sábado, 9 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 27




Pedro estaba en la terraza leyendo. Una novela, se fijó ella.


—La cena está lista —anunció Paula.


—Voy.


Paula volvió a la cocina, sacó el pato del horno, lo salpicó de cilantro rayado y lo llevó a la mesa.


—Parece un banquete real —dijo Pedro con una sonrisa al sentarse—. Y no es que esperara menos, por supuesto.


—He tenido todo el tiempo del mundo —bromeó ella—. Después de ser raptada y retenida en lo profundo de una jungla.


—Yo no te he raptado, te he rescatado.


—Exacto —de nuevo la extraña sensación de haberlo vivido ya—. Hace tiempo tuve repetidamente un sueño de que tú me rescatabas.


Pedro sirvió el vino.


—¿Qué te rescataba de qué?


—No tengo ni idea.


Se sirvió el arroz con hierbas y le pasó el cuenco.


—¿Y cuando tuviste ese sueño?


—Cuando estábamos todavía casados —desvió la vista—. Era un sueño extraño


—¿Y todavía lo recuerdas?


Paula asintió mordiéndose el labio, arrepentida de haberlo mencionado. No quería hablar de ello. Él debió sentir su reticencia porque abandonó el tema y le preguntó si había leído el libro que él estaba leyendo.


La cena fue deliciosa y Pedro comió con apetito y hasta repitió del segundo plato.


—No has perdido tu toque —comentó sonriendo—. Está delicioso.


A Paula le dio un vuelco el corazón del placer.


—Gracias.


Él seguía mirándola y le hizo sentir un lento calor crecer dentro, una estremecedora conciencia de que había algo más tras sus palabras. Bajó la mirada hacia el vaso, lo alzó y dio un sorbo al vino.


La cinta que habían puesto en el estéreo había terminado y la habitación había quedado en silencio. Pedro apartó su silla.


—Yo la cambiaré.


Cuando se sentó de nuevo, los acordes melodiosos de una guitarra española flotaron en el aire. Paula contempló las manos de Pedro usando el cuchillo. Eran unas manos muy bonitas. Inspiró lentamente mientras pensaba en qué decir.


—¿Por qué te enfadaste antes, cuando yo estaba cocinando?


Él alzó la vista.


—No estaba… enfadado —dijo en voz muy baja—. Verte en la cocina, disfrutando de lo que hacías… me trajo recuerdos.


A Paula se le contrajo el corazón. Los recuerdos, siempre los recuerdos. Todo lo que decían o hacían siempre despertaba los recuerdos.


—Recuerdo volver a casa después de algún viaje… recuerdo desear volver para encontrarte en la cocina con un mandil de encaje y la cara sonrojada. Disfrutabas tanto cocinando y yo viéndote… y no porque sea un hombre chapado a la antigua que quiera a su mujer en la cocina como una sirvienta, sino porque tú hacías un arte de ello.


—Sí.


Paula intentó esbozar una sonrisa natural, pero tenía los labios paralizados.


—Lo hacías para agradarme —siguió él—, para prepararme una comida casera después de todas las semanas que había tenido que comer de restaurante —se detuvo—. Me encantaba verte cocinar porque lo hacías porque me amabas.


Su voz sonó apenada y anhelante.


Paula sintió un nudo en la garganta. Le dolía oírle decir aquellas palabras, ver la pena en su cara. ¿O eran imaginaciones suyas? ¿Eran sólo sus propias emociones y las estaba trasladando a él?


La música era suave y sensual. Paula posó la servilleta al lado del plato.


—Iré a buscar el postre.


La voz le sonó quebrada y tuvo que inspirar al llegar a la cocina y apoyar la frente en el frigorífico. Había sido un error preparar aquella cena, desenterrar los recuerdos. Debía tranquilizarse y cambiar de tema al volver a la mesa.


Soltó un gemido. ¿Cómo iba a hacerlo? Bueno, se le ocurriría algo. Abrió el frigorífico, sacó los dos platos y al darse la vuelta, se encontró a Pedro acercándose a ella.


Le quitó los platos de la mano y la miró fijamente a los ojos.


—Dejemos esto para más tarde —dijo con suavidad.


A Paula le dio un vuelco el corazón. Otro de los rituales de su antiguo hogar: el postre en la cama después de haber hecho el amor.


