Paula volvió a recuperar la conciencia lenta y perezosamente, consciente de una maravillosa sensación de bienestar. La cama era cómoda, el aire de la mañana limpio y fresco.
Un brazo la rozaba.
Se acurrucó contra el cuerpo caliente a su lado sintiéndole removerse contra ella, buscarla. Sus manos en sus senos, su boca besándola.
Flotando otra vez despacio hacia el paraíso.
—No te levantes —susurró Pedro besándola con suavidad—. Yo te traeré el café.
Paula mantuvo los ojos cerrados y suspiró. Cuando el aroma del café la despejó, se incorporó y abrió los ojos.
—¡Oh, Dios! Nadie me había preparado el desayuno desde hace años.
Sólo Pedro se lo había hecho en toda su vida.
Se quedó concentrada en la bandeja mientras recordaba aquellos desayunos del pasado cuando se había sentido amada y completa.
Recordando la noche anterior.
Por una noche, la realidad había sido suspendida. Una noche fuera del tiempo. Una noche de magia. No era suficiente para cambiar la verdad.
Pedro no la necesitaba realmente; nunca la había necesitado. Y en cuanto aquella situación se hubiera acabado, seguirían sus caminos por separado.
Probablemente no volverían a verse nunca. En ese momento, ella era sólo conveniente, como lo había sido durante su matrimonio.
No, pensó con desesperación. Otra vez no. Nunca más.
Sintió un nudo en la garganta. Le temblaron las manos y tuvo que posarlas en la bandeja.
—¿Paula? ¿Qué pasa?
Ella tragó saliva de forma compulsiva.
—No tengo hambre.
—¿Así de repente?
Ella asintió con miedo a mirarlo, a ver su cara, a ver los recuerdos del amor en sus ojos. «No puedo dejar que suceda esto», pensó con desesperación. No puedo pasar por todo una vez más.
Levantó la bandeja.
—Déjala en la mesilla. Lo tomaré más tarde —su voz sonó fina e irreal, como si no le perteneciera a ella. Pedro no le retiró la bandeja—. No estoy lista para levantarme todavía.
—Quiero saber lo que va mal —dijo él con suavidad.
Ella sacudió la cabeza, muda.
—No voy a irme hasta que no me lo digas, Paula.
Ella lo conocía lo bastante bien como para saber que no tenía sentido negarse, pero no pudo evitarlo.
—No tienes derecho a pedirme que te explique nada.
Pero no sonó convincente.
—Tengo derecho a saber por qué repentinamente, después de una noche como la de ayer, actúas como si hubiera ocurrido un desastre. ¿Es por algo que he dicho? ¿O hecho?
Paula contempló la bandeja que yacía en su regazo sin verla.
—Ha sido un error. Fue culpa mía. No debería haber preparado esa cena que…
—¿De qué estás hablando?
—De anoche. Fue demasiado parecido a… a antes.
—A cuando estábamos casados.
Ella asintió.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—¡Que lo de anoche no ha sido real! Era sólo… como si estuviéramos interpretando una vieja historia.
—A mí me gusta bastante la vieja historia, pero no creo que ninguno de los dos estuviéramos interpretando. Para mí fue muy real —la tomó de la mano—. Paula, mírame. Dime, ¿qué había de malo en la vieja historia?
Ella tragó saliva.
—Que tú no me necesitabas. Quiero decir, que no me necesitabas de verdad.
Hubo un denso silencio.
—No sé de qué estás hablando, Paula.
—Sólo lo que he dicho. Yo te venía bien para cuando volvías a casa y estaba allí para hacer que las cosas fueran especiales. Pero cuando no estaba, a ti no te importaba. Era conveniente, pero no esencial —dijo con amargura—. No me necesitabas para nada y estabas perfectamente sin mí.
Bajó la vista de nuevo. El aire estaba cargado de tensión.
—¿Que yo estaba perfectamente sin ti? —repitió él despacio—. ¿Cómo podías saber cómo me encontraba si no estabas allí?
Ella sintió una oleada de emoción incontrolable.
—¡No estabas nunca en casa cuando te llamaba! ¡Ni siquiera a las tres de la mañana!
Se levantó irritada y el café se derramó. La bandeja se deslizó y cayó al suelo. La comida se esparció por todas partes. Pero a ella ya no le importaba. Lo único que sentía era el desgarro de la vieja angustia atenazándole el alma. Le temblaba todo el cuerpo.
—¿Dónde estabas por las noches? ¿Dónde y con quien dormías?
Paula se sentó entre los restos del desayuno y luchó contra las lágrimas al recordar las agonizantes noches que había pasado marcando su número de teléfono desde la casa de Sophie en Roma. Lágrimas de furia y humillación. Miró a Pedro, pero lo vio borroso.
—No estabas en nuestra cama, así que, ¿en la cama de quién estabas durmiendo?
La voz le salió espesa por las lágrimas. La garganta le dolía.
Pedro apretó la mandíbula como el acero. Hubo un helado silencio.
—Quizá —dijo él muy despacio—. Quizá debería ser yo el que hiciera esa pregunta. ¿Con quién estabas durmiendo cuando no volvías a casa para estar conmigo?
Paula pensó que el corazón se le pararía. La rabia y la angustia la atenazaron. Luchó por contener las lágrimas.
—¿Cómo te atreves? —susurró con fiereza—. ¡Yo no dormía con nadie! ¿Cómo te atreves a pensar que te he engañado!
—Considerando las circunstancias, corazón, era de lo más fácil —arqueó los labios con amargura—. Evidentemente tú no estabas interesada en seguir durmiendo conmigo o hubieras vuelto a casa.
Lo siguiente que Paula vio fue su espalda y después la puerta cerrándose de un portazo tras él. Se quedó mirando la destrucción a su alrededor, las sábanas empapadas de café, la papaya por el suelo, la miel goteando de la bandeja volcada. Una imagen de su vida, de su amor, de todo lo dulce y adorable destrozado e inservible.
Estaba temblando de forma incontrolada. Se enroscó como una pelota y empezó a sollozar
***
Paula volvió a su propia habitación e intentó escribir. Se sentía enferma, entonces recordó que no había desayunado.
En la cocina encontró algo que comer. Pedro estaba en la terraza, revisando una prueba de impresora y tomando notas en los márgenes. A Paula se le empañaron los ojos en lágrimas. Oh, Dios, no podía soportar estar a solas con él. Lo amaba, pero eso no era suficiente.
De repente, Pedro se puso de pie y al instante estaba en la cocina. El destello oscuro de sus ojos puso en evidencia que no esperaba encontrarla allí. Sin decir una sola palabra, alcanzó la cafetera y se sirvió una taza. La levantó y volvió a dejarla de nuevo. Apoyó las dos manos en la encimera como para apoyarse, como si sus hombros soportaran demasiado peso. Bajó la cabeza y se quedó mirando fijamente a la madera.
—Por si te sirve de algo —dijo con tensión como si le costara mucho hablar—, nunca, nunca te fui infiel.
A Paula se le secó la boca. Pedro enderezó la espalda, recogió la taza y abandonó la cocina sin mirarla más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario