sábado, 23 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 14





-¿QUÉ HACES? —protestó Paula cuando Pedro la levantó a ella, y todas las prendas que estaban a su alcance, en brazos.


Estaba a gusto... bueno, un poco más que a gusto, en realidad, sintiendo el cuerpo pesado y sudoroso de Pedro sobre el de ella, disfrutando de la extraordinaria intimidad de la calma que sucedía a la tormenta.


¡Y qué tormenta! Paula nunca había imaginado que se encontraría en una situación, o con un hombre, que le hiciera olvidar sus inhibiciones naturales y comportarse con total y maravilloso abandono.


El recuerdo de la acuciante necesidad de ser poseída todavía tenía una nota de irrealidad. Sin embargo, la tibieza de la satisfacción que sentía en su bajo vientre distaba de ser irreal. La certeza de que Pedro había sido una víctima igual de indefensa de sus deseos no le hacía sentirse ni vencedora ni vencida. Más bien, tenía la difusa sensación de que debía sentirse avergonzada. «Quizá lo haga», se dijo, «cuando pueda pensar en lo ocurrido con objetividad».


—Llevarte a la cama.


No había connotación sexual en aquella respuesta prosaica, pero Paula sintió una oleada de calor. Por absurdo que pareciera, no podía negar que la voz grave de Pedro bastaba para provocar un estremecimiento de deseo por todo su cuerpo.


—¿No es un poco tarde para eso? —Paula tragó saliva para suavizar la sequedad de su garganta mientras contemplaba cómo Pedro cerraba la puerta con llave.


—¿Te apetece que entre cualquiera y te vea tumbada sobre la mesa de la cocina? —inquirió Pedro. Paula sintió los primeros aleteos de la inquietud que amenazaba con echar a perder su languidez. Y no era de extrañar, pensó. Pedro había logrado conjurar una imagen dolorosamente cruda.


—Es un comentario de muy mal gusto —protestó.


—Sí, pero preciso —declaró Pedro antes de arrojarla sobre la cama.


Paula permaneció tumbada, hecha un ovillo de pálidos miembros desnudos, cuando la expresión intensa del rostro delgado de Pedro le hizo reparar en cada centímetro de piel desnuda que estaba exhibiendo.


Por supuesto que Pedro la miraba con intensidad: era una mujer y estaba desnuda. Si se presentaba la oportunidad, ¿acaso la mayoría de los hombres no miraría fijamente a una mujer desnuda? A cualquier mujer desnuda. La testosterona prevalecería siempre sobre los buenos modales.


—Deja de mirarme así —le dijo con un ceño reprobador.


—¿Cómo? —preguntó Pedro, sin desviar la mirada.


—Como si estuvieras babeando.


Una carcajada emergió de su garganta.


—Espero que no de forma visible.


—¿Tú haciendo algo antiestético? No lo creo —debía de ser la criatura más elegante que había visto nunca, decidió Paula. Más aún, su gracia era espontánea, una parte intrínseca de él—. Estoy segura de que estarías sensacional con huevo en la cara.


Aunque el comentario parecía más una crítica que un cumplido, Paula lo estaba devorando con la mirada. 


Pequeños detalles insignificantes la fascinaban, como el lunar de forma oval que Pedro tenía justo encima del pezón derecho, y la forma en que... «Cielos, cualquiera diría que estás enamorada». Abrió los ojos con angustia. «No, no puede ser. Ahora no. Con Pedro, no».


—¿Te encuentras bien? —preguntó Pedro con el ceño fruncido. Paula había palidecido de forma tan drástica que, por un momento, creyó que iba a desmayarse. Las mujeres no solían tener aspecto de estar a punto de vomitar después de que Pedro les hiciera el amor.


—Estoy bien... muy bien —exclamó, y le salió un gallo cómico en la última palabra.


Aquella respuesta chillona no hizo sonreír a Pedro, que apretó la mandíbula con resolución. Se negaba en redondo a creer que Paula estuviera lamentando lo ocurrido. ¡No se lo permitiría!


—Es normal que babee un poco, Paula, cuando estás exhibiendo tu hermoso cuerpo de esa manera —la fiera sonrisa burlona hizo que Paula, incapaz de seguir tolerando el escrutinio, se deslizara bajo las sábanas con las mejillas ardiendo—. No era una queja. Sin embargo —reconoció Pedro con un suspiro de pesar—, así nos resultará más fácil hablar, y tenemos que hablar.


¿Más fácil para quién?, se preguntó Paula. Pedro se había puesto los pantalones, aunque no se hubiera atado el cinturón, pero no llevaba camisa. Un torso lleno de pectorales perfectos impedía que una mujer se concentrara.


—¿De qué quieres hablar? —no del comienzo de una relación profunda y sincera, por supuesto. Paula hizo caso omiso de la insatisfacción que empezaba a formarse en su pecho. A Pedro debía de temer que ella se pusiera sentimental y pegajosa—. No tienes por qué preocuparte, Pedro, sé que no ha significado nada. Estoy segura de que ya tienes bastantes problemas y no necesitas ninguna otra complicación... Yo, desde luego, me siento así —en aquellos momentos, debía dedicar toda su energía al dilema sobre Benjamin. Era el momento más inoportuno para satisfacer sus propios placeres egoístas—. Al menos, no tendremos que preocuparnos por un embarazo no deseado.



Bromear sobre aquel asunto era lo más difícil que Paula había hecho en la vida. ¿Y qué obtenía a cambio? Pedro ni siquiera parecía aliviado.


