domingo, 24 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 17





Paula sabía que la réplica de Pedro estaba pensada para irritar y provocar a su abuelo... nunca pasaba por alto una oportunidad. Aun así, sus palabras le produjeron el mismo impacto que el del camión contra el coche de Ian, y desterraron todas las dudas que había logrado retener: quería ser la chica de Pedro, su mujer, su amor. Quería serlo de verdad porque lo amaba tanto como era posible para una mujer amar a un hombre. Tenía gracia que, a pesar de su inexperiencia en aquellos temas, supiera con todas las células de su cuerpo que lo que sentía era amor eterno... O, en aquel caso, un amor desesperado y no correspondido, se dijo con crueldad.


El abuelo de Pedro paseó su mirada entornada por las dos figuras que se hallaban tendidas sobre la cama.


—No estoy ciego, chico —le espetó—. Y no me importa quién sea, exijo saber qué creía estar haciendo al negarme a mi bisnieto. No me molestaré en preguntarte que andas tramando con ella... —añadió con burla y desdén.


El desprecio del anciano endureció las facciones de Paula. De repente, no se sentía avergonzada, sino resuelta. Pedro valía más que cien Alfonsos vivos o muertos, y aun así, todos insistían en tratarlo de una forma horrible. 


Tocó la mejilla de Pedro. Resultaba diferente mirarlo y saber que lo amaba y que siempre lo amaría.


—No importa —murmuró, y se preguntó si parecería tan distinta como se sentía.


—¿De verdad?


Paula asintió con firmeza. En aquella ocasión, Pedro le permitió levantarse.


Paula se encaró con la figura que, aún en aquellos momentos, era temida y reverenciada en los círculos financieros.


—No se lo dije por varias razones. En primer lugar, Anabel me caía bien —la esposa de Ale era una mujer dulce que, sin duda, había creído que su esposo era perfecto. Antes incluso de su muerte, se había sentido desolada por su incapacidad de darle un heredero. Saber que Chloe se había quedado embarazada de Ale habría sido un golpe demasiado fuerte para la desconsolada viuda—. Siempre ha sido amable conmigo y no quería herir sus sentimientos. En segundo lugar —la voz le temblaba mientras contemplaba con desdén a Edgar Alfonso—, vi cómo su familia hacía desgraciado a uno de sus miembros —su mirada se suavizó fugazmente al volver la cabeza hacia Pedro—. No tenía razones para creer que lo harían mejor la segunda vez —anunció con sarcasmo.


Pedro contempló, estupefacto, cómo su abuelo se arredraba y rehuía la mirada de aquellos ojos verdes críticos e imperdonables. Dudaba que Paula comprendiera lo insólito de aquella situación.


Pedro era... es responsabilidad de mi hijo —barbotó el anciano con incomodidad—. Yo no debía interferir en su manera de educar a Pedro —la frase carecía de la convicción habitual de Edgar y, a juzgar por su expresión, el anciano era consciente de ello.


—No sé quién me merece más desprecio —anunció Paula—, si las personas que pegan a los niños o los que lo saben y no hacen nada para evitarlo —temió haber ido demasiado lejos cuando Edgar profirió una exclamación y se llevó la mano al pecho—. ¿Se encuentra bien? —preguntó con nerviosismo.


—Siéntate, abuelo —le ordenó Pedro con aspereza, y se levantó de la cama con un movimiento fluido para hacerse cargo de la situación—. ¿Quieres que llame al médico?


—No seas estúpido, lo único que necesito son mis pastillas —Edgar extrajo un frasco del bolsillo de su chaqueta con dedos trémulos—. Así está mejor —susurró momentos después.


Paula se sintió aliviada al ver que los labios de Edgar habían perdido el tono azulado.


—Tu padre es un mamarracho —declaró el anciano—. Cuando me enteré de lo que hacía, le dije que si volvía a ponerte la mano encima lo molería a palos.


—Y dicen que la violencia engendra violencia —comentó Pedro. A pesar del sarcasmo, Paula advirtió que estaba pensativo.


—Entonces, ha criado sola al niño —los sagaces ojos del anciano se posaron momentáneamente en Pedro—. No hay ningún marido ni compañero...


Paula lo negó con la cabeza antes de describir su soledad.


—Hasta ahora, solo somos Benjamin y yo —confirmó con cautela. No estaba segura de a dónde quería ir a parar Edgar Alfonso—. Por cierto... —Paula frunció el ceño distraídamente y dio una palmadita al buscapersonas con el que habían prometido llamarla en cuanto Benjamin saliera del quirófano—. Debe de estar al salir... Quizá sea mejor que espere arriba —se volvió con el ceño fruncido a Pedro.


