domingo, 24 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 15




PEDRO ESTABA sentado a la larga mesa en uno de sus extremos, frente a su abuelo. No era una colocación muy íntima: podrían haber acomodado al menos a veinte personas a lo largo de la reluciente superficie de caoba. 


Tiempo atrás, Pedro recordaba haber visto ese mismo número de invitados, y el ambiente había sido festivo en esas ocasiones. Aquella noche, no lo era.


Jugó con la copa de cristal vacía que tenía junto al plato.


—¿Comes aquí cuando estás solo?


—A algunos nos gusta mantener las buenas costumbres —Edgar Alfonso contempló con apenas velada desaprobación el atuendo informal de su nieto. Hacía tiempo que Pedro era inmune a la desaprobación de su abuelo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que coma con una bandeja delante de la televisión?


Pedro hizo una mueca. ¡Qué escándalo sería! Había observado cómo la tez del anciano oscurecía durante la comida desde que aceptara el vino que su nieto había rechazado... ¿Estaría bebiendo por los dos? Pedro se preguntó cómo tendría la presión sanguínea últimamente. No se lo preguntó, sabía que su preocupación no sería bien recibida. Lo irónico era que, en realidad, se preocupaba por su abuelo.


—Sí, la temible tele, ha extinguido el arte de la conversación, ¿verdad? —repuso Pedro con marcado sarcasmo. Habían compartido una comida de cuatro platos y no habían intercambiado más de media docena de palabras antes de que les sirvieran el café.


«Habría sido mejor que me quedara con Paula», pensó, y no por primera vez. En realidad, lo habría hecho si ella no lo hubiese echado, alegando que quería enfrentarse con Chloe sin distracciones.


—¿Has tenido noticias de papá?


Su padre llevaba viviendo un lujoso exilio con su esposa en el sur de Francia desde que lo sorprendieran robando. En realidad, la malversación de fondos fue sofisticada... German Alfonso podía ser codicioso e impaciente, pero también astuto. Claro que no tanto como su padre, al parecer.


Al descubrir el robo, Edgar utilizó su propio dinero para solventarlo y se encargó de suavizar los daños. Cómo no, corrieron rumores, pero el honor de la familia salió indemne del incidente, y eso era lo único que importaba, reflexionó Pedro con cinismo. A continuación, Edgar le notificó a su hijo que ya no era bien recibido en el país, y German sabía que Edgar tenía poder suficiente para convertir su vida en un infierno si no obedecía aquel edicto.


Pedro no lamentaba la marcha de su padre, pero sintió una punzada de pesar a medida que la tez rubicunda de Edgar se intensificaba. Contra toda lógica, sentía afecto por el anciano déspota e intolerante que nunca había sentido por su propio padre ni, para el caso, por su hermano. La madre de Pedro se alegró y emocionó mucho al verlo cuando él la buscó al cumplir la mayoría de edad, pero Natalie no podía dar marcha atrás en el tiempo. Pedro no le guardaba rencor. 


Sabía que ella tenía una nueva familia y se alegraba sinceramente de que hubiese conocido a alguien que le hiciera feliz. No, Edgar y él tendrían que tolerarse mutuamente.


—He recibido noticias de tu padre. Le preocupa que pueda haberlo desheredado —Edgar elevó sus pesados párpados y le brindó una tensa sonrisa.


—¿Y lo has desheredado? —preguntó Pedro con naturalidad.


—Te gustaría, ¿verdad? —lo acusó Edgar.


—Si crees que me importa lo más mínimo tu dinero y esta mansión, no podrías estar más equivocado —le dijo Pedro con frialdad.


El rostro de Edgar Alfonso delató la frustración que sentía al saber que su nieto decía la verdad.


El pitido estridente del móvil de Pedro irrumpió en sus pensamientos, que ya habían derivado de nuevo a El Nogal. Bajo la mirada severa de su abuelo, extrajo el teléfono del bolsillo.


—Paula.


Podía verla con tal nitidez que era como si estuviera delante de él. Le temblaron las aletas de la nariz, ya que casi podía oler la suave fragancia de su cuerpo. Teniendo en cuenta que su imaginación había olvidado suministrar la ropa, era una suerte para el bienestar de su abuelo que la imagen solo fuera fruto de su fértil y erótica imaginación.


Pedro se asombró del inmenso placer que le produjo oír su voz. Se asombró aún más de la reacción lujuriosa de su cuerpo. El placer se disipó con celeridad al detectar la angustia en la voz de Paula.


—¿Mi grupo sanguíneo? —Pedro frunció las cejas con perplejidad mientras le proporcionaba el dato que ella pedía—. Sí, tan raro como los dientes de gallina, al menos, eso me han dicho —su expresión se ensombreció al escuchar la explicación balbuciente de Paula—. En el hospital. Allí estaré —consultó la hora en su reloj metálico de pulsera—. Dentro de veinte... No, de quince minutos.


Colgó y se puso en pie.


—¿Sabías...? —luchando por contener la furia, se cernió sobre el anciano con aire amenazador.


—¿El qué? —Edgar Alfonso no estaba acostumbrado a que lo miraran como si tuviera algo contagioso. No le agradaba.


Por una vez, a Pedro no le resultó divertida la actitud sarcástica del anciano. De repente, ya no le hacía gracia ser el objeto de la reprobación de su abuelo.


—¿Sabías que tu adorado Ale había tenido un hijo bastardo con una de las jóvenes de la aldea? —una de las pocas cosas que había tenido en común con su difunto hermano era su insólito grupo sanguíneo. Al parecer, Ale había transmitido ese mismo grupo sanguíneo a su hijo Benjamin, que estaba esperando a ser intervenido en el hospital de la ciudad más cercana. Paula debía de estar fuera de sí... Y Pedro quería estar con ella, no le apetecía perder tiempo con el viejo.


Edgar Alfonso se puso en pie con ímpetu, olvidándose de la artritis de su rodilla. Lanzaba chispas por los ojos.


—¿Cómo te atreves?


—Claro —contestó Pedro en tono burlón, mientras se ponía la chaqueta—. No hay que hablar mal de los muertos y él valía diez veces más que yo, pero no digas que no sabías que el santo de Ale engañaba a la pobre Anabel siempre que podía —rió con aspereza cuando el rubor bañó las mejillas ya enrojecidas de su abuelo—. Por supuesto que lo sabías, pero la engañaba con una discreción tan exquisita y con tan buen gusto que hacías la vista gorda.


—¿A dónde crees que vas, chico? —gritó Edgar a la espalda rígida del único nieto que le quedaba—. ¿Crees que habría dado la espalda a un hijo de Ale si hubiese sabido que existía?


La voz trémula del viejo detuvo a Pedro. Se dio la vuelta.


—Cualquier heredero sería preferible a mí, ¿no es cierto? —contempló el rostro del anciano—. Eso pensaba.


—¡Pedro!


—¡Cierra la boca! Si no llego pronto al hospital, te quedarás sin heredero —le espetó con furia, sin apenas volver la cabeza.


Era la primera vez que alguien le ordenaba a Edgar Alfonso que se callara. Tardó varios momentos en recuperarse de la conmoción, pero ¡y tanto que se recuperó!





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