domingo, 10 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 30





Paula clavó la vista en su propia fotografía con el cuerpo inflamado de furia. Él había guardado su pasaporte y le había dicho que lo habían robado. O al menos eso le había hecho creer. «Evidentemente alguien se lo ha llevado», le había dicho. Bueno, evidentemente alguien lo había hecho. 


Él mismo.


Mientras él tuviera su pasaporte, ella no podría abandonar el país. La estaba manteniendo allí contra su deseo porque era lo que quería su padre. Su padre quería proteger a su hija pequeña y Pedro era su fiel aliado.


Sintió un movimiento a sus espaldas. Se volvió y vio que Pedro había entrado en la habitación y tenía una rara expresión en la cara.


—Ya veo que lo has encontrado —comentó—. Me pillaste con la guardia baja —dijo con tono seco—. No estoy acostumbrado a guardar secretos.


—¡No me creo que me hayas hecho esto! —dijo con voz baja por la rabia—. ¡Sabías que quería irme!


Pedro se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos y la observó con calma.


—Pero yo no quería que te fueras.


—¿Por qué? ¿Para tener sexo fácil a mano? —soltó una carcajada amarga—. Seguramente lo hubieras tenido más fácil con cualquier otra.


Una mirada de disgusto surcó sus ojos.


—No seas grosera. No es tu estilo.


Sus modales de superioridad incendiaron su rabia.


—¿Qué sabes tú de mi estilo? ¡No me has visto en años! ¿Por que me has obligado a estar aquí contigo? ¿Por mi padre? ¿Es que sus deseos son más importantes que los míos?


—Los deseos de tu padre no eran mi principal preocupación.


—Entonces, ¿cuál era?


—Los míos. Pensé que sería estupendo que pasáramos un tiempo juntos.


—O sea, que decidiste retenerme aquí contra mi voluntad.


Paula no podía creer lo que estaba oyendo. Él no la había obligado nunca a hacer nada. Iba contra todo lo que él creía: que era importante dejar al otro que tomara sus decisiones personales, no interferir en la vida profesional del otro.


—Siento que fuera contra tu voluntad —dijo él con calma—. Pensé que podrías divertirte aquí.


—¡No me divierte que me obliguen a hacer algo! ¿Por qué me robaste el pasaporte?


Él arqueó los labios con mofa.


—Desde luego te gusta dramatizar. Yo no te lo robé. Tenía toda la intención de devolvértelo. Me dijiste que te lo trajera.


—¡Pero no me lo diste!


—Cambié de idea.


—¿Por qué? ¿Por qué no me ayudaste a salir del país y terminaste esa ridícula misión tuya de rescate?


—Quería que estuvieras conmigo —una tormentosa tensión asomó a sus ojos—. Siempre he querido que estuvieras conmigo. No me gustan las casas ni las habitaciones de hotel vacías.


—¿De verdad? ¡Pues para no gustarte, no sé por qué te gusta tanto viajar por todo el mundo!


—Viajar forma parte de mi trabajo —Pedro se detuvo y sus ojos se ensombrecieron—. ¿Sabes lo que más me gustaba de viajar cuando estábamos todavía casados?


—¿Estar solo?


Él sacudió la cabeza.


—Lo que más me gustaba, Paula, era volver a casa contigo.


Paula sintió una punzada de dolor. Lo miró fijamente y la rabia se evaporó.


Sus ojos eran de un gris neblinoso cuando la miró.


—Me encantaba volver a casa y encontrarte cocinando —dijo con suavidad—. La casa con olor a lilas, rosas o algún olor agradable. Adoraba tomarte en mis brazos y saber que eras toda mía, que habías estado esperando por mí y que lo hacías todo bonito y especial para mí porque me amabas, porque eras feliz de tenerme en casa de nuevo. Me sentía tan… rico.


Un doloroso vuelco le sacudió el corazón a ella llenando los huecos amargos aunque le produjo poco consuelo. Sintió lágrimas ardientes en los ojos.


—No sabía que sentías eso —dijo con voz trémula—. ¿Por qué no me lo dijiste nunca?


Él la miró a los ojos con expresión de asombro.


—Paula, ¡cómo no lo ibas a saber!


Ella tragó saliva.


—Pensé que lo sabía. Al principio todo iba tan bien y entonces…


Se detuvo y se sentó en el borde de la cama.