—A decir verdad, no tengo interés en comentar lo vacío y sin sentido que te ha parecido nuestro abrazo.


—¡Yo no he dicho eso! —protestó Paula.


—Me identifico con ese sentimiento —replicó Pedro en tono sombrío. La sometió a un escrutinio severo y se apresuró a sacar a colación el tema que más le preocupaba en aquellos momentos—. ¿Desde cuándo no has estado con un hombre? —preguntó con engañosa naturalidad.


Nada podía haber parecido más espontáneo que la respuesta de Paula... quizá demasiado espontánea.


—Desde hace tiempo —Paula jugó con el fleco de su colcha de alegres colores antes de colocarla de forma artística sobre la sábana blanca.


—¿Mucho tiempo? ¿Quieres dejar la colcha en paz? —gritó Pedro con brusquedad. Le arrancó la tela de los dedos y se sentó en el borde de la cama.


—Tal vez —concedió con desafío.


Pedro contempló la expresión que asomó al rostro de Paula y maldijo. No parecía posible, pero en el fondo había sabido contra todo pronóstico que tenía razón. Peor aún, la parte políticamente incorrecta, la parte Neandhertal de su ser había sentido un placer primitivo al saber que había sido el primero.


—¡No hace falta que maldigas! —lo regañó Paula.


Pedro lo consideraba muy necesario.


—¿Mucho tiempo quiere decir nunca?


—¿Y qué? —lo desafió Paula, y elevó su rostro enrojecido—. No hace falta que abras una investigación.


Pedro apretó sus labios sensuales hasta reducirlos a una delgada línea.


—¡No puedo creer que hayas tirado por la borda con tanta frivolidad algo que tanto valoras!


Pedro, precisamente Pedro, ¿iba a darle lecciones de moral?


—¡No ha sido frívolo! —gritó Paula, al tiempo que se ponía de rodillas y tiraba de la sábana hacia la barbilla. El recelo de la mirada sagaz de Pedro le hizo comprender lo fácilmente que se podían malinterpretar sus palabras. ¿O no?—. Quiero decir, que no ha sido del todo frívolo —se contradijo enseguida—. Solo diferente. Y no es como si hubiese estado esperando a que el hombre ideal apareciera en mi vida.


—No me digas.


—Para tu información —replicó Paula en tono desafiante—, hace unos años mantuve una relación bastante seria y estaba a punto de... tirarlo por la borda, como tú dices con tan buen gusto —le espetó—, cuando el médico me dijo que no podía... ya sabes. Así que se lo dije a Tomas. No es que fuéramos a casarnos ni nada parecido, pero pensé que tenía derecho a saberlo —una mirada distante empañó sus ojos al recordar lo ocurrido cinco años atrás.


—¿Y qué hizo Tomas? —preguntó Pedro en un tono engañosamente lánguido.


—Dijo que lo sentía, pero que...


—¡El muy cretino te dejó! —masculló Pedro con fiereza. 


Paula se encogió de hombros.


—Le daba miedo la enfermedad. No es que estuviera enferma, exactamente, pero...


—Ahora ya sé de dónde sacas todas esas ideas absurdas.


—¿Qué ideas absurdas?


—Siempre hablas como si fueses una minusválida... no una mujer completa.


Aquella acusación fue muy dolorosa.


—Solo intento ser realista. Lo siento si eso te incomoda.


—¡Realista! —respondió Pedro con furia—. Más bien, autocompasiva, pero no esperes que te haga ninguna concesión por tu incapacidad. Miles de personas llevan una vida feliz y productiva con incapacidades reales. No puedes tener hijos...


—¿Y qué? —saltó Paula. ¿Cómo podía un hombre, sobre todo alguien tan egoísta e insensible como Pedro, empezar a comprender?—. ¿Es eso lo que quieres decirme?


—Lo que quiero decir es que la vida no es justa, pero es así. El que no puedas tener hijos es parte de lo que eres, como el color de tus ojos, pero no eres tú —la voz de Pedro se había vuelto sorprendentemente tierna y Paula sintió un nudo de emoción en la garganta—. La cuestión es que a mí, desde luego, me has parecido toda una mujer.


Un hombre que se había acostado con una mujer virgen y vulnerable debía sentirse como un canalla de primera clase, y Pedro así se sentía, pero el sentimiento estaba desvaneciéndose con rapidez al mismo tiempo que su interés sexual se estimulaba. En realidad, «estimulaba» no acertaba a describir el ansia que empezaba a crear nudos tortuosos en su vientre. De repente, tuvo una vivida visión de un hombre sin rostro que retomaba lo que él había dejado, y los músculos de su vientre se contrajeron con fiero rechazo. 


No era propio de él dejar algo inacabado.


—Para mí, desde luego, no ha sido gran cosa. No me siento desflorada ni nada parecido —con una carcajada destinada a ilustrar que no albergaba neurosis de ningún tipo, Paula rechazó con firmeza la idea—. Para que lo sepas, me siento liberada... fortalecida incluso —le explicó, y alzó las manos con expresividad. El gesto se volvio contra ella en el momento en que la sábana resbaló a su cintura. No se sintió especialmente fortalecida cuando corrió a cubrirse de nuevo—. Debería haberlo hecho hace años —masculló con resuelto buen humor.


Pedro la estaba observando con aquella expresión sombría, reflexiva y enigmática tan propia de él.


—No tenías más que pedirlo.


