miércoles, 20 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 3





No era probable que muchas personas se sintieran superiores en compañía de Pedro. Era una de esas contadas personas a las que la gente obedecía instintivamente... aunque ella no se consideraba uno más de los borregos que lo escuchaban boquiabiertos.


Aun así, y a pesar de que a menudo lo hostigaba sobre su ascendencia, no era como el resto de los Alfonso, una familia de esnobs anclados en el pasado. Según dictaba la tradición, y los Alfonso eran fieles a las tradiciones, el hijo menor ingresaba en el ejército y el primogénito ascendía en el escalafón del banco que había sido fundado por uno de sus antepasados.


El primogénito, Ale, había accedido gustoso a presidir el banco, aunque por lo que Paula sabía, el único interés que había tenido en el dinero había sido para gastarlo. Pero no creía que la familia se hubiera sorprendido demasiado cuando Pedro decidió no colaborar dócilmente con los planes que tenían para él. Como había sido expulsado del prestigioso internado en el que habían estudiado generaciones de Alfonso, siempre esperaban lo peor de él y Pedro solía satisfacer sus expectativas.


Pero no se había convertido en un vago y en un inútil, como habían predicho. Había ascendido, y bastante deprisa, por cierto, en la plantilla de un diario nacional. Causó una impresión favorable en el periódico, pero era su trabajo como presentador de un prestigioso programa de actualidad lo que lo había hecho famoso.


El trabajo estaba hecho a la medida de Pedro. No era agresivo ni hostil, no le hacía falta. Tenía la habilidad de cautivar y de arrancar respuestas sinceras de los políticos más astutos. Tan sencilla parecía su técnica, que no todo el mundo valoraba aquel don, ni comprendía cuánta investigación de fondo era necesaria para respaldar aquellas preguntas engañosamente espontáneas.


Tal era su reputación, que las figuras de la vida pública hacían cola para ser entrevistadas por él, convencidas, sin duda, de que eran demasiado sagaces para dejarse envolver por un falso sentido de seguridad. Sin menospreciar las dotes de periodista de Pedro, Paula sospechaba que su fotogenia tenía algo que ver con que se hubiera convertido casi en un objeto de culto de la mañana a la noche.


—Además, pienso mejor mientras trabajo —alegó Paula con soltura. Aunque, al parecer, aquella noche era una excepción. Una nueva oleada de pánico le retorció las entrañas al comprender, una vez más, que no existía una solución mágica para su dilema.


Pedro entornó los ojos y reparó en los párpados hinchados y enrojecidos de Paula. Tenía la clase de piel pálida, casi translúcida, que reflejaba todos sus estados de ánimo, ¡por no hablar de las lágrimas! Recordó lo frágil que le había parecido su muñeca al agarrarla.


—Prometo no decirte que todo se arreglará... no lo creo.


« ¡Como si yo no lo supiera!», pensó Paula.


—Nunca has sido optimista, Pedro, pero esa actitud agorera es nueva.


—Soy realista, encanto. La vida es un asco... —descorchó la botella y vertió un buen chorro en una taza.


—¡Me alegro tanto de que hayas venido, ya me siento mejor! —distraídamente, aceptó la taza que le tendía—. Mm., está bueno —anunció con cierta sorpresa antes de tomar otro sorbo menos vacilante del famoso licor de su abuela. 


Famoso, al menos, en los confines de la parroquia por su potencia más que por su delicado paladar.


Pedro se estremeció al probar la bebida, pero decidió no desilusionarla.


—¿Qué te ha pasado que sea tan terrible? —inquirió con condescendencia, mientras rellenaba su propia taza.


—¡Desde luego, no has cambiado nada! —a Paula le produjo una sensación de perverso placer ver el destello de irritación en los ojos de Pedro—. Siempre tienes que superar a los demás en todo, ¿verdad? ¡Incluso tienes que sentirte desgraciado a gran escala! —Paula sintió una oleada de calor en la boca de su estómago vacío. No había podido probar bocado desde la terrible llamada de Chloe.


—¿Qué insinúas?


—Insinúo que la felicidad y la desgracia de mi vida sencilla no pueden compararse con tus inmensas alegrías y tus hondas penas.


Pedro elevó sus cejas oscuras.


—¿Has sacado todo eso de un simple: « ¿qué pasa?»?


—Me has preguntado, pero en realidad, no te interesaba —lo acusó y le tendió su taza para que se la rellenara—. Claro que ¿por qué iba a interesarte?