—¿Entonces qué?


Ella se tapó la cara con las manos.


—Empecé a creer que ya lo dabas todo por supuesto. Aquella vez que fui a visitar a mis padres a Marruecos y yo no estuve en casa cuando volviste… hablamos por teléfono y pasó algo. No lo sé.


Él dio unos pasos hacia adelante y se quedó parado frente a ella.


—¿Qué pasó, Paula? —su voz era apremiante—. No lo entiendo. Nunca lo entendí.


—Creí que no te importaba el que yo estuviera en casa o no. No dijiste nada acerca de echarme de menos. No me dijiste que querías que estuviera en casa.


—¡Tu madre estaba enferma! Tenías que estar con ella. ¿Cómo iba a pensar en lo que quería yo? Además teníamos un acuerdo; nos habíamos prometido dejarnos el uno al otro libre.


Ella cerró los ojos.


—Quería saber que me necesitabas. Nunca sentí que me necesitaras.


—Paula, ¿cómo podías ignorarlo?


—¡Nunca me lo dijiste!


Pedro le chispearon los ojos de asombro.


—¿Que no te lo dije? Quizá no con palabras, pero seguramente te lo demostré.


Ella apretó las manos en el regazo.


—¡No lo sé! Necesitaba oírlo. ¡Necesitaba que me lo dijeras tú! ¡Nunca me dijiste nada! Nunca me contaste lo que pensabas o cómo te sentías.


Pedro no se movió. La miró impávido como una estatua.


—Dios mío, Paula. Yo…


Unos ruidos interrumpieron sus palabras. Ramyah apareció en el umbral de la puerta con los ojos muy abiertos hablando con rapidez en malayo.


Pedro salió al instante con la sirvienta a sus talones. Paula los siguió por instinto. No tenía ni idea de lo que Ramyah había dicho ni de lo que estaba pasando, pero era evidente que era serio. Los encontró fuera, inclinándose sobre Ali, el jardinero, cuya pierna sangraba con profusión por una herida. El machete de trabajo estaba tirado a su lado en la hierba.


Paula se puso pálida ante la vista de la sangre inspiró para relajarse. Lo único que les faltaba era que ella se desmayara.


—¿Qué podemos hacer? —preguntó.


—Busca unas toallas y algo que sirva de venda.


La voz de Pedro fue rápida y tajante.


Paula corrió al interior y cuando encontró lo que le había pedido, salió de nuevo.


—¿Se ha cortado alguna arteria?


—No, gracias a Dios. Pero es una herida fea. Necesitará varios puntos.


Pedro se inclinó hacia Ali, que no dejaba de quejarse, y actuó con eficiencia.


—¿Qué ha pasado?


—Se resbaló y cayó con el machete en la mano. Ayúdame a meterle en el coche.


Instalaron a Ali en el asiento trasero de la ranchera para llevarle al hospital más cercano. Ramyah se sentó delante al lado de Pedro, que hizo señas a Paula para que entrara también ella.


—No quiero que te quedes sola aquí sin teléfono siquiera.


Ella no pudo encontrar ningún argumento racional con rapidez, así que se apretó al lado de Ramyah y salieron por el agreste camino.


Condujeron hasta la casa de los Patel, donde Pedro usó el teléfono y le dijo a Paula que se quedara allí hasta que él volviera a buscarla. La señora Patel sonrió diciendo que no era ningún problema.


Ghita estaba fuera jugando al tenis, le dijo la señora Patel y la esperaba de vuelta en cualquier momento. Apareció a los veinte minutos muy atractiva con su uniforme de tenis y las tres tomaron el té juntas. Después de terminarlo, la señora Patel desapareció en la cocina y Paula quedó a merced de Ghita, que fue fría, pero educada. Paula decidió aparentar no notarlo y mantuvo una conversación animada, con la que no colaboró su anfitriona. Hasta que, en un momento determinado, Ghita inspiró con profundidad y la miró directamente a los ojos como para anunciar algo. Paula esperó preguntándose qué sería lo que vendría a continuación.


—Hay algo que creo que deberías saber —empezó Ghita—. Yo… sé que estás enamorada de Pedro.


Paula sintió un sobresalto de sorpresa ante aquel comentario tan indiscreto.


