jueves, 21 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 5




Pasaron más de diez minutos antes de que Paula fuera capaz de proseguir la explicación. Al contemplar su expresión hermética y obstinada cuando se sentó cruzada de brazos en la mecedora, Pedro supo que lo último que deseaba era hablar con él.


—¿Por qué?


—Malena y Elias estaban fuera del país, en alguna que otra selva —recordó Paula en tono inexpresivo, refiriéndose a su hermana mayor y a su cuñado, ambos brillantes paleontólogos de renombre internacional, aunque ajenos a las cuestiones mundanas. Quizá fueran las primeras personas a las que alguien acudiría tras desenterrar un cráneo prehistórico, pero en lo relacionado con el embarazo de su hija, no habrían sido de mucha ayuda.


—Y aunque hubieran estado aquí, no habrían sabido qué hacer.


Paula optó por pasar por alto aquella acertada conclusión.


—Chloe ya estaba de cinco meses cuando se dio cuenta y se llevó un gran disgusto cuando le dijeron que era demasiado tarde para... —Paula hizo una pausa y lo miró con incomodidad.


—Quería deshacerse de él —Pedro se encogió de hombros—. Era de suponer. Siempre ha sido una niña mimada y egoísta.


La sinceridad impedía a Paula refutar aquel juicio cruel. Su hermana y su cuñado siempre habían consentido o hecho caso omiso de su hija única y, como resultado, Chloe se había convertido en una joven muy hermosa, pero muy egocéntrica.


—Una niña mimada y asustada por aquel entonces —le espetó Paula con aspereza—. No quería que nadie se enterara, me lo hizo prometer. Así que me la llevé lejos.


—¿No es una medida un poco...? No sé... ¿Melodramática?


—No sabes de qué manera se estaba comportando —Paula había temido sinceramente que Chloe hiciera algo drástico—. Pensé que un cambio de aires, lejos de sus conocidos, podría ayudarla. Pensé que, cuando naciera el niño...


—Se despertaría su instinto maternal —Pedro profirió un resoplido burlón.


—Suele pasar —replicó Paula con indignación.


—Un caso típico de optimismo cegador. Chloe nunca iba a renunciar a ir a fiestas para quedarse en casa a hacer de niñera. No puedo creer que fueras tan ingenua.


—¿Por qué me insultas? —preguntó Paula, enojada por aquel tono condescendiente. Para él era fácil condenar... No había estado allí, no podía saber cómo había sido.


—A ti no te cuesta trabajo pensar que yo soy idiota.


—No sé por qué te cuento todo esto. No servirá de nada. La cuestión es que Chloe es su madre y si quiere quedarse con él, no hay nada, salvo que huya del país, que pueda impedirlo. Ojalá lo hubiera adoptado legalmente cuando ella lo sugirió —concluyó con una nota triste de condena hacia sí misma—. No te preocupes —añadió, y le brindó una pequeña sonrisa amarga—. No tengo dinero suficiente para huir del país.


Esa era otra cuestión que lo inquietaba. Paula llevaba una vida sencilla desde que había vuelto a la aldea. Era propietaria de la casa, no tenía deudas, que Pedro supiera, y debía de haber amasado una buena fortuna durante su corta, pero próspera vida laboral. Sin embargo, aquel lugar necesitaba una mano de pintura. De hecho, necesitaba muchas cosas, no grandes cosas, pero... ¿Y desde cuándo no tenía coche? No lo recordaba, no le había parecido importante en su momento. ¿Pero cubrir las primarias de los Estados Unidos sí? La angustia de Paula le hacía pensar sobre sus prioridades.


—No puedo creer que hayas tenido a todo el mundo engañado —Pedro la estaba mirando como si la viera por primera vez. Le había costado trabajo hacerse a la idea de que era madre y, en aquellos momentos, debía desechar lo que tan difícil le había resultado aceptar.


—No lo hice a posta, surgió así —replicó Paula, aunque sabía que la excusa era endeble.


—Dejar un trabajo fantástico y agradable no es algo que «surja», sin más. Ni tampoco pasar más de un año de tu vida criando al hijo de otra persona.