Pedro volvió a meter los platos en la nevera sin apartar los ojos de ella. Cerró la puerta y la rodeó con sus brazos.


—Te deseo —dijo con voz ronca—. Nunca he dejado de desearte. Por favor, dime que tú también me deseas.


Las suaves palabras le calentaron la sangre y le aceleraron el pulso. No le llegaba el aliento. Sentía la cabeza ligera y las rodillas temblorosas. Demasiado vino en la cena. 


Demasiados recuerdos de amor y pasión. Demasiado anhelo y deseo dentro de ella. El cuerpo le dolía de deseo.


No era el vino. Era un encantamiento diferente, un hechizo que no se podría romper nunca. Cerró los ojos y suspiró deslizando los brazos alrededor de él.


—Yo también te deseo —susurró.


Lo amaba. Lo amaba tanto…


Estaban en la habitación de él, comprendió un momento después sin saber cómo habían llegado hasta allí… flotando por el aire, quizá. Pedro empezó a quitarle la ropa, lentamente, besando cada centímetro de piel que quedaba expuesta poco a poco, sus senos, su estómago, sus muslos, despertando un calor febril, delicioso y agónico dentro de ella. A Paula le temblaron las manos cuando le ayudó a quitarse su ropa y las deslizó por su piel desnuda, rozando el suave vello y los duros músculos. Con un gemido ronco, Pedro la levantó y la posó con suavidad en la cama como si fuera frágil y preciosa y ella sintió la dulzura derramarse sobre ella como miel caliente.


Pedro se inclinó sobre ella y la miró durante un momento eterno, en silencio, sólo mirándola. Había una ternura en sus ojos que le produjo temblores. Algo frágil empezó a brillar dentro de ella, algo por encima de las necesidades físicas de su cuerpo.


Él bajó la boca hacia la de ella, besándola con suavidad, sensualmente, como si tuviera todo el tiempo del mundo y quisiera que durara toda la eternidad. Su lengua danzó un lento vals con la de ella, retirándose, apretándole los labios, jugueteando.


Entonces bajó un poco más, deslizando besos mientras sus manos rozaban como plumas su piel, haciendo que su cuerpo cantara, cargándole la cabeza de estrellas. Paula dejó escapar un gemido, estirándose para tocarle ella también y moviéndose un poco para ganar acceso.


Paula se abandonó a las sensaciones y el sabor de su cuerpo, aquel cuerpo maravilloso que ahora le pertenecía, y él le sujetó las manos y se las apartó con delicadeza.


—Déjalo —susurró—. Déjame tocarte sólo a mí por ahora.


Era como flotar en la música, paladear el color y acariciar olas de luz dorada. Era como no sentir su cuerpo, como si estuviera hecha de sensaciones… maravillosas sensaciones.


—Qué placer —murmuró.


Sintió la sonrisa de Pedro contra su seno.


—Y todavía va a ser mejor.


Ella se removió bajo él, la piel deslizante contra la piel deslizante.


—¿Estás seguro?


Pedro se rió con suavidad.


—Por supuesto que estoy seguro.


Y siguió creando su magia y ella hundiéndose en las sensaciones sensuales para las que no existía ni el tiempo ni el lugar, que llenaban cada célula de su cuerpo, tan cargado de placer exquisito que ya no podía guardarlo sólo para ella.


Alargó las manos y tiró de su cabeza hacia ella deslizando los labios contra los de él.


—Te deseo… Necesito tocarte —susurró jadeante.


Y le tocó, provocando nuevos placeres para ella misma tanto como para él, y los dos se unieron en ardiente necesidad, fundiéndose el uno en el otro en una danza de éxtasis cada vez más rápida hasta el borde de la pasión donde se estremecieron, perdieron el ritmo y se desmoronaron juntos por un bendito abismo.






UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 26




No volvió a verlo hasta la hora de comer del día siguiente. Hubiera preferido comer sola, pero no quería dar más trabajo a Ramyah. Pedro fue distante, pero educado. El aire estaba cargado de emociones; la tensión era como una presencia viva entre ellos.


—Paré ayer en casa de los Patel en el camino de ida —comentó él rompiendo el silencio en el segundo plato—. Nos han invitado a cenar el sábado por la noche.