—¿De verdad? —dijo poniendo tono de desdén.


—Sí. Ya sé que me dijiste que era una situación temporal, pero no estoy ciega. Cuando viniste a cenar el sábado por la noche dejaste muy claro lo que sientes por él.


Paula sintió una oleada de rabia.


—La naturaleza de mi relación con Pedro no es asunto tuyo y no tengo intención de discutirlo contigo.


—Quizá no, pero déjame decirte que si albergas alguna esperanza de futuro con Pedro, ya puedes abandonarla.


—Recuerdo que eso ya me lo dijiste. ¿Y por qué lo crees?


—Porque no piensa casarse de nuevo.


—¿Y cómo lo sabes tú?


Ghita soltó una seca carcajada.


—Créeme, lo sé. Ni siquiera se casaría conmigo y llevo años enamorada de él —apartó la vista, pero Paula vio el brillo de las lágrimas en sus ojos—. No puedo creerlo —siguió Ghita con voz baja y tensa—. ¡No puedo creer lo que le hizo esa mujer!


Paula se puso rígida. Esa mujer. Su esposa. Ella.


—¿Y qué es lo que le hizo?


¿Qué diablos le habría impulsado a hacer aquella pregunta?


La rabia asomó a los ojos de Ghita.


—¡Le destruyó! Él estuvo aquí poco después de que ella le pidiera el divorcio y apenas se le podía reconocer. Daba la impresión de ser un muerto andante. Yo… yo…


La voz le falló y bajó la vista hacia sus manos.


—Perdona —dijo Paula mientras se levantaba.


Casi salió corriendo al interior de la casa, sólo para chocar casi con el objeto de su discusión. El corazón le dio un vuelco. Deseaba llorar. Quería morirse. Quería despertar de aquella pesadilla del pasado.


Él la sujetó con una mano en el hombro y la miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué pasa?


Paula estaba temblando e inspiró para calmarse.


—Nada —dijo intentando recuperar la compostura—. Ya has vuelto. ¿Cómo está Ali?


—Se pondrá bien, pero quieren tenerle en observación.


La señora Patel, les ofreció unas bebidas y les invitó a cenar, lo que Pedro declinó diciendo que estaba sucio y deseaba descansar.


Poco después estaban de nuevo en el coche de vuelta a casa. El sol se estaba poniendo y bañaba el paisaje de un pálido color dorado. El mundo parecía calmado y pacífico, justo lo contrario de cómo se sentía Paula sentada al lado del silencioso Pedro.


—¿Dónde está Ramyah? —preguntó.


—Con Ali. Se quedará esta noche en casa de unos familiares en Ipoh.


Estaba completamente oscuro cuando llegaron a la casa. 


Una vez dentro, Pedro encendió las luces del salón y le preguntó si quería algo de beber.


—Más tarde —dijo ella frotándose los brazos desnudos—. Me daré una ducha primero y me pondré algo más caliente.





UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 29




La fiesta en casa de Ghita era esa tarde. Paula se puso de nuevo el vestido largo; era lo mejor que podía ponerse en sus circunstancias. Las pocas cosas que Pedro le había llevado de casa de su padre era ropa sencilla y cómoda y la ropa de Lisette le quedaba demasiado grande.


Ghita llevaba un vestido de seda de color vino que debía haber llegado directamente de una boutique de Roma o París y Paula se sintió como una turista a su lado con su vestido malayo.


La madre de Ghita estaba resplandeciente en un shari de seda brillante. Era una mujer encantadora y le hizo sentir a Paula cómoda y bienvenida y al poco tiempo, se encontró hablando con ella de los curries indios y los tipos de salsa de la cocina hindú.


Había algunos invitados más y fue un alivio encontrarse entre gente de nuevo. La conversación era interesante, la comida maravillosa y Paula agradeció la diversión.


Intentó no fijarse en cómo Ghita no se separaba de Pedro y en cómo él parecía cómodo con sus atenciones. Se estaba riendo. Le hacía parecer menos duro y suavizaba los agudos ángulos de su cara y el duro brillo de sus ojos. Paula sintió una punzada dolorosa en el pecho. Apenas le había visto reírse en los días que habían pasado juntos.