—Había veces en que lo olvidaba —reconoció—. Olvidaba que no era mío, en realidad —le explicó Paula con nerviosismo—. Y sé que lo que hice debe de parecerte un poco surrealista, pero no lo planeé como una solución definitiva. Chloe no quería a Benjamin, quería deshacerse de él, darlo en adopción. Me pareció tan terrible, tan definitivo... Siempre se oyen historias de mujeres que han renunciado a sus bebés en momentos de dolor y que luego lo han lamentado. No quería que Chloe acabara así. Pensé que solo era cuestión de tiempo que deseara a su hijo y supongo que, a medida que transcurrían los meses, yo me he olvidado de que solo era un parche —con un gemido ahogado enterró el rostro entre las manos—. Tenía razón, ¿no? Se ha dado cuenta de que lo quiere. Solo que ha pasado tanto tiempo que...


—¡Por Dios, Paula! —bramó Pedro, y dio un puñetazo a un inocente escritorio. Una docena de imágenes de Paula y el niño que no creía haber retenido surcaron su mente. Paula y Benjamin se querían. Fuera su madre o no, debían permanecer juntos—. ¡No puede arrebatártelo así como así!


Los labios de Paula, casi sin vida en aquella faz pálida, temblaron. Lo miró con ojos trágicos.


—Sí, Pedro, sí que puede.


—No te hagas la mártir, Paula. No puedes creer que sea bueno para Benjamin vivir con Chloe —masculló con incredulidad—. Ya la conoces... se cansará de la novedad a los dos meses y ¿qué será del pobre Benjamin? Así que deja de llorar y piensa en cómo vas a impedírselo.


La cruel insinuación de que se estaba comportando como una mema le dolió.


—¿Y qué crees que he estado haciendo? Lo mires por donde lo mires, Chloe es su madre —le recordó en tono agudo—. Yo solo soy un familiar.


—Eres la única madre que Benjamin ha conocido.


Paula reprimió un sollozo y desvió el rostro ceniciento.


—He sido tan egoísta al quedármelo... Debí animar a Chloe a que participara más activamente... —el horror de su voz se intensificó—. Benjamin no entenderá lo que pasa. Dios mío, ¿qué he hecho?


Pedro se puso de rodillas junto a la mecedora y tomó la barbilla de Paula en la mano.


—Tú lo querías —la reprochó con suavidad—. Hay una persona a la que no has mencionado —Paula lo miró sin comprender—. ¿Qué hay del padre?


Paula enderezó la espalda en actitud defensiva.


—¿Qué hay de él?


—¿No tiene ninguna influencia? Imagino que Chloe sabrá quién...


—Por supuesto que lo sabe.


—¿Le ha dado apoyo económico?


—El padre ya no está.


—Podrías ponerte en contacto con él y preguntarle...


—Está muerto —lo interrumpió Paula con aspereza—. Murió antes de que Benjamin naciera. Chloe va a casarse, por eso siente que ha llegado el momento de recuperar a Benja.


—¿Quién es el afortunado?


—Ian Osborne.


Pedro arrugó la frente.


—Me suena. ¿Ian Osborne el actor? —Pedro movió la cabeza.


—Tiene su propia serie...


Pedro asintió.


—El culebrón de médicos y enfermeras. Supongo que ha sido una astuta maniobra de Chloe para promocionarse en su profesión, más que amor verdadero.


—La verdad es que está colada por él —le dijo Paula con pesimismo. A juzgar por su conversación telefónica, Paula tenía la impresión de que Ian Osborne tenía mucho que ver en el cambio de opinión de Chloe—. No sé cómo puedes ser tan mal pensado, Pedro.


—Es mejor que hacerse la víctima.


—¡Yo no me estoy...!


Pedro se alegró al ver la chispa de enojo en los ojos de Paula; el enfado era mucho mejor que la desesperación.


—Da igual —la interrumpió—. Podrías convencer a ese tal Osborne de que no le conviene tener a un niño por medio.


Paula lo miró fijamente. Solo Pedro podía concebir una idea como aquella y hacer que pareciera razonable.


—No quiero conocer los maquiavélicos planes que urde tu mente retorcida. Necesito hacer lo que es mejor para Benja —replicó con firmeza, intentando parecer más valiente de lo que se sentía—, lo que debería haber estado haciendo desde un principio, preparar a Benjamin para que vaya a vivir con su madre.


Si el desenlace era inevitable, tenía que dejar a un lado sus sentimientos y hacer que la transición fuera lo menos dolorosa posible. Y si Chloe y el tal Ian hacían desgraciado a Benjamin, les haría desear no haber nacido nunca.


—No puedes preparar a un niño para perder a la única madre que ha conocido —Pedro tenía los ojos entornados cuando Paula desvió la mirada—. Lo que necesitamos es inspiración. Mientras tanto, ¿te apetece un café?