—¡Ja! —la carcajada de Paula fue genuina, aunque impregnada de amargura—. Menuda bola. Nunca te habías fijado en mí —lo cual debía de ser la única razón por la que su amistad hubiese sobrevivido a la pubertad—. ¿Lo ves? —se burló, y lo señaló con el dedo—. ¡No puedes negarlo!


Pedro atrapó el dedo y, sin dejar de mirarla a los ojos, se lo llevó a los labios. Besó la yema con suavidad antes de metérselo lentamente en la boca. Lo lamió.


Todos los músculos del estómago de Paula, además de los tanto tiempo desatendidos, se contrajeron al unísono.


—Ya te he dicho que algunas cosas cambian.


El tono sensual de la voz de Pedro, no. Ese era uno de los rasgos eternos de la vida.


—No tanto —graznó en un susurro rencoroso mientras retiraba el dedo con brusquedad. Sospechaba que Pedro se estaba riendo de ella.


—Entonces —preguntó con una sagacidad imperdonable—, ¿por qué estás temblando?


—No digo que no seas atractivo... Sobre todo —añadió con ironía—, cuando te esfuerzas tanto por serlo.


—Te lo recordaré la próxima vez que hagamos el amor —repuso Pedro en tono enigmático.


—¿No estarás sugiriendo que hagamos esto...?


—¿Con regularidad? —la cama de metal tembló cuando Pedro se colocó cómodamente junto a ella—. No se me ocurre ninguna razón sensata que lo impida.


—Yo sí. A mí se me ocurren cientos de razones.


—He dicho una razón sensata. Los dos tenemos necesidades que ninguna otra persona está satisfaciendo en este momento.


—¡Como proposición, tiene todo el encanto de una encuesta demográfica! Prefiero morir antes que esperarte con los brazos abiertos siempre que te apetezca pasarte por aquí. ¡Es tan humillante! —Paula se estremeció con desagrado y no se percató de que se había puesto rígido de furia—. Creo que lo que necesitas es una querida como las de antes.


Pedro se tumbó de costado de repente y le arrancó la sábana de las manos. Con la misma firmeza, le agarró el muslo y tiró de ella hasta que quedaron cara a cara. Sus ojos oscuros llameaban con fiera determinación mientras recorría el cuerpo trémulo de Paula con la mirada.


—Lo que necesito eres tú.


El calor inundó el vientre de Paula. Unos minúsculos puntos rojos bailaron ante sus ojos.


—Y tú me necesitas a mí —anunció Pedro con la misma autoridad—. Sé que no lo hemos buscado, pero ha pasado —Pedro sintió el estremecimiento que la recorría mientras tomaba uno de sus senos en la mano—. Yo, desde luego, no buscaba olvidar mis problemas con una especie de frenesí sexual —admitió con voz ronca.


¡Frenesí! ¿De verdad había dicho esa palabra? Nunca se había considerado la clase de mujer capaz de inspirar frenesí en nadie. Era gratificante comprobar que no había sido la única que se había sentido así. Se retorció y pronunció su nombre con suavidad cuando él le acarició el pezón tenso y rígido.


Las siguientes palabras de Pedro sugerían que él también estaba perplejo por lo ocurrido.


—Y tampoco esperaba sentir esta clase de atracción por alguien tan deprisa y, mucho menos, por ti.


Paula se sentía como si tuviera hiél en la boca. Estaba furiosa consigo misma por mantenerse pasiva y dejar que Pedro la acariciara como quisiera. En el fondo, la idea de dejar que Pedro la acariciara a placer era una perspectiva vertiginosa y excitante. Le puso las manos en los hombros y lo empujó, pero fue en vano.


—Esa es la ventaja que yo tengo sobre ti, Pedro. Siempre he sabido que eras superficial, pero veo que a ti la revelación te ha dejado conmocionado.


—Podrías pasarlo muy bien explorando mis superficies —le prometió con un brillo perverso en la mirada.


Paula profirió un gemido de preocupación y desistió de su intento por apartarlo.


—¿No crees que esto se está poniendo un poco... serio para ser una aventura inofensiva?


—Se puso serio en cuanto empezaste a rasgarme la ropa.


—¡Fuiste tú el que rasgaba!


—Por cierto —Pedro alargó el brazo y le desabrochó el sostén arrugado que había dejado de sostener hacía algún tiempo. Sostuvo en alto la franja de encaje negro antes de tirarla al suelo.


—Es evidente que estás despechado —sugirió Paula, que trataba de ver la parte cómica de todo aquello. El hecho de que sus palabras sonaran como un jadeo se debía a que Pedro le estaba acariciando la piel suave de los glúteos. Sus palabras habrían tenido más impacto si no hubiera respondido con tanto entusiasmo al beso largo y lánguido que Pedro le dio en los labios.


—Es mucho menos peligroso que me despeche contigo que con una extraña que pueda creer...


—Que significa algo —concluyó Paula en tono inexpresivo, y se pasó el dorso de la mano por los labios recién besados. 


No podía borrar el sabor de Pedro de su boca.


—Por supuesto que significa algo —Pedro dibujó arabescos con los dedos en la parte inferior de la espalda de Paula. El deseo, agudo y dulce, se apoderó de ella—. Significa que yo te deseo y que tú me deseas a mí.


—¿No estás dando demasiadas cosas por hecho? —con los ojos entrecerrados contempló con impotencia cómo Pedro estudiaba sus senos henchidos y estos reaccionaban visiblemente al escrutinio. ¡No era de extrañar que se mostrara prepotente!