No pudo negar una sensación de irritación cada vez que su mirada se posaba en ellos. Irritación… ¿era eso? Ghita estaba enamorada de él, eso lo sabía y saberlo le producía un vacío en el estómago a pesar de intentar pensar con racionalidad: Si Pedro amara a Ghita, ya habría hecho sus avances con ella mucho tiempo atrás.


Durante los años anteriores había pensado mucho en Pedro, preguntándose con quién o donde estaría, imaginándoselo en brazos de otra mujer. Pero la imagen había sido siempre tan dolorosa que la había apartado de su conciencia al instante. Ahora, enfrente de sus mismos ojos, tenía a una mujer real que le deseaba, que coqueteaba con él y eso la hacía sentirse miserable de abatimiento.


Necesitaba respirar aire fresco y se escabulló al jardín. El aire estaba cargado de la fragancia de los jazmines y el cielo tachonado de estrellas y una luna plateada creciente.


Un emplazamiento ideal para el romance. Se le atenazó el pecho como si alguien se lo estuviera apretando hasta quitarle la vida. La desesperación se aposentó en ella como si tuviera cemento mojado en el estómago. Amaba a Pedro y era inútil. Lo amaba y no era suficiente.


Lentamente, volvió a la terraza, donde un excéntrico profesor británico reclamó su atención con una extravagante historia de los tiempos coloniales hasta que Pedro anunció que era hora de irse.


En la ida, el trayecto hasta casa de los Patel había sido tenso y silencioso, así como el almuerzo que habían compartido al mediodía. Ahora a la vuelta, hablaron poco aparte de comentarios casuales y Paula se alegró de llegar por fin a la casa.


Le dio las buenas noches a Pedro, se fue a su habitación y se metió en la cama. Se sentía agotada, como si hubiera estado todo el día haciendo ejercicio físico.


Pero a pesar de la fatiga, no se podía dormir. Tenía la mente en un remolino, sus pensamientos circulando de forma caótica. Intentó relajar la mente, pensar en escenas pacíficas, pero fue inútil. Una hora más tarde se levantó frustrada, se puso el albornoz de Lisette y se fue a la cocina a prepararse un té.


Se fue a tomarlo a la terraza, y percibió el olor de las antorchas anti mosquito en cuanto salió. Pedro estaba sentado en la oscuridad con un vaso en la mano.


—¿No podías dormir? —preguntó.


—No. Bajé a preparar un té.


Él hizo un gesto hacia una de las sillas.


—Siéntate.


Paula tragó saliva.


—No, no. No quiero molestarte si quieres estar solo.


—Ya he estado solo suficiente tiempo.


Su voz era calmada, y, sin embargo, ella notó un leve rastro de algo diferente, de algún profundo significado oculto.


—Siéntate. Paula.


Ella obedeció sabiendo que la presencia de Pedro era lo menos indicado para calmar sus nervios a flor de piel. Dio un sorbo a su té mirando a la oscuridad y escuchando el frenético chirrido de las chicharras. El sonido agudizó sus nervios.


—En la cena del viernes por la noche mencionaste un sueño —interrumpió el silencio Pedro—. Me gustaría saber de qué trataba.


Paula frunció el ceño.


—¿Para qué quieres saberlo?


Él se encogió de hombros.


—He pensado en lo que me contaste y me ha parecido extraño que soñaras con que te rescatara.


—¿Extraño por qué?


Paula posó la taza en la mesa.


—Porque tú no tienes un carácter como para esperar a ser rescatada. Siempre has sido muy independiente y confiada.


Eso era verdad, tenía que admitirlo. Contempló el humo de la antorcha formando perezosas espirales en el aire.


Pedro se removió en su silla y ésta crujió bajo su peso.


—Entonces, dime, ¿por qué soñaba una persona tan independiente como tú con que la rescataran?


—No lo sé.


—¿Me contarás el sueño?


Ella sintió un extraño estado de ánimo. Era una noche cargada de sombras, secretos y penas.


—Soñé que estaba sola en una gran casa vacía —empezó—. Nunca supe de quién era la casa, pero estaba en un sitio extraño y frío, muy lejano. Estaba de pie en un espacio abierto y grande y podía ver el horizonte a mí alrededor. Miraba por la ventana y estaba esperando por ti, pero no creía que me encontraras porque no sabías dónde estaba.


—Yo siempre he sabido dónde estabas —dijo él con suavidad.