—No quiero café.


—Lo necesitas, estás borracha.


Paula abrió la boca para negarlo cuando se le ocurrió pensar que Pedro podía tener razón. De no estar bebida, no habrían tenido aquella conversación, ni la camisa de Pedro estaría bañada en lágrimas.


—No te muevas, yo lo prepararé.


Paula, que no había tenido intención de ofrecerse, permaneció en la mecedora. De no sentirse tan exhausta, le habría preguntado a Pedro desde cuándo había hecho de su problema una cruzada. Ella ya conocía la razón, por supuesto, aunque él ni siquiera fuera consciente de ella. El paralelismo era tenue, pero entendía que estuviera tan indignado.


Pedro había adorado a su madre, todavía la adoraba. Las razones por las que Natalie había huido y abandonado a sus dos hijos eran diversas y— numerosas dependiendo de qué habitante de la aldea contara la historia... Todos tenían su propia teoría.


Decir que la relación de Pedro con su madrastra había sido mala era como decir que él era moderadamente alto y moderadamente atractivo. Un niño de siete años no tenía las armas necesarias para impedir que una mujer astuta y manipuladora lo apartara de su padre. En la actualidad, a Pedro no le faltaban armas, ni tenía demasiados escrúpulos para no usarlas. En resumen, Pedro podía ser bastante despiadado. Quizá fuera eso lo que requería la situación... Paula desechó con firmeza la tentadora idea de dejar las manos libres a Pedro.


Varios minutos después, Pedro regresó con dos tazas de café solo.


—¿Quieres azúcar? No me acordaba...


La figura menuda de la mecedora se movió en sueños, pero no se despertó.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 4






¡ESTABAS saliendo con una mujer casada! —Paula no sabía qué era lo que más la incomodaba, si ese hecho o el que Pedro hubiese estado pensando en esponsales y en bebés—. ¿Quieres tener hijos?


Pedro, que había lamentado su insólita confesión nada más pronunciarla, se pasó una mano por el pelo con ademán enérgico mientras Paula, después de apartarse de él como si tuviera una enfermedad contagiosa, lo miraba con la expresión que sin duda reservaba para los depravados. Pedro reprimió el impulso de señalar que ella tampoco era una santa.


—No es que me apasione la idea —Pedro no comprendió por qué su respuesta sarcástica hizo retroceder aún más a Paula—. Y, para que lo sepas, no supe que estaba casada hasta que no fue demasiado tarde —no sabía por qué diablos le estaba dando explicaciones.


—¿Demasiado tarde para qué?


Pedro frunció el ceño ante aquella persistencia.


—¡Demasiado tarde para no enamorarme! —rugió.


Vio cómo a Paula le temblaban sus suaves labios y una expresión melancólica se adueñaba de sus rasgos casi bonitos. «Cielos, lástima no, por favor», pensó Pedro con una mueca de repulsión.


—¿Qué haces? —preguntó Paula.


—Necesito sentarme, y yo diría que tú también.


Paula miró con recelo la mano con la que Pedro la había agarrado del brazo, pero decidió no oponerse: descubrió que ella también necesitaba sentarse. No estableció ninguna relación inmediata entre la taza de licor medio vacía que todavía sostenía en la mano y el temblor de sus rodillas.


Pedro se alegró al descubrir que la operación limpieza de Paula no se había extendido al pequeño salón de vigas de roble. Empujó a un gato dormido del sofá mullido y barato y se sentó con un gruñido. El gruñido se convirtió en un grito de dolor y se levantó dando un respingo. Un rápido escrutinio debajo del cojín bastó para extraer el objeto responsable de su humillación. Sostuvo en alto al culpable, un viejo tractor de tres ruedas.


—Lo he buscado por todas partes —dijo Paula. Tomó el juguete de los dedos de Pedro y lo meció contra su pecho.


—¿Estás llorando? —preguntó Pedro con recelo. No relacionaba con Paula las lágrimas de mujer, ni los senos aún más de mujer, y aquella noche estaba presenciando ambos hechos. Su vaga sensación de incomodidad se intensificó.


Paula le dio la espalda con brusquedad y guardó el juguete en un cofre de alegres colores que se encontraba en un rincón del salón. Se pasó los nudillos por las mejillas húmedas y volvió junto a él.


—¿Y qué si lloro? —gruñó con rebeldía. A Pedro se le pasó una idea desagradable por la cabeza.


