sería! Había observado cómo la tez del anciano oscurecía durante la comida desde que aceptara el vino que su nieto había rechazado... ¿Estaría bebiendo por los dos? Pedro se preguntó cómo tendría la presión sanguínea últimamente. No se lo preguntó, sabía que su preocupación no sería bien recibida. Lo irónico era que, en realidad, se preocupaba por su abuelo.


—Sí, la temible tele, ha extinguido el arte de la conversación, ¿verdad? —repuso Pedro con marcado sarcasmo. Habían compartido una comida de cuatro platos y no habían intercambiado más de media docena de palabras antes de que les sirvieran el café.


«Habría sido mejor que me quedara con Paula», pensó, y no por primera vez. En realidad, lo habría hecho si ella no lo hubiese echado, alegando que quería enfrentarse con Chloe sin distracciones.


—¿Has tenido noticias de papá?


Su padre llevaba viviendo un lujoso exilio con su esposa en el sur de Francia desde que lo sorprendieran robando. En realidad, la malversación de fondos fue sofisticada... German Alfonso podía ser codicioso e impaciente, pero también astuto. Claro que no tanto como su padre, al parecer.


Al descubrir el robo, Edgar utilizó su propio dinero para solventarlo y se encargó de suavizar los daños. Cómo no, corrieron rumores, pero el honor de la familia salió indemne del incidente, y eso era lo único que importaba, reflexionó Pedro con cinismo. A continuación, Edgar le notificó a su hijo que ya no era bien recibido en el país, y German sabía que Edgar tenía poder suficiente para convertir su vida en un infierno si no obedecía aquel edicto.


Pedro no lamentaba la marcha de su padre, pero sintió una punzada de pesar a medida que la tez rubicunda de Edgar se intensificaba. Contra toda lógica, sentía afecto por el anciano déspota e intolerante que nunca había sentido por su propio padre ni, para el caso, por su hermano. La madre de Pedro se alegró y emocionó mucho al verlo cuando él la buscó al cumplir la mayoría de edad, pero Natalie no podía dar marcha atrás en el tiempo. Pedro no le guardaba rencor. 


Sabía que ella tenía una nueva familia y se alegraba sinceramente de que hubiese conocido a alguien que le hiciera feliz. No, Edgar y él tendrían que tolerarse mutuamente.


—He recibido noticias de tu padre. Le preocupa que pueda haberlo desheredado —Edgar elevó sus pesados párpados y le brindó una tensa sonrisa.


—¿Y lo has desheredado? —preguntó Pedro con naturalidad.


—Te gustaría, ¿verdad? —lo acusó Edgar.


—Si crees que me importa lo más mínimo tu dinero y esta mansión, no podrías estar más equivocado —le dijo Pedro con frialdad.


El rostro de Edgar Alfonso delató la frustración que sentía al saber que su nieto decía la verdad.


El pitido estridente del móvil de Pedro irrumpió en sus pensamientos, que ya habían derivado de nuevo a El Nogal. Bajo la mirada severa de su abuelo, extrajo el teléfono del bolsillo.


—Paula.


Podía verla con tal nitidez que era como si estuviera delante de él. Le temblaron las aletas de la nariz, ya que casi podía oler la suave fragancia de su cuerpo. Teniendo en cuenta que su imaginación había olvidado suministrar la ropa, era una suerte para el bienestar de su abuelo que la imagen solo fuera fruto de su fértil y erótica imaginación.


Pedro se asombró del inmenso placer que le produjo oír su voz. Se asombró aún más de la reacción lujuriosa de su cuerpo. El placer se disipó con celeridad al detectar la angustia en la voz de Paula.


—¿Mi grupo sanguíneo? —Pedro frunció las cejas con perplejidad mientras le proporcionaba el dato que ella pedía—. Sí, tan raro como los dientes de gallina, al menos, eso me han dicho —su expresión se ensombreció al escuchar la explicación balbuciente de Paula—. En el hospital. Allí estaré —consultó la hora en su reloj metálico de pulsera—. Dentro de veinte... No, de quince minutos.


Colgó y se puso en pie.


—¿Sabías...? —luchando por contener la furia, se cernió sobre el anciano con aire amenazador.


—¿El qué? —Edgar Alfonso no estaba acostumbrado a que lo miraran como si tuviera algo contagioso. No le agradaba.


Por una vez, a Pedro no le resultó divertida la actitud sarcástica del anciano. De repente, ya no le hacía gracia ser el objeto de la reprobación de su abuelo.


—¿Sabías que tu adorado Ale había tenido un hijo bastardo con una de las jóvenes de la aldea? —una de las pocas cosas que había tenido en común con su difunto hermano era su insólito grupo sanguíneo. Al parecer, Ale había transmitido ese mismo grupo sanguíneo a su hijo Benjamin, que estaba esperando a ser intervenido en el hospital de la ciudad más cercana. Paula debía de estar fuera de sí... Y Pedro quería estar con ella, no le apetecía perder tiempo con el viejo.


Edgar Alfonso se puso en pie con ímpetu, olvidándose de la artritis de su rodilla. Lanzaba chispas por los ojos.


—¿Cómo te atreves?


—Claro —contestó Pedro en tono burlón, mientras se ponía la chaqueta—. No hay que hablar mal de los muertos y él valía diez veces más que yo, pero no digas que no sabías que el santo de Ale engañaba a la pobre Anabel siempre que podía —rió con aspereza cuando el rubor bañó las mejillas ya enrojecidas de su abuelo—. Por supuesto que lo sabías, pero la engañaba con una discreción tan exquisita y con tan buen gusto que hacías la vista gorda.


—¿A dónde crees que vas, chico? —gritó Edgar a la espalda rígida del único nieto que le quedaba—. ¿Crees que habría dado la espalda a un hijo de Ale si hubiese sabido que existía?


La voz trémula del viejo detuvo a Pedro. Se dio la vuelta.


—Cualquier heredero sería preferible a mí, ¿no es cierto? —contempló el rostro del anciano—. Eso pensaba.


—¡Pedro!


—¡Cierra la boca! Si no llego pronto al hospital, te quedarás sin heredero —le espetó con furia, sin apenas volver la cabeza.


Era la primera vez que alguien le ordenaba a Edgar Alfonso que se callara. Tardó varios momentos en recuperarse de la conmoción, pero ¡y tanto que se recuperó!