Los Patel. La familia de Ghita. Y él esperaba que ella lo acompañara. Paula se concentró en un trozo de lechuga.


—Probablemente deberías ir solo —sugirió—. Yo no tengo nada que hacer allí.


—Te han invitado. No les ofendas.


Si no quería ir, no tenía por qué ir, pero decidió no comportarse como una niña ni poner la típica excusa del dolor de cabeza. Una cena podía ser divertida. Le sentaría bien estar entre otra gente y la comida india, sin duda sería deliciosa.


Después de comer volvió a su trabajo. Contempló los libros de afrodisíacos y pociones amorosas. Se había pasado la mañana leyendo y tomando notas. Era hora de ponerlas por escrito.


Paula trabajó toda la tarde y no salió de su habitación hasta que la cena estuvo servida.


—Ramyah libra el viernes —dijo Pedro al sentarse a la mesa—. Es el día santo para los musulmanes. Quiere saber si hay algo en particular que quieras comer para prepararlo mañana y dejárnoslo en el frigorífico.


Paula extendió la servilleta en el regazo.


—No hace falta que lo haga. Me encantará cocinar. Necesito algo que hacer aparte de leer y escribir.


—Bien.


Para alivio suyo, consiguieron pasar la cena sin una conversación tensa, acusaciones ni recriminaciones.


Después de que Ramyah terminara de recoger la cocina. 


Paula se fue a explorar el frigorífico y la despensa para ver las posibilidades que tenía para la cena del viernes. Había filetes de salmón congelados, lo que era tentador y un pato congelado. Ella podía hacer maravillas con un pato. Y también los chinos, recordó. De hecho, tenían interminables recetas afrodisíacas. Bueno, ella no iba a preparar una cena como pócima amorosa, sólo una agradable. Sacó el pato y lo dejó en la nevera para que se descongelara en las siguientes treinta y seis horas.


El jueves se evitaron el uno al otro. Pedro permaneció todo el día en la oficina trabajando y ella en su habitación escribiendo. Pedro parecía haber perdido las ganas de más confrontaciones emocionales, al igual que ella. No le sorprendía. Pedro era una persona racional y calmada que resolvía los problemas de forma racional. La pasión que había presenciado la semana anterior la había sorprendido de verdad.


Paula inspiró con fuerza y se concentró en la pantalla vacía de ordenador frente a ella. Su problema era que estaba pensando demasiado en el amor. Debería estar trabajando. 


Volvió a leer el artículo sobre la comida de los puestos callejeros que había terminado.


Serpientes. En eso debería estar pensando, en un tonel lleno de serpientes.



****


Durante todo el viernes, Paula tuvo la cocina para ella sola. Era un placer volver a cocinar de nuevo y se encontró tarareando feliz mientras rayaba un limón deteniéndose en la mitad al encontrar a Pedro en el umbral de la puerta mirándola con ojos sombríos.


El corazón le dio un leve vuelco.


—¿Necesitas algo?


—No, nada. Sólo algo de beber.


Se acercó al frigorífico y se sirvió una copa de vino blanco sin preguntarle a ella si quería. Entonces, al posarlo en la encimera, se le cayó y con una maldición, buscó la bayeta.


—¿Qué pasa?


—Nada —respondió él con tensión.


Tirando la bayeta en el fregadero, se dio la vuelta y salió de la cocina sin la bebida.


Paula siguió rayando el limón intentando que el incidente no le estropeara el buen humor. Estaba disfrutando. Inhaló la fragancia del limón. Oh, Dios, iba a estar estupendo.


Y lo estuvo. Todo salió perfecto. Había encontrado velas y flores y un bonito mantel. Lisette no la había decepcionado. 


A pesar de lo práctico que era el algodón, era una mujer sensual también, como lo demostraba la comida que guardaba congelada, los libros de poesía y la maravillosa colección de música.


Paula contempló la maravillosa mesa sintiendo una repentina emoción. ¿Qué estaba haciendo?


Se había propasado, como siempre.


Cerró los ojos. ¿Por qué? ¿Por qué había hecho aquello? Se quedó inmóvil sabiendo la respuesta y por fin, admitiendo la verdad.


Todavía amaba a Pedro. Siempre lo había amado y no podía hacer nada para evitarlo. Una penosa sensación de inevitabilidad la asaltó.


Abriendo los ojos, revisó la mesa una vez más. Debería quitar las velas y poner las flores en la mesita de café. Se debatió consigo misma y entonces, despacio, se dio la vuelta dejando la mesa como estaba.





UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 25




El ambiente se cargó de electricidad en el acto. Las palabras de Paula flotaban en el aire amenazadoras. La cara de Pedro estaba dura como una piedra y siguió con la mirada clavada en ella.


—Por lo que yo sé, tuvimos un matrimonio feliz hasta que decidiste no volver a casa conmigo nunca más. ¿Y puedo recordarte que fuiste tú la que me dejaste y la que pidió el divorcio?


Era cierto que ella había pedido el divorcio, pero no lo había querido.


—¿Y no lo querías tú? —preguntó ella con amarga burla —¿Recuerdas cuanto tardaste en firmar los malditos papeles? ¡Tus abogados me los mandaron firmados a vuelta de correo! ¡Imagino que sólo tardarías un minuto en firmarlo todo!


Él entrecerró los ojos.


—¿Y qué esperabas? ¿Que te obligara a estar conmigo en contra de tu voluntad?


Pedro sacudió la cabeza despacio.


—Yo no quería estar con una mujer que no me quisiera. Si no me acuerdo mal, no nos habíamos visto en cinco meses cuando me dejaste aquella encantadora notita.


—¡Tú estabas fuera del país! ¡Siempre estabas fuera del maldito país!


—Mi trabajo me obliga a viajar y eso ya lo sabías. Y cuando estaba en casa entre proyecto y proyecto, eras tú la que no estabas. Siempre tenías una excusa u otra.


¿Excusa! La rabia la atenazó. A ella no le había parecido que a Pedro le importara. Nunca le había dicho que quería que ella estuviera en casa, que la echaba de menos.


—¡A ti no parecía importarte en absoluto!


Hubo un momento de silencio.


—Oh, no —dijo él muy despacio—. Tú, mi devota ex mujer, eras a la que no le importaba demasiado estar en casa cuando yo estaba, como habíamos planeado desde el principio. Lo que más me asombró fue aquella estancia tuya en Nueva York. ¿Te acuerdas?


Había sido uno de los momentos más miserables de su vida y todavía permanecía vívido en su recuerdo.


—Sí, me acuerdo.


—Volviste de casa de Sophie en Roma mientras yo estaba en Guatemala y el día antes de mi regreso, decidiste ir a Nueva York a hacer un curso de cocina. Entonces llevábamos meses sin vernos. Cuatro exactamente, y tú preferiste tomar un curso de cocina.


—Podrías haber ido a Nueva York a pasar el fin de semana.


Él soltó una carcajada amarga.


—¡Oh, gracias por tu generosidad!


—Si te importaba tanto, ¿por qué no lo hiciste?


Pedro apretó los puños y se metió las manos en los bolsillos.


—¡No me lo pediste! Supuse que tenías otros planes. Y si a ti te importaba, ¿por qué fuiste para empezar! No, cariño, no te atrevas a hablar de importar o no. Dejaste muy claro que ya no querías seguir casada. Fuiste tú la que escribiste esa notita diciendo que nuestro matrimonio ya no funcionaba y que querías romperlo.


—Y a ti te importó tan poco que ni siquiera descolgaste el teléfono para hablar de ello conmigo.


Él arqueó una ceja con sorna.


—Yo no merecía más que una carta. Ni siquiera te molestaste en esperar para poder decírmelo en persona. Me escribiste aquella horrible carta y era tan breve que supuse que no tenía sentido discutir el tema. Lo dejaste muy claro —la miró con expresión tormentosa—. Y tampoco tiene sentido discutirlo ahora después de tantos años —echó un vistazo a su reloj—. He tenido un día muy largo y estoy cansado. Buenas noches.



UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 24




Pedro ya se había ido cuando Paula se despertó a la mañana siguiente. Había madrugado ya que el viaje era largo y pretendía volver en el mismo día. Era un alivio tener la casa para ella sola. Se sintió como si pudiera respirar de nuevo.


Sin embargo, el día pareció alargarse una eternidad a pesar de tener muchas cosas que hacer. Pedro le había dejado su ordenador y le había dicho que podía utilizarlo.


También había dicho que volvería a casa hacia las ocho, pero a las nueve todavía no había aparecido. Bueno, se habría retrasado por algo y no tenía forma de comunicárselo sin teléfono.


Pero hacia las diez, ya empezó a preocuparse. ¿Y si le había pasado algo? ¿Y si había sufrido un accidente? 


Empezó a imaginarse todo tipo de cosas e intentó leer para no dejar que su imaginación se desbocara, pero no podía concentrarse.


Eran cerca de las once cuando por fin los faros iluminaron la terraza. A pesar del miedo que le atenazaba el pecho, tuvo la sensación de haber vivido aquello ya, y entonces lo supo, de repente, como si se le hubiera encendido una luz en la mente.


Era el sueño. La situación le había devuelto las sensaciones del sueño Pedro subía las escaleras con sorprendente energía. Estaba maravilloso, fuerte, vibrante y muy vital. 


Arqueó las cejas con sorpresa al verla.


—Hola —dijo—. Pensé que ya te habrías metido en la cama.


—¿Dónde estabas? ¿Por qué has tardado tanto?


Ella sonó como una esposa preocupada y a él no se le escapó. Esbozó una sonrisa de picardía y soltó el maletín y una caja en el suelo de la terraza.


—¿Me has echado de menos?


El enojo sustituyó a la preocupación.


—Para nada. He pasado un día tranquilo y maravilloso.


—Siento no haberte podido avisar de que llegaría tarde. El hombre al que tenía que visitar no pudo reunirse conmigo hasta esta tarde, así que no pude salir de la ciudad hasta después de las siete. Tu padre está bien. Se ha cancelado el contrato y ha conseguido llamar la atención de las autoridades de Hong Kong, que ya están investigando las actividades fraudulentas de esa empresa.


Paula soltó un suspiro.


—Bien. ¿Sabe ya la policía quienes destrozaron mi habitación?


—Saben quién está detrás, pero no han conseguido atraparlos, lo que es de preocupar —frunció el ceño—. Tu padre está preocupado porque puedan querer vengarse ahora, lo que sería bastante estúpido por su parte, pero tampoco tienen mucho cerebro, o sea que es algo a tener en cuenta.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—¿Y qué quiere decir eso? ¿Que no puedo volver a Kuala Lumpur?


—Exacto.


—¡Esto es una locura! ¿Cuánto tiempo va a durar?


—No tengo ni idea. Tu padre nos lo hará saber.


—¿Y se supone que yo debo aceptarlo? ¿Se supone que voy a seguir colgada en el fin del mundo hasta Dios sabe cuándo? ¿No se os ha ocurrido otra cosa mejor?


Pedro se encogió de hombros.


—Él cree que aquí estás a salvo.


Ella soltó un gemido de frustración y enterró la cara entre las manos.


—Oh, Dios, voy a volverme loca.


—No Paula, tú eres fuerte.


Pero no lo suficiente. Pensaba salir de allí como fuera. 


Levantó la cabeza.


—¿Trajiste mis cosas?


—Tu ropa y el bolso están ahí —señaló la caja y abrió su maletín—. Toma, el cuaderno, los CD´S y los cheques de viaje. Pero nada del pasaporte.


A Paula se le hundió el alma a los pies.


—¿No han encontrado el pasaporte? Pero si estaba al lado de los cheques en el cajón.


—Es evidente que alguien se lo ha llevado.


—¡Esto es una locura! ¿Quieres decir que uno de esos mafiosos registró la oficina de mi padre y me robó el pasaporte?


—Puedes solicitar uno nuevo, pero tendrás que esperar hasta que sea seguro volver a Kuala Lumpur.


—¡No quiero esperar! ¡Quiero irme! ¡Quiero salir de aquí!


—A veces no podemos hacer lo que queremos. Comprendo que no es fácil de aceptar, especialmente para alguien consentido e indulgente como tú.


Paula dio un respingo.


—¿Qué? ¿Me has llamado consentida e indulgente?


Él arqueó una ceja.


—¿Ha habido algo en tu vida que hayas querido y no hayas conseguido?


El calor le subió hasta las mejillas.


—¡Pues claro que lo ha habido! —Explotó con ardor—. Un matrimonio feliz, por ejemplo