—Benja se encuentra bien, ¿verdad? —una imagen de un bebé manchado de baba surgió en su mente, y sintió una inesperada oleada de afecto—. ¿No estará enfermo o algo así?


Se le ocurrió pensar, como tal vez debería haber hecho antes si era el amigo que aseguraba ser, que debía de ser muy duro para Paula criar sola a su hijo. Benja no podía ser ya un bebé, debía de tener... ¿qué edad? Un año por lo menos.


—Benjamin se encuentra bien. Está durmiendo arriba, en su cuarto —las lágrimas empezaron a fluir de nuevo y Paula se sentía incapaz de contenerlas, así que abandonó cualquier intento de parecer dueña de sí... de sus lágrimas, de su vida, ¡de cualquier cosa!


—Pero ocurre algo malo.


—No sueles señalar lo evidente —graznó. Pedro exhaló un suspiro indulgente.


—Será mejor que me lo cuentes.


—¿Para qué? —preguntó Paula con una pequeña carcajada histérica—. ¡No puedes ayudarme!


—Mujer de poca fe.


—Nadie puede —insistió con voz lúgubre. El alcohol había derribado todas sus defensas de un plumazo. Sin levantar la cabeza para mirarlo, la apoyó en el pecho sólido y amplio que, de repente, estaba muy a mano. Con los ojos fuertemente cerrados, apenas consciente de lo que hacía, le dio uno, dos y tres puñetazos en el hombro.


En un nivel profundo del inconsciente que registraba detalles ajenos a su desgracia, el cerebro de Paula estaba almacenando información irrelevante, como la firmeza de los músculos de Pedro y su fragancia.


—¡No soporto la idea de perderlo! ¡No lo soporto, Pedro! —sollozó en un susurro atormentado.


La angustia de Paula le hacía sentirse impotente. Impotente y ¡un canalla! Paula se estaba poniendo literalmente en sus manos, exhibiendo una confianza en él que tenía todo el derecho del mundo a esperar si realmente era el amigo que afirmaba ser. Por eso, la reacción de su cuerpo a la mujer suave y fragante que estaba abrazada a él tomaba aún más el cariz de una traición


—¿Perder a quién? ¿A tu veterinario? —inquirió. La asió por los hombros y la zarandeó con suavidad.


—¡No se puede perder lo que nunca se tuvo y ni siquiera se quiere! ¿Es que no me escuchas? —le preguntó Paula con ardor.


—¿Entonces, a quién o qué has perdido?


—He perdido mis inhibiciones... Debe de ser el licor.


—Deja de bromear.


Estupendo. Si prefería las lágrimas, las tendría.


—No quiero perder a Benjamin.


—No vas a perder a Benja —la tranquilizó Pedro en tono confiado.


Pedro siempre creía que lo sabía todo. ¡Pues en aquella ocasión, no! Paula alzó con furia la cabeza. Las lágrimas brillaban en las puntas de sus pestañas.


—Claro que voy a perderlo. ¡Chloe quiere quedarse con él! —gimió.


Pedro la miró sin comprender. Lo que Paula decía no tenía ningún sentido... Quizá tuviera menos tolerancia al alcohol de la que Pedro había creído.


—Sé que Chloe siempre consigue lo que quiere —observó con ironía—, pero en esta ocasión, no creo que estés obligada a decir que sí. No deberías beber, Paula...


—¡No lo entiendes!


Pedro movió la cabeza y no contradijo la afirmación de Paula cuando ella fijó sus angustiados ojos de color esmeralda en los de él.


—Yo no soy la madre de Benjamin, sino Chloe... —con lastimeros sollozos, volvió a derrumbarse sobre el pecho de Pedro, dejando que él asimilara la increíble noticia.


Si eso era cierto, y a Pedro no se le ocurría una sola razón por la que Paula mentiría sobre ello, era todo un notición.


Cuando Paula solicitó la excedencia en su trabajo como dinámica agente de bolsa, Pedro se quedó tan atónito como el resto de sus amigos al ver que regresaba con un bebé. 


Comparado con eso, la sorpresa fue leve cuando Paula dejó el trabajo que amaba, después de un intento fugaz y frustrado de combinar la maternidad con su profesión, y se mudó a la casa que había heredado de su abuela.


Y, de repente, afirmaba que no era la madre de Benjamin. 


