domingo, 10 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 30





Paula clavó la vista en su propia fotografía con el cuerpo inflamado de furia. Él había guardado su pasaporte y le había dicho que lo habían robado. O al menos eso le había hecho creer. «Evidentemente alguien se lo ha llevado», le había dicho. Bueno, evidentemente alguien lo había hecho. 


Él mismo.


Mientras él tuviera su pasaporte, ella no podría abandonar el país. La estaba manteniendo allí contra su deseo porque era lo que quería su padre. Su padre quería proteger a su hija pequeña y Pedro era su fiel aliado.


Sintió un movimiento a sus espaldas. Se volvió y vio que Pedro había entrado en la habitación y tenía una rara expresión en la cara.


—Ya veo que lo has encontrado —comentó—. Me pillaste con la guardia baja —dijo con tono seco—. No estoy acostumbrado a guardar secretos.


—¡No me creo que me hayas hecho esto! —dijo con voz baja por la rabia—. ¡Sabías que quería irme!


Pedro se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos y la observó con calma.


—Pero yo no quería que te fueras.


—¿Por qué? ¿Para tener sexo fácil a mano? —soltó una carcajada amarga—. Seguramente lo hubieras tenido más fácil con cualquier otra.


Una mirada de disgusto surcó sus ojos.


—No seas grosera. No es tu estilo.


Sus modales de superioridad incendiaron su rabia.


—¿Qué sabes tú de mi estilo? ¡No me has visto en años! ¿Por que me has obligado a estar aquí contigo? ¿Por mi padre? ¿Es que sus deseos son más importantes que los míos?


—Los deseos de tu padre no eran mi principal preocupación.


—Entonces, ¿cuál era?


—Los míos. Pensé que sería estupendo que pasáramos un tiempo juntos.


—O sea, que decidiste retenerme aquí contra mi voluntad.


Paula no podía creer lo que estaba oyendo. Él no la había obligado nunca a hacer nada. Iba contra todo lo que él creía: que era importante dejar al otro que tomara sus decisiones personales, no interferir en la vida profesional del otro.


—Siento que fuera contra tu voluntad —dijo él con calma—. Pensé que podrías divertirte aquí.


—¡No me divierte que me obliguen a hacer algo! ¿Por qué me robaste el pasaporte?


Él arqueó los labios con mofa.


—Desde luego te gusta dramatizar. Yo no te lo robé. Tenía toda la intención de devolvértelo. Me dijiste que te lo trajera.


—¡Pero no me lo diste!


—Cambié de idea.


—¿Por qué? ¿Por qué no me ayudaste a salir del país y terminaste esa ridícula misión tuya de rescate?


—Quería que estuvieras conmigo —una tormentosa tensión asomó a sus ojos—. Siempre he querido que estuvieras conmigo. No me gustan las casas ni las habitaciones de hotel vacías.


—¿De verdad? ¡Pues para no gustarte, no sé por qué te gusta tanto viajar por todo el mundo!


—Viajar forma parte de mi trabajo —Pedro se detuvo y sus ojos se ensombrecieron—. ¿Sabes lo que más me gustaba de viajar cuando estábamos todavía casados?


—¿Estar solo?


Él sacudió la cabeza.


—Lo que más me gustaba, Paula, era volver a casa contigo.


Paula sintió una punzada de dolor. Lo miró fijamente y la rabia se evaporó.


Sus ojos eran de un gris neblinoso cuando la miró.


—Me encantaba volver a casa y encontrarte cocinando —dijo con suavidad—. La casa con olor a lilas, rosas o algún olor agradable. Adoraba tomarte en mis brazos y saber que eras toda mía, que habías estado esperando por mí y que lo hacías todo bonito y especial para mí porque me amabas, porque eras feliz de tenerme en casa de nuevo. Me sentía tan… rico.


Un doloroso vuelco le sacudió el corazón a ella llenando los huecos amargos aunque le produjo poco consuelo. Sintió lágrimas ardientes en los ojos.


—No sabía que sentías eso —dijo con voz trémula—. ¿Por qué no me lo dijiste nunca?


Él la miró a los ojos con expresión de asombro.


—Paula, ¡cómo no lo ibas a saber!


Ella tragó saliva.


—Pensé que lo sabía. Al principio todo iba tan bien y entonces…


Se detuvo y se sentó en el borde de la cama.


—¿Entonces qué?


Ella se tapó la cara con las manos.


—Empecé a creer que ya lo dabas todo por supuesto. Aquella vez que fui a visitar a mis padres a Marruecos y yo no estuve en casa cuando volviste… hablamos por teléfono y pasó algo. No lo sé.


Él dio unos pasos hacia adelante y se quedó parado frente a ella.


—¿Qué pasó, Paula? —su voz era apremiante—. No lo entiendo. Nunca lo entendí.


—Creí que no te importaba el que yo estuviera en casa o no. No dijiste nada acerca de echarme de menos. No me dijiste que querías que estuviera en casa.


—¡Tu madre estaba enferma! Tenías que estar con ella. ¿Cómo iba a pensar en lo que quería yo? Además teníamos un acuerdo; nos habíamos prometido dejarnos el uno al otro libre.


Ella cerró los ojos.


—Quería saber que me necesitabas. Nunca sentí que me necesitaras.


—Paula, ¿cómo podías ignorarlo?


—¡Nunca me lo dijiste!


Pedro le chispearon los ojos de asombro.


—¿Que no te lo dije? Quizá no con palabras, pero seguramente te lo demostré.


Ella apretó las manos en el regazo.


—¡No lo sé! Necesitaba oírlo. ¡Necesitaba que me lo dijeras tú! ¡Nunca me dijiste nada! Nunca me contaste lo que pensabas o cómo te sentías.


Pedro no se movió. La miró impávido como una estatua.


—Dios mío, Paula. Yo…


Unos ruidos interrumpieron sus palabras. Ramyah apareció en el umbral de la puerta con los ojos muy abiertos hablando con rapidez en malayo.


Pedro salió al instante con la sirvienta a sus talones. Paula los siguió por instinto. No tenía ni idea de lo que Ramyah había dicho ni de lo que estaba pasando, pero era evidente que era serio. Los encontró fuera, inclinándose sobre Ali, el jardinero, cuya pierna sangraba con profusión por una herida. El machete de trabajo estaba tirado a su lado en la hierba.


Paula se puso pálida ante la vista de la sangre inspiró para relajarse. Lo único que les faltaba era que ella se desmayara.


—¿Qué podemos hacer? —preguntó.


—Busca unas toallas y algo que sirva de venda.


La voz de Pedro fue rápida y tajante.


Paula corrió al interior y cuando encontró lo que le había pedido, salió de nuevo.


—¿Se ha cortado alguna arteria?


—No, gracias a Dios. Pero es una herida fea. Necesitará varios puntos.


Pedro se inclinó hacia Ali, que no dejaba de quejarse, y actuó con eficiencia.


—¿Qué ha pasado?


—Se resbaló y cayó con el machete en la mano. Ayúdame a meterle en el coche.


Instalaron a Ali en el asiento trasero de la ranchera para llevarle al hospital más cercano. Ramyah se sentó delante al lado de Pedro, que hizo señas a Paula para que entrara también ella.


—No quiero que te quedes sola aquí sin teléfono siquiera.


Ella no pudo encontrar ningún argumento racional con rapidez, así que se apretó al lado de Ramyah y salieron por el agreste camino.


Condujeron hasta la casa de los Patel, donde Pedro usó el teléfono y le dijo a Paula que se quedara allí hasta que él volviera a buscarla. La señora Patel sonrió diciendo que no era ningún problema.


Ghita estaba fuera jugando al tenis, le dijo la señora Patel y la esperaba de vuelta en cualquier momento. Apareció a los veinte minutos muy atractiva con su uniforme de tenis y las tres tomaron el té juntas. Después de terminarlo, la señora Patel desapareció en la cocina y Paula quedó a merced de Ghita, que fue fría, pero educada. Paula decidió aparentar no notarlo y mantuvo una conversación animada, con la que no colaboró su anfitriona. Hasta que, en un momento determinado, Ghita inspiró con profundidad y la miró directamente a los ojos como para anunciar algo. Paula esperó preguntándose qué sería lo que vendría a continuación.


—Hay algo que creo que deberías saber —empezó Ghita—. Yo… sé que estás enamorada de Pedro.


Paula sintió un sobresalto de sorpresa ante aquel comentario tan indiscreto.


—¿De verdad? —dijo poniendo tono de desdén.


—Sí. Ya sé que me dijiste que era una situación temporal, pero no estoy ciega. Cuando viniste a cenar el sábado por la noche dejaste muy claro lo que sientes por él.


Paula sintió una oleada de rabia.


—La naturaleza de mi relación con Pedro no es asunto tuyo y no tengo intención de discutirlo contigo.


—Quizá no, pero déjame decirte que si albergas alguna esperanza de futuro con Pedro, ya puedes abandonarla.


—Recuerdo que eso ya me lo dijiste. ¿Y por qué lo crees?


—Porque no piensa casarse de nuevo.


—¿Y cómo lo sabes tú?


Ghita soltó una seca carcajada.


—Créeme, lo sé. Ni siquiera se casaría conmigo y llevo años enamorada de él —apartó la vista, pero Paula vio el brillo de las lágrimas en sus ojos—. No puedo creerlo —siguió Ghita con voz baja y tensa—. ¡No puedo creer lo que le hizo esa mujer!


Paula se puso rígida. Esa mujer. Su esposa. Ella.


—¿Y qué es lo que le hizo?


¿Qué diablos le habría impulsado a hacer aquella pregunta?


La rabia asomó a los ojos de Ghita.


—¡Le destruyó! Él estuvo aquí poco después de que ella le pidiera el divorcio y apenas se le podía reconocer. Daba la impresión de ser un muerto andante. Yo… yo…


La voz le falló y bajó la vista hacia sus manos.


—Perdona —dijo Paula mientras se levantaba.


Casi salió corriendo al interior de la casa, sólo para chocar casi con el objeto de su discusión. El corazón le dio un vuelco. Deseaba llorar. Quería morirse. Quería despertar de aquella pesadilla del pasado.


Él la sujetó con una mano en el hombro y la miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué pasa?


Paula estaba temblando e inspiró para calmarse.


—Nada —dijo intentando recuperar la compostura—. Ya has vuelto. ¿Cómo está Ali?


—Se pondrá bien, pero quieren tenerle en observación.


La señora Patel, les ofreció unas bebidas y les invitó a cenar, lo que Pedro declinó diciendo que estaba sucio y deseaba descansar.


Poco después estaban de nuevo en el coche de vuelta a casa. El sol se estaba poniendo y bañaba el paisaje de un pálido color dorado. El mundo parecía calmado y pacífico, justo lo contrario de cómo se sentía Paula sentada al lado del silencioso Pedro.


—¿Dónde está Ramyah? —preguntó.


—Con Ali. Se quedará esta noche en casa de unos familiares en Ipoh.


Estaba completamente oscuro cuando llegaron a la casa. 


Una vez dentro, Pedro encendió las luces del salón y le preguntó si quería algo de beber.


—Más tarde —dijo ella frotándose los brazos desnudos—. Me daré una ducha primero y me pondré algo más caliente.





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