—Ya lo sé —tragó saliva—. Pero era un sueño. Y en el sueño me había olvidado de decírtelo. Y tenía tanto miedo de que no pudieras encontrarme por estar en un sitio desconocido y no saber ni cómo había llegado hasta allí… estaba tan desolado y vacío… y no había árboles. ¿Te puedes imaginar un sitio sin árboles?


Se mordió el labio sabiendo que los nervios se estaban adueñando de ella como si ahora que había empezado, ya no supiera cómo parar.


—De todas formas, llevaba mucho tiempo esperándote, pero no sé cuánto, y cuando por fin te vi, llegabas montado a caballo.


—¿A caballo? No he montado a caballo desde los campamentos juveniles.


—Los sueños son raros a veces.


—Y entonces, ¿qué pasó?


Ella desvió la mirada con el corazón desbocado.


—Tú… yo salí fuera y tú me alzaste con un solo brazo y me pusiste delante de ti en la grupa y salimos al galope.


Él esbozó una sonrisa de soslayo.


—¿Así de sencillo?


—No, bueno, algo así.


—¿Qué más pasó entonces?


Su voz fue baja y la sonrisa había desaparecido.


—Nada, quiero decir que no me acuerdo realmente.


Aquello era una mentira, por supuesto. Pero de ninguna manera pensaba revelarle lo que él le había dicho en el sueño o lo que había pasado después. Se levantó y apoyó las manos contra la barandilla.


Escuchó el crujido de su silla y enseguida le sintió detrás, volviéndola para que lo mirara. La puso de espaldas a la barandilla y se acercó apoyando a cada lado de su cuerpo las manos y acorralándola.


Ella se puso rígida al instante.


—Quiero que me digas lo que te dije cuando te subí al caballo.


—¡Era sólo un estúpido sueño!


—Quizá no fuera tan estúpido.


—¡Por Dios bendito! —dijo ella irritada—. De acuerdo, te lo diré. Y después quiero volver dentro. Quiero irme a dormir.


—Bien.


Paula metió los pies entre los barrotes de madera de la barandilla deseando mantener la calma.


—Me dijiste que me llevabas a casa porque era donde pertenecía —dijo con tono monótono—. Y que me encontrarías dondequiera que fuera porque me amabas y deseabas estar conmigo.


Un corto silencio.


—Y entonces —dijo Pedro—, me gritaste y me dijiste que eras una persona libre y que yo no tenía derecho a obligarte a ir a ningún sitio ni siquiera a casa, si no querías ir.


Paula le miró al mentón con la garganta repentinamente seca. Tenía miedo de mirarlo a los ojos.


—No, no lo hice.


—¿Por qué no?


Ella cerró los ojos un momento.


—Sentí mucho alivio de que hubieras ido a buscarme.
«Sentí tanto alivio de que me quisieras lo suficiente como para ir a buscarme».


Pedro frunció el ceño.


—¿Estabas en peligro? ¿De quién te rescataba yo?


Paula sacudió la cabeza.


—No había ningún peligro, o al menos ningún peligro físico. Estaba sola.


—Ya entiendo. ¿Entonces qué pasó? Desaparecimos juntos a la puesta del sol.


Ella tragó saliva.


—No.


—¿Entonces qué?


—Cabalgamos una corta distancia y de repente detuviste el caballo y me pusiste en el suelo de nuevo.


—¿Dónde estábamos entonces?


Ella sacudió la cabeza.


—En ningún sitio. No había nada por ninguna parte, sólo el vacío. Y tú me dijiste que después de todo, no podías rescatarme —se mordió el labio—. Me dijiste que tenía que rescatarme a mí misma. Entonces espoleaste el caballo y me dejaste allí —la voz se le quebró—. Yo empecé a gritar y a llamarte y cada vez que lo he vuelto a soñar, eso me despertaba. Siempre igual.


Paula se estremeció en silencio. Por fin alzó la vista y lo vio mirándola con la cara pálida bajo la luz de la luna. Pero fueron sus ojos lo que más la sorprendió, de un gris velado y cargados de desolación.


La expresión desapareció como un rafagazo cuando Pedro apretó la mandíbula.


—Bueno. Entonces fui un auténtico héroe ¿no?


—Era sólo un sueño.