¡No era la madre de nadie!





miércoles, 20 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 3





No era probable que muchas personas se sintieran superiores en compañía de Pedro. Era una de esas contadas personas a las que la gente obedecía instintivamente... aunque ella no se consideraba uno más de los borregos que lo escuchaban boquiabiertos.


Aun así, y a pesar de que a menudo lo hostigaba sobre su ascendencia, no era como el resto de los Alfonso, una familia de esnobs anclados en el pasado. Según dictaba la tradición, y los Alfonso eran fieles a las tradiciones, el hijo menor ingresaba en el ejército y el primogénito ascendía en el escalafón del banco que había sido fundado por uno de sus antepasados.


El primogénito, Ale, había accedido gustoso a presidir el banco, aunque por lo que Paula sabía, el único interés que había tenido en el dinero había sido para gastarlo. Pero no creía que la familia se hubiera sorprendido demasiado cuando Pedro decidió no colaborar dócilmente con los planes que tenían para él. Como había sido expulsado del prestigioso internado en el que habían estudiado generaciones de Alfonso, siempre esperaban lo peor de él y Pedro solía satisfacer sus expectativas.


Pero no se había convertido en un vago y en un inútil, como habían predicho. Había ascendido, y bastante deprisa, por cierto, en la plantilla de un diario nacional. Causó una impresión favorable en el periódico, pero era su trabajo como presentador de un prestigioso programa de actualidad lo que lo había hecho famoso.


El trabajo estaba hecho a la medida de Pedro. No era agresivo ni hostil, no le hacía falta. Tenía la habilidad de cautivar y de arrancar respuestas sinceras de los políticos más astutos. Tan sencilla parecía su técnica, que no todo el mundo valoraba aquel don, ni comprendía cuánta investigación de fondo era necesaria para respaldar aquellas preguntas engañosamente espontáneas.


Tal era su reputación, que las figuras de la vida pública hacían cola para ser entrevistadas por él, convencidas, sin duda, de que eran demasiado sagaces para dejarse envolver por un falso sentido de seguridad. Sin menospreciar las dotes de periodista de Pedro, Paula sospechaba que su fotogenia tenía algo que ver con que se hubiera convertido casi en un objeto de culto de la mañana a la noche.


—Además, pienso mejor mientras trabajo —alegó Paula con soltura. Aunque, al parecer, aquella noche era una excepción. Una nueva oleada de pánico le retorció las entrañas al comprender, una vez más, que no existía una solución mágica para su dilema.


Pedro entornó los ojos y reparó en los párpados hinchados y enrojecidos de Paula. Tenía la clase de piel pálida, casi translúcida, que reflejaba todos sus estados de ánimo, ¡por no hablar de las lágrimas! Recordó lo frágil que le había parecido su muñeca al agarrarla.


—Prometo no decirte que todo se arreglará... no lo creo.


« ¡Como si yo no lo supiera!», pensó Paula.


—Nunca has sido optimista, Pedro, pero esa actitud agorera es nueva.


—Soy realista, encanto. La vida es un asco... —descorchó la botella y vertió un buen chorro en una taza.


—¡Me alegro tanto de que hayas venido, ya me siento mejor! —distraídamente, aceptó la taza que le tendía—. Mm., está bueno —anunció con cierta sorpresa antes de tomar otro sorbo menos vacilante del famoso licor de su abuela. 


Famoso, al menos, en los confines de la parroquia por su potencia más que por su delicado paladar.


Pedro se estremeció al probar la bebida, pero decidió no desilusionarla.


—¿Qué te ha pasado que sea tan terrible? —inquirió con condescendencia, mientras rellenaba su propia taza.


—¡Desde luego, no has cambiado nada! —a Paula le produjo una sensación de perverso placer ver el destello de irritación en los ojos de Pedro—. Siempre tienes que superar a los demás en todo, ¿verdad? ¡Incluso tienes que sentirte desgraciado a gran escala! —Paula sintió una oleada de calor en la boca de su estómago vacío. No había podido probar bocado desde la terrible llamada de Chloe.


—¿Qué insinúas?


—Insinúo que la felicidad y la desgracia de mi vida sencilla no pueden compararse con tus inmensas alegrías y tus hondas penas.


Pedro elevó sus cejas oscuras.


—¿Has sacado todo eso de un simple: « ¿qué pasa?»?


—Me has preguntado, pero en realidad, no te interesaba —lo acusó y le tendió su taza para que se la rellenara—. Claro que ¿por qué iba a interesarte?