—¿Tú crees?


No era el momento más adecuado para descubrir que no podía mirarlo a la cara y mentir.


—Haces que todo parezca tan sencillo...


Incluso mientras protestaba, Paula tenía la sensación de que los dos sabían que era inútil. Había cosas inevitables en la vida, y ella había descubierto, bastante avanzada la suya, que cuando Pedro decía que la deseaba, era absurdo resistirse. ¿Podría ser un defecto genético?, se preguntó.


—De eso nada. Hasta hora, lo único que hemos hecho ha sido discutir.


—Nosotros siempre discutimos.


—Y, normalmente, a mí me importa un comino.


Paula contempló la expresión pensativa que empañaba su mirada. Ahogó un grito de enojo y se mordió la lengua.


—Escúchame, Pedro —empezó a decir, y tomó una almohada que estaba por encima de su cabeza y la colocó entre ambos. Sus senos protestaron pero, aunque constituía una defensa endeble, era mejor que nada—. Valoro nuestra amistad, pero nunca la recuperaremos...


—¿Si somos amantes? ¿No eres un poco perversa? Lo mismo dices que lo único que hacemos es discutir como afirmas que merece la pena que conservemos nuestra amistad a cualquier precio... ¡incluida mi cordura!


La sorpresa le hizo olvidar lo peligroso que era mirarlo directamente a los ojos. Solo hicieron falta dos segundos de exposición a aquella mirada intensa y llameante para que Paula quedase paralizada de deseo.


—Deberías ir a ver a tu abuelo —le costaba articular las palabras—. Y yo...


—Te quedarás aquí sola, dándole vueltas a la cabeza. Creo que mi idea es mejor. Sabes cómo herir los sentimientos de un hombre, Paula. Aquí estoy yo, ofreciéndote mi cuerpo y mi vasta experiencia...


Quizá pareciera una broma, pero Pedro hablaba muy en serio. Sabía que Paula había disfrutado de su primera y frenética unión; sus reacciones habían sido más elocuentes que cualquier palabra de elogio. Pedro se sorprendía deseando enseñar... ¡No, deseando, no! Queriendo enseñarle las sutilezas, lo gratificante que podía ser la contención. Se contendría tanto que ella le suplicaría que la poseyera, decidió, y sonrió con sombría determinación. Él también suplicaría un poco, solo para demostrarle que no tenía nada de malo pedir.


—¡Serás presumido! —Paula prorrumpió en carcajadas.


—No ha sido un alarde sin sentido —Pedro tomó la almohada que Paula acababa de arrojarle a la cabeza.


—Estoy segura de que tienes experiencia, pero ahórrate los detalles.


—Comparado contigo, Paula, un gatito recién nacido tiene más experiencia, pero eso está a punto de cambiar —tomó la barbilla de Paula entre el dedo pulgar e índice y se negó a consentir que desviara la vista.


—No sé si quiero cambiar.


—¿Qué vas a hacer? ¿Fingir que no hemos hecho el amor? ¿Que no te ha gustado? ¿Que no deseas repetir la experiencia tanto como yo? —movió la cabeza con reprobación de lado a lado—. Demasiada farsa para una sola mujer. Cambia tu costumbre de toda una vida, Paula. Vive el momento...


—Esa es una filosofía muy peligrosa —aunque no añadió que atractiva y tentadora.


—Eres una mujer cálida y sensual, Paula.


Paula sabía que no era cierto, pero Pedro insuflaba autoridad a sus palabras. El hecho de que su mano estuviera acariciándole el pecho de nuevo acrecentaba el engaño. 


Paula se sentía como si todas sus dudas se estuvieran disolviendo.


—¿Tan obvio ha sido, Pedro? —susurró, incapaz de reprimir su curiosidad. Pedro le rozó el pezón con el pulgar y ella gimió.


—Era obvio que estabas hecha para hacer esto conmigo —respondió con voz ronca—. Solo Dios sabe por qué no me di cuenta antes.


—¿Hacer el qué?



—Esto —Pedro tomó su mano, la apretó contra él, y Paula comprendió enseguida.


—Te sientes...


—Demasiado vestido.


—Eso también —accedió ella con voz ronca.


—Podrías hacer algo para remediarlo. ¿Te apetecería? —preguntó Pedro, y retiró los gruesos mechones de pelo de su mejilla.


—Me apetece tanto que no puedo respirar —confesó


Paula, con precipitación y voz entrecortada. La respuesta de Pedro fue música para sus oídos.


—Puedes hacer todo lo que quieras —inspiró profundamente su aroma de mujer y empezó a salpicar besos por su rostro y cuello. Hundió los dedos en su melena y le ladeó la cabeza hasta que no quedó ni un centímetro de piel que sus labios no hubieran besado.


Lo único que Paula quería hacer era amar a aquella persona que había conocido durante casi toda su vida pero que nunca había visto de verdad hasta aquel día. ¿Habría cambiado ella? ¿Habría cambiado él? No importaba. Lo que importaba era que nunca había estado tan segura de algo en toda su vida. «Claro que no me sirve de mucho», pensó con tristeza, «cuando amarlo es lo único que no puedo hacer».


—No sé cómo hacerlo.


Pedro dejó de jugar a que besaba y la besó como era debido.


—Yo sé cómo, te enseñaré. Lo único que tienes que hacer es decirme lo que te gusta.


—No puedo —susurró Paula.


—Nunca te ha dado miedo decirme lo que piensas —Pedro acarició un pezón tenso rítmicamente con el pulgar. 


Paula profirió un gemido agónico.


—Eso es diferente.


—Hermoso y diferente, como tú.


Y lo fue.


AMIGO O MARIDO: CAPITULO 13




La cabeza morena de Pedro sobre la piel pálida de su pecho era la imagen más erótica que Paula había visto jamás. Gritó cuando él le lamió un pezón y lo torturó con los labios.


Paula permaneció envuelta en una deliciosa nebulosa sensual hasta que los centros de placer de su cerebro se sobrecargaron. ¡No soportaba más aquella agonía! Se aferró con frenesí a la piel dorada de la espalda de Pedro, y dejó marcas rojas con las uñas al bajar las manos a la carne firme de sus glúteos.


—¡Si no haces algo, moriré! —dijo con sinceridad.


—No serás la única —repuso Pedro con voz grave.


Paula apenas se percató de que Pedro se estaba quitando la ropa. De repente, Pedro deslizó sus manos fuertes por debajo de los glúteos de Paula, y ella oyó el ruido del encaje al rasgarse un segundo antes de que él se acomodara entre sus piernas. Sintió el extremo duro de su erección contra el vientre. La cruda realidad de lo que estaba a punto de hacer la asaltó en ese momento, pero lo que más la sorprendió fue que no estaba asustada.


Con las uñas grabando medias lunas en la delicada carne de sus palmas, Paula levantó los brazos por encima de la cabeza.


—Quiero ver... —dijo, y le dirigió una mirada febril. Ansiosa por incrementar el contacto íntimo, movió y giró las caderas de forma incansable bajo las de Pedro.


Pedro cubrió las manos de Paula con las suyas y las inmovilizó a cada lado de su cabeza.


—¿Qué quieres ver?


—A ti.


Fue increíble ver cómo la penetraba despacio, hasta que a todos los efectos, se hicieron uno. Y aún más increíble, por no hablar del placer indescriptible que le procuraba, fue que su menudo cuerpo pudiera acomodarlo. Paula estaba sollozando de asombro cuando sus miradas se cruzaron. 


Aunque no hubiera nada más, era la sensación más maravillosa que había experimentado en toda su vida.


—¿Era esto lo que esperabas?


Paula movió la cabeza. Todavía no se habían inventado las palabras que pudieran describir con precisión una experiencia tan erótica. Además, temía abrir la boca porque estaba sucumbiendo a un deseo casi abrumador de decir que lo amaba.


—¿Y esto?


Pedro empezó a moverse. Paula cerró los ojos con fuerza al ver que aquello mejoraba. No estaba segura, pero creyó haber gritado algo al respecto justo antes de que las lentas embestidas de Pedro se tornaran más vigorosas. Mucho más vigorosas.


Después, no hubo más pensamientos, solo el ritmo fiero y primitivo que la arrastró hasta la cima de un climax desgarrador. Apenas unos segundos después, oyó gritar a Pedro y sintió cómo se liberaba dentro de ella.


Una vez saciada, Paula podía comprender por qué los dos habían tenido tanta prisa por llegar al final del viaje.



AMIGO O MARIDO: CAPITULO 12





A un observador accidental, los sonidos inarticulados pero alentadores que Paula profería le habrían parecido gimoteos, pero Pedro no tuvo ningún problema para interpretarlos. 


Sujetó con más fuerza la figura flexible de Paula y la apretó contra su cuerpo, que delataba más abiertamente que sus labios el deseo que lo dominaba.


La sorpresa al descubrir la impaciencia de Pedro fue barrida por una oleada de ansia temeraria y sensual. Paula movió los labios con torpeza pero con infinito entusiasmo sobre los contornos duros y limpios del rostro cetrino de Pedro, y se deleitó con el sabor ligeramente salado de su piel hasta que los labios de ambos se encontraron.


Los dientes de Pedro atraparon la piel suave y tierna de los labios sonrosados de Paula antes de que, con un profundo gemido, hundiera la lengua en la tibieza húmeda y receptiva de su boca de mujer. El contacto produjo en Paula un estremecimiento de asombro tan rápido, que se extendió a los dedos de sus pies antes de que empezara a devolverle el beso con un ansia y una urgencia semejantes a las de Pedro.


Sin despegar los labios de los de Paula, Pedro despejó la mesa con un movimiento fluido del brazo y la sentó sobre la superficie.


—Seguiremos siendo amigos...


Paula rodeó las caderas esbeltas de Pedro con las piernas y siguió uniendo los labios a la columna fuerte y tersa de su cuello mientras asentía con entusiasmo.


—Por supuesto —elevó la cabeza y sorprendió la mirada ardiente y difusa de Pedro. Aquella expresión sombría y peligrosa le produjo un escalofrío de expectación que se unió a los minúsculos regueros de sudor que resbalaban por su espalda.


Cuando Pedro le rozó con la mano la punta afilada de uno de sus senos, profirió un grito de éxtasis y su cuerpo se arqueó.


—Calla —la tranquilizó Pedro con voz gruesa mientras ella se mordía el labio—. Eres tan sensible... —se maravilló, con la mirada puesta en los pezones que sobresalían por debajo de la camiseta de algodón. Cuando Paula empezó a mover los labios, Pedro bajó la cabeza para atrapar sus débiles palabras.


—Si fuéramos desconocidos, no podría querer que hicieras esto.


