domingo, 10 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 29




La fiesta en casa de Ghita era esa tarde. Paula se puso de nuevo el vestido largo; era lo mejor que podía ponerse en sus circunstancias. Las pocas cosas que Pedro le había llevado de casa de su padre era ropa sencilla y cómoda y la ropa de Lisette le quedaba demasiado grande.


Ghita llevaba un vestido de seda de color vino que debía haber llegado directamente de una boutique de Roma o París y Paula se sintió como una turista a su lado con su vestido malayo.


La madre de Ghita estaba resplandeciente en un shari de seda brillante. Era una mujer encantadora y le hizo sentir a Paula cómoda y bienvenida y al poco tiempo, se encontró hablando con ella de los curries indios y los tipos de salsa de la cocina hindú.


Había algunos invitados más y fue un alivio encontrarse entre gente de nuevo. La conversación era interesante, la comida maravillosa y Paula agradeció la diversión.


Intentó no fijarse en cómo Ghita no se separaba de Pedro y en cómo él parecía cómodo con sus atenciones. Se estaba riendo. Le hacía parecer menos duro y suavizaba los agudos ángulos de su cara y el duro brillo de sus ojos. Paula sintió una punzada dolorosa en el pecho. Apenas le había visto reírse en los días que habían pasado juntos.


No pudo negar una sensación de irritación cada vez que su mirada se posaba en ellos. Irritación… ¿era eso? Ghita estaba enamorada de él, eso lo sabía y saberlo le producía un vacío en el estómago a pesar de intentar pensar con racionalidad: Si Pedro amara a Ghita, ya habría hecho sus avances con ella mucho tiempo atrás.


Durante los años anteriores había pensado mucho en Pedro, preguntándose con quién o donde estaría, imaginándoselo en brazos de otra mujer. Pero la imagen había sido siempre tan dolorosa que la había apartado de su conciencia al instante. Ahora, enfrente de sus mismos ojos, tenía a una mujer real que le deseaba, que coqueteaba con él y eso la hacía sentirse miserable de abatimiento.


Necesitaba respirar aire fresco y se escabulló al jardín. El aire estaba cargado de la fragancia de los jazmines y el cielo tachonado de estrellas y una luna plateada creciente.


Un emplazamiento ideal para el romance. Se le atenazó el pecho como si alguien se lo estuviera apretando hasta quitarle la vida. La desesperación se aposentó en ella como si tuviera cemento mojado en el estómago. Amaba a Pedro y era inútil. Lo amaba y no era suficiente.


Lentamente, volvió a la terraza, donde un excéntrico profesor británico reclamó su atención con una extravagante historia de los tiempos coloniales hasta que Pedro anunció que era hora de irse.


En la ida, el trayecto hasta casa de los Patel había sido tenso y silencioso, así como el almuerzo que habían compartido al mediodía. Ahora a la vuelta, hablaron poco aparte de comentarios casuales y Paula se alegró de llegar por fin a la casa.


Le dio las buenas noches a Pedro, se fue a su habitación y se metió en la cama. Se sentía agotada, como si hubiera estado todo el día haciendo ejercicio físico.


Pero a pesar de la fatiga, no se podía dormir. Tenía la mente en un remolino, sus pensamientos circulando de forma caótica. Intentó relajar la mente, pensar en escenas pacíficas, pero fue inútil. Una hora más tarde se levantó frustrada, se puso el albornoz de Lisette y se fue a la cocina a prepararse un té.


Se fue a tomarlo a la terraza, y percibió el olor de las antorchas anti mosquito en cuanto salió. Pedro estaba sentado en la oscuridad con un vaso en la mano.


—¿No podías dormir? —preguntó.


—No. Bajé a preparar un té.


Él hizo un gesto hacia una de las sillas.


—Siéntate.


Paula tragó saliva.


—No, no. No quiero molestarte si quieres estar solo.


—Ya he estado solo suficiente tiempo.


Su voz era calmada, y, sin embargo, ella notó un leve rastro de algo diferente, de algún profundo significado oculto.


—Siéntate. Paula.


Ella obedeció sabiendo que la presencia de Pedro era lo menos indicado para calmar sus nervios a flor de piel. Dio un sorbo a su té mirando a la oscuridad y escuchando el frenético chirrido de las chicharras. El sonido agudizó sus nervios.


—En la cena del viernes por la noche mencionaste un sueño —interrumpió el silencio Pedro—. Me gustaría saber de qué trataba.


Paula frunció el ceño.


—¿Para qué quieres saberlo?


Él se encogió de hombros.


—He pensado en lo que me contaste y me ha parecido extraño que soñaras con que te rescatara.


—¿Extraño por qué?


Paula posó la taza en la mesa.


—Porque tú no tienes un carácter como para esperar a ser rescatada. Siempre has sido muy independiente y confiada.


Eso era verdad, tenía que admitirlo. Contempló el humo de la antorcha formando perezosas espirales en el aire.


Pedro se removió en su silla y ésta crujió bajo su peso.


—Entonces, dime, ¿por qué soñaba una persona tan independiente como tú con que la rescataran?


—No lo sé.


—¿Me contarás el sueño?


Ella sintió un extraño estado de ánimo. Era una noche cargada de sombras, secretos y penas.


—Soñé que estaba sola en una gran casa vacía —empezó—. Nunca supe de quién era la casa, pero estaba en un sitio extraño y frío, muy lejano. Estaba de pie en un espacio abierto y grande y podía ver el horizonte a mí alrededor. Miraba por la ventana y estaba esperando por ti, pero no creía que me encontraras porque no sabías dónde estaba.