—Pensaba que éramos amigos, Paula.


—Lo éramos cuando teníamos diez y ocho años respectivamente —lo corrigió, e inyectó una cruda burla en su observación—. La verdad, pensaba que no frecuentabas mucho los barrios bajos últimamente, Pedro.


Las palabras de Paula contenían el grado justo de verdad para incomodarlo, y el grado justo de injusticia para enojarlo. 


Antes de que Paula tuviera el bebé y dejara atrás su vida en la ciudad, se habían visto con frecuencia. Tal como estaban las cosas, no solía ir a la aldea a menudo, y después de las primeras negativas, había dejado de invitar a Paula a Londres.


—Tú también te has apartado —le recordó.


—Yo he vuelto —y ese era el quid de la cuestión. Cuando era una profesional ambiciosa todavía tenían algo en común, pero ese algo se había esfumado cuando la vida de Paula se había centrado en torno al bebé. Ella se sentía bastante satisfecha con su vida, pero no era tan ingenua como para esperar que otras personas, incluido Pedro, compartieran su interés por los dientes de leche de Benja.


Pedro estuvo a punto de recordarle, con cierta grosería, que su decisión no había nacido enteramente de la nostalgia por la vida idílica de su infancia. Se mordió la lengua y se señaló el pecho con el dedo.


—¿Y qué es esto, un holograma?


—Una visita de la realeza —Paula hizo una reverencia burlona sin percatarse de que el escote de su holgado camisón ofreció a Pedro una vista excelente de sus senos y de un ápice de pezones sonrosados—. ¿Te has traído a tu última novia? ¿Vas a impresionarla con la cripta familiar o con el fantasma de la familia?


Paula profirió una carcajada burlona al malinterpretar el motivo del rubor oscuro de los altos pómulos de Pedro.


—¿O es ese el problema, que no ha venido? Una libido frustrada explicaría que entraras aquí con tanto rencor, como un personaje de una tragedia griega... Estoy en lo cierto, ¿verdad? Tu novia no ha podido o no ha querido venir —especuló con sagacidad. Al menos, lanzar crueles hipótesis sobre los problemas de otra persona le impedía pensar, de momento, en los suyos.


Ya que por fin sabía lo que había debajo del camisón, a Pedro le iba a costar mucho más trabajo dejar de pensar en ello.


—¿Tan obvio es que me han dejado tirado? —le espetó.


—¿Como una colilla? —sugirió Paula en tono servicial. 
Resultaba difícil compadecerse de Pedro cuando lo más terrible que podía ocurrirle era que le hubiesen hecho un mal corte de pelo. Miró con desprecio su grueso pelo oscuro y reluciente—. No hace falta ser adivino para ver que has venido aquí a buscar pelea.


A pesar de su creciente enojo, Pedro no pudo evitar reír ante la ironía de aquella acusación.


—No podía haber llamado a mejor puerta, ¿verdad?


—Ni siquiera llamaste, entraste por las buenas... —con la misma brusquedad con la que había surgido, la hostilidad abandonó el alma de Paula. Débil como se sentía, exhaló un profundo suspiro—. Quizá esté harta de que me traten con condescendencia... ¿De verdad te han dejado tirado? —su sonrisa de asombro era burlona. No concebía aquella posibilidad.


—¿Te parece divertido?


A Paula le parecía increíble.


—Debes reconocer que tiene el aliciente de la novedad. Míralo por el lado bueno...


—Como empieces con tus razonamientos optimistas, te arriesgas a que te estrangule —le advirtió Pedro en tono sombrío.


—¡Qué miedo! Mira cómo tiemblo.


Pedro contrajo la mandíbula al ver el brillo burlón en los ojos de Paula, y se sorprendió pensando en lo difícil que sería hacerle temblar de verdad... ¡y no estaba pensando en tácticas intimidatorias! Aunque lo que se le estaba pasando por la cabeza lo asustaba un poco. Si quería aplacar su frustración con alguien, no podía hacerlo con Paula.


—No hay mal que por bien no venga —dijo Paula en tono pensativo—. Hace tiempo que tenías pendiente una lección de humildad.


—Entonces, te daré un buen motivo para reír, ¿quieres? —le espetó Pedro con furia—. La mujer con la que quería pasar el resto de mi vida y tener hijos ha decidido no dejar a su marido —la exclamación de sorpresa de Paula pudo oírse en el breve y tenso silencio que sucedió a sus palabras—. ¿Te parece suficiente humillación?







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