Paula deslizó la mano por el hueco dejado por dos botones abiertos de la camisa de Pedro, y sintió cómo los músculos poderosos de su estómago se contraían al desplegar los dedos sobre su piel de satén. Pedro sostuvo su mirada mientras tiraba del primer botón de su camisa. Varios botones salieron volando por la habitación cuando la prenda se abrió.


Paula se quedó sin aliento cuando paseó la mirada ardiente y turbia por el cuerpo musculoso de Pedro. Su piel brillaba con una fina capa de sudor. No había ni un gramo de carne superflua que ocultara los músculos claramente definidos de su pecho, salpicado de vello oscuro, y de su vientre plano. 


Era realmente perfecto, pensó Paula con regocijo.


—Tienes razón, no necesitamos las cenas a la luz de las velas ni los silencios incómodos. No necesitamos perder el tiempo con todos esos tediosos preliminares —¡si Paula no estaba de acuerdo, se había metido en un buen lío!—. Ya sabemos todo lo que necesitamos saber el uno del otro —jadeó. Sacó la camiseta negra de Paula de debajo de la cintura de sus vaqueros y deslizó las manos por debajo del fino algodón. Tenía la piel increíblemente suave.


Paula entreabrió los ojos para revelar una mirada sensual.


—No todo, pero, con suerte, lo sabremos dentro de muy poco —la risita perversa de Paula lo deleitó antes de que se perdiera dentro del calor de su beso. La mano fuerte y viril que acarició el rostro de Paula no era del todo firme


—Es un desenlace natural —declaró Pedro.


¿Acaso intentaba convencerse?, se preguntó Paula. No desperdició más de un segundo en aquel pensamiento porque estaba tan ansiosa como él por saltarse los preliminares y satisfacer el ansia primitiva que se había adueñado de ella. Elevó el trasero para dejar que Pedro la despojara de los vaqueros. A decir verdad, en aquellos momentos, Paula habría asentido si Pedro hubiese anunciado que era el verdadero rey de Inglaterra.


—Parece natural —le confió Paula con voz ronca cuando él dejó de besarla el tiempo justo para sacarle la camiseta por la cabeza.


Pedro se sorprendió por la verdad que encerraba aquella afirmación, pero tenía demasiada prisa para darle una confirmación. No se molestó en desabrocharle el sujetador, simplemente, tiró hacia abajo la tela de encaje que escondía los senos de Paula de su mirada ávida.


Un sonido ansioso y gutural emergió del fondo de la garganta de Pedro cuando los senos henchidos de Paula se liberaron de su confinamiento. El gemido salvaje puso de punta el vello de Paula, que abrió sus trémulos muslos para dar cabida a la rodilla que él colocó en el borde de la mesa. 


La fricción de su rodilla contra la zona hipersensible de su entrepierna le hizo jadear. Fue un sonido ronco, fragmentado.


O el leve sonido se había amplificado o los sentidos de Pedro estaban atentos a ella, porque enseguida la miró a los ojos.


—Lo siento, he sido un poco torpe —hizo un pequeño ajuste que suavizó la presión.


—No eres nada torpe —susurró Paula con apreciación—. Y no es un halago, sino un hecho —añadió con fervor.


—Entonces, retiro lo dicho —Pedro bajó la mano y deslizó despacio los dedos por debajo del borde de encaje de las braguitas de Paula para tocar la piel ultrasensible de su entrepierna—. ¿Te he hecho daño aquí? —retiró la tela y acarició el calor dulce y húmedo. La delicada tortura transportó a Paula al límite del placer y más allá. Todos los músculos de su abdomen se contrajeron al unísono y se derritió.


—Tan húmeda, tan ardiente... ¿Deseas hacer esto? ¿Me deseas a mí?


—Es la pregunta más absurda que me has hecho nunca —le dijo Paula con voz ronca. Pedro reaccionó con una mirada tan primitiva de depredador que Paula profirió un grito de deseo. —Te...deseo, Pedro, por favor —jadeó.


Pedro no pareció tener problemas para descifrar aquella súplica inarticulada. Contempló durante un instante cómo el cuerpo pálido de Paula se retorcía sinuosamente bajo el de él. Después, con un pie todavía en el suelo y el cuerpo inclinado sobre el de ella, la empujó hacia atrás hasta que Paula quedó tumbada sobre la mesa, con el pelo en forma de abanico en torno a su delicado rostro sonrojado.


Pedro paseó la mirada con avidez por los contornos esbeltos de su cuerpo casi desnudo. Las exiguas prendas de encaje que se estiraban por debajo de sus senos y en sus muslos hacían que pareciera más desnuda, más suya. Luchó con el poco autocontrol que le quedaba para subyugar el deseo primitivo de poseerla, que mantenía en tensión todos los nervios y tendones de su cuerpo. La lentitud y la suavidad tenían su lugar, pero no era aquel. Al mismo tiempo, no quería echarlo todo a perder con las prisas.


Pedro contempló con mirada ardiente y codiciosa el ascenso y descenso de aquellos senos deliciosamente redondos de pezones sonrosados. Tocó despacio el lado de un seno trémulo antes de que sus ávidos labios tomaran posesión del pezón henchido y sonrosado.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 11





-¿TE VAS? —la perspectiva la llenó de desconsuelo. 


« ¿Por qué me da pánico? Ya estoy acostumbrada a estar sola».


—¿No era eso lo que querías?


—Sí... No—Pedro frunció el ceño con perplejidad.


—¿Tienes un ofrecimiento mejor? —Pedro formuló la pregunta con ironía pero, al ver la expresión del rostro de Paula, se quedó inmóvil.