—Pensaba que éramos amigos, Paula.


—Lo éramos cuando teníamos diez y ocho años respectivamente —lo corrigió, e inyectó una cruda burla en su observación—. La verdad, pensaba que no frecuentabas mucho los barrios bajos últimamente, Pedro.


Las palabras de Paula contenían el grado justo de verdad para incomodarlo, y el grado justo de injusticia para enojarlo. 


Antes de que Paula tuviera el bebé y dejara atrás su vida en la ciudad, se habían visto con frecuencia. Tal como estaban las cosas, no solía ir a la aldea a menudo, y después de las primeras negativas, había dejado de invitar a Paula a Londres.


—Tú también te has apartado —le recordó.


—Yo he vuelto —y ese era el quid de la cuestión. Cuando era una profesional ambiciosa todavía tenían algo en común, pero ese algo se había esfumado cuando la vida de Paula se había centrado en torno al bebé. Ella se sentía bastante satisfecha con su vida, pero no era tan ingenua como para esperar que otras personas, incluido Pedro, compartieran su interés por los dientes de leche de Benja.


Pedro estuvo a punto de recordarle, con cierta grosería, que su decisión no había nacido enteramente de la nostalgia por la vida idílica de su infancia. Se mordió la lengua y se señaló el pecho con el dedo.


—¿Y qué es esto, un holograma?


—Una visita de la realeza —Paula hizo una reverencia burlona sin percatarse de que el escote de su holgado camisón ofreció a Pedro una vista excelente de sus senos y de un ápice de pezones sonrosados—. ¿Te has traído a tu última novia? ¿Vas a impresionarla con la cripta familiar o con el fantasma de la familia?


Paula profirió una carcajada burlona al malinterpretar el motivo del rubor oscuro de los altos pómulos de Pedro.


—¿O es ese el problema, que no ha venido? Una libido frustrada explicaría que entraras aquí con tanto rencor, como un personaje de una tragedia griega... Estoy en lo cierto, ¿verdad? Tu novia no ha podido o no ha querido venir —especuló con sagacidad. Al menos, lanzar crueles hipótesis sobre los problemas de otra persona le impedía pensar, de momento, en los suyos.


Ya que por fin sabía lo que había debajo del camisón, a Pedro le iba a costar mucho más trabajo dejar de pensar en ello.


—¿Tan obvio es que me han dejado tirado? —le espetó.


—¿Como una colilla? —sugirió Paula en tono servicial. 
Resultaba difícil compadecerse de Pedro cuando lo más terrible que podía ocurrirle era que le hubiesen hecho un mal corte de pelo. Miró con desprecio su grueso pelo oscuro y reluciente—. No hace falta ser adivino para ver que has venido aquí a buscar pelea.


A pesar de su creciente enojo, Pedro no pudo evitar reír ante la ironía de aquella acusación.


—No podía haber llamado a mejor puerta, ¿verdad?


—Ni siquiera llamaste, entraste por las buenas... —con la misma brusquedad con la que había surgido, la hostilidad abandonó el alma de Paula. Débil como se sentía, exhaló un profundo suspiro—. Quizá esté harta de que me traten con condescendencia... ¿De verdad te han dejado tirado? —su sonrisa de asombro era burlona. No concebía aquella posibilidad.


—¿Te parece divertido?


A Paula le parecía increíble.


—Debes reconocer que tiene el aliciente de la novedad. Míralo por el lado bueno...


—Como empieces con tus razonamientos optimistas, te arriesgas a que te estrangule —le advirtió Pedro en tono sombrío.


—¡Qué miedo! Mira cómo tiemblo.


Pedro contrajo la mandíbula al ver el brillo burlón en los ojos de Paula, y se sorprendió pensando en lo difícil que sería hacerle temblar de verdad... ¡y no estaba pensando en tácticas intimidatorias! Aunque lo que se le estaba pasando por la cabeza lo asustaba un poco. Si quería aplacar su frustración con alguien, no podía hacerlo con Paula.


—No hay mal que por bien no venga —dijo Paula en tono pensativo—. Hace tiempo que tenías pendiente una lección de humildad.


—Entonces, te daré un buen motivo para reír, ¿quieres? —le espetó Pedro con furia—. La mujer con la que quería pasar el resto de mi vida y tener hijos ha decidido no dejar a su marido —la exclamación de sorpresa de Paula pudo oírse en el breve y tenso silencio que sucedió a sus palabras—. ¿Te parece suficiente humillación?