Edgar Alfonso contempló con incredulidad a la mujer esbelta que con tanta brusquedad le había dado la espalda.


—Iré contigo.


—Deberías descansar, y no puedes dejar solo a tu abuelo...


—No soy un inválido, no necesito que me cuiden —estalló Edgar Alfonso—. Y, para tu información, tampoco soy tu abuelo.


Pedro frunció el labio con sorna.


—¿No te estarás dejando llevar por vanas ilusiones? —preguntó, y se dio unos golpecitos con el dedo en su nariz aquilina. Un rasgo casi idéntico adornaba el rostro ajado del anciano—. Esta clase de pruebas son difíciles de refutar.


—No intento refutar nada —el hombre se puso en pie con dificultad, pero no desvió la mirada del rostro burlón de Pedro ni siquiera un instante—. Soy tu padre.


Paula comprendió por proceso de eliminación que la exclamación de sorpresa había emergido de sus propios labios. Ninguno de los dos hombres se había movido ni emitido ningún sonido. El rostro de Pedro parecía esculpido en piedra, salvo que la piedra no tenía pulso y Paula podía ver la vena que latía como un pistón en su sien mientras miraba fijamente al anciano.


—Mi padre vive en el sur de Francia con su encantadora esposa.


—German no es tu padre.


Pedro movió la cabeza.


—¿Se trata de un intento descabellado de...? —se interrumpió, con los ojos clavados en el rostro de Edgar—. Estás diciendo la verdad, ¿no es así? —masculló—. ¡Hijo de perra! ¡Te acostaste con la mujer de tu propio hijo! Con mi madre... —cerró los ojos y movió la cabeza como si su cerebro no pudiese asimilar la información—. Siempre supe que tenías algo que ver con su huida, pero nunca sospeché por qué.


Edgar retrocedió ante la ardiente animosidad que refulgía en los ojos del joven. Paula le puso la mano a Pedro en el brazo con vacilación.


—Su corazón...


—¿Qué corazón? —masculló Pedro, y desechó la preocupación de Paula con una carcajada áspera— ¿Lo sabe mi...? —se interrumpió antes de decir «padre». Una sonrisa sin humor curvó las comisuras de sus labios—. ¿Lo sabe?


—¿German?


—No estoy hablando del príncipe Carlos.


—Nadie lo sabe salvo tu madre y yo. Eso lo habría hundido.


—¿No es un poco tarde para que te preocupes por él?


—Tienes que comprender que hicimos lo que consideramos mejor.


—¿Mejor para quién? —estalló Pedro—. Ahora entiendo por qué se marchó, pero ¿por qué diablos me dejó donde nadie me quería?


—Yo quería que estuvieras conmigo.


—No me hagas reír.


Edgar apretó los dientes y afrontó el desdén cáustico de su hijo.


—Tú eras... eres un Alfonso, es tu derecho de nacimiento. Tu madre lo comprendía. Al final, se le hizo insostenible seguir con German.


—Yo no te necesitaba a ti, ni ningún derecho de nacimiento. Necesitaba a mi madre.


Aquellas palabras conmovieron a Paula. Quería abrazar a Pedro, pero sabía que, de momento, debía mantenerse al margen.


—Ya te he dicho que hicimos lo que consideramos mejor en aquel momento. Si German lo hubiese averiguado, se habría armado un terrible escándalo. Tu madre lo sabía y quería protegerte.


—¡Escándalo! Ahora empiezo a comprender...


—No, no lo entiendes, chico... Tu madre y yo... nos enamoramos —balbució Edgar con incomodidad. Paula hizo una mueca al ver la expresión mordaz en el rostro implacable de Pedro.


—En esta vida hay imposibles, y uno de ellos es hacer pasar lo que hiciste por algo noble y virtuoso.


—Solo ocurrió una vez. Tu madre se sentía sola y muy desgraciada.


—Y tu fuiste un hijo de perra. Lo olvidaba, ese soy yo, ¿verdad?


—No estoy orgulloso...


—De ser el padre de la oveja negra de la familia... sí, ya me he dado cuenta a lo largo de los años.


—No estoy orgulloso de lo que os hice a tu... a German, a tu madre y a ti. Me sentía culpable. Ahora veo que al intentar compensar a German y a Ale, les consentí demasiadas cosas. No quería darte a ti un trato preferente.


—Y lo lograste.