Paula abrió los ojos de par en par. « ¿Lo tengo? ¿Por qué no?», la retó una temeraria voz interior. «Es lo que quieres, ¿no? No has dejado de pensar en ello».


—¿Paula? —la apremió Pedro con ronca impaciencia.


—No quiero estar sola. Me quedaré de brazos cruzados, pensando... —tragó saliva—. Deseo lo mejor para Benjamin, pero no quiero perderlo —reprimió un sollozo y se mordió el labio inferior—. ¿Crees que soy muy egoísta? —fijó sus enormes ojos verdes en el rostro de Pedro.


Pedro tragó saliva.


—No más que el resto de los mortales. Me quedaré si tu quieres, Paula —accedió, y fue recompensado con una débil sonrisa—. Pero tienes que prometerme una cosa.


—¿El qué?


—¡No me mires así! —suplicó con voz ronca.


—No te entiendo...


—Los hombres tenemos hormonas, Paula, y yo no soy una excepción. ¿Entiendes lo que quiero decir?


Y tanto que lo entendía. Alargó el brazo y le tocó la mejilla. 


Fue un gesto inocente y sintió una oleada de satisfacción cuando Pedro retrocedió con sobresalto.


—Yo también tengo hormonas —susurró Paula—. Y he estado pensando en lo que dijiste antes... —hasta que la confesión no brotó de sus labios, no comprendió hasta qué punto había estado pensando en ello.



—Digo muchas cosas —reflexionó Pedro en tono sombrío—. Algunas son más interesantes que otras.


¿Era su manera de decir que no había hablado en serio? ¿Que estaba echándose un farol, convencido de que ella nunca lo obligaría a poner las cartas boca arriba? Solo una perfecta tonta sería incapaz de reconocer el potencial de humillación que encerraba aquella situación, y Paula no lo era, pero ya había ido demasiado lejos y no podía dar marcha atrás. Además, una fuerza que no reconocía la impulsaba a seguir.


—Quiero... —Paula tragó saliva para deshacer el nudo que le oprimía la garganta. Sus ojos brillaron, llenos de lágrimas, al esforzarse por no arrancar la mirada de Pedro—. Quiero olvidar... Quiero sentir... —las palabras estaban tan cargadas de necesidad que, por un momento, no pudo creer que hubieran brotado de sus labios. Pero Pedro no había dicho nada todavía, lo cual no era una buena señal—. ¡No me mires así, fuiste tú quien me metió la idea en la cabeza! —Gritó con rencor—. Tú dijiste que no haríamos daño a nadie, que no había nada malo en dar y recibir un poco de consuelo...


Pedro no le hacía falta recordar lo que había dicho, pero sabía que no podía llevarlo a cabo si albergaba un mínimo de decencia.


Fue el silencio persistente de Pedro lo que hizo que Paula comprendiera la enormidad de sus palabras. No lo miró, era incapaz de mirarlo, mientras retrocedía hacia la puerta.


—Por favor, olvida todo lo que he dicho, ha sido una tontería —si eso fuera cierto, no se sentiría tan humillada—. No creas que me he tomado en serio lo que has dicho antes.


—¡Paula! —Pedro la rodeó con sus brazos, pero enseguida descubrió que inmovilizar a Paula el tiempo suficiente para que lo escuchara, o incluso lo mirara, no era tan fácil como parecía. Paula forcejeaba como si su vida dependiera de ello. Pedro no podía creer que una joven que parecía tan delicada pudiera ser tan fuerte. Tenía miedo de hacerle daño antes de que se agotara—. ¡Deja de dar coces! —hizo una mueca de dolor cuando ella le dio un segundo puntapié en la espinilla—. Te cansarás antes que yo —le prometió.


Paula dejó de resistirse con tanta brusquedad que a punto estuvo de escurrirse entre los brazos de Pedro y caer al suelo, pero Pedro consolidó el abrazo.


—Lamento que no creas que hablaba en serio —masculló—, porque lo dije muy en serio. Nada me gustaría más que llevarte a la cama, pero eres...


¿Acaso aquella patente mentira estaba destinada a consolarla?


—¿Qué soy, Pedro? —Paula permaneció en pie con pasividad y le lanzó una mirada furibunda—. ¿Demasiado flaca, demasiado fea, demasiado fácil?



—Un hombre no se aprovecha de una mujer sensible que está sufriendo tanto como tú. Dime, en circunstancias normales, ¿querrías acostarte conmigo?


—¡Vamos, Pedro, no me vengas con remilgos! Esta mañana estabas más que dispuesto a aprovecharte de mí —se burló Paula.


Un rubor apagado cubrió los pómulos bronceados de Pedro.


—Hablaba sin pensar. ¡Te estaría utilizando!


«Si Pedro no estuviera pensando, ya estaríamos en...». Paula enrojeció al pensar en dónde estarían si ella se hubiera salido con la suya.


—¡Igual quiero que me utilices!


—No lo dices en serio, Paula.


—¡No soporto que me digas lo que quiero decir!


—Me estaba comportando como un egoísta, y ahora mismo —anunció con brusquedad—, en este preciso instante, siento un impulso abrumador de ser extremadamente egoísta —la avidez de la mirada de Pedro fue un bálsamo para la autoestima maltrecha de Paula. La humillación no era tan intolerable si el hombre al que se había insinuado la encontraba moderadamente atractiva.


—¿Ah, sí? —el ceño entre sus delicadas cejas se marcó por el recelo.