Pedro escudriñó su cara en la oscuridad.


—Exacto —entonces se dio la vuelta de forma brusca y recogió el vaso de la mesa—. Será mejor que te tomes el té antes de que se enfríe



***


Paula llamó a la puerta de la oficina. No quería molestar a Pedro, pero no le quedaba otro remedio. Se chupó el dedo, donde se había clavado una diminuta espina bajo la piel. 


Después de la comida había estado tan inquieta que se había ido al jardín a cortar un ramo de flores para alegrar su habitación y se había pinchado con algo.


—Pasa.


El sonido de las teclas no se detuvo.


—Perdona que te moleste, pero necesito unas pinzas y no encuentro ninguna. ¿Tienes tú unas?


Había buscado en todo el armario del cuarto de baño, pero no había encontrado nada.


Pedro alzó la vista con expresión ausente.


—¿Pinzas? Sí, en el cajón de encima de la cómoda de mi habitación. Hay un botiquín de bolsillo.


—Gracias.


Paula subió a la habitación y abrió el cajón que le había dicho, examinando su contenido. Billetes de avión, su monedero, un llavero y una pila de facturas sujetas con un clip. Un pasaporte. Otro pasaporte.


Paula agarró los dos con el corazón acelerado al abrir las cubiertas.


Uno era el de él. El otro el suyo propio.







sábado, 9 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 28




Paula volvió a recuperar la conciencia lenta y perezosamente, consciente de una maravillosa sensación de bienestar. La cama era cómoda, el aire de la mañana limpio y fresco.


Un brazo la rozaba.


Se acurrucó contra el cuerpo caliente a su lado sintiéndole removerse contra ella, buscarla. Sus manos en sus senos, su boca besándola.


Flotando otra vez despacio hacia el paraíso.


—No te levantes —susurró Pedro besándola con suavidad—. Yo te traeré el café.


Paula mantuvo los ojos cerrados y suspiró. Cuando el aroma del café la despejó, se incorporó y abrió los ojos.


—¡Oh, Dios! Nadie me había preparado el desayuno desde hace años.


Sólo Pedro se lo había hecho en toda su vida.


Se quedó concentrada en la bandeja mientras recordaba aquellos desayunos del pasado cuando se había sentido amada y completa.


Recordando la noche anterior.


Por una noche, la realidad había sido suspendida. Una noche fuera del tiempo. Una noche de magia. No era suficiente para cambiar la verdad.


Pedro no la necesitaba realmente; nunca la había necesitado. Y en cuanto aquella situación se hubiera acabado, seguirían sus caminos por separado. 


Probablemente no volverían a verse nunca. En ese momento, ella era sólo conveniente, como lo había sido durante su matrimonio.


No, pensó con desesperación. Otra vez no. Nunca más. 


Sintió un nudo en la garganta. Le temblaron las manos y tuvo que posarlas en la bandeja.


—¿Paula? ¿Qué pasa?


Ella tragó saliva de forma compulsiva.


—No tengo hambre.


—¿Así de repente?


Ella asintió con miedo a mirarlo, a ver su cara, a ver los recuerdos del amor en sus ojos. «No puedo dejar que suceda esto», pensó con desesperación. No puedo pasar por todo una vez más.


Levantó la bandeja.


—Déjala en la mesilla. Lo tomaré más tarde —su voz sonó fina e irreal, como si no le perteneciera a ella. Pedro no le retiró la bandeja—. No estoy lista para levantarme todavía.


—Quiero saber lo que va mal —dijo él con suavidad.


Ella sacudió la cabeza, muda.


—No voy a irme hasta que no me lo digas, Paula.


Ella lo conocía lo bastante bien como para saber que no tenía sentido negarse, pero no pudo evitarlo.


—No tienes derecho a pedirme que te explique nada.


Pero no sonó convincente.


—Tengo derecho a saber por qué repentinamente, después de una noche como la de ayer, actúas como si hubiera ocurrido un desastre. ¿Es por algo que he dicho? ¿O hecho?


Paula contempló la bandeja que yacía en su regazo sin verla.


—Ha sido un error. Fue culpa mía. No debería haber preparado esa cena que…


—¿De qué estás hablando?


—De anoche. Fue demasiado parecido a… a antes.


—A cuando estábamos casados.


Ella asintió.