—Yo siempre he sabido dónde estabas —dijo él con suavidad.


—Ya lo sé —tragó saliva—. Pero era un sueño. Y en el sueño me había olvidado de decírtelo. Y tenía tanto miedo de que no pudieras encontrarme por estar en un sitio desconocido y no saber ni cómo había llegado hasta allí… estaba tan desolado y vacío… y no había árboles. ¿Te puedes imaginar un sitio sin árboles?


Se mordió el labio sabiendo que los nervios se estaban adueñando de ella como si ahora que había empezado, ya no supiera cómo parar.


—De todas formas, llevaba mucho tiempo esperándote, pero no sé cuánto, y cuando por fin te vi, llegabas montado a caballo.


—¿A caballo? No he montado a caballo desde los campamentos juveniles.


—Los sueños son raros a veces.


—Y entonces, ¿qué pasó?


Ella desvió la mirada con el corazón desbocado.


—Tú… yo salí fuera y tú me alzaste con un solo brazo y me pusiste delante de ti en la grupa y salimos al galope.


Él esbozó una sonrisa de soslayo.


—¿Así de sencillo?


—No, bueno, algo así.


—¿Qué más pasó entonces?


Su voz fue baja y la sonrisa había desaparecido.


—Nada, quiero decir que no me acuerdo realmente.


Aquello era una mentira, por supuesto. Pero de ninguna manera pensaba revelarle lo que él le había dicho en el sueño o lo que había pasado después. Se levantó y apoyó las manos contra la barandilla.


Escuchó el crujido de su silla y enseguida le sintió detrás, volviéndola para que lo mirara. La puso de espaldas a la barandilla y se acercó apoyando a cada lado de su cuerpo las manos y acorralándola.


Ella se puso rígida al instante.


—Quiero que me digas lo que te dije cuando te subí al caballo.


—¡Era sólo un estúpido sueño!


—Quizá no fuera tan estúpido.


—¡Por Dios bendito! —dijo ella irritada—. De acuerdo, te lo diré. Y después quiero volver dentro. Quiero irme a dormir.


—Bien.


Paula metió los pies entre los barrotes de madera de la barandilla deseando mantener la calma.


—Me dijiste que me llevabas a casa porque era donde pertenecía —dijo con tono monótono—. Y que me encontrarías dondequiera que fuera porque me amabas y deseabas estar conmigo.


Un corto silencio.


—Y entonces —dijo Pedro—, me gritaste y me dijiste que eras una persona libre y que yo no tenía derecho a obligarte a ir a ningún sitio ni siquiera a casa, si no querías ir.


Paula le miró al mentón con la garganta repentinamente seca. Tenía miedo de mirarlo a los ojos.


—No, no lo hice.


—¿Por qué no?


Ella cerró los ojos un momento.


—Sentí mucho alivio de que hubieras ido a buscarme.
«Sentí tanto alivio de que me quisieras lo suficiente como para ir a buscarme».


Pedro frunció el ceño.


—¿Estabas en peligro? ¿De quién te rescataba yo?


Paula sacudió la cabeza.


—No había ningún peligro, o al menos ningún peligro físico. Estaba sola.


—Ya entiendo. ¿Entonces qué pasó? Desaparecimos juntos a la puesta del sol.


Ella tragó saliva.


—No.


—¿Entonces qué?


—Cabalgamos una corta distancia y de repente detuviste el caballo y me pusiste en el suelo de nuevo.


—¿Dónde estábamos entonces?


Ella sacudió la cabeza.


—En ningún sitio. No había nada por ninguna parte, sólo el vacío. Y tú me dijiste que después de todo, no podías rescatarme —se mordió el labio—. Me dijiste que tenía que rescatarme a mí misma. Entonces espoleaste el caballo y me dejaste allí —la voz se le quebró—. Yo empecé a gritar y a llamarte y cada vez que lo he vuelto a soñar, eso me despertaba. Siempre igual.


Paula se estremeció en silencio. Por fin alzó la vista y lo vio mirándola con la cara pálida bajo la luz de la luna. Pero fueron sus ojos lo que más la sorprendió, de un gris velado y cargados de desolación.


La expresión desapareció como un rafagazo cuando Pedro apretó la mandíbula.


—Bueno. Entonces fui un auténtico héroe ¿no?


—Era sólo un sueño.


Pedro escudriñó su cara en la oscuridad.


—Exacto —entonces se dio la vuelta de forma brusca y recogió el vaso de la mesa—. Será mejor que te tomes el té antes de que se enfríe



***


Paula llamó a la puerta de la oficina. No quería molestar a Pedro, pero no le quedaba otro remedio. Se chupó el dedo, donde se había clavado una diminuta espina bajo la piel. 


Después de la comida había estado tan inquieta que se había ido al jardín a cortar un ramo de flores para alegrar su habitación y se había pinchado con algo.


—Pasa.


El sonido de las teclas no se detuvo.


—Perdona que te moleste, pero necesito unas pinzas y no encuentro ninguna. ¿Tienes tú unas?


Había buscado en todo el armario del cuarto de baño, pero no había encontrado nada.


Pedro alzó la vista con expresión ausente.


—¿Pinzas? Sí, en el cajón de encima de la cómoda de mi habitación. Hay un botiquín de bolsillo.


—Gracias.


Paula subió a la habitación y abrió el cajón que le había dicho, examinando su contenido. Billetes de avión, su monedero, un llavero y una pila de facturas sujetas con un clip. Un pasaporte. Otro pasaporte.


Paula agarró los dos con el corazón acelerado al abrir las cubiertas.


Uno era el de él. El otro el suyo propio.







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