—Ale no era la clase de chico capaz de perdonar a su hermano pequeño que fuera mejor persona y más brillante que él en todos los sentidos. Si yo te hubiera mostrado algún favoritismo, solo habría agudizado su rencor. Seguramente, me excedí —reconoció Edgar con contrariedad—, pero tú siempre has sido tan obstinado... Moví muchos hilos para que no te echaran de ese condenado colegio, incluso me ofrecí a subvencionarles una nueva biblioteca. Lo único que tenías que hacer era decir que lo sentías... y no era mucho pedir teniendo en cuenta que fuiste responsable de dos dislocaciones, una fractura y varios dientes rotos.


—Yo tampoco salí indemne.


—Pero fuiste incapaz de disculparte. Nunca has necesitado a nadie —lo acusó Edgar con aspereza.


—No te necesito a ti —le dijo a su padre con fría deliberación.


Paula se sorprendió sintiendo lástima por el soberbio anciano. 


Contempló su rostro arrugado y, por primera vez, se hizo evidente que estaba viejo y cansado.


—¿Por qué ahora? —preguntó Pedro.


—Podría morir sin que tú lo supieras... y no quería que recayera en tu madre esa responsabilidad. De repente, me pareció importante que lo supieras.


El busca vibró en el bolsillo de Paula. Desgarrada por el deseo conflictivo de estar en dos lugares al mismo tiempo, puso una mano en el hombro de Pedro y dijo su nombre. Pedro contempló la pequeña mano y el rostro pálido de Paula con una expresión que indicaba que se había olvidado de que ella estaba allí.


—Tengo que irme.


—Te acompaño.


—Pero... —solo tuvo que mirarlo a los ojos para reprimir la réplica.



****

—Mañana podremos trasladarlo a maternidad.


—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo Paula por enésima vez. Y era cierto. Sentía un patético agradecimiento hacia todas las personas cuya formación había salvado la vida de Benjamin.


—Podrá quedarse con él en maternidad, pero no va a despertarse hasta que no reduzcamos el somnífero. Lo que debe hacer es ir a casa y dormir.


—No puedo... —empezó a decir.


—Me encargaré de que lo haga, doctor —la interrumpió Pedro.


Paula lo miró con indignación mientras el médico respondía a una nueva llamada sobre otro paciente.


—Voy a quedarme.


—¿Para quedarte dormida mañana, y al día siguiente, cuando Benjamin te necesite de verdad? —dicho de aquella manera, Paula tenía que reconocer que su vigilia nocturna no parecía una solución muy práctica—. Puedes hacer lo que quieras, claro...


—Está bien, está bien —accedió Paula de mal humor, y lanzó una última mirada a la pequeña figura dormida—. Pero me llamarán si no...


—¿No te lo han dicho ya hasta la saciedad? —Pedro suspiró—. Vamos, Paula, estás estorbando —le dijo sin miramientos.


—¡Muchas gracias! —en el fondo, sabía que lo que Pedro decía era sensato, pero la irritaba que lo dijera de todas formas.


—Te llevaré a casa.


Paula asintió a regañadientes.


Paula metió la llave en la cerradura y descubrió que, con las prisas, había dejado la puerta entreabierta.


—¿Vas a pasar? —preguntó con vacilación, y se volvió hacia la figura alta que estaba justo detrás de ella.


—Esa era la idea, pero si tienes alguna objeción...


La luna bañaba el paisaje con su luz plateada, pero la senda de piedra estaba resguardada por un dosel de ramas entrelazadas y el rostro de Pedro era una sombra un poco menos oscura que las demás.


—Después de lo que has hecho por Benjamin, ¿crees que voy a darte con la puerta en las narices?


—Esperaba que tu bienvenida estuviera motivada por algo que no fuera gratitud.


A pesar del agotamiento que se había adueñado de todas las células de su cuerpo, la perspectiva de pasar la noche con Pedro no dejaba de ser apetecible.


—La verdad —le dijo, y parpadeó al encender la luz eléctrica del estrecho pasillo— es que me agradaría sentirme en los brazos de otra persona —no le importaba parecer descarada, pero no quería estar sola.


—¿De cualquier persona?


Paula exhaló un suspiro de exasperación.


—No, no de cualquier persona, solo de ti. ¿Contento? —¡qué pregunta más tonta, por supuesto que no estaba contento!—. ¿Quieres hablar sobre...? —sugirió con suavidad.


—¡No! —la interrumpió Pedro con fiereza—. No quiero hablar con ni sobre mi abuelo... perdón, padre —Paula hizo una mueca al percibir la amargura de su voz—. Entonces, debo de ser el hermanastro de German, ¿no? —profirió una carcajada amarga—. Para que luego hablen de las familias felices.


Paula sabía que Pedro debía hablar, pero tenía la certeza de que no era el momento de señalárselo. Lo agarró de la mano y lo condujo escaleras arriba hasta el dormitorio.





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