—Dame un respiro, Paula. Intento hacer lo que está bien y... —su impresionante tórax se elevó y descendió pesadamente—. Para tu información, es doloroso.


—¡Me alegro! —Paula lo decía de corazón, y se notó.


El regocijo se reflejó en las facciones severas pero hermosas del rostro de Pedro.


—Me complace que mi agonía te resulte placentera. En serio, Paula...


—No he dejado de hablar en serio.


—No eres la clase de persona a la que le van las aventuras de una sola noche —anunció con firmeza. Pedro imaginaba que, si Paula había tenido una sucesión de amantes, él se habría dado cuenta. Cómo no, debía haber habido alguno, pero había sido muy discreta. Pensar en aquellos individuos anónimos no suavizó su mal humor.


—¿Y tú sí? —replicó Paula.


—No, claro que no —negó con irritación—. A mí me gusta la monogamia.


—La monogamia en serie —añadió Paula.


—Como quieras llamarlo —accedió Pedro con contrariedad—. Lo que intento explicarte es que yo puedo separar mis emociones del...


—¡Sexo! —terminó Paula con voz estridente—. Exacto, estamos hablando de sexo, no de un compromiso para toda la vida. ¿Crees que me echarás a perder para otros hombres? ¿Crees que acostarme contigo sería tan maravilloso que cometería la torpeza de enamorarme de ti? Dios mío, ya veo que te valoras muy alto últimamente.


La mirada de reproche de Pedro silenció sus carcajadas burlonas y le hizo sentirse ruin y miserable. Lo que dijo a continuación intensificó ese sentimiento.


—Sé que la decisión de Chloe ha puesto tu vida patas arriba y ya no distingues el día de la noche...


—Ni el amigo del amante —asintió Paula con expresión pensativa.


Pedro estaba siendo razonable, por supuesto, pero eso no impidió que a Paula le diera un vuelco el estómago cuando contempló sus labios. Era una locura, pero nunca había ansiado nada tanto en la vida como sentir los labios de Pedro sobre los de ella, y aquellas manos fuertes sobre su piel ardiente. «Diablos, chica, es tu ardiente imaginación lo que debería preocuparte».


—Y Claudia ha producido en mí el mismo efecto.


—¿Claudia es la que...?


Pedro apretó los dientes.


—Sí, esa es.


Paula sintió una punzada de celos.


—Lo siento, Pedro —le puso la mano en el brazo. «Menuda amiga soy». El afecto de su voz intentaba compensar la vergonzosa reacción de celos. La indignación de Paula se acrecentó. ¡Esa mujer debía de ser una arpía! Solo porque Pedro pareciera invulnerable, no tenía por qué jugar con sus emociones.


—Pensaba que me habías recetado una dosis de humildad —Pedro bajó la vista del rostro sincero de Paula a la pequeña mano que lo agarraba de la manga.


—A veces, tengo la misma sensibilidad que un elefante.


El afecto y el regocijo marcó las arrugas en torno a los ojos de Pedro.


—No veo síntomas de mastodonte en ti, Paula. En todo caso, de felino —sugirió, al evocar cómo se había enroscado a él la noche anterior, mientras la subía en brazos por las escaleras. No había duda de que tenía la agilidad y los ojos verdes de una gata. La sonrisa desapareció de la mirada de Pedro.


Paula creía que era una mala jugada del destino que un hombre tuviera unas pestañas largas y exuberantes como las que ella habría matado por conseguir. En aquellos momentos, se sorprendió preguntándose por qué nunca había reparado en lo expresivos que eran aquellos ojos bordeados de pestañas.


—Puedes contármelo, si quieres —dijo Paula con valentía. 


¿No estaban para eso los amigos, para escuchar? Mala suerte que el tema le pusiera la piel de gallina.


—¿Quién necesita sexo cuando se tiene una vieja amistad? —se preguntó Pedro con aspereza. Tenía la piel tensa sobre los pronunciados planos e intrigantes ángulos de su rostro. 


Paula contempló con la garganta seca cómo se agitaba su respiración.


—Exacto. No volveremos a hablar de sexo —corroboró Paula con tristeza. Su sonrisa se disipó mientras los ojos entornados de Pedro seguían fijos en su cara pálida.


—¿Tema tabú?


Paula asintió. No podía arrancar la mirada del pulso errático que latía junto a los labios de Pedro. El silencio se prolongó casi hasta un punto intolerable.


—¿Paula...? —una fina capa de humedad cubría el rostro bronceado de Pedro. Paula apenas oía la voz extrañamente tensa de Pedro, tal era el estruendo de su propio corazón.


—¿Sí, Pedro?


—Deja, no tiene importancia —cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto la línea fuerte de su cuello. Después de un momento cargado de tensión volvió a mirarla, y sus ojos llameaban de temeridad—. ¡Sí! —gritó—. Maldita sea, claro que es importante. ¡Por lo que más quieras, mujer, bésame! —gimió con voz gruesa, y se abalanzó hacia ella.


Con una pequeña exclamación de alivio, Paula le echó los brazos al cuello al tiempo que él la levantaba del suelo. 


Podía sentir los temblores febriles que corrían por su sólido cuerpo.


—Paula... Paula... Paula... —acompañó los besos febriles que salpicó sobre su rostro con repeticiones roncas de su nombre—. Sé que esto es una locura, pero, que Dios me ayude —susurró junto a su oído—. Tengo que hacerlo o...


Paula no quería sus disculpas, solo sus besos.


—Yo también —le confesó, extática.