—¿Y qué tiene eso de malo?


—¡Que lo de anoche no ha sido real! Era sólo… como si estuviéramos interpretando una vieja historia.


—A mí me gusta bastante la vieja historia, pero no creo que ninguno de los dos estuviéramos interpretando. Para mí fue muy real —la tomó de la mano—. Paula, mírame. Dime, ¿qué había de malo en la vieja historia?


Ella tragó saliva.


—Que tú no me necesitabas. Quiero decir, que no me necesitabas de verdad.


Hubo un denso silencio.


—No sé de qué estás hablando, Paula.


—Sólo lo que he dicho. Yo te venía bien para cuando volvías a casa y estaba allí para hacer que las cosas fueran especiales. Pero cuando no estaba, a ti no te importaba. Era conveniente, pero no esencial —dijo con amargura—. No me necesitabas para nada y estabas perfectamente sin mí.


Bajó la vista de nuevo. El aire estaba cargado de tensión.


—¿Que yo estaba perfectamente sin ti? —repitió él despacio—. ¿Cómo podías saber cómo me encontraba si no estabas allí?


Ella sintió una oleada de emoción incontrolable.


—¡No estabas nunca en casa cuando te llamaba! ¡Ni siquiera a las tres de la mañana!


Se levantó irritada y el café se derramó. La bandeja se deslizó y cayó al suelo. La comida se esparció por todas partes. Pero a ella ya no le importaba. Lo único que sentía era el desgarro de la vieja angustia atenazándole el alma. Le temblaba todo el cuerpo.


—¿Dónde estabas por las noches? ¿Dónde y con quien dormías?


Paula se sentó entre los restos del desayuno y luchó contra las lágrimas al recordar las agonizantes noches que había pasado marcando su número de teléfono desde la casa de Sophie en Roma. Lágrimas de furia y humillación. Miró a Pedro, pero lo vio borroso.


—No estabas en nuestra cama, así que, ¿en la cama de quién estabas durmiendo?


La voz le salió espesa por las lágrimas. La garganta le dolía.
Pedro apretó la mandíbula como el acero. Hubo un helado silencio.


—Quizá —dijo él muy despacio—. Quizá debería ser yo el que hiciera esa pregunta. ¿Con quién estabas durmiendo cuando no volvías a casa para estar conmigo?


Paula pensó que el corazón se le pararía. La rabia y la angustia la atenazaron. Luchó por contener las lágrimas.


—¿Cómo te atreves? —susurró con fiereza—. ¡Yo no dormía con nadie! ¿Cómo te atreves a pensar que te he engañado!


—Considerando las circunstancias, corazón, era de lo más fácil —arqueó los labios con amargura—. Evidentemente tú no estabas interesada en seguir durmiendo conmigo o hubieras vuelto a casa.


Lo siguiente que Paula vio fue su espalda y después la puerta cerrándose de un portazo tras él. Se quedó mirando la destrucción a su alrededor, las sábanas empapadas de café, la papaya por el suelo, la miel goteando de la bandeja volcada. Una imagen de su vida, de su amor, de todo lo dulce y adorable destrozado e inservible.


Estaba temblando de forma incontrolada. Se enroscó como una pelota y empezó a sollozar



***


Paula volvió a su propia habitación e intentó escribir. Se sentía enferma, entonces recordó que no había desayunado. 


En la cocina encontró algo que comer. Pedro estaba en la terraza, revisando una prueba de impresora y tomando notas en los márgenes. A Paula se le empañaron los ojos en lágrimas. Oh, Dios, no podía soportar estar a solas con él. Lo amaba, pero eso no era suficiente.


De repente, Pedro se puso de pie y al instante estaba en la cocina. El destello oscuro de sus ojos puso en evidencia que no esperaba encontrarla allí. Sin decir una sola palabra, alcanzó la cafetera y se sirvió una taza. La levantó y volvió a dejarla de nuevo. Apoyó las dos manos en la encimera como para apoyarse, como si sus hombros soportaran demasiado peso. Bajó la cabeza y se quedó mirando fijamente a la madera.


—Por si te sirve de algo —dijo con tensión como si le costara mucho hablar—, nunca, nunca te fui infiel.


A Paula se le secó la boca. Pedro enderezó la espalda, recogió la taza y abandonó la cocina